Ante la extensa y
variadísima obra de Rolando Paciel, no sé cómo aplicar aquel proverbio que
dice: piedra que rueda no cría musgo.
Porque ¿qué valor tiene el musgo artístico? El musgo-musgo vale para decorar
belenes, para ahumar la malta con que se produce el güisqui, para hacer
cataplasmas contra quemaduras y heridas; y también está en la turba, o sea, que
sirve como combustible. Pero en el arte, ¿cuánto vale el musgo sobre el canto
quieto? No lo sé. Sospecho que su precio se fija, generación tras generación, precisamente
por los espíritus pétreos de turno: los amantes de la capa protectora y
valedora (¿decorativa? / ¿lucrativa?), que para ellos adquiere la obra detenida
en sí misma in aeternum. Parafraseando
a Byron, me atrevo a decir que estos tasadores de la plusvalía musgosa se
contraen ante la experimentación que pone en solfa sus argumentos, como un monarca ante la poesía.
En cualquier
caso, la piedra de Paciel no es capaz de criar musgo porque rueda sin cesar.
Comenzó su andadura en La Habana, hace medio siglo, y sigue rodando hoy día como
si un niño soplara tempestades para impulsarla. A mí me ha barrido más de una vez.
Más de una vez me ha levantado los pies del suelo para involucrarme (tras ella
y por un período prodigioso) en las magníficas instantáneas que produce ese
rodar sin término. Cuánto lo he agradecido, lo agradezco. Otras veces me ha
esquivado, cómo no: Para la piedra que rueda y rueda... rueda y rueda porque en
el rodar mismo encuentra la energía motivante; para ésa que debe tomar caminos
muy distintos si no quiere detenerse, no todos los paisanos resultamos igual de
atractivos en todas las ocasiones. Sin embargo, incluso cuando he salido indemne
ante su posible cantazo, el Paciel rodante siempre me ha interesado. Por eso:
porque no cría apático musgo, porque siempre genera ajetreo, roce, chispa…
Y ahora estoy
aquí, en mi despacho, tratando de sostener durante el mayor tiempo posible el raro
placer que me ha producido este nuevo impacto; imaginando cómo contarlo, cómo
captar entre vosotros algunas piernas propensas al choque con los cantos
rodantes, cómo invitaros a poneros en medio, a dejaros golpear; no golpear, sino
acariciar por Paciel. Acariciar, digo bien. Porque de primeras pensé
(perdonadme la confianza): «coño, qué clase de pedrada me ha dado este
maricón», pero después me di cuenta de que esta vez el golpe no dejaba dolor,
qué va, ni siquiera el dolor feliz que acarrea una sobredosis de inquietud.
Esta vez, tras la violencia del impacto sobrevino enseguida una relajación que
sólo puede regalar y regala la belleza cuando llega cargada de sí misma: belleza
y punto.
¿Para qué más? ¿Es
que hay más? ¿Debía detenerme, y sin añadir ninguna palabra a la noticia, limitarme
a procurar que de alguna manera pudierais ver la serie completa? Puede que sí.
Según Croce: el
arte se disipa y muere cuando de la idealidad se extraen la reflexión y el
juicio. Muere el arte en el artista que se vuelve un crítico de sí mismo, y
muere también en el que mira o escucha, porque de arrobado contemplador del
arte se transforma en observador penetrante de la vida. De acuerdo. ¿Por qué seguir entonces? «Chss…», podría
estar silbando alguno de vosotros con el índice en los labios, no sin parte de
razón, para que lo dejara aquí. Pero esperad, esperad… porque según Wilde: para el artista, la expresión es la única
forma de comprender la vida. Para él, lo que no habla está muerto. Con esto
también estoy de acuerdo. Y claro, si todo lo vivo, que en este contexto quiere
decir todo lo que expresa algo, habla
para el artista, que a su vez sólo lo comprende y comunica a través de la
expresión: hablando, ¿acaso éste no agradecerá que expresemos con palabras, si
es que podemos, lo que su obra nos ha dado, lo que ha dicho ante y para
nosotros? ¿Y haciéndolo, acaso no podríamos provocar una reacción simpática en
otros; esto es: ayudar a que lo que expresa el artista llegue a más gente? Quizás
en lugar de «belleza y punto», en el párrafo anterior debí escribir: belleza
parlante, punto y seguido… Además, a quién voy a engañar: más allá de lo que
enrede alrededor de esto, me gusta hablar y escribir (también) sobre arte, en
especial cuando una obra produce en mí un efecto tan… ¿sobrecogedor? Sí,
sobrecogedor.
Paciel hace
tiempo que viene trabajando con la misma técnica, pero esta vez, como se dice
vulgarmente, se ha salido del mapa. Las láminas que veis en el encabezamiento,
y que veréis más y mejor si aceptáis mi proposición última, están realizadas
con una técnica que no conozco porque el autor mantiene en secreto. No me preocupa
demasiado ignorarla, lo confieso. Aquí la técnica, como en cualquier otra gran
obra de arte, importa casi nada. Ni siquiera el asunto importa demasiado. Como
se ha dicho tantas veces, en el arte es la forma lo determinante, porque es ella
la que tiene capacidad de dar voz a cualquier sustancia (material o
inmaterial), de expresar algo a su través, manipulándola, in-formándola. Y
muchas veces la forma se expresa a sí misma. Y ni falta que hace otra cosa.
