A mi amigo Antonio le dio por hablar de arquitectura, o, mejor dicho, por
cobijarse en ella para estructurar un discurso que la trasciende con creces en
términos disciplinares. Hace más de un año se acercó al monasterio de La Santa
Espina para hablarnos de Bernardo de Claraval desde una óptica inédita. Allí el
santo aparecía como el primer humanista de la modernidad; un verdadero
adelantado a su tiempo: empresario, economista, diplomático, estadista,
ecologista, utópico, místico, constructor, esteta, arquitecto, y, sobre todo,
poeta; alguien empeñado en construir la Ciudad de Dios agustiniana, no sólo
metafóricamente, sino piedra a piedra, con la testa en Jerusalén, pero a lo
largo y ancho del orbe; alguien no en vano llamado, según nos contó Jiménez
Lozano en el prólogo de aquel ensayo, “la quimera del siglo” (XII). Pero ni
siquiera fue Bernardo, creo yo, la diana última del referido trabajo. Antonio se
valió de la Santa Espina para hablarnos de su ideólogo, de la vigencia de su
pensamiento, y terminar aterrizando donde realmente más nos interesa a todos:
la enmarañada pista de nuestro tiempo histórico. Al profundizar en la génesis
de aquel monasterio, (un ejemplo más, ni siquiera paradigmático, de la
arquitectura del Císter) Antonio puso de manifiesto el principal déficit que
existe en la práctica arquitectónica actual, y, por esa vía, (también una más) la
urgencia de retomar el pleno humanismo para apuntalar las bases de una sociedad
decadente como la nuestra.
Acabo de leer ahora Castillo de Coca. La construcción fascinante,
ensayo también prologado por Jiménez Lozano con la solvencia a que nos tiene
acostumbrados, y en el que Antonio se acerca de nuevo a la arquitectura con
fines parecidos, pues nos habla de este edificio para realmente hacerlo de
cosas que importan mucho más que él. En esta ocasión el discurso se torna más
ambicioso y radical si cabe. Se trata de un trabajo con un claro espinazo
aristotélico, que viene a decirnos: puede que el mundo no esté bien hecho, pero
debía estarlo; puede que hayamos perdido algunas piezas del puzzle, pero merece
la pena buscarlas e intentar recolocarlas. Casi nada. Antonio maneja tres
herramientas de diferente calado para semejante empresa. Yendo de lo concreto a
lo abstracto, de lo fenoménico a lo esencial, el ensayista utiliza la figura y la
obra de Fonseca el Viejo como fenómeno, el humanismo cristiano como vía para su
concreción, y el espacio-tiempo como agente seductor que impulsa a la vez que ejerce
de árbitro. Fonseca, un pragmático, teológicamente más ortodoxo que Bernardo, y
tan consciente como aquél de la importancia que tiene la correcta conformación
de los ámbitos donde se desarrolla el hombre para su pleno desarrollo; un
pragmático, pero también un esteta. El humanismo cristiano como escenario para
el encontrón dialéctico entre los pares forma y contenido, belleza y guerra,
genio e ingenio, cultura y civilización. El espacio-tiempo como binomio
sustentador que regala y exige; especialmente el Tiempo, planteado en este
ensayo de una manera muy singular: como una sugerente y fértil disputa entre
Crono y Psique; hallazgo de primera línea.
