(En el jeroglífico chino, la
palabra palabra se representa como humo de la boca. Sin embargo, la boca,
para Benn, es una raja repleta de gritos,
no de humo. ¿A qué debemos atenernos entonces los poetas? ¿Soplamos, rajamos, o
definitivamente caemos a la prosa, sea ésta descansada o agitada?
Pound, a pesar de habernos dejado
su magnífico vademécum poético, que implica una amable invitación al canon que
en él se recoge, allí mismo reconoció que, precisamente de las artes, aprendemos que no todos desean las mismas
cosas y que por lo tanto no sería equitativo dar a cada uno dos hectáreas de
tierra y una vaca. Sin embargo, cada año eso trae para todos, también en
poesía, el bueno de Papá Noel. Por la chimenea nos deja caer su “democrática”
receta al dorso de una “cándida” estampa: la misma holstein cow
en el mismo green meadow, sin otras distracciones; esto es, el soñado locus amoenus para la criatura perfecta, esa que, supuestamente, menos
pide y más da. ¿Qué otra cosa debíamos pretender?
En los últimos tiempos he notado,
―puede que los años me estén desorientando, no lo sé― que arrecia la propaganda
venida de los caporales que comercian con el pascuero bonachón. Al parecer
quieren colocarnos, a poetas y lectores de todas las latitudes, la tasada vaca
y su tasado prado, no sólo en la tarjeta navideña anual, sino también a diario,
impresos como mandamientos en una Tabla que alguien debió recoger en lo alto de
un Monte tan “sacro” como desconocido. Ya lo tienen medio hecho, porque en un
mundo cada vez más global, el superPapá apenas descansa: una vez al año sobrevuela
nuestras casas, posa en ellas; pero todos los días se ocupa de sus hijos e
hijastros a través de las redes sociales, el correo electrónico, los whatsapp.)
Muchas veces hablé de poesía en
este espacio. Puede que más de la mitad de los ciento cincuenta textos que
hasta ahora publiqué aquí, la aborden de una forma u otra. Para retomar el tema,
en algunos aspectos me repetiré, lo sé. Incluso incorporaré fragmentos de
aquellos textos pasados, si considero que vienen bien al asunto en cuestión y
son formalmente válidos. Todo sea por emular el pragmatismo y la diligencia de
los vaqueros, que, cada vez más metódicos ellos, revisan el cierre de la
talanquera que sella el ámbito poético donde, a su juicio (con la vaquita y el
pradito verde) debemos permanecer.
Hablaré de sencillez, tradición, retórica,
adjetivación y laconismo. Lo haré escuetamente (en este formato no cabe otra
manera) pero con la ilusión de que los cuatro que me lean observen cómo
renuncio a la vaca y las dos hectáreas que me tocan; cómo ordeño mi cabra a
orillas de un río, justamente donde éste aprieta sus costados para, valiéndose
del rabión, salvar el peralte. Me apoyaré en algunos maestros; sobre todo en
dos que nos dejaron por escrito su Arte
Poética: Horacio y Pound. Pero también recalaré en Alcmán, Heródoto, Eliano,
Dante, Villon, Marvell y Gonzalo Millán entre otros. Todos sabemos que los
poetas enarbolamos las teorías que vienen a reforzar nuestra obra. Esto es
inevitable. Sin embargo, espero que, sin renunciar a exponer mis convicciones,
pueda hacerlo bajo el influjo de un espíritu sosegado. Diré lo que creo, pero
vaya por delante que me empuja más un ánimo inclusivo que su contrario. Declaro
abiertamente que, aunque tenga y retenga a mi cabra, aunque ésta no se avenga a
ninguna pradera, aprecio mucho el buen queso de la obediente la vaca.
¿SENCILLEZ O EXACTITUD? ¿COMPLEJIDAD O AMBICIÓN?
Cualquier asunto, pues, o pensamiento / debe ser único y sencillo,
dijo Horacio. Tratar la “cosa”
directamente, ya fuese subjetiva u objetiva, dijo Pound.
Con ninguna de estas dos ideas me
siento del todo cómodo. Con la de Horacio no estoy de acuerdo; y la de Pound,
de entrada, no la entiendo bien. Para ocuparme en primera instancia de lo dicho
por el vate romano, reproduzco aquí, más o menos literalmente, parte de un
texto escrito hace algunos años alrededor de este tema. Entonces había hecho
una comparación previa entre las poéticas de Juan Ramón Jiménez y Baldomero
Fernández. Así abundaba en ello:
…eran
Baldomero y Juan Ramón poetas coetáneos. Sus sonetos [me refería a Soneto de tus vísceras y Nada, respectivamente] están escritos
más o menos en la misma época. Ambos poetas estaban en vías de trascender
formal y temáticamente al entonces influyente Modernismo, y, sin embargo,
¿pueden ser más diferentes sus poemas, sus poéticas?, ¿no tienen ambos, ambas,
alta calidad? No pretendo comparar a estos dos poetas en general. (Confieso que
para mí, Juan Ramón es difícilmente comparable, puede que sea el más redondo
poeta en castellano del siglo XX). Pero valga este ejemplo un tanto extremo en
su polaridad, sólo para apuntalar lo que decía al comienzo: que la buena poesía
emplea distintas vías para alcanzar la verdad poética. La verdad poética, sí,
que no hay que confundir con la sentencia poética. La verdad poética, que
muchas veces ocurre al margen de la lógica formal y de la estricta causalidad.
Entonces, hago un ejercicio incluyente que me descarga y digo: todo, si con ambiciosa exactitud… Luego, sustancia poética en tensión, incluso en alta tensión, por qué no, sean los que sean los asuntos y las formas, que, como es lógico, deben ir de la mano. La sencillez o la complejidad son sólo medios, o sea, sin un fin nuclear, sin yema, mera anécdota en ambos casos.
Y añadía, respondiendo
al comentario de un amigo:
Sí, los mejores suelen reducir a
marcos sencillos y precisos los temas más complejos, pero la ambiciosa exactitud que yo enunciaba,
no siempre es compatible con la sencillez, no siempre cabe en ella. Con toda
intención cité a Heráclito, porque este pensador-poeta no puede someter su
complejo pensamiento al cauce de la sencillez. La ambiciosa exactitud puede necesitar resolverse en formas complejas.
