Pronto (pronto, digo, pero a la vez aclaro que el tiempo en
poesía es muy suyo y no acepta acelerones) publicaré un libro llamado Los argumentos del
tránsito. Este libro contiene tres poemas de mil versos cada uno: Río, Rueda y Casa.
A modo de aperitivo, y en tanto el libro va preparándose
para la edición, me propongo publicar en este espacio un décimo de cada tercio. Comienzo con el noveno acto (tiene diez) de Río, poema en el que
intento construir una metáfora de La Vida entrelazando tres cabos: un río, un poema y una vida concreta. Tres cabos que discurren integrados (espero
/ quiero creer) en espacio y tiempo, para poner letra y música a uno de los
argumentos de mi tránsito: Mario, el pequeño de mis hijos.
Sé que el noveno pliegue de este poema (cien versos de mil) puede
dejaros con alguna duda en cuanto a hilo narrativo se refiere. Aun así… Os doy
una pequeña clave: Se trata del penúltimo accidente de la referida vida: El río llega
a la hoz, un riguroso ajuste que preludia su definitivo (¿definitivo?) desparrame
en el mar.
IX
Curvas y
paredones. Abra. Hoz. Silencio…
Si el diablo
disparara, si su trabuco
tuviera mirilla,
fuera ésta. Qué fuerza
la del viejo río
para imponerse a la roca,
para propinarle
semejante tajo. Qué embrujo
ejerce el salitre
sobre el animal,
que aunque
reniegue serpea
buscando el ara
salada. Para ti sangra
el ombligo de
Venus. Su caldo
espesa el agua
donde hundes las piernas.
Tus ojos, ahora
sí, entre paredes ciclópeas
se ajustan a una
vertical purísima: Los unos,
firmes en sus
extremos. Los otros,
en espirales
cerradas, como recreando
un fuste
salomónico alrededor del figurado
mástil. No hay
escaque posible cuando se llega
al tojo. El río
aún controla su esfínter, pero
sabe que este
grave trecho anuncia
el desparrame
final. La totora, redorada
en los meandros,
pardea. Tu balsa
apenas progresa.
Apenas se desvía
del mismísimo eje.
Estás solo (siempre
estuviste solo)
pero sospechas
que enrocados en
esas paredes, o fluyendo
en el agua
negruzca, estamos todos (―son
la comparsa de mi
soledad, recuerdas)
participando tu
silente danza. Lo sospechas
porque en el fondo
sabes que este paraje
carecería de
sentido sin testigos otros; que el diablo
jamás dispararía
sobre una presa, si terceros
no pudieran verlo;
que Dios jamás acallaría
su tralla (el
silencio también es meridiano)
si no actuara para
un público entendido. Y tú
no eres el
público. Eres el protagonista.
…Nosotros, quienes
aplaudimos
en la primera
curva, ahora sosegamos
el espíritu para
reconfortarte. Puede
que no tengamos
otra cosa, puede que
fuguemos como
espectros entre las rocas y
tu memoria, pero
no te abandonamos.
…De truchas,
ninguna señal. Aquí, ni siquiera
la muerte
gesticula. Los salmones
remontan este
tramo en procesión
callada. No
saltan. No desovarían en él,
está claro, pero
tampoco lo harían sin transmitir
a sus huevos, la
soberbia gravedad
de estas montañas.
Tú, al fin puedes
pensar, imaginar y
ver en un único acto. Sólo
el ruido te
impedía hacerlo. Tienes los ojos enfermos
de tanta
cavilación, pero algo ves. Buscas
al onagro en los
cantiles, ramoneando
en la ombliguera.
No está. Decides
no imaginarlo
(todavía) porque
cae la tarde,
decantada en los paredones,
sobre el agua
lenta. Esta es la Noche;
ésta: la madura,
no la pintona.
Ni la barragana
del cielo (o fanal de Dios,
qué más da)
alcanza para menguarla. La luz
que emite, azulea.
Es un azul ancilar,
metaoscuro. Nada
es más negro que lo azul,
cuando repica
sobre lo negro para morir
en él. Otoñea en
blanco y negro. El blanco,
en la cuenca de
tus ojos móviles, sólo.
…La noche, al
margen de cualquier divismo,
levanta el
penúltimo telón: recrea
el concentrado
astral que dio paso
al engrudo lácteo
donde la luz, pegajosa,
oscila. (La noche fue un día antes que el día.
La luz seca y
limpia, cortesía de tu Luminar,
es una licencia
poética que otorga la Negrona
a las estrellas
jóvenes). Todo esto lo sabes
ahora; ahora,
cuando se detienen
tus cuatro ojos
para regalarte
la esencia de su
inventario; justo antes
de que suene
(―escúchalo) un nuevo trallazo
en las espaldas
del cero: Uno. Otro.
Y otro. Y otro...
La tralla trae la mañana.
La desnuda para su
último baño, que es
el inicial,
quizás, en la boca del otero.
La mirilla del diablo agota su diana.
Hasta en la hoz amanece. Entonces
ves al onagro. Sí, ramonea en la ombliguera, y
gira su testa cuando afloran las notas
de tu flauta. La perspectiva embuda
hacia un horizonte terso. Esa es
la horizontal perfecta: una vibrante cuerda
en la base de los farallones. Ya no huye. Encima,
pero sin prisa. ¡EVOHÉ!, ¡EVOHÉ!, gritan
desde una orilla cuando el río se descorcha
finalmente. ¡HURRA!, desde la otra.
No tienes tiempo para detenerte, ahora no,
en voces destempladas. Estás a las puertas
de Getsemaní. Tienes que preparar (acaso
improvisar) la última oración, y debes
repasar los dones que agradecerás.
No vienen los soldados a buscarte. Vas
con el río a contaminar La Sal. Flor y sangre.
Rojiroja singladura que acaba en
banderilla: ápice de color que pica y parte
sobre la blanca geografía del final.
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