Si alguien preguntase a una planta cuál es su máxima
aspiración en la vida, y ésta pudiera responder, con toda seguridad respondería:
«la luz». Obvio, por mucho viento o insecto que pretendan ayudar a polinizarla,
por mucha flor que prometa la primavera, por mucha clorofila que de partida se ofrezca,
sin luz no hay fotosíntesis, y sin fotosíntesis… Pero si la misma pregunta la
hiciéramos a un poeta, tal vez la respuesta no resultase tan previsible, porque
dependería de quién fuese el poeta preguntado. Anda que no hay diversidad en la
fauna poética… Se me ocurre un rosario de respuestas imaginables: «luz» (sin duda
existen poetas-planta) / «oscuridad» (sin duda existen poetas-murciélago) / «editores»
/ «buenas críticas» / «un grupo al que pertenecer» / «un Ministerio de Cultura
que me avale» / «un seudónimo rumboso» / «una cátedra» / «un buen premio» / «jubilación
garantizada» / «fama» / «gloria eterna» / «dinero» / «lectores, muchos lectores»
/ «lectores, buenos lectores»… Incluso alguno, por qué no, pudiera responder
preguntando: «¿mi máxima aspiración en la vida...? », y quedarse sin palabras.
Confieso que en determinados momentos de mi carrera literaria pude responder a la pregunta en cuestión con alguna de las respuestas recogidas en el párrafo anterior. Hubiera mentido en cualquier caso, porque los poetas somos seres humanos, y los seres humanos, por mucho que nos pese, jamás sabemos con absoluta certeza lo que queremos. Sin embargo, no sé por qué me siento inclinado a responder esa pregunta aquí y ahora. Retocándola, claro, porque como máxima aspiración vital, la poesía, o cualquier otra cosa que tenga que ver en exclusiva con ella, rimbombaría demasiado, ¿o no?
Confieso que en determinados momentos de mi carrera literaria pude responder a la pregunta en cuestión con alguna de las respuestas recogidas en el párrafo anterior. Hubiera mentido en cualquier caso, porque los poetas somos seres humanos, y los seres humanos, por mucho que nos pese, jamás sabemos con absoluta certeza lo que queremos. Sin embargo, no sé por qué me siento inclinado a responder esa pregunta aquí y ahora. Retocándola, claro, porque como máxima aspiración vital, la poesía, o cualquier otra cosa que tenga que ver en exclusiva con ella, rimbombaría demasiado, ¿o no?
Entonces, ante la pregunta: ¿cuál es tu mayor aspiración en el terreno literario?, pensaría en mis posibles agentes “fotosintéticos” y respondería: «que no me abandone la imaginación». Y si el demandante exigiera una respuesta más… digamos concreta o pedestre, entonces diría: «lo que más necesito es llegar algún día a poder leerme con cierta tranquilidad; quiero decir, con la menor autocensura posible; quiero decir, con cierto grado de aceptación». Pero como esa parte de la respuesta, por pedante, pudiera condenarme definitivamente al ostracismo si no fuera matizada; de seguido añadiría, siendo muy sincero: «también necesito ser leído por buenos lectores. Dan igual el dónde, el cuándo y el cuántos, sólo que sean buenos lectores».
Cum Laude (qué suerte voy teniendo) ha sido ya leído por muy buenos lectores. (¿Lo será en el futuro?). Dos de ellos, Carmen Morán y Cristián Gómez Olivares, han dado noticia pública de su lectura. Carmen, en la presentación del libro en Valladolid; Cristián, en la reseña que ahora comparto con quienes me leen aquí. Ojalá esta reseña también sirva para que a Cum Laude le caiga algún otro buen lector.
Gracias, Cristián. Gracias de nuevo, Francisco, por editar tan finamente este libro en Lumme Editor.
CUM LAUDE, de
Jorge Tamargo (Lumme Editor, Brasil, 2018)
Jorge Tamargo es un poeta cubano afincado desde hace más de
veinte años en Valladolid, España. Forma, por lo tanto, parte de esa diáspora
caribeña que ha poblado una larga lista de países donde las y los autores de la
isla han entrado en ubérrimo contacto con otras hablas y otras culturas.
Creemos que, en buena medida, el libro que ahora comentamos se debe a ese
ingreso en una zona de contacto enriquecedora como le ha correspondido a este
poeta.
