LAIA COSTA Y GUILLERMO PFENING EN
FOODIE LOVE, DE ISABEL COIXET
Al actual maremágnum de series hechas para
televisión (televisión, digo, pero aunque os pique a algunos, entiéndase también
ordenador portátil, tableta, teléfono móvil…) han acabado apuntándose (por qué
no / cómo no) los jornaleros, los capataces y los aristócratas de la industria
cinematográfica. Se comprende. El cine, industrial o no, se hace con dinero, y
no queda más remedio que allanarse ante los vicios y resabios de tan
orquestadora Majestad. El cine se hace, sobre todo, para un público
contemporáneo que tiene el bolsillo obrante (remolón para el propio cine, pero
obrante), al que se debe convocar, esperar, emboscar si es necesario en las
encrucijadas vivas, no en las muertas. Y las encrucijadas vivas están colonizadas
hoy día por un aislamiento feroz que se disimula muy bien en Internet… ¿La
gran pantalla? ¿Acaso un lugar de culto, casi de lujo, para que se encuentren
furtivamente en él y se conduelan los patricios de la cultura de masas? Puede. Qué
pena… Ni apoltronando en salas apijotadas a los “atolondrados” que todavía
insisten en ver cine a lo grande, ni atiborrándolos de palomitas de maíz, los
demás se dan por enterados, por sonsacados. No hay nada que hacer al respecto.
Estos últimos parecen haber sido mordidos por una tsé-tsé robótica. Han
emperezado a conciencia. Duermen su profundo sueño a la luz de pantallitas
intervenidas por emoticones. Qué pena…
Sea como sea, el caso es que quienes
vemos, además de cine-cine en las salas de cine, series televisivas en casa,
agradecemos que la alta aristocracia del negocio finja democratizarse; esto es:
se plante en nuestro salón, nos conmine a. Isabel Coixet, quién puede negarlo a
estas alturas, es una de estos aristócratas del oficio. ¿Casan los términos aristócrata y oficio? Aquí sí. El talento sublima al buen artesano, lo eleva al
sitio donde gobiernan los mejores para que ejerza su poder sobre quienes lo
necesitan (y cuánto), lo aguardan, lo imploran. Isabel es una cineasta total,
ahora mismo en plena madurez, capaz de moverse en cualquier dimensión
cinematográfica con una solvencia casi apabullante. Foodie Love (Amor Gourmet) es
el mejor ejemplo de lo que afirmo:
Alta calidad literaria y fotográfica.
Gracia y rigor. Eclecticismo visual que sólo pueden arrumbar con éxito los
grandes creadores. Un tropel de técnicas narrativas y cinematográficas empujando un único
carro en una única dirección: la buena. Magnífico apoyo en las locaciones y la
comida. Actuaciones de primer nivel. Buenos, buenísimos actores bien dirigidos…
En fin, una otra obra maestra de la cineasta catalana.
Pero para decir esto, sólo esto, aun
cuando sea lo más importante, no me habría sentado ante el ordenador. Esta
serie no es una más. Su sustancia y su forma nos invitan al disfrute pleno: el
que se sustenta en el súbito advenimiento de emociones inteligentes. Y una
vez así disfrutada, la serie continúa operando sobre su “víctima”, excitando su
imaginación y haciéndole preguntas incómodas. Y como en este caso la “víctima”
soy yo (la terminé ayer / cuatro sesiones de dos capítulos cada una), voy a
intentar formular en abierto las preguntas que más me duelen. ¿Por qué? No lo
sé. ¿Será porque no soy tan escéptico y pesimista como creo? Ahora digo con
aquel periodista inglés citado por Unamuno: si
hubiera en el mundo un pesimismo sincero y total, sería por necesidad
silencioso. Y esto vale para mí, y también para Isabel. Porque su Foodie Love
lleva el marchamo unánime de nuestro tiempo occidental: la decadencia. Y la
decadencia es por definición escéptica y pesimista ¿no?; debía ser callada ¿no? (¿para
qué decir algo si nada tiene sentido?). Sin embargo, Isabel sigue hablando,
como yo. ¿Será que no somos tan escépticos? Ella, seguro que no. Yo…
Foodie Love está construida sobre dos
personajes-idea. Tan personajes-idea son, que prescinden de “nimiedades” tales como
un nombre. No sabemos cómo se llaman. Ni falta que hace. Cada uno de ellos bien
pudiera llamarse Unodenosotros, o sea, identificarse sin más con quienes
pretenden ser algo así como los últimos hijos de la Historia, y sin embargo no saben
de dónde vienen ni a dónde van. El retrato que Isabel les hace es el perfecto
retrato de una época y su correspondiente civilización. A través de ellos Isabel
refiere tiempo y lugar con claridad meridiana: Occidente y principios del XXI.
Él y Ella son abanderados de un doblete civilizado y civilizador que espuma en
la gran urbe europea: el homo faber y
el homo viator en su versión más
epicúrea, más cirenaica, más hedonista en fin. Él, un matemático perdido (en la
matemática y en la vida), que gracias a un hallazgo casual en forma de
algoritmo, vive nada matemática, ni esforzada, ni juguetonamente. ¿Vive? Ella,
lectora de narrativa para una editorial, no sabemos si vinculada a la
selección, corrección o traducción de textos, que no es capaz de cargar con un
fracaso emocional, y da bandazos tan noveleros como antisociales. Que se sepa,
ninguno de los dos tiene amigos. Ninguno participa en redes sociales. Ninguno mantiene relaciones familiares. Viven solos, claro. Ambos, sin embargo, son
grandes viajeros, grandes comedores (¿comidistas? / ¿gourmets?), grandes
sibaritas. Ambos tienen bastante información cultural. Ambos conocen medio
mundo. Ambos hablan varios idiomas. Ella es políglota. Él y Ella (Guillermo
Pfening y Laia Costa / qué bien actúan, madre mía / os los recomiendo enteros) son
dos perfectos egoístas y egotistas. Dos ciudadanos que avistan la madurez, que hasta
la fecha sólo y apenas han sabido cuidar de sí mismos, y que se proponen hacerlo mejor apoyándose uno en el otro. Él se enamora, o cree que se
enamora (no sé qué pensar). Ella no puede enamorarse (¿lo hará allende la
serie?), no es capaz; el miedo y la debilidad de carácter la paralizan. Él
tiene un potente lado femenino. Ella, un cuidado, pulido lado masculino. Ambos
son psicológicamente complejos, tirando a complicados. No, no, me desdigo: son
complicados de cuajo, casi se ufanan de serlo. Son unos eternos inconformes. Los inconvenientes de la civilización
consisten en que no puede uno nunca complacer ni ser complacido, diría
Byron. Ambos son sofisticados y tienen un alto poder adquisitivo. Ambos visten
muy bien. Ambos son guapos, buenos folladores y malos amadores.
A dos personas como éstas, ¿qué les
puede salvar sino el amor? El amor a otro, quiero decir, que en este caso tiene
que subir una cuesta enorme: el desmesurado amor a sí mismos que profesan, por
escaso que sea su amor propio. Porque la falta de amor propio, no es, qué va,
falta de amor a uno mismo. La falta de amor propio puede ser el resultado,
precisamente, de un narcisismo galopante.
Entonces Isabel cuenta con dos personajes-idea (ni héroes, ni antihéroes) sujetos al guion dominante de su época; dos personajes que creó con un acierto tremendo porque ella tiene unas antenas envidiables orientadas al hombre de su tiempo (el espíritu creador juega con los objetos que ama, nos dice Jung), a punto para enfrentarse a su mayor reto, el Amor, como si de alondras prisioneras en rectángulos (Gamoneda) se tratara. ¿Romanticismo? No, por Dios, si entendido como juego banal y artificioso entre tortolitas. Sí, si entendido como exacerbación de lo individual, lo raro, lo pretendidamente atípico y complejo, lo excesivo; aunque tal exceso refiera a planos psicológicos, especialmente por eso. Todos los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos del XIX somos románticos o postrománticos, qué le vamos a hacer.
Enfrentados al amor, o más bien al
anhelo y la posibilidad de, estos personajes nos muestran todas sus flaquezas y
grandezas. Sus flaquezas tienen que ver con su cobardía (¡qué ingeniosa sabe ser la cobardía!, dice de Bury) que afila la
sagacidad y templa el disimulo bajo el manto de la agudeza y la esgrima
dialéctica. Sus grandezas tienen que ver justo con la aceptación íntima de sus
flaquezas. La serie los enreda en mil ires
y venires dialécticos, en mil trampas psicológicas que deberán sortear casi
como atletas que aspirasen al podio del amor. Ah, pero ellos deben primero reconocer
cada uno su propia nadería, la nadería última a que se enfrentan los
decadentes, sobre todo si son egoístas; para más tarde reconocerla en el otro,
y así poder compadecerse mutuamente, después de haberse auto-compadecido, claro,
y con suerte poder alcanzar entonces el umbral del amor. En este caso no se
trata de una lucha agonal, limpia, sino de otra casi teatral, rebuscada,
cargada de guarismos histriónicos en apariencia indescifrables, improductivos.
A mí todo esto me desespera (no le
habría aguantado a Ella ni el primer asalto por muy hermosa y lectora que fuese)
y a la vez me engancha. Sé lo que está pasando, pero tengo que obviarlo. Me
obligo a obviarlo en la medida de lo posible. ¿Para qué? Para poder disfrutar
con lo que pareciera el intento de levantar ante mí una catedral de adobe. Es eso lo que intentan los personajes de Foodie
Love. Y tal vez no lo hagan en vano. Tal vez no se equivoquen de diana. Tal vez
tampoco se equivoque Isabel. Tal vez sea eso lo mejor que puedan hacer creadora
y criaturas. Me permitiré aquí una cita larga de Spengler para después
explicarme mejor:
¿Qué nos importan los que prefieren,
ante una mina de oro agotada, que les digan: «mañana se descubrirá aquí un nuevo
filón» ―como hace ahora el arte con la
creación de insinceros estilos― en lugar de que les enseñen los
ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin explotar? Considero esta
doctrina [la de la arcilla viable y redentora, entiendo yo] como un gran
beneficio para las generaciones venideras, porque les enseñará a discernir
entre lo que es posible, y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre
las posibilidades internas de la época […] Si bajo la influencia de este libro
[La decadencia de Occidente], algunos hombres se dedican a la técnica en vez de
al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la
lógica, harían lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede deseárseles […]
Quien no comprenda que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la
vida; quien […] no sienta esa lucha con los más fríos y abstractos medios;
quien se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida estilos de
tiempos pretéritos, ése… que renuncie a comprender la historia, a vivir la
historia, a crear la historia.
Dije que me explicaría mejor al hilo
de esta cita. No sé si seré capaz, pero lo intentaré. Cuando pienso
que los personajes de Isabel e Isabel misma hacen bien en apuntar a su catedral de adobe, de alguna manera me
alineo con Spengler; bajo protesta, pero lo hago. Yo sufro íntimamente la
pérdida de un mundo con dominante apolínea en aras de otro fáustico, y por
fáustico en exceso, devenido dionisíaco; dionisíaco a jornada completa, quiero
decir. Pero nací en este tiempo, el mío, el nuestro. Tratar de enmendarlo a
fondo me colocaría en el papel de aquel aldeano empeñado en poner emplastos a
un puerco espín. Quizás por eso, aunque a veces me conduzca como un triste graeculus histro provinciano, sea capaz
de disfrutar una obra de arte de mis contemporáneos cuando es tan jodidamente
buena. Eso hago siempre que puedo. La cosa no debería moverse, lo sé, eppur si muove.
Foodie Love es una joya de serie. Es un sincero canto a la posmodernidad decadente. ¿Que no te gusta esta postmodernidad, Jorge? ¿Que tampoco os gusta a algunos de vosotros? Ah, se siente, haber nacido argonauta. ¿Que una serie como ésta no ayuda a contestar la decadencia rampante en nuestra sociedad? Pues claro. No lo pretende, al contario. Y tal vez, quién sabe, hace bien en no pretenderlo. Además, hablamos de una serie exquisita, exquisita en su forma que es lo que más importa; y ya sabemos con Ortega que todo lo exquisito ―¡qué le vamos a hacer!― es socialmente ineficaz. Así que… Ved la serie si no la habéis visto. Disfrutadla. Olvidad lo que aquí escribí, por supuesto, mientras la veis. Y como dice aquella versión fatalista del carpe diem horaciano (entre decadentes anda hoy la cosa): la primavera termina, daos prisa en ser felices.
Adenda para Isabel:
Gracias, artista, por librarnos en
Foodie Love de una Barcelona cargada de signos y símbolos caseros; por
presentárnosla más como era y debía seguir siendo que como es. Tu Barcelona es
también ahora mismo una ciudad-Idea. Bendita sea. Decía Marías (Julián) que el mundo, cubierto de carteles, traducido en
signos, va siendo cambiado cada vez más por esos signos, suplantado por ellos.
Los signos, presentes o ausentes, importan mucho aquí y ahora. En tu serie me quedé con la
ola (que adjudico a Hokusai, sí o sí, a pesar de Fukushima), y con ese cartel
corpóreo y luminoso (te dispenso el ramalazo kitsch) que plantaste tras la cama de Laia: Eres lo que lees, sí señor. Si no eres un niño o un primitivo, si vives enrolado en la historia, como parte de la masa que colma las grandes urbes, y no lees, casi no eres. Podrás
existir, pero ser, lo que se dice ser...
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