Pero como somos
animales parlantes, y estamos inmersos en una tertulia milenaria que por
fortuna no sabemos cerrar, ante una obra tan excelente como ésta de Paciel, es
normal que, aunque callemos primero, después…
Qué energía, y
la vez, qué delicadeza. Estas imágenes contienen el irrespeto activo de
Occidente, moderado por el respeto pasivo de Oriente. Tal vez por eso, y por
otras cosas que diré después, además de atemporales resultan universales. Es
como si un aluvión de impacientes y caóticos cuantos imaginarios se aviniera a
un orden totalizador que lo dota de armonía resolutiva. Resolutiva, sí, pero
también capaz de deshacerse en cualquier momento. Qué tensión. Y qué
equilibrio. Es como si Van Gogh y Hokusai hubiesen pactado un punto medio para
abordar la abstracción que quizás intuyeron, y hubieran soplado a Paciel las
claves de tal pacto. Van Gogh y Hokusai apuntando al expresionismo abstracto de
Pollock, y también renunciando a la parte más individualista de su
temperamento, para que la obra, cargada de una extensión y una duración tan
humanas como divinas, dijera: «todo / siempre / ubicuo».
Qué giro el de
Paciel en esta serie. Él, que ha trabajado muchas veces con un afán deconstructivista,
aquí construye como un relojero. Si bien en otras ocasiones su imaginario ha rozado
el escepticismo y el nihilismo propios de una visión postatómica, aquí se
aferra a un plan casi agustiniano:¡Qué haya variedad en el vestido, pero no roturas!, decía el santo de Hipona. Cada lámina en sí misma es a la vez un evento resuelto (una suerte de minitodo) y una parte inseparable
de la totalidad que la incluye trabándola con el resto. Estas láminas pudieran funcionar
muy bien de manera aislada. Sin embargo, es bajo la disciplina de la serie
donde mejor lo hacen. Porque aunque cada una de ellas exprese un submundo
bastante, la serie completa recrea un arjé
en el que tierra, aire, fuego, agua, logos y número quedan definitivamente encadenados.
Todo. Uno. ¿Dios?... Y esto, tanto si nuestra imaginación flota en un medio
estelar, como si se sumerge en otro celular, porque las imágenes tienen la
capacidad de sugerir tanto visión telescópica como microscópica. Es más,
sugieren ambas cosas a la vez.
Quería hacer
estos breves apuntes, pero debo reconducirme a tiempo. Más allá de lo que os
puedan sugerir estás láminas que, como cualquier obra de arte (recordad lo que
escribí antes apoyándome en Wilde) expresan contenidos: hablan a través de la
forma; más allá, digo, de su vertiente discursiva; por favor, disfrutad el
magistral uso del color, el magistral uso de los medios tonos cuando no hay
color, la perfecta combinación de masas y líneas, el equilibrio de la
composición: la hermosura de los motivos, la solvencia de las mallas o tramas
que los enlazan, la oportuna aparición de los vacíos… Disfrutad la delicadísima
tensión que todo ello genera. Dejaos ir por un rato tras Paciel hacia la
totalidad posible, que no podrá prosperar, no acabará de ser cierta, si no como
agente y paciente de la belleza. Lo que no es bello, no puede ser verdad, decía (¿exageraba?) el romántico De Musset. Y yo me
atrevo ahora contra el verismo barato recurrente en los últimos doscientos
años: lo que no es bello, digo, necesita muletas para alzarse, constituirse; y
cuando lo logra, necesita mayores muletas aún para no caerse, romperse. Las
muletas para lo feo y lo roto las venden hoy (bien caras y envueltas en baba
conceptual) muchos mal llamados críticos de arte a los artistas mediocres. No
es el caso, claro que no. Ni me tengo por crítico de arte, ni vendo la baba al
peso, ni Paciel compraría semejante cosa, ni esta serie suya necesita muleta
alguna para empinarse hasta los mismísimos altares de la imaginación.
Esta serie es
arte grande. Ya lo veréis. Después de recibir una pedrada tal, una caricia tal,
quizás estemos mejor preparados para prescindir del musgo-costra; para, a pesar
de nuestro trasiego razonante, divertirnos llanamente con las cosas hermosas
mientras estemos vivos; y para, como decía Verlaine (sin prisa, por favor): morir en el
columpio.
Ved y gozad la serie completa
pulsando el siguiente enlace:
Impecable y cuidado el texto, como todo lo que escribes. En este caso y siendo yo el protagonista, admiración, agradecimiento y cariño es algo que siento cada vez que lo leo, porque lo he leído varias veces. Gracias amigo
ResponderEliminarGracias a ti, artista. Qué pedazo de serie, amigo. Abrazos.
ResponderEliminarEl alma se me alegra cada vez que veo algo verdadero. El cuerpo me tiembla cada vez que una obra me agarra. Mi inteligencia se siente reconfortada cada vez que un artista que se llama visual hace arte visual y lo hace de esta manera, a este nivel.Y todo mi ser estalla de emoción cuando alguien consigue un trabajo tan elegante, tan rico, tan técnicamente perfecto.
ResponderEliminarSufriendo a tanto rey desnudo, me quito el sombrero al paso de la obra de mi amigo Paciel.
Tu texto, Jorge, pone en su lugar un trabajo magnífico.
Gracias a los dos.
Gracias a ti, amigo-artista, por lectura y comentario. Abrazos.
ResponderEliminarUna serie preciosa y una excelente reseña, enhorabuena Paciel!
ResponderEliminarGracias, Mari, por lectura y comentario. Qué comentarista tan guapa...
ResponderEliminarQuerido amigo, he recibido dos empujones en el espíritu, primero Jorge después tú.
ResponderEliminarLe has dado una patada a mi piedra tan grande que las hecho volar. Me has conmovido. Gracias.