(Apunto aquí la diferencia entre
complejo y complicado. Dice Lezama: “Está
el complejo en sobreaviso para las órdenes del ángel; se adormece el complicado
entregándose a las insinuaciones de la serpiente”). Es exacto Newton, pero
también lo son Einstein y Dirac, aunque las conclusiones de éstos sean mucho
más complejas (que no complicadas) que las de aquél. Entonces, la complejidad
de Einstein y Dirac es ambiciosamente
exacta. Me sitúo en la física porque creo que a partir de ella se puede
entender mejor lo que digo: la sencillez y la complejidad pueden ser igual de
válidas si están llenas de necesidad.
Trayendo el asunto a la poesía, pregunto: ¿está llena de necesidad la
complejidad en Góngora?, ¿lo está en Lezama?… Bueno, yo creo que la complejidad
en Góngora no siempre es estrictamente necesaria y sí lo es en Lezama. Y creo
entonces que Lezama es más exacto que Góngora, aunque pueda ser igual de
complejo… o más. (Sé que me comprendes y que sabrás perdonarme la odiosa
comparación). Con esos presupuestos valoro y aprecio a Mallarmé y a Valéry, a Jorge
Guillén y al propio Lezama, aunque puedan ser, sobre todo los dos últimos, tan
diferentes. Con esos presupuestos digo que la poesía puede llegar a la verdad
poética por diversos caminos, porque dentro de la ambiciosa exactitud caben los «sencillos» y los «complejos» si
están sometidos por igual a la necesidad.
Y finalmente
decía a otro amigo:
Bueno, hablo
de ambiciosa exactitud y no de ambiciosa
sencillez, justo porque creo que hay sustancia poética de gran interés que no
se aviene a la sencillez formal. Hay regiones del pensamiento y la imaginación demasiado
indómitas como para que se puedan reducir a formas sencillas. Sólo los grandes
genios pueden atrapar, condensar alta complejidad en formas muy simples, de
modo que, como bien dices, están abarcando un universo de cosas sin que lo
parezca; pero es que hay sustancia poética que escapa, incluso, al afán
reductor de esos genios, y necesita de otros (también grandes) que, en lugar de
apretar para contraer, soplen para esponjar. Claro, esto último cuando se hace
bien, aclara, cuando se hace mal, confunde. Y aquí late la diferencia entre
complejidad y complicación a que hacía referencia en un comentario anterior. Lo
complejo, si necesario, airea; lo complicado siempre poluciona.
Muchos genios «sencillos»
buscan exactitud con ambición, pero cerrando imagen hacia la sentencia poética;
cribando, entresacando, haciendo brecha en el bosque para encontrar (crear) los
claros más útiles y amables, donde la luz se haga protagonista absoluta. En
estos claros luminosos tienden su alfombra para invitar al duende. Quedan con
él, indagan la punta de sus dedos, el color de sus ojos, y terminan nombrándolo
con gran precisión, ajustándolo a una idea, un signo, un símbolo.
Los genios «complejos»
huyen de la sentencia poética. No criban porque sus afanes de exactitud están
más en descubrir las potencias de la sustancia poética que en obligarla a un
ejercicio de reductora concreción. Este tipo de poeta no hace brecha en el
bosque, lo atraviesa guiado por efímeros rayos de luz, pero dando fe de toda su
complejidad vital, hasta de la parte de ella que se esconde bajo el lecho de
las hojas caídas, en la más rotunda oscuridad. Es sensible, incluso, ante la
hormiga y deja espacios sin violentar para que el duende siga hallando sus
fértiles escondites. No queda con él en ningún sitio, no lo ve, pero sabe que
tiene fiebre porque siente su febril irradiación a cada paso que da, y esta
sensación ocurre en su conciencia y en su inconciencia.
Entonces,
¿quién conoce mejor a este duende, el que lo ve, lo toca y lo nombra en el
claro que creó para ello; o el que lo presiente y siente donde quiera que esté
sin tener que verlo ni tocarlo? Y ¿quién lo nombra con más exactitud, el que le
llama, por ejemplo: «ser de dedos y
ojos amigables que se dio a mi nombre bajo la luz», o el que apenas lo define
como: «numen febril que habita lo
innombrable del bosque»? Pues yo creo que ambos poetas son exactos a su manera,
aunque se acerquen al concepto duende
de formas muy distintas. Preferiremos el que se haya acercado más al duende que
necesitamos, al nuestro.
Todo eso de la
poesía «sencilla» o «compleja» es una solemne tontería si no se acota a
estudios muy específicos con vistas a muy parciales resultados. Lo que vengo a
decir es una perogrullada; esto es, que la poesía debe ser buena, que dentro de
esa ambiciosa exactitud caben
vocaciones «sencillas» y «complejas» si están igualmente movidas por la
necesidad. Quien ha visto y tocado al duende (o ha creído hacerlo) tiene necesidad
de apropiárselo con un nombre redondo y definitivo que nos regalará encantado.
Quien sólo lo ha sentido, o acaso presentido, necesita expresar lo múltiple y
complejo de esa sensación, no acepta ajustarla a un nombre escueto porque se
traicionaría a sí mismo y engañaría a los demás. Ambos son muy útiles si
convierten sus esfuerzos en verdad poética.
No, la sentencia de Horacio no
abarca la totalidad de la poesía que hoy nos importa, nos hace falta. En poesía
todo asunto o pensamiento no puede ser único y sencillo. Donde Horacio dice único y sencillo, digo yo: múltiple y lo
más exacto posible. Exactitud en la multiplicidad. Dicho de otra manera: ambiciosa exactitud.
Pero, como ya dije, tampoco me
siento cómodo con el mandamiento de Pound:
Tratar la “cosa” directamente, ya fuese subjetiva u objetiva. Tal vez me
ocurra porque no lo entiendo del todo, lo que pondría en duda su supuesta sencillez.
Soy un lector entrenado, puede que si no entiendo bien esta frase sea porque
tenga algún problema de fondo. Porque ¿cómo hay que entender aquí la palabra
“cosa”, así, entrecomillada? ¿Se refiere al asunto? ¿Cómo, si no, habla de una “cosa” subjetiva?