La poesía de Cum laude honra, de principio a fin, el título
de esta entrega: todos los poemas del volumen, recogen el nombre de algún autor
de la tradición poética occidental, para darle un aire particular a cada uno de
ellos. Este “aire particular” quiere ser una toma, una instantánea de la
poética de tales autores, es un intento de replicarla pero ―y este no es un
pero menor― sin perder esa identidad que Tamargo sabe darle a sus propios
poemas. Combinación difícil, sobra decirlo, aunque nos parece que el autor sale
aquí airoso de tal batalla.
Aunque el libro es breve, Tamargo se da maña para cubrir un
sector importante de esas figuras canónicas sobre las que él vuelve. Es un
viaje, el suyo, peculiar: va desde dos poetas vivos y en plena producción, como
son Antonio Gamoneda y José Kozer, hasta un medieval Dante Alighieri, pasando
por figuras propias de la vanguardia como César Vallejo y Ezra Pound y otras de
los siglos que cubren todo ese arco: Emily Dickinson, Goethe, Quevedo, Fray
Luis de León, entre otros. Esta pléyade nos pone en el lugar del que atiende a
un largo homenaje, pero también a un (intento de) diálogo. Porque no se trata
aquí de un mero listado de personalidades, sino de cómo estas voces siguen
cobrando vigencia en la medida en que se las sigue leyendo y, por ende,
re-contextualizando. De hecho, el orden en que están dispuestos los poemas,
desembocan en una tradición “viva”, por así decirlo, hasta llegar a aquella más
fuertemente enraizada en el canon, cubriendo ese diálogo feraz con los muertos
que es la verdadera tradición.
Nos quedaríamos cortos, sin embargo, si no nos detuviéramos
también en el rol que juegan aquí los diseños gráficos incluidos tanto en la
portada como en el interior del libro, especialmente cuando acompañan a, si es
que no forman parte de, los poemas mismos. En un texto con el que no estamos
del todo de acuerdo, pero que sin embargo vale mucho la pena traer aquí a
colación, el mismo Tamargo se explaya en torno a la presencia de estos
“dibujos”, a falta de un nombre mejor, al interior de un libro de poesía como
el suyo.
Dice allí el autor, para empezar, que todo poema es
“visual”, en la medida que para leerlo necesitamos previamente verlo (excepción
hecha, claro, de los poemas escritos en Braille). Si esto es así, sus poemas
serían propiamente visuales, en tanto que los estamos viendo impresos en la
página. Tamargo hace esta salvedad para distanciarse de lo que él estima es la
insuficiencia de lo que comúnmente se conoce como poesía visual, ya que,
siempre según el autor de Cum laude, lo visual no sería un acicate sino un
estorbo para la imaginación, sobre todo cuando va asociada a cualquier tipo de
relato. Pese a ello, cuando esta visualidad abunda en lo abstracto y es capaz
de impulsar la polisemia y no impedirla, sí estaríamos entonces en un escenario
fructífero para este poeta, lo cual justificaría el uso de estas imágenes que
acompañan a los poemas de su autoría.
No nos queda sino agregar que, desde nuestra perspectiva,
se trata de una feliz reunión, ya que muchos de estos diseños otorgan una nueva
lectura, una nueva capa de sentido a los poemas. Y éstos, los más felices de
ellos, logran chispazos verbales que son lejos lo mejor de este libro. Porque
estamos ante una poesía sumamente acotada: veinticinco textos de diez líneas
cada uno, estos homenajes que son también reflexiones en torno al oficio
poético encuentran sus mejores momentos en esas imágenes donde lo inesperado de
la fricción verbal, la impertinencia predicativa de la que hablara Jean Cohen, logra
finalmente concretarse en ese cuerpo extraño que calificamos de poema. A
veces se trata de una disyunción ya sea en la lógica o en la sintaxis de esa
cadena de significantes y significados que se adentran en lo poético, otras de
una escritura alegórica como en el caso del poema que se titula “Fernando
Pessoa”.
Como sea, Cum laude logra en la brevedad de sus páginas
reflexionar con agudeza en torno a lo lírico. Aunque sus méritos no se reducen
a ello, sería sin embargo suficiente con eso para estar agradecidos por la
oportunidad de leer un libro como este.
Cristián Gómez O.
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