FONSECA EL VIEJO
Desde la introducción misma, Antonio
sitúa a Coca (antigua Cauca) como sostén de una ambivalencia resonante; nos
habla de la “parva patria de Teodosio
el Grande”. Parece casual, pero no lo es. Roma es al fin y al cabo el paraíso
perdido de todo hombre aristotélico; el lugar histórico donde tal vocación
suspende su fobia al vacío para dar con el Todo posible: cultura, civilización,
lengua, iglesia, poder, orden universal… en fin, la apoteosis de lo Uno, por
muy eclécticas que sean sus entrañas. Y aunque según Aristóteles, “Todo no está
en ningún lugar”, para sus afectos es Roma el ápice que concreta su versión más
creíble en la historia. Ya ven, Coca, pequeña ciudad romana donde nació
Teodosio, el hombre que imperó sobre los escombros de aquella Totalidad, tras cuya muerte el Imperio
se segregó definitivamente en lo formal para sancionar una realidad
incontestable: su decadencia, (que tanto recuerda a la nuestra) y, como una de sus
secuelas, la dicotomía entre Oriente y Occidente; el primero para su hijo
Arcadio, el segundo para su hijo Honorio. Teodosio, el estadista y militar que
sometió el poder político al religioso, entonces encarnado en la figura de
Ambrosio; y también el emperador romano que nunca visitó Roma, el que reclutó a
bárbaros para luchar contra bárbaros… Sí, este hombre nació en Coca, donde once
siglos después, Fonseca el Viejo, aun a las puertas de la exclusión de los moros
del nuevo reino, soñara recrear aquel mundo aristotélico, también en la
arquitectura militar, con formas mudéjares, devenidas de un mestizaje cuestionado
en lo político y lo religioso, pero muy vivo en lo cultural, con una semilla común
a la cristiana que Antonio coloca acertadamente, no sólo en la Biblia o en el
Zohar, sino además en Pitágoras: “Y esto es, en el fondo, el castillo de Coca,
tan distinto a una humilde morada de aquellos mudéjares: trazar una armonía
suntuosa donde la fantasía adquiere pitagóricamente su aplomo.”
A Fonseca, Antonio lo caracteriza
en su complejidad. Nos dice sobre él:
“…tuvo a lo largo de su vida
multitud de oficios que desempeñó eficaz y fructíferamente. El de intrigante
mayor del reino ―algo común y característico a la nobleza más castiza― fue uno
de los más decisivos que le acarreó muchos oficios complementarios, a veces
impropios y otras nobilísimos como ser confidente áulico, servilletero mayor
del rey, oficiante en matrimonios reales, artífice y ejecutor de políticas,
secretero de perfidias, maestro consumado en el arte del disimulo, semillero y
pararrayos de envidias, amasador de señoríos, amante de reales vuelos ―se le
atribuyeron escarceos amorosos con la reina Juana―, y permanente centinela de
las esencias tanto en vigilia como en el sueño.”
Como se puede ver, Fonseca el
Viejo es un hombre perfectamente anclado a su tiempo, todavía previo al
Renacimiento pero que apuntaba con claridad hacia él: antesala de la España
moderna, el descubrimiento de América y la irrupción de la doctrina luterana
como puerta de ingreso en Europa para el empirismo y el cientificismo más
radicales. Hablamos de un esteta prerenacentista, que para el castillo de Coca
imagina una construcción total en el sentido más vitruviano posible: clásica en
cuanto a sus aspiraciones, asociadas éstas a “las mansiones de la inmortalidad”,
pero no así en cuanto al lenguaje arquitectónico escogido, (el mudéjar) mucho
más apegado a la experiencia vital y a la cultura de su promotor; aunque al
tiempo histórico que le tocó vivir asomaran ya el plateresco para la
arquitectura civil, y el estilo más “burdo” (por meramente ingeniero) de los
Antonelli, para la militar. Fonseca estaba decidido a levantar un castillo
mudéjar en Coca. Antonio imagina una vía que no tiene desperdicio, por la que el
obispo de Ávila y arzobispo de Sevilla pudo haber aprehendido este estilo.
Vean:
“¿Cómo serían las esperas
constantes e interminables audiencias o citaciones regias, o las complicadas
reuniones con príncipes, que a veces se prolongaban durante días, semanas
enteras o incluso meses, y en las que Fonseca buscó lustre y provecho durante
toda su vida? Además de conspirar y repartir de oficio bendiciones urbi et
orbi, ¿qué haría, además, en esas interminables prórrogas? Lo que todos: mirar,
observar, y tomar nota. Fijarse cómo resbalaban los secretos en los pisos
alicatados, cómo en las paredes embellecidas resonaban a veces las novísima
verba ―las últimas palabras―, cómo en las cenefas y lacerías la línea recta
dibujaba magistralmente una curva, o cómo los artesonados dorados creaban una
sensación de levedad tal que el mundo de abajo parecía sustentarse en una
armonía universal y maciza. Alzar la vista, por tanto, equivalía a una
actividad estética que anida en la misma entraña del mudéjar bajo una sencillez
diáfana de ladrillo, yesería y colores matizados.”