¿Aquí la “cosa” está entendida al modo escolástico (res, casi lo mismo que ens);
al modo de quienes la contraponen al concepto de persona; o acaso al modo en que lo hacen los llamados impersonalistas,
quienes creen que el concepto de persona
puede reducirse al de cosa? Y si
estamos en el último caso, ¿por qué entonces las comillas? En fin, yo, que me
resisto a cosificar el alma humana, que con Renouvier pienso que los conceptos cosa y persona, no sólo son diferentes, sino que se contraponen, no
entiendo bien eso de “cosa” subjetiva. Pero pongamos que con “cosa” se refiera
Pound, lo mismo a la cosa que al asunto, entendido éste como tema a
tratar sobre aquélla, donde sí cabe la subjetividad. Si así fuera, ¿qué quiere
decir con directamente?, ¿que debemos
ir en línea recta, sin rodeos; que debemos ir sin detenernos en los puntos
intermedios; (casi siempre, escalas para la duda) o ambas cosas a la vez?
Quiero decir, (preguntar) ¿todo esto nos lleva de nuevo a la sencillez y la concisión?
Y si es así, ¿lo hace por la vía de la abstracción, en dirección a la
comprensión imperfecta de la esencia; o de la impresión, en dirección a la
descripción rápida y somera del fenómeno? ¿Se trata, pues, sencilla y
llanamente de purgar al máximo el lenguaje, o hay además voluntad de acotar el
testimonio de las impresiones en pos de una “eficacia” cercana a la de la
prosa, más aún, a la del periodismo?
Los poetas nos diferenciamos de
los filósofos, justamente en que no nos interesa la abstracción pura como vía
para extraer de la realidad una porción de lío que se enajene del resto con vistas
a obtener resultados parciales, supuestamente universales, aunque sean siempre
tendenciosos y pasajeros. Los poetas solemos aceptar la complejidad inherente a
la realidad, y la penetramos, sobre todo, con preguntas. Los poetas manejamos
imagen, y a su través, no nos ceñimos a in-formar la realidad; la indagamos y la
re-dimensionamos, o re-creamos, para convenirnos en ella, para hacerla
habitable. Por otra parte, los poetas nos diferenciamos de los periodistas en
que… en fin, en casi todo. Cada vez que escucho hablar así, a la ligera, de
poesía fácil y directa como único camino a seguir, sobre todo si lo hacen los
colegas, me embarga cierta desazón. Es como si repitieran un mantra inducido por una deidad
irresponsable. ¿Sabemos realmente a qué nos dedicamos? ¿Cabe nuestro trabajo en
unos cuantos preceptos formales? ¿Cada asunto no debe llevar aparejada su
forma? ¿Cada tradición no debe lidiar sus propios fantasmas? ¿La sencillez
enmascara una horma para nivelar sensibilidades, vocaciones, capacidades? ¿Acaso
es una suerte de deus ex machina que
viene “matando y salando”, como se dice en mi tierra, a salvarnos de nosotros
mismos?
Bueno, para terminar por ahora con
el tema de la sencillez-complejidad-exactitud, traigo tres citas muy
esclarecedoras. La primera, que también apunta a la “tan cara concisión”, sobre
la que hablaré en detalle más adelante, es de Mauricio Serrahima: La función de la claridad no es impedir que
se digan cosas complejas, sino decirlas claramente, la concisión cuando se
substantiva, llega a ser un obstáculo para la precisión, y se juzga entonces la
mesura por las dimensiones en lugar de hacerlo por las proporciones. Las
dos restantes citas son del propio Pound, (ah, los poetas somos seres
especialmente contradictorios) quien en su catecismo, donde aboga por una
poesía ósea, pelada, magra, sencilla y directa, (Dios me perdone la retahíla de
adjetivos, río…) suelta cosas como ésta:
Ford Madox Hueffer ha hecho notar que Wordsworth estaba tan absorto en la
búsqueda de la palabra llana y sencilla que nunca pensó en buscar “le mot juste”;
o como esta otra: La durabilidad de lo
escrito depende de la exactitud. Claro, de la exactitud, que nada tiene que
ver, per se, con la sencillez o la
concisión. Y otra cita más, de propina, para que leamos al propio Pound en un
giro poético que se aparta de sus recetas: ¿Cómo
te entré? ¿No era yo acaso tú y Tú? Qué gran poeta. Aquí no hay adjetivos,
de acuerdo, hay concisión y exactitud; pero… sencillez y claridad, ¿cuántas?
TRADICIÓN / RETÓRICA / ADJETIVACIÓN
Tradición:
La Revolución Industrial y la Revolución
Francesa, a finales del XVIII generaron en Europa el caldo de cultivo idóneo
para que se completara el cambio de Episteme en Occidente, (de la Religión al
Cientificismo Mercantil) que en mi opinión venía fraguándose lentamente desde
el XIII. El hombre-estético de Schiller, el hombre-nuevo de Marx, el
super-hombre de Nietzsche, y hasta el hombre-pastor del ser, de Heidegger, que
se les sumó en el XX, son hijos (o nieto, en el último caso) de este proceso
violentísimo, rapidísimo. Y todos estos hombres, que, aunque con muy diferente
carácter, compartían estirpe, se vieron empujados desde el XIX a integrarse,
casi fatalmente, en el hombre-masa de Ortega.
Aun cuando el Romanticismo, sustentado
por el Idealismo primero, y por el Espiritualismo después, intentó (y logró) sacudirse
por un tiempo el fatal designio, la pornográfica coyunda entre la ciencia
experimental y la economía de mercado, apuntaba al éxito rotundo del Positivismo,
que, hasta finales del XIX, y gracias a la irrupción de un maduro Bergson con
su élan vital, no fue plenamente derrotado
en el terreno de las ideas.
Si bien en la Europa del XIX, el
Positivismo, más o menos contestado por algunos excelentes pensadores, dominaba
el campo de acción socioeconómico; en América Latina sencillamente rampaba. El
Positivismo llegó a América Latina en el momento idóneo para hacer valer lo
mejor y lo peor de su doctrina. Al respecto, dice Francisco Romero:
El positivismo
asumió notable importancia en América Latina. Al salir del letargo de la vida
colonial e iniciarse en la existencia independiente, estos países debieron
preocuparse de su organización política, de la promoción de sus fuentes de
riqueza, de la creación de las formas elementales de la vida social moderna,
tareas cuya impostergable urgencia dejaba en segundo plano todo lo demás. […]
El positivismo doctrinario halló, pues, favorablemente abonado el terreno; se
convirtió en un instrumento de la obra que venía realizándose, con cuyos
supuestos ideales coincidía notablemente.
