Tenían los atenienses necesidad de escoger entre dos
arquitectos para construir un gran edificio; el primero de ellos, más arrogante,
se presentó con un pomposo discurso premeditado sobre el asunto en cuestión, y se
procuró con él los aplausos del pueblo; mas el segundo remató su oración en
tres palabras, diciendo: Señores
atenienses; todo lo que éste ha dicho, lo haré yo.
Anécdota leída en Montaigne
Acababa de leer (o releer, según el caso) todo Camões; y, os lo juro, acababa de repasar a Brossa, cuando cayó en mis manos (gracias, César) Treinta y nueve peldaños, de Javier Hernández Baruque. Aquí la rara y feliz coincidencia es que, tanto Camões como Brossa, esos dos vanguardistas ignífugos, utilizaron la sextina en sus respectivas obras; y que esta escalera de Javier también se sube a un ritmo-sexto, con un toque-tercio intercalado donde corresponde. Sextinas, ahí está, con dos cojones (perdonadme, por favor, el entusiasmo con la consecuente relajación de las formas), amén lo que puedan opinar quienes jamás sextearían, pero sestean al margen de la poesía, mal parapetados en la supuesta vanguardia. Sí, lo confieso, lo primero que me vino a la mente fue la variante quijotesca de la empresa. Quijotesca, quiero decir, en el sentido en que lo apunta Ortega, que achaca al Loco de La Mancha, y a todos sus paisanos: nosotros, una inclinación poco racional hacia la hazaña. La hazaña por la hazaña misma, por lo lucida que nos resulta, vamos… Imaginemos a Javier en el umbral del esfuerzo: «¿Sextinas? ¿Por qué? ¿Para qué? Pues porque nadie lo hace, porque tengo que demostrar (me) que puedo escribirlas sin que me venza el formato. Para eso. ¿Qué más hace falta…?» Ya, pero no…
La vertiente quijotesca del asunto (no niego que pueda existir en alguna medida, Javier también es hispano) es aquí anecdótica, porque la poesía aparece o no (que es muy suya la Doña) donde le da la reverenda gana, y no anda pendiente de imposiciones o sugerencias métricas. La sextina, como cualquier otra plantilla clásica (¿clásica?), no quita ni garantiza nada. Es cierto que, para bien y para mal, pre-fija cierta música, pero hasta ahí. A esa música, nacida en origen para cantar al amor cortés en el Medioevo, hay que ponerle letra contemporánea, ¿existencial, postmoderna…? Casi nada. Además, tanto la letra como la música son, en poesía, agentes de la sustancia y la forma; agentes (permitidme ahora un paralelo con el vino) que se ahogan en el mosto, que jamás resuelven y corren el peligro de terminar en meros pacientes, si no aparece a tiempo el bicho; esto es, la levadura; sí, Ella, la imagen poética. Entonces la pregunta pertinente sería: en quintillas, redondillas o décimas; en sextinas, sonetos u octavas reales; en verso blanco, libre, avenido a la prosa; o en cualquier otra forma imaginable en que se puedan ripiar o putear los versos, ¿estamos ante mosto, vinagre o vino?
Hay que ser valiente para escribir en endecasílabos hoy día. Javier, que creció en un pueblo de Valladolid, seguro que pastoreando lana de nube entre ovejas churras y castellanas, por raro que parezca debió mamar leche de tigre; pero ahí no está la clave. La clave está en que es un poeta hecho y derecho. Sencillamente es capaz de producir imagen poética y hacerla aterrizar en el poema. Javier es valiente porque puede serlo. La sextina le garantiza (y exige) una determinada música, pero a él eso no le basta. Podía (¿debía?) bastar a otros que no saben por qué rompen los párrafos para crear una falsa ilusión de versos, pero a Javier no. Él entiende, claro está, que la poesía es, sobre todo, música; pero también entiende que no es su rama matemática (ritmo / tempo) la que hace danzar a los espíritus más refinados. En poesía, ni la marimba o la pandereta, ni la lira o la bandurria producen por sí mismas más que color. Y el color está muy bien, por supuesto, pero no es bastante. Como dejé caer en un poema que escribí hace poco para celebrar la obra del poeta José Kozer, no es el “pi” seco de los números, sino el pío resonante de la imagen, lo que nos hace danzar (¿temblar?) en el mejor sentido posible.
Así que lo de la sextina me la trae al pairo. En este libro hay poesía, buena poesía. Hablamos de vino, no de mosto o de vinagre. Este libro está hecho. Este poeta está hecho. Ambos están, además, en su punto. Aquí no tengo que quejarme con Lope: siempre mañana y nunca mañanamos. Aquí puedo decir con Juan Ramón: ¡Con qué segura frente / se piensa lo sentido! ¿Y hay que pensar este libro? No, por Dios. El pensamiento ciega, ya lo sabemos; y más aún en poesía. Yo lo leí de punta a cabo muy a gusto, como lector, no como autor o crítico. Sólo en una segunda lectura, lo estudié un poco para poder invitaros a él con el ánimo relativamente templado. Encontré por ahí alguna sílaba de más; pero como después encontré también alguna de menos, decidí dar el asunto por resuelto. Eso sí, topé con muchos versos de primera línea. Con qué tranquilidad os invito a leer este libro.
En un magnífico verso de cierta estirpe vallejiana, nuestro poeta dice: ¡Estrellas, recogedme, que me caigo! Primero me conmuevo. Luego sonrío… No te entregues tan pronto, Javier. De este libro no te caerás, te lo aseguro. Ni temas a la mar ni esperes puerto (otra vez, Lope), ¿pero caerte…? No, desde luego, de semejante escalera. Espero los próximos peldaños con una sana expectativa de placer. Aliento a mi amigo César (editor de Difácil) a seguir demostrando (esa) puntería. Y para que así conste, lo firmo hoy, a treinta de noticia y regocijo, objetando lo callado por otros, aquel veinte de bochorno y de silencio.
Iba a seguir el hilo de la anécdota que os conté al inicio, pero no creo que haga falta decir mucho más. Imaginemos que el edificio lo construyó el segundo arquitecto; y, justo por eso, andando el tiempo nos enteramos.
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