Pero además, Fonseca había vivido varios años en Ávila, donde al parecer
se relacionó ampliamente, como no podía ser de otra manera, con las fuerzas
vivas de su aljama. Nos dice Antonio:
“La fábrica del mudéjar tenía en
Ávila grandes maestros en pensamiento ―algo de esto barruntamos cuando antes se
habló del Zohar―, y portentosos
alarifes que transformaban el ladrillo en fantasía metafísica.” El pensamiento,
traído aquí no por casualidad, porque Antonio sabe perfectamente que “sin
pensamiento, efectivamente, todas las construcciones con sentido trascendente
se desmoronarían y serían devoradas en nada por la carcoma de la historia.”
Perfecto, digo yo… y dejo para
quienes lean el ensayo comentado, el sabroso descubrimiento de todos los datos
y anécdotas, que, a modo de crucial aderezo, nos ofrece Antonio sobre las
figuras de Fonseca el Viejo, sus herederos y algunos de sus contemporáneos más
relevantes. El texto, que está cargado de ironía y humor, es también muy
generoso en este sentido, llegando a desvelar, al menos para mí, la
insospechada etimología de términos muy comunes, y el origen de refranes
populares aún operantes. No adelanto más, pero no puedo evitar compartir aquí otra
noticia (la última) de las muchas recogidas en el libro con relación a lo dicho
anteriormente: Resulta que Alí Caro, el alarife abulense que dirigió las
primeras etapas de la construcción del castillo de Coca, cuando se convirtió al
cristianismo se hizo llamar Alonso de Fonseca. ¿Un agradecido servidor, o
alguien que como el marinero de Stevens, “atrapa tigres / en el temporal rojo”?
Río…
EL HUMANISMO SUSTENTADOR
Dijo Schiller, en un arranque propio
de un esteta radical, que “un edificio […] no podrá ser jamás una obra de arte
completamente libre, ni alcanzar nunca un ideal de belleza, porque es
materialmente imposible en el caso de un edificio, que necesita de escaleras,
puertas, chimeneas, ventanas y calefacción, pasarse sin la ayuda de un
concepto…”; y porque “bella es aquella forma que no exige ninguna explicación,
o bien aquélla que se explica sin concepto”. Tiene parte de razón, claro está, especialmente
si hablamos de arquitectura o ingeniería militares. Sin embargo, el castillo de
Coca se opone a esta sentencia de la manera más sencilla y rotunda posible: simplemente
se trata de un edificio bello (ideal y concretamente) para quienes lo
observaron y observan, mal que le pese a Schiller con su cargamento conceptual
incluido. Y es que en este edificio la belleza emerge de una perfecta operación
humanista que actúa contra la naturaleza, sí (“el Arte, tal como yo lo concibo,
es un movimiento contra la naturaleza”, Rilke) pero teniéndola muy en cuenta;
que propone un hito formal cargado de técnica, funcionalidad y significado, de
acuerdo, pero también levantado en busca del placer propio del poeta: “un
placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota”.