El idioma castellano tuvo un XIX
muy condicionado por el Positivismo. Lo que influyó esta corriente de pensamiento
sobre las artes y la lingüística está muy dicho (véanse las obras de Croce,
Vossler, y hasta del positivista Jespersen), pero basta un poco de intuición para
imaginar qué estropicio puede hacer en la creación literaria, la preponderancia
de un ideario que todo lo confía a la ciencia y al progreso que de ella emana
regalado. Tanto en España como en América Latina, desde Varona hasta un joven Unamuno,
pasando por Ingenieros, del Perojo, los hermanos Lagarrigue, Cornejo, Hostos y
muchos otros, los mejores pensadores se acomodaron a las ideas de Comte o
Spencer, según el caso. Mario Méndez Bejarano habla de un Transformismo que
medió en España entre el Sensualismo antiguo español y el Positivismo moderno, pero
en América Latina, como señala Romero, esta corriente entró de golpe, sin
anestesia, lo inundó todo, y no fue hasta finales del XIX que comenzó a ser
superada por jóvenes como Korn, Caso, Vasconcelos, Molina, entre otros, que
habiendo accedido a la obra de Bergson, Croce, Boutroux, Gentile, James, y muy
especialmente Ortega y Gasset, fueron capaces de ver más allá del escueto
horizonte positivista. Claro, esto sucedió en el campo de las ideas. En el
campo de la acción sociopolítica, el Positivismo en América Latina se me antoja
todavía muy vivo.
Esta pequeña digresión me parecía
necesaria como antesala de una idea que ahora comparto: sospecho que el germen
positivista sembrado en el XIX en todo el ámbito cultural hispanohablante, especialmente
en el latinoamericano; germen éste de ascendencia empirista, luterana, poco
avenido a nuestra tradición; está detrás de ciertas roturas en el continuo
evolutivo de nuestras artes y letras. ¿Y qué puede importar a estas alturas, si
el pitido de salida que dio la máquina de Watt en el mil setecientos y muchos,
todavía resuena y nos redime, tanto, que ahora apunta ya a la inteligencia
artificial y el transhumanismo? Ahí lo dejo…
El caso es que en las letras
hispanas, especialmente en poesía, los siglos XVIII y XIX son de escasas
producción y gracia, al menos hasta la irrupción, a finales del XIX del
Modernismo (prolegómenos incluidos) en América Latina. El XX tampoco es gran
cosa, si obviamos la cantidad, pero no sigo por ahí para que, con suerte, sigan
leyendo… La tradición, que debe ser siempre la base de todo impulso
vanguardista, en alguna medida fue relegada, porque los novísimos y
vertiginosos procesos socioculturales que traía consigo la nueva Episteme,
incluían un apartado donde se rotulaba: FORMA. Claro, ¿qué importa más que la
forma? Sólo los ingenuos dan al fondo de las cosas (sustancia) más valor que a
su concreción fenoménica y representación sensible (forma). El cientificismo
positivista, igualmente fascinado por la democracia y el mercado libre, llegaba
con su manual de instrucciones formales… Creo que fue el ingeniero y arquitecto
uruguayo, Eladio Dieste, quien, en una suerte de carta abierta a Unamuno, dijo
(no es literal): Perdone usted, Don Miguel, pero si inventan ellos, mandan
ellos.
Y aquí reaparece el joven Ezra
con su “elegía” a la tradición: ¡Oh, qué
asqueroso resulta / ver tres generaciones reunidas bajo un mismo techo! Qué
vigorosa es la juventud, madre mía. Bueno, a su favor traigo estos versos, que, pasado el
tiempo, le dedicó a Whitman: Te he
detestado ya bastante […] Haya
comercio, pues, entre nosotros. ¿Demasiado tarde? No, nunca es tarde para
estas cosas.
Pound escribió que después de Villon [1431-1463] y comenzando antes de su época, encontramos
la fioritura, y por siglos no
encontramos nada más […] Después de
1450 tenemos la época de la fioritura;
y después de Marlowe y Shakespeare vino lo que se llamó un movimiento
“clásico”, movimiento que restringió sin inventar.
No crean que lo que haré ahora, implica
que no aprecie la obra de Pound, (para nada, pienso con honestidad que es uno
de los grandes poetas del XX, y creo, además, que sus recetas poéticas son
buenísimas, si no se toman al pie de la letra por todos los autores, vengan de
la tradición que vengan) pero miren esta comparación entre un poema suyo, y dos
versos de Marvell, poeta inglés del XVII, que, según la cita del párrafo
anterior, no existe, si no es simplemente asociado a la fioritura. Sobre el recurrente tema del Carpe Diem que inauguró nuestro amigo Horacio, escribe Pound:
LA CAPA
¿Guardas tu rosa intacta
hasta que pase la primavera?
¿Es que esperas el beso de la muerte?
¿Crees que en la tumba oscura
hallarás un amante
mejor que yo? No te echarán de menos
las rosas nuevas.
Cúbrete con mi capa y no del polvo
que cubre lo pasado.
Ten más miedo del tiempo
que
de mis ojos.
Bien, para decir lo mismo, o quizás
más, y de una forma mucho más elegante, Marvell, ese poeta “inexistente”,
emplea sólo dos versos:
Si Mundo y
Tiempo hubiéramos bastante,
no fuera esta
esquivez, Señora, crimen.
Como ven, no siempre los juicios
impulsivos son acertados o convenientes. Ninguna vanguardia se sostiene fuera
del cauce de una tradición. Esto lo sabía de sobra Pound, aunque no situara la
suya, íntegramente, en la poesía anglosajona. Sin tradición que nutra y arrope,
no hay vanguardia que valga. Quien no
entienda esto está jodido.
Retórica:
¿Retórica? ¡Vade retro! ―La retórica es cosa de sofistas, dirían algunos. Pero
esa sencilla y nada poética frase, está cargada ella misma de retórica. El
hombre que vive en la polis, esto es, en una comunidad socialmente compleja, no
puede prescindir del ars bene dicendi,
porque la función de este arte no sólo es persuasiva o estética (ni que ambas
cosas fueran perniciosas a priori, ya ven) sino también, comunicativa. Quien no
sabe expresarse a través del lenguaje, hablado o escrito, simplemente no se hace
entender, cuando menos, no se hace entender bien. Y esto, insisto, en un
sistema social complejo, resta muchas posibilidades de éxito a todos los
niveles.
Hasta Sócrates, retórica, poesía
y filosofía fueron la misma cosa. La operación socrático-platónico-aristotélica,
que en mi opinión fue, sobre todo, de raigambre ética, pues buscaba barrer al
relativismo en pos de la convivencia, y poner en su lugar al pensamiento absoluto, portador y garante
de una verdad bien relatada, y por ello aceptable, si no por todos, al menos por
la mayoría; aquella operación a tres manos que todavía nos incumbe, digo, se
esforzó por deslindar filosofía y retórica, esquinando a esta última, permitiendo
que se juntara, como mucho, con la poesía. ―Dime con quién andas y te diré
quién eres, diría para sí mismo Platón, a sottovoce,
claro, (en su Atenas la retórica estaba tan bien considerada todavía como la
geometría) al imaginar a retóricos y poetas compartiendo el patio de los patrañeros.
Sócrates, él mismo un sofista
renegado, manejaba la retórica como pocos. ¿De dónde pudo emerger la mayéutica,
sino de una retórica llevada a la máxima expresión? Platón, un poeta también
renegado (no hay peor astilla que la del mismo palo) temía la retórica
(tendenciosamente asociada a la sofística) en la misma medida que la necesitaba
y usaba. La usó con maestría hablando en nombre de Sócrates; cuando lo
hizo como su amanuense, y también cuando lo hizo como agradecido seguidor, habiendo él
mismo ensanchado la obra de su maestro. Aristóteles, en mi opinión, el que más
se creyó todo aquello, o sea, el más infantil tal vez, colocó a la retórica
como contraparte de la dialéctica, ahí abajo, al alcance de los hombres
vulgares, para el día a día, sin nada que aportar a su Gran Descubrimiento
Esférico. Eso sí, para él la retórica no podía transmitir la Verdad, pero
tampoco debía combatirla.
La mayoría de los romanos, con
Cicerón al frente, volvieron a tener a la retórica en alta estima: la ratio discendi, cuyo manejo exigía grandes
conocimientos, también en filosofía. Para Cicerón, la retórica sólo se convertía
en un frívolo verbalismo cuando estaba desposeída de un trasfondo sabio.
Opinaba que el arte de hablar debía estar guiado por la sabiduría. Hablo de
Cicerón, cuyo amigo, esclavo y secretario, Tirón, inventó la taquigrafía para
poder retener el contenido de los excelentes discursos de su maestro. ¿Y qué tiene
que ver el corazón con la llovizna?, se preguntarían en mi tierra. Nada. Lo
poeta en el uno, no quita lo escribano en el otro. La retórica y la taquigrafía
no son excluyentes. Si cada una en su sitio, ya ven, se complementan a la
perfección.
En la Edad Media la retórica
estuvo considerada como una de las artes liberales. En el Renacimiento se
subrayó su aspecto literario, pero siguió siendo una importante herramienta
para la filosofía. Se seguían los preceptos de Aristóteles, Cicerón y
Quintiliano, según el caso. Todavía en el siglo XVIII (ya nos acercamos al
momento de la demonización definitiva) el escocés George Campbell hizo un
estudio profundo de la retórica desde presupuestos lingüísticos y filosóficos.
¿Qué pasó en el siglo XIX para
que, todavía en el XXI, no sólo los periodistas, los registradores de la
propiedad, o los escasos taquígrafos que nos quedan, sino también los poetas,
vean en la retórica al Coco, como si no la usaran irremediablemente en cada línea?
¿No será esto obra de los mismos agentes que nos regalaron al científico
experimental luterano y al mercader moderno, con la condición de que obraran
juntos en un laboratorio en cuyo pórtico de entrada rezan las ecuaciones:
civilización
+ alta cultura = abismo
ciencia +
mercado libre = civilización?
¿No estaremos confundiendo
retórica con sofística, alentados por un viejo impulso platónico? O, lo que
sería peor, ¿no estaremos confundiendo retórica con galimatías,
grandilocuencia, complicación, cantinflismo, palabrería o floritura, empujados
por la ignorancia?
No hay poesía, y menos aún buena
poesía, sin retórica, porque no hay buena poesía sin buen decir. En esto, como en cualquier otro caso, ha de primar la
medida, que, como bien vio Serrahima, no es cuestión de dimensiones, sino de
proporciones… Iba a traer aquí, ahora, también a Pound, pero prefiero no abusar
del maestro de Idaho. Traeré a Dante, el gran maestro florentino de todos los
tiempos. Si él lo dice…
Si, pues,
vemos que los poetas [grecolatinos] han hablado de las cosas inanimadas como si
tuvieran sentidos y razón, y han hecho que hablaran entre sí (y ello no sólo
con cosas verdaderas, sino con cosas falsas, pues de cosas que no existen han
dicho que hablan del mismo modo que han dicho que hablan de muchos accidentes
cual si fueran sustancias y hombres), justo es que el rimador [él y sus
contemporáneos] haga lo mismo, pero no sin razón alguna, sino razonadamente, de
manera que sea posible explicarlo en prosa […] gran vergüenza sería para quien
rimase con figuras y recursos retóricos que, al pedirle que desnudase sus
palabras de tal vestidura, para que fueran entendidas rectamente, no supiera
hacerlo.
Deténganse. Observen cómo Dante
da por hecho en este pasaje:
Primero: que el rimador emplea
figuras y recursos retóricos
Segundo: que sus palabras en
poesía no siempre han de entenderse rectamente
Tercero: que detrás de estos
recursos debe obrar siempre la razón poética
Dante, aparentemente era Dios
para Pound (¿y para qué poeta no?). No sé por qué el norteamericano no recogió
estas evidencias en su recetario.
Adjetivación:
¿Adjetivos? ¡Vade retro! En este delicado punto del relato, recuperemos a
Horacio en su Arte Poética:
El hombre de bien, y hombre de pulso,
Sabrá tachar el verso flojo, insulso;
Condenará los ásperos e ingratos;
Su pluma borrará con negra raya
Aquellos en que gracia y arte no haya,
Cercenará los frívolos ornatos;
Lo que está oscuro, mandará se aclare;
Sin que tampoco apruebe
El equívoco ambiguo en que repare;
Notando, en fin, cuanto mudarse debe.
Resulta que el gran poeta romano,
que bien supo cómo debía corregirse la poesía, que bien supo que ésta debía
guardarse en un cajón al menos nueve años antes de ser publicada; cuando va a
describir las cualidades del magíster,
en diez versos mete siete adjetivos y dos sintagmas preposicionales con función
adjetiva. Porque: el corrector deberá ser hombre de bien y de pulso;
condenará o borrará (en este contexto semántico, ¿en qué se diferencian ambos
verbos?) los versos flojos, insulsos, ásperos, e ingratos;
eso sí, cuando los borre lo hará con negra raya; además, cercenará los frívolos
ornatos (¿debemos entender que todos los ornatos son frívolos, o que sólo aquellos
que lo sean resultarán cercenados?); y, finalmente, no aprobará el equívoco ambiguo,
lo que da a entender que todos los equívocos no son ambiguos, ¿o no es así?
Parece que a Horacio le pueden las necesidades
metro-musicales. Pero ¿y a Pound? Miren justo el fragmento de su recetario
donde despotrica contra los adjetivos:
[hablando sobre
la poesía que esperaba para el siglo XX] Tendremos menos adjetivos coloridos
para acojinar los golpes y debilitar el impacto. Por lo menos en mi caso la
quiero: austera, directa, libre de babosa emoción”.
Noten que necesita tres adjetivos
y un sintagma adjetival, precisamente para condenar el uso de los adjetivos, y esto
en sólo dos líneas: al sujeto adjetivos
le coloca el adjetivo coloridos, lo
que puede hacer pensar que acepta los adjetivos sin color, o los de color
apagado. Y al sujeto (omitido en este fragmento) poesía, le endosa una retahíla de dos adjetivos y un sintagma
adjetival: austera, directa, libre de babosa emoción; sintagma
adjetival, este último, que contiene, además, el nombre emoción con su adjetivo propio a mayores: babosa.
No me molesta
demasiado esto que señalo a Pound; me molesta mucho menos que lo señalado a Horacio; pero
el genio de Idaho ¿no estaría aquí sometido también, aunque escribiera en
prosa, a las necesidades musicales, especialmente a las rítmicas? Alguien puede
aducir que en prosa… pero ¿acaso no es Pound precisamente quien nos invita a
aprender a escribir poesía (también) de la buena prosa?
Veamos finalmente a uno de los mayores
ídolos de Pound, François Villon, como se jette dans la gueule du loup:
¡Oh, tierno
cuerpo femenino!
¿Deberás
sufrir tal tormento?
¿Tú, pulido,
dulce, y precioso?
Sí, o subiré
vivo a los cielos.
Cuatro versos cortos y cinco
adjetivos calificativos. ¿También por necesidades metro-musicales? Digamos que lo tierno y
lo femenino no sobran para calificar al cuerpo en cuestión; pero ¿y lo pulido,
lo dulce y lo precioso?... ¿Estas no son florituras? El tercer
verso, todo él es de tipo adjetival. Imagino que a Pound lo que más le gustaba
de Villon era su lenguaje barriobajero, (rompedor para la poesía de su época)
sus condenas por ladrón y matón, en fin, su condición de poeta maldito. Porque
en lo tocante a la adjetivación, no siempre fue muy fino, la verdad.
En cuanto a Horacio, bien me
podría responder el maestro la crítica que le hice con tres versos suyos, que
aunque en su contexto se refieran a la posibilidad de crear neologismos,
valdrían también aquí: No pasa nada, contestaría yo en su caso;
Pues la
severa crítica Romana
No ha de
negar a Vario y a Virgilio
Lo que
concedió a Plauto y a Cecilio.
Puedo sonar irónico, lo sé, pero
si algún poeta joven me preguntara sobre la adjetivación en poesía, modestamente
le diría que, como en todos los demás casos, cuando un recurso es necesario “va
a misa”. Claro, ¿un adjetivo se sostiene, sólo, en necesidades métricas o
musicales, en lo oportuno de su color, en su capacidad de generar sorpresa o
desconcierto? En mi opinión, no. El adjetivo no puede ser a la poesía, lo que el
la, la, la… a la canción popular. Ni
siquiera basta con que en determinado momento revolucione el plato con una
cucharada de azúcar o una pizca de sal. El adjetivo se sostiene cuando, al
margen de todas esas posibles demasías, atiende exactamente a su función semántica
y gramatical, que es, en sentido general, la de calificar al nombre. Si un
nombre, para concretar toda su potencia en un determinado contexto, debe ser calificado
por tres adjetivos, métanse, por favor. ¿Y el canon vigente? Si el joven me
preguntara esto, ustedes, que ya han leído lo que llevo escrito hasta aquí,
podrán imaginar cuál sería mi respuesta.
LACONISMO
La poesía es una laguna lacónica junto al mar de la lengua, leí
hace poco en Gonzalo Millán, citado por Damaris
Calderón en un trabajo crítico de la poeta cubana sobre una de las obras del
poeta chileno. Aunque Gonzalo haya omitido el “para mí” debemos inferirlo,
claro está. Pero aún así, su frase es idónea como punto de partida para hablar
un poco sobre laconismo en poesía.
Comencemos por entender
correctamente el adjetivo lacónica.
¿Cuál es su raíz etimológica? Según Corominas: LACÓNICO “de pocas palabras”,
1612. Tom. del lat. lacōnǐcus “propio
de Laconia (Lacedemonia)” en memoria a la predilección que por el habla concisa
mostraban los habitantes de esta región de Grecia. DERIV. Laconismo, 1604.
Bien, pero en este momento a mí no me alcanza con la explicación que da
Corominas en su Diccionario Breve, que es el que tengo a mano. No me alcanza, porque
deberíamos entender por qué en el XVII se trae este adjetivo al castellano, y qué carga
realmente a sus espaldas. Todas las palabras tienen una carga semántica patente
y latente. La última es especialmente obrante en poesía, y refiere a la memoria
genética de la lengua. Un buen lector que tope con el adjetivo lacónica, no se detendrá en su
significado más directo, irá a su despensa sígnico-simbólica, y de ella
extraerá todo lo que contiene “la historia clínica” del término. Esto importa
mucho, porque, como bien dijo Teodoro Elías Isaac:
La palabra ‘palabra’ es una abreviación de
una palabra más larga, ‘parábola’. Las palabras se llaman palabras porque son
parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la
unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa ‘al
costado, al lado’; y ballo, es ‘arrojar, pegar o golpear’. Una parábola
es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es
la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se
manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son
parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben
el núcleo del silencio donde se manifiesta el etimós, la verdad que cada
palabra conlleva. Quien no tenga oído para el silencio de la palabra queda
atrapado en la cáscara del sonido. Por eso podemos afirmar y decir, sin
equivocarnos, que todas las palabras son huecas, por eso tienen valor de
palabras, porque en el hueco, en el silencio del hueco es donde se manifiesta
la verdad. Pero tiene que ser circunscrito por la palabra. Las palabras, como
los templos, circunscriben el espacio para con-templar.
Según lo dicho brillantemente por
Elías Isaac, el adjetivo lacónica,
como toda palabra, circunscribe el
núcleo del silencio donde se manifiesta realmente su étimos. Y ese étimos
trasciende con mucho lo recogido por Corominas.
Nunca encontré en los clásicos
griegos; ni en la filosofía, ni en el teatro, ni en la historia, dato alguno que
haga suponer que los laconios (lacedemonios y también espartanos, porque
Esparta fue la capital de Laconia) eran de pocas palabras. De hecho debieron
ser ruidosos, especialmente bajo explosiones patéticas, porque Heródoto dice
que cuando los reyes morían en Laconia,
iban mujeres por la ciudad golpeando calderos. Sin embargo, sí encontré
claramente descritas muchas otras características que definieron la
personalidad de este pueblo. Importa que nos detengamos aquí para sopesar si
realmente la poesía es [o debía ser] una laguna lacónica.
El nombre Laconia tiene dos
posibles orígenes. El primero es mitológico, y a su vez tiene dos fuentes: 1. Lacón,
quien da nombre a la región, era hijo de Zeus y casó con Esparta, que a su vez dio
nombre a la capital. 2. Lápato, padre de Lacón y Aqueo, al morir repartió su
reino: Laconia para Lacón y Acaya para su hermano. El segundo posible origen
del término baraja hipótesis geográficas y lingüísticas: Laconia significaría
“Laguna entre montañas”. En este caso, decir laguna lacónica sería redundante, porque sería como decir
laguna-laguna, o laguna lacustre. Pero centrémonos en descubrir todo lo que
realmente está detrás del adjetivo en cuestión.
Lo cierto es que los laconios
eran eminentemente dorios. Nos referimos al pueblo guerrero del norte, con
escasa cultura y cierta pulsión civilizadora, que al parecer, empujado al sur
por otros pueblos de peor carácter aún que el suyo, arrasó Grecia alrededor del
siglo XII a. C, con una invasión que aprovechó el esperado regreso de los
heraclidas para quitar del camino a pelasgos y aqueos. Se trataba de mineros y
agricultores, pero sobre todo de guerreros que, encarnando el mito de los
descendientes de Heracles, se hicieron con casi toda Grecia.
Si bien asumieron gran parte de
la religión y el idioma griegos, y llevaron consigo el hierro, los dorios (núcleo
duro de los futuros laconios) pasaron por las armas a todos los aborígenes que
no tuvieron tiempo de aislarse en las cimas de las montañas, (al parecer,
germen de las futuras acrópolis) quedándose con las mejores tierras de cara a
su explotación agropecuaria. Eran guerreros, famosos por su ferocidad, su brutalidad
y su gran disciplina militar. No era gente de paz, ni mucho menos de arte o
literatura.
Laconia, con su capital, Esparta,
ganó fama (y peso) dentro del (des) concierto griego, sobre todo a partir de la
aparición en escena de Licurgo y sus famosas leyes. Desde entonces, el rudo
carácter dorio, obligado por la definitiva pulsión sedentaria, más aún,
urbanita, desplegó un arsenal de medios para organizarse conservando sus
principales valores: el amor por la violencia, y el desprecio por lo cómodo y lo
agradable. No hace falta abundar en cómo vivía esta gente sometida a lo que hoy
llamaríamos un régimen militar totalitario, en aquel caso, mucho peor que lo que
habrían podido imaginar Hitler y Stalin juntos. No hace falta abundar en ello por ser
archiconocido. Pero ¿y el pensamiento?, ¿y el arte?, ¿y la literatura? Pues también
estaban sujetos a normas asfixiantes, como es lógico.
Heródoto nos da una pista cuando
dice que en Laconia los pregoneros, los
flautistas y los cocineros heredan las artes paternas; de suerte que el
flautista es hijo de flautista […] no entran otros en competencia por la
claridad de la voz ni los desplazan, sino que ejercen el oficio paterno. Eliano
nos da otra: Los espartanos carecían de
instrucción artística, ya que se ocupaban de ejercicios gimnásticos y
militares. Cuando alguna vez necesitaban de la colaboración de las Musas, ya
por una epidemia, ya por una pérdida colectiva de la razón o por cualquier otra
calamidad pública, hacía ir a extranjeros en calidad de médicos o
purificadores, de acuerdo con las instrucciones de la Pitia. Hicieron ir, por
ejemplo, a Terpandro, Tales, Tirteo, Ninfeo de Cidón y Alcmán.
No se conocen poetas laconios con
total certeza. Algunos dicen que Alcmán lo fue, otros dicen que no, que nació
en Sardes, Lidia. En cualquier caso, al parecer fue Alcmán, representante más
antiguo del Canon de Alejandría, el único que escribió en el dialecto laconio cosas
como éstas:
Musas olímpicas, rodead mi corazón
con el deseo de una nueva canción;
Anhelo escuchar la voz virginal de las muchachas
que entonan una bella melodía.
Ella una vez más arrancará de mis párpados el dulce sueño.
Al punto el coro me conduce en medio del certamen,
para que con afán agite mi rubia cabellera.
¿Pocas palabras? No me extraña
que el “flojo” Alcmán, fuera o no espartano de nacimiento, no tuviera el éxito
en Laconia que tuvo Tirteo, por ejemplo, quien, aunque escribía en dialecto
jónico, escupía versos militaristas y brutos, (no escuetos) totalmente afines
al carácter de aquella gente, cuyos principales héroes eran los Dioscuros.
El supuesto laconismo de los
laconios no pasa de ser una sospecha levantada sobre asociaciones psicológicas
de dudosa fiabilidad. En la Grecia más culta, decir beocio era decir tonto; y ser
espartano no sólo significaba ser valiente, fuerte y austero, sino también subdesarrollado,
bruto, ignorante, incapacitado para artes que no fueran la guerra y la gimnasia.
Cuando utilizamos el adjetivo lacónico
arrastramos todo eso, queramos o no. Al menos que yo sepa, nadie en la Grecia Clásica asoció
abiertamente a los laconios con la concisión al hablar. Imagino
que el nacimiento para el castellano del adjetivo lacónico(a)
en el seiscientos español, tenga que ver con la confusión (heredada del latín, especialmente impulsada por el Licurgo de Plutarco) entre rusticidad y
falta de palabrería. Como todos sabemos, siempre han existido rústicos de pocas
palabras y rústicos parlanchines. Lo rústico no implica necesariamente la
concisión al hablar. En muchos casos significa justo lo contrario.
Pero en la imagen de Gonzalo hay
otro asunto muy importante en lidia. Porque la laguna lacónica, que se asocia, claro, con lo tranquilo y escueto, aquí
se enfrenta al mar de la lengua, que
entonces es asociado con lo violento y excesivo. No pretendo analizar
este par dialéctico en profundidad, pues no viene al caso, pero no quiero dejar
pasar esa otra vía de arrobo que tiene la imagen; la tendente a ponderar, no
sólo el sosiego frente al desasosiego, y lo escueto frente a lo abundante, sino
también lo soso frente a lo salado.
Hace poco leí un magnífico trabajo
de Carlos Monzó Gallo, que estudia la presencia del par sal y lepos en la poesía
latina de la época republicana. Sal
entendida como lo que pica (parte pícara) y lepos
entendido como lo que agrada, lo que encanta (parte elegante, quizás). Entonces
lo primero pica y estimula, lo segundo es el resultado: el encanto, el agrado. Ars salis, llamaba Cicerón a la
habilidad para la gracia, algo que se asociaba entonces con los urbanitas, no con los rústicos. Pero
también leí un ensayo del mismo autor sobre el vinagre (acētum) en la poesía romana. Tanto el vinagre como la sal, o lo que
ambos representan en términos de imagen, fueron casi siempre recomendados en la
tradición poética clásica. Los ejemplos son innumerables. Veamos a Marcial
explicado y citado por Monzó Gallo. Marcial, que, a la vez que ataca la poesía
floja, reivindica el necesario salero:
De esta guisa
critica Marcial a quienes escriben poemas edulcorados, cándidos, inocentes,
blandos, precisamente porque este tipo de poesía no tiene gracia alguna y no sabe, por tanto, a nada, de modo que
resulta todo punto comparable con el alimento insípido e insulso. Se queja, además, nuestro poeta de que tales
poemas no tengan ni una pizca de sal, y sentencia: nec cibus ipse iuuat morsu fraudatus aceti, es decir, que la comida
necesita natura sua algo de vinagre
para agradar.
Algo de vinagre que agradará,
claro, a quién, como dijo Plauto, cuenta con la ventaja de habēre acētum in pectore, que para el comediante latino no
significa tener un corazón ácido, sino alegre.
El laconismo en poesía, que está
muy relacionado con todo lo que hemos visto desde el inicio: sencillez,
retórica, adjetivación, etcétera; no está claramente insertado en nuestra
tradición grecolatina y católica. Y puede que no sólo esté entrando por el portón empírico-luterano;
sino también por otras aberturas menos diáfanas, aunque quizás más sugerentes,
permeables a un impulso (¿o deberíamos decir refreno?) oriental; que si bien es
de estirpe muy distinta a cualquier pulsión propia de nuestra poesía, entronca,
por la vía de la escasez, con el canon que trata de emerger del enorme lío
generado en Occidente, desde que, a raíz del présago pitazo de la máquina de
Watt, nuestra civilización comenzó a llamar a todas sus sensibilidades al Orden
Global. Hace unos años escribí algo al respecto. Entonces hacía un
análisis crítico sobre la tendencia orientaloide de cierta poesía provinciana
de Castilla, pero lo dicho allí puede venir bien aquí:
Si vemos que
la poesía quidista y rural castellana quiere ser al haiku, lo que la estancia
carmelita al tatami nipón, tal vez valga la pena esbozar una caricatura de
ambos mundos psicológicos, exagerando sus rasgos más notables para arrojar
claridad sobre la conveniencia o impostura de tal quimera. Veamos. El japonés
no tiene que esforzarse en lo absoluto para no hacer, porque la inacción es lo
“natural” en él, es su máxima ontológica. Pudiera pasar media vida sin salir de
un espacio minimalista, enfrentado y abierto a la abundante naturaleza, sin
desquiciarse por ello, participándola en plenitud desde la simple observación.
Sin embargo, el castellano no hace con la intención de ajustarse, reprimirse,
castigarse incluso. Su natural (occidental hasta donde lo permite el
cristianismo católico) es obrante, y cuando diseña una celda como la teresiana,
debe cerrarla a cal y canto frente a las tentaciones del paisaje humano y
natural, para apoyar el refreno de su inclinación interior más íntima. La
escasez militante de esta poesía castellana, cuando no es mera esgrima formal,
es fruto de la represión psicológica, mientras que la del haiku deviene de una
psicología reposada y relajada, con base en una pasividad de orden metafísico.
El haiku fluye tranquilamente, donde la escasez castellana, que no se conforma
siquiera con el aforismo, salta continuos obstáculos, que como tentadores
cuajarones retórico-discursivos, dificultan y amargan su misión. Claro, dirán
algunos, de eso se trata, debemos vencer esos obstáculos. Totalmente de
acuerdo. Pero cuidado con la siega radical, no nos cortemos las piernas
primero, para rebanarnos después hasta quedar reducidos a mero gesto.
Tan breve
quiero ser, que soy oscuro.
[…]
Pues sin el arte,
quien un vicio evita,
en vicio no menor se
precipita.
Horacio
…Y Degas le dijo a
Mallarmé:
―Podría escribir
poesía, porque ideas no me faltan.
A lo que respondió el
poeta:
―Amigo, la poesía no se escribe con ideas, se
escribe con palabras.
BREVE
EPÍSTOLA A MODO DE EPÍLOGO
Querido Papá Noel, a ver si esta
vez puedes leer mi carta. Aprovecho la vaca y las dos hectáreas de cada año,
pero no me divierten. Recuerda, por favor, para mí, un rabión en el río y una
cabra.
Le metiste bien el coco al asunto, Jorge, felicidades, lo linkeo en mi blogo.
ResponderEliminarGracias, amiga, gracias. Besos
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