No hinchazón, sino fruto. Dante
Aseguraba
Jacques Rivière que si en el siglo diecisiete
se hubiese preguntado a Molière o a Racine para qué escribían, sin duda no
hubieran encontrado más que una respuesta: «para distraer a las gentes de bien»;
y que sólo con el advenimiento del
Romanticismo empieza a considerarse el acto literario como una especie de
incursión en lo absoluto, y su resultado, como una revelación. No sé bien
qué pensar sobre esta frase. De veras. No sé, por ejemplo, si Tartufo o Fedra
se escribieron y representaron sólo para entretener a las buenas gentes, o si
además, y dando por amortizado el fofo adjetivo: buenas, pretendían horadar sus cabezas con un punzón tragicómico o
secamente trágico, según el caso, que las preparase para lidiar a la madre de todas
las revelaciones: la que regala el espejo.
No
sé. No sé tanto como sabía Rivière, es obvio, sobre literatura francesa del diecisiete,
pero lo que sí os puedo asegurar es que en Hambrientos y cobardes (editorial
Pez de Plata, Oviedo, dos mil veinte / magnífica edición, por cierto) Ángel
Vallecillo entretiene y punza; y que
haciéndolo colma las expectativas de cualquier lector postromántico: pensar, soñar,
padecer, gozar y reír a lo grande, sin derecho al bostezo, mientras pizca en lo
absoluto hasta dar con la suma revelación en el espejo (¿roto?) de lo concreto:
seguimos siendo los mismos, seguimos siendo nosotros. ¿Quiénes? Acaso meras reminiscencias
platónicas, meros vehículos al servicio de una idea, de la Idea; acaso más que
presuntos culpables hijos de Adán y Eva, rehijos de un Dios vivo, no ideal, y
por eso candidatos a la redención Jesús mediante; acaso monos-naturaleza a lo
Darwin, o monos-historia a lo Spengler, o monos-gramática a lo Landero; o un
poco de todo eso a la vez, quién sabe, pero nosotros.
¿Y
qué queremos conseguir nosotros cuando leemos una novela? Lo mismo que cuando hacemos cualquier otra
cosa de nula utilidad para producir alimentos u otros bienes dirigidos a la
supervivencia biológica: aparcar el cálculo y la medida, dar descanso a los
sentidos que in-forman la realidad objetiva, reactivar la parte no racional del
alma, mitigar la mordida del tiempo insobornable que nos conduce a desaparecer
como individuos, imaginando un espacio cómodo donde sernos mientras sea
posible. Un espacio natural, social, histórico… sido, siendo, por ser, da lo
mismo. Un espacio en el que la realidad se torne habitable. Y como todos
sabemos, o deberíamos saber, un espacio que el tiempo no atraviese una y otra
vez cual amargo proyectil, que el tiempo no indetermine o borre de continuo,
sólo puede generarse y sostenerse en una imaginación sana.
Mantener
a punto la máquina de imaginar, eso queremos. Queremos que nos mientan, pero
que lo hagan bien para que la verdad, la sospechosa (hemos definido la literatura: «La
verdad sospechosa», Alfonso Reyes), la verdad poética a fin de cuentas
(¿hay otra que valga la pena?), brote de la mentira como un tornado o un río lento,
da igual, y la suplante con credibilidad y solvencia. Queremos tenernos y entretenernos,
esto es: imaginar, pensar, hacernos preguntas de todo tipo, compadecernos con
otros, con nosotros mismos… Ah, y si además pudiésemos llegar a reír… si el
novelista nos mintiese bien y a la vez nos hiciese reír… (Gracias, Ángel). No
hay nada más caro para los monos
gramáticos que la mentira y la risa. De hecho, pocas cosas nos divierten
tanto como ver a los monos otros mentir o reír. Bueno… ¿nos divierte, nos
desconcierta, o nos intimida? Que los monos no gramáticos rían y mientan (lo
hacen, claro que lo hacen a su manera) los sitúa en la estela, casi al rebufo
de los gramáticos, a las puertas del mono novelista y lector de novelas. Uff,
qué peligrosa persecución ¿no? Dios me perdone, pero pensándolo mejor, puede que
de la Alta Edad Mona prefiera los individuos serios y veraces, o sea, los más idiotas,
aunque no me hagan reír. Que evolucionen sin prisa, oye. No así de la Baja Edad
Mona: la humana, la divina, la histórica, la que todavía atravesamos (los hombres son aún preliminares, J.
Guillén), la nuestra… En ésta, aquí y ahora, el gusto por la buena mentira y la
risa distinguen, señalan a los mejores.
Ser
engañados amenamente mientras forzamos un paréntesis en el tiempo. Esa es la meta.
Y en esta novela Ángel la alcanza con creces. Qué ágil su escritura, su
lectura. Cuánto oficio y cuánta gracia derrocha. Cuánta imaginación tiene. De
cuánta poesía es capaz. Vaya mono gramático (nada gramaticando, por cierto) está hecho este tío. Qué bien va justo
por delante del lector, sin distanciarse demasiado de él, guiándolo sin que
éste se dé cuenta merced a una estructura y un lenguaje impecables. Malla.
Malla, no confusa telaraña. Agilidad e intensidad. (Me vienen a la mente ahora aquellas
anécdotas que implican a Proust y Joyce, a Víctor Hugo y Macedonio Fernández.
Joyce, que leyó y conoció a Proust en persona, dejó escrita una impresión
tendenciosa y sentenciosa sobre su colega ―puede que no sea literal―: Proust, un bodegón analítico, el lector termina la frase antes que él. No
os imagináis cómo río ahora mismo. Perdón. Sigo: Macedonio Fernández bromeaba
ácidamente con el padre de Borges sobre Víctor Hugo: Víctor, decía el cabronazo, ese
gallego insoportable, el lector ya se ha ido y él sigue hablando. Para
empezar con el mazo en alto, gallego lo
llamaba el muy… Borges, a quien escuché la anécdota, reía como un niño al
recordarla. Ojalá vosotros podáis reír conmigo por más que améis a esos colosos
franceses). Ángel no tiene nada que ver con el tempo francés del diecinueve.
Qué va. Todo lo contrario. Agilidad e intensidad, dije. Y crudeza. Y sentido
del humor a espuertas. Y poesía viva. Su voz
sale ensuciada por el tiempo que lleva vivido, escrito; si acaso salpicada
por la Norteamérica del veinte. Ángel es un autor maduro con una voz propia
inconfundible. Después de la serie de adverbios de cantidad que solté antes, no
colocaré ningún otro adjetivo que califique al alza la voz de este autor (los adjetivos de magnitud huelen a barbarie.
Pound), sino que… Ah… ¡cuidado!, ¡cuidado!, que se me caen: ambiciosa /
intrépida / ardiente / ácida / precisa / inteligente (inteligencia significa presteza en ver las cosas tal como son.
Santayana), y, a pesar de todo, amable.
Luego
está lo que nos cuenta el libro. Una trama policíaca muy bien urdida, con
tantas patas como la Tarántula Rango (ver en el propio libro): ciencia /
política / arte / dinero / amor / sexo / drogas / perversión / asesinatos / criminalística
/ ¿prognosis social? …Hambrientos y cobardes apunta a la totalidad de los dones
y las miserias que nos señalan y señalaron siempre. Y lo hace con una puntería
tremenda, sin impostar ninguna diana para ello. Ningún pimpollo barato de virtud,
o montón gratuito de mierda, abaratan esta obra. Se trata de una suerte de
vodevil psico-sociológico, sí, pero de alto vuelo, que gira alrededor de un
cerebro portentoso y de un algoritmo por él creado. Un personaje fantasma (el
cerebro) que sólo en las postrimerías de la novela muestra su carnosidad en
versión semimaquinal. Un cerebro que es como el Arca de la Alianza en la
prehistoria de la trama, como el Santo Grial en su historia, como un tétrico
juguete roto en su… Hay silencios en los
que cabe una vaca.
Alrededor
de este cerebro superdotado para la matemática y el sexo (dos cosas en
apariencia no relacionadas, pero…), se hilan un montón de tramas secundarias.
Desde la que hace evolucionar a un político corrupto y millonario a partir de
un pobre minero (encofrador del infierno,
le llama Ángel), hasta la que libera a una gitana de sus atávicos lazos de
sangre merced a su lengua parlante y amante y lamedora. De todo como en botica,
que se diría en mi tierra. Y todo bajo un orden boticario: laboratorio en la
trastienda y exposición de resultados cara al público, laboriosa investigación
y hallazgo prometedor. El mostrador repleto de curiosidades ciertas y
provechosas. No hinchazón, sino fruto.
De
las referencias que podéis encontrar en el libro (decenas, centenares, más o
menos directas o indirectas, explícitas o encriptadas, que aluden a los mundos
de la literatura, la política, el deporte, la Antigüedad, la actualidad, etc.)
no hablo esta vez. Os dejo solos ante al peligro. Una única alusión me permito
en este sentido: si yo fuera el magnate George Soros, y leyese esta novela, me
sentiría incómodo, muy incómodo. Ahí queda.
En
fin, si alguien como yo, que no ama especialmente la