(Valéry). Porque por más que Antonio nos explique su validez poliorcética, este
Castillo es, sobre todo, un aldabonazo estético en la puerta de un tiempo que llega,
dado con el aldabón de otro que se va; una llamada atemporal, como lo demuestra
que todavía hoy nos ocupemos de ella, para reclamar la eterna patente de lo
bien hecho. Porque por más que llueva, truene o relampagueé en los predios de
la historia, “siempre la sombra vuelve por el perro”. (Lezama)
En el mediodía del ensayo,
Antonio nos habla de poliorcética clásica aplicada, pero también de la belleza
que la humaniza, o de los sonidos del agua que la distinguen y erotizan en el
castillo de Coca. Como dije antes, hay en el texto una constante dialéctica (manifiesta
o subyacente) entre los pares belleza y guerra, forma y contenido, genio e
ingenio, cultura y civilización. Antonio llega a una conclusión lógica: la
belleza emerge duradera e imbatible, sólo cuando estos contrarios mantienen una
pugna equilibrada. A causa del análisis detenido que hace sobre su objeto de
estudio, (perdónenme aquí las citas largas, pues las considero necesarias) no puede
dejar de lamentar el hecho de que:
“La poliorcética de los siglos XX
y XXI se ha convertido en tecnología en estado puro o en ingeniería que,
genética y cibernéticamente, edifica con códigos de exterminio para carreras
armamentísticas. Son tan poderosas las armas, que la poliorcética tradicional
como construcción y defensa realizada por hombres, ha sido arrinconada al
ámbito de la arqueología científica. Todo se traduce en distancias y
destrucciones lumínicas: escudos antimisiles que no vemos, fortalezas en el
aire que desaparecen en segundos, drones inteligentes que con asepsia enfermiza
ejecutan lo más inhumano y feo de la guerra, flotas que surcan los mares como
destrucciones errantes, almacenes nucleares secretos que en minutos pueden
destruir la humanidad entera, satélites que circundan la tierra como un anillo
constrictor, y políticos caníbales que trafican con el terror desde una consola
infernal que justifica, con tan solo pulsar una tecla, la voladura total del
hombre sobre la faz de la tierra y el fin de la historia humana”.
No es un mero impulso romántico el que hace que Antonio valore, frente a
esto, que:
“Fortalezas de antaño como la de
Coca, además de una poliorcética histórica y evolucionada, nos revelan la cara
más obsequiosa ―ay, pero también la más vulnerable― del término bellum: esa que ahora damos en llamar
bien cultural de un pueblo y que, a la postre, viene a coincidir con la defensa
de una belleza construida. Este arte defensivo o poliorcética encapsulada, nos
enfrenta al bárbaro desajuste que se produce cuando se rompe el clásico
equilibrio entre defensa y armas: que pierde la humanidad entera. Algo que
horrorizaba tanto en las épocas doradas del pensamiento aristotélico, como en
el medievo que algunos tildan de oscurantista o en el renacimiento liberador.
En cualquiera de estas épocas de construcciones legendarias el sustrato
humanista es tan poderoso ―sirvan de referencia Platón, Virgilio, Vitruvio, las
construcciones de Bernardo de Claraval, las catedrales góticas, o la metrópoli
ideal de Thomas Moro o de Leon Battista Alberti―, que parece escucharse lo
consigna más combativa en poliorcética que transmitió Publilio Syro cuando
Julio César libraba batallas
imperiales: «Vencer al enemigo es suficiente, pero que desaparezca del todo es
una auténtica desgracia». Diferencias metafísicas y sociológicas que no
resisten el más leve de los análisis.”
Tampoco responde a un romanticismo trasnochado, el hecho de que Antonio
se detenga a describir poéticamente la incorporación del agua al arte de la
defensa en el castillo de Coca. Qué maravilla. Qué bien dicho. Para mí ha sido
éste un descubrimiento magnífico, porque sólo en algunos templos y palacios sintoístas
del Japón pude comprobar el uso de semejantes recursos para tales fines. No lo
había conocido, ni siquiera sospechado en Occidente. Vean:
“En la porción de «las aguas de
abajo», o del abismo, se compendia en el castillo de Coca una de las
aplicaciones más interesantes en la ingeniería hidráulica. En la parte
sur-oeste del foso, entre la llamada torre del agua con su caponera y la cava
del Voltoya, libran las aguas una de esas aventuras poliorcéticas que Curcio
Rufo ―historiador militar del siglo I que relata las gestas de Alejandro Magno― identificaba con los cauces
profundos en donde «apenas sus aguas se dejan oír» pero en las que se percibe
todo. En la vibración de las aguas profundas de la fortaleza de Coca se
auditaba la presencia del enemigo: sus movimientos, su proximidad, su apego al
terreno, la sonoridad que transmitían los pertrechos, la cantidad de masa que
se ponía en movimiento, y hasta el tiempo que empleaban en la aproximación
efectiva al castillo. Simple aplicación poliorcética de la energía vibratoria
que emana de las aguas estructuradas con un perfil sensorial deductivo: que el
sonido se propaga en el agua más rápido que en el aire. Ahora esa corriente
sonora ―hay un acceso visible que se disimula con un inocente emparrado y está
vedada al turista por el peligro que suponen las emanaciones de gas y el acceso
en sí mismo― discurre discreta hasta el Voltoya como un sónar varado en un
punto oscuro y lleno de silenciosos misterios. Tras esta tranquilidad engañosa
de indudable valor defensivo y simbólico, la imaginación se dispara y fantasea
con los carros del faraón sepultados en la trampa natural del Mar Rojo.”
