sábado, 24 de septiembre de 2016

“LIVE IN ZARAGOZA”: RUSALKA BESUCONA






                           Beauty is truth, truht beauty, that is all
                           Ye know on earth, and all ye need to know.
                                Keats



Vengo a ignorar en voz alta, como dijo Valéry en aquella célebre conferencia sobre estética pronunciada ante estetas. Traigo noticias sobre “Live in Zaragoza”, un estupendo disco de Georgina Sánchez (cello) y Krzysztof Stypulkowski (piano). Claro, como no soy músico, daré las noticias en “arameo”. Aunque, pensándolo bien, ¿en qué otra lengua más diáfana nos habla la música, a quienes no distinguimos entre las grafías significantes de un rótulo nazarí y una partitura barroca, a quienes a duras penas mantenemos limpios los canales auditivos, y procesamos en un taller artesanal las revelaciones sonoras? (―Aquí, esto. Lo otro, al depósito del ruido. Poco más). ¿Qué lengua, y para decir qué, debemos emplear, si queremos avisar de un evento musical de primera línea, en el que las notas y su ligazón armónico-melódica trascienden con creces el angosto solecillo de lo comprensible, para instalarse en una fértil penumbra, mucho más allá de cualquier relato que se pueda reducir a palabra?

Pero debo inventarme un relato, claro está. ¿De qué otra forma podría el pregonero (picapiedra musical, que apenas sabe vocear con una entonación extra-ordinaria) anunciar el merodeo del ángel? Acertó Alfonso Reyes: si bien Santa Teresa puede decirnos cómo y dónde vive, de aquella manera: Vivo sin vivir en mí; / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero; el paisano que quiera que lo visitemos, deberá darnos las referencias de forma menos ambiciosa: ―vivo en tal número de tal calle, te espero a tal hora… Eso haré. Ignoraré en voz alta, y, como no puedo dar el aviso musicalmente, les endosaré una pequeña historia escrita en castellano para invitarlos a la escucha de este magnífico trabajo de Georgina y Krzysztof, quien, y hablando de lenguajes no del todo inteligibles, nos ha regalado una vocal entre las ocho consonantes de su nombre para hacerlo más cristiano. Río…

Escuché la maqueta de este disco muchas veces hace ya más de un año. Lo hice, después de haber asistido, en el Paraninfo de la Universidad de Valladolid, a uno de sus portentosos “ensayos”. Qué bien estuvieron ambos aquella noche… Pero Georgina, que además de un enorme músico, es un alma bienhechora para los amigos de orejas duras, me lo ha regalado ahora magníficamente editado. Entonces volví al disco con renovadas ganas. Y aún en estado extático (lo escucho mientras escribo) decido noticiarlo.

“Live in Zaragoza” es un disco redondo. (Sí, claro, el CD, su forma… están perdonados los guasones) Quiero decir que es un disco donde los intérpretes, a cargo de la selección de autores, temas y arreglos, logran la Perfecta Unidad. ¿Por qué? Porque es un disco que propone un viaje cargado de sentido. ¿Por qué? Porque a pesar de los lógicos altibajos que ofrece, lo que podríamos llamar, su curva emotiva, todo él mantiene un feeling constante marcado por el romanticismo y el postromanticismo. ¿Y ya? No. También porque su entrada (Rachmaninov, Sonata in G minor, Op. 19) y su salida (Monti, Csárdás) son perfectas como pórtico y colmo, ideales para que la pescadilla se muerda la cola. ¿Y ya? No. También porque está inmejorablemente interpretado. Cada pieza es un portento de virtuosismo: tempo, ritmo, afinación, y eso otro que no sé explicar (estaban advertidos). Las piezas arman al disco, y éste les devuelve su ración de gloria: Sagradas son las partes si el conjunto es venerable (Séneca). ¿Y qué más? ¿A qué viene ahora la celebración de preciosistas redondeces románticas? A que, a pesar de todo, sigo… seguimos siendo humanos. “Live in Zaragoza” no es un disco arqueológico, qué va. Y no sólo porque sus intérpretes son jóvenes muy comprometidos (también) con el lenguaje musical de su tiempo, sino porque esta música nos sigue interesando, nos sigue haciendo falta.

El romanticismo, aquel aquelarre patético con que el hombre-masa se defendió mientras pudo de la ilustración y su malsano positivismo, aquella fiebre producida y contagiada por la antipatía a la estandarización (hoy diríamos globalización) de los sentimientos, aquel canto a la gloria de lo imperfecto, lo original, lo asistémico; aun con su candidez, digo, y con su apego a lo excesivo, nos dejó en el arte poderosos caladeros de humanidad. Y esos caladeros se mantienen activos sobre todo en la música. ¿Por qué, si no, seguimos escuchando la obra de compositores tan dispares como Wagner, Chopin, Schumann, Schubert o Chaikovski? El romanticismo, que a escala global tuvo su reaparición más evidente de manos del postmodernismo, (también una suerte de postromanticismo, más que nada en cuanto a la forma, porque su sustancia llegó sobrecargada de existencialismo y nihilismo, que son harina de otro costal) se mantuvo siempre latente en las voluntades más protectoras: restauración de monumentos muebles e inmuebles, restauración de obras plásticas, repertorio operístico, repertorio lírico en general, música culta, ballet, repertorio de teatro, folklore… ¿Somos románticos? Pues claro, lo somos y lo seremos en la medida en que no renunciemos del todo a la parcela que heredamos en un espacio-tiempo prehistórico, donde siguen siendo posibles el Paraíso y la Edad de Oro.   

Pero Georgina y Krzysztof tocan al margen de tales vaguedades, para engendrar otras acaso más estimulantes que nos dan en notas musicales, no en palabras. Ahora suena en mi equipo “Song to the Moon”, de Dvořák. No hay inspiración, como acostumbramos a imaginar, sino una ruptura de las poderosas barreras habituales que tienden rápidamente a cerrarse de nuevo, decía Eliot… Atención, me digo, se abren en mí esas barreras. Reconócelo, me insto, ahora sólo podrías añadir bobadas… Entonces me dejo llevar románticamente: ¡qué bien tocan estos chicos, madre mía! ¿Por qué no aprenderán a inhibirse los incapaces, que tan a menudo vapulean la música? Ay, los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos, decía el “ignorante” poeta que cité al inicio. Calla, me exijo finalmente. Georgina toca esta canción como si de mi viejo televisor Motorola fuera a salir una rusalka presta a besarme. Estoy en Praga. Tengo diez años. No regresaré a La Habana, ni cumpliré los once, hasta que se cierren las veloces barreras de Eliot. Mientras tanto:

Belleza es la verdad, verdad lo bello. / Otro saber no tienes ni precisas.

Gracias, Krzysztof. Gracias, Georgina.

Para compar el disco, pulse aquí  



 

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