En fin, es el humanismo, entendido
en el sentido más amplio posible, lo que sustenta esta obra y le otorga
especial interés; lo que la hace perdurable en lo material y en lo formal, pero,
sobre todo, simbólicamente. Es el humanismo genitor el que le garantiza una
belleza útil y sin tiempo… Recuerdo a mi profesor Orestes
del Castillo diciendo que los puentes feos estaban
necesariamente mal calculados, que no habían estructuras óptimas que no fueran
hermosas. Cuánta razón tenía. Pero estos criterios no resultan inamovibles en
una época relativista y postmoderna, donde el lugar del viejo humanismo es progresiva
y velozmente ocupado por el transhumanismo; ese que aboga por la inteligencia
artificial en máquinas que trasciendan al hombre, ya entregado a la pendiente
donde el pensamiento oblicuo, que no la imaginación, pues no es lo mismo, termina
contestando la lógica aristotélica con una exacerbada pulsión de muerte.
EL ESPACIO-TIEMPO QUE REGALA Y EXIGE
Antonio elabora una teoría con
ascendente gestáltico para explicar
la correlación dialéctica que existe entre las cumbres y los abismos en la
arquitectura, también en la militar, también en la del castillo de Coca; tanto
en lo que concierne a su inserción en el sitio, como a su propia constitución
interna. Todo esto de “los abismos imponentes” está cargado de sólidas
referencias y de grandes hallazgos poéticos. Vean, por ejemplo:
“La construcción del abismo, como
elemento capital en ese todo, se asimila en arquitectura ―Aristóteles de hecho
confiere a esta ciencia en su Ética a
Nicómaco la facultad integradora y armónica de las partes opuestas dentro
de la polis― al diseño de las alturas. Sin las cumbres, no existirían las
categorías abismáticas de la creación; y sin las simas, la materia creada se
perdería en el universo totalitario y metafísico. Cuanto más se profundiza en
la hondura, más respetables emergen las elevaciones. En el castillo de Coca
rige la misma ley compensatoria.”
“Del mismo modo que en la
tradición clásica se construye por elevación atendiendo a criterios olímpicos,
en la corriente bíblica ―presente en el Castillo de Coca― también se nos
traslada al señorío absoluto de las alturas como metáfora de lo inaccesible y
morada del Altísimo. En el libro primero de los Reyes ―20, 23― los consejeros del rey sirio Ben Adad le apuntan
esta observación tras la derrota sufrida ante su enemigos los israelitas: «Su
dios es un dios de monte, por eso nos han vencido, pero si peleamos con ellos
en el llano, los venceremos». En suma, falta de estrategia poliorcética o
metafísica ante las alturas que viene a ser lo mismo.”
Pero es en la especulación sobre
el tiempo, donde, en mi opinión, este trabajo alcanza sus mayores logros. Aquí su
autor une metafísica, dialéctica, ontología, mitología y poesía con un acierto
tremendo. Si el ensayo se hubiera limitado sólo a esto, ya valdría (y mucho) la
pena. En este punto emerge el Antonio más complejo y, por ende, menos
aristotélico. Para el pensador estagirita “el tiempo es un número, (si bien) es
lo numerado, no aquello mediante lo cual numeramos”; está recogido entre lo que
llama tiempo periódico y tiempo infinito, y “todas las cosas se
generan y destruyen en el tiempo”. Todas las cosas que devienen, claro, que son
en el tiempo cronológico, al que
Antonio opone en su texto un tiempo psicológico,
concepto de estirpe existencialista, heideggeriana, utilizado en la psicología
y el psicoanálisis modernos, pero que está muy bien traído al castillo de Coca
como fenómeno arquitectónico trascendente, de gran interés patrimonial, y, por
tanto, sujeto a continuos trabajos de restauración en pos de una conservación
sin fecha de caducidad; porque este castillo, como bien dice Antonio, es una de
“estas construcciones que están hechas para curar el reumatismo del tiempo
cronológico.”
Frente al concepto de tiempo
platónico que asume Plotino (imagen móvil de la eternidad), y al aristotélico
(el número, lo numerado); incluso frente a la duda de san Agustín (“el tiempo
no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué?) un místico como Ángel Silesio,
nos dice: “tú mismo haces el tiempo: su reloj son los sentidos; detén la
inquietud y se acabó el tiempo”. Esta idea, que no puede esconder su lado hereje
y relativista, parece entroncar con la doctrina de Schelling sobre “un
Dios-en-formación”: “Dios es la Vida
y no un mero ser. Toda vida tiene un sino
y está sometida a sufrimiento y a devenir. A esto, pues, Dios tiene que
someterse por su propia voluntad.” Sí, un Dios nada aristotélico, que deviene
junto al hombre en un tiempo psicológico asociado con los mitos de Psique y el
Fénix, frente a otro relacionado con Crono.
Crono, como todo titán, es
prehistórico, está sujeto a un tiempo circular (titánico) que no deviene de
forma lineal, sino que responde a ciclos cerrados y machaconamente invariables.
Sin embargo Psique, que es el alma humana, vive pendiente de los vaivenes del
Amor (Eros) en un tiempo lineal y asimétrico: divino, histórico. Lo que en el
tiempo cronológico aparece como previsible, fatal o irreparable, en el
psicológico se torna cambiante, sorpresivo, corregible, y en ocasiones, por qué
no, venturoso; tanto, que en él se perpetúan los mitos de la Resurrección y el Fénix.
Lean a Antonio:
“Pues idéntico diálogo en el
tiempo cronológico ―ese que medimos normalmente por décadas, siglos, milenios,
guerras, campañas, dinastías o señoríos heredados―, y el mismo proceder en el
tiempo psicológico ―el que más allá de una medida del tiempo sobrevive a ésta
porque implica una noción trascendente, ideal, espacial o estética― se
restablece con la construcción del castillo de Coca.”
“Y por supuesto al Ave Fénix
cristianizado para dar a entender situaciones prácticas: que en el sacramento
de la penitencia, por ejemplo, la gracia vuelve al individuo aun cuando el
tiempo cronológico haya sido de una crueldad arrasante, o para recordar que la
promesa de la eternidad se renueva, como en la mítica ave: en porciones de
tiempo psicológico renovables hasta la llegada de la parusía que clausure la consumación de todos los tiempos.”
“Naturaleza que, por una parte,
es maleable, pero a la vez ―como remarcaba Cicerón en De natura deorum― también es «confidente de sí misma» pues, por
muchas destrucciones que la narren a lo largo de la historia, no puede apartar
los oídos ni los ojos de las teogonías olímpicas, del Génesis, o de la simple
seducción del tiempo como arma de futuro.”
“Como en filosofía, observamos
también que en arquitectura el tiempo psicológico está engolfado en otras
medidas muy distintas a las del tiempo cronológico que siempre rellena un hueco
o levanta una pared con gran esfuerzo y excesiva dolencia. La misma que sufrió
Crono cuando fue encadenado sin clemencia al tiempo cronológico tras perder la
guerra contra Zeus. Y aquí mismo, desde la contingencia humana, surge la pregunta inmediata con derecho a una
mínima respuesta constructiva: ¿cómo se puede ser responsable de lo que se
construye y dura tan poco si, además, se vende con el vuelo de una dogmática
indiferencia? La respuesta llega del tiempo psicológico que hace un viaje épico
y describe la corriente ascendente del tiempo como una génesis en la que
respiran la belleza, la poliorcética, el amor, las heredades amadas o
perversas, el tiempo cronológico tan nefasto, y sobre todo las resurrecciones
que provoca todo edificio como el Coca y que, al modo vitruviano, se resiste a
perder su status de atalaya dominante hacia no sé sabe qué alturas o estancias
inmortales.”
CONSIDERACIONES FINALES
En el debe de este ensayo, hay, en mi opinión, un asunto formal de cierto
interés. Si nos fijáramos sólo en su edición (Fundación Smart Forest y
Fundación Jorge Guillén, Valladolid,
2016) antes de entrar a su meollo literario, podríamos llegar a pensar que fue escrito
para apoyar el magnífico trabajo fotográfico de Alberto Maceo, y las excelentes
planimetrías de Alberto Martínez Peña. La forma de fragmentar los textos pondera
las imágenes y atenta contra una lectura ininterrumpida, muy recomendable para un
trabajo tan ambicioso y logrado como éste. Si me hubiesen pedido opinión al
respecto, modestamente habría sugerido un texto más continuo, salpicado con
imágenes estratégicas, y rematado al final con el grueso del reportaje gráfico
y fotográfico; habría propuesto estancar algo más ambos universos para ganar
fluidez en la lectura. Puede que la relación texto-imagen (visual, no poética)
se hubiera resentido; puede que el diálogo entre lo dicho y lo mostrado no
fuera tan directo; pero creo que la aprehensión del texto resultaría más
diáfana y expedita. Además, la imagen poética, abundante y de gran nivel a lo
largo de todo el ensayo, cerraría menos sobre sí misma al no estar tan condicionada
por el omnipresente correlato visual.
Pero lo dicho no mengua la enorme
calidad de este ensayo, como tampoco resta un ápice de empaque a la presentación
gráfica y fotográfica de la obra (o fenómeno arquitectónico) que le ha servido de
coartada.
El castillo de Coca, por todo lo
que nos explica con brillantez Antonio, sigue siendo un edificio de rampante
capacidad para sorprender y sugestionar a quienes se acerquen a él. Vean cómo
lo demuestra la primera reacción que tuvo, ante las imágenes del edificio, el
fotógrafo Alberto Maceo. Así la describe Antonio:
“Desde Alemania, donde reside, no
creyó que el castillo de Coca fuera real: «¡Pero si parece un recorte de
fantasía para una película de Walt Disney!». Cuando por primera vez se enfrentó
al castillo de verdad y entró en él con ojos de un profesional de la imagen,
las dificultades arreciaron: «Imposible hacer una foto aquí sin incurrir en una
irreverencia sacrílega. Esto no es un castillo, sino un sacrilegio existencial.
¿Cómo se puede fotografiar de verdad este animal tan hermoso? Imposible, porque
se dejan los jirones por cualquier sitio. Yo adoro ese punto de la fuga tan
importante en toda fotografía, pero aquí, quizás porque no entienda qué es el
mudéjar, esa fuga no tiene los asideros engañosos de otras imágenes. Las mismas
escaleras que me conducen al foso me sacan de él con una potencia seductora,
incestuosa incluso, que honradamente no acierto a definir»”.
Lo que no acierta a definir
Alberto en el fenómeno a partir de las primeras imágenes que de él le llegan
vía telemática, y que muy bien define Antonio con relación a su esencia en el texto,
es, simple y llanamente, un prodigio formal: una auténtica obra de arte. Y en
el arte, como en todo lo que de verdad importa al hombre, resulta vano pretender
la cuadratura del círculo. En el arte, como en la vida misma, tienen una
validez sin tiempo las palabras de Lao-Tse: “el (lo) Perfecto sería un cuadrado
sin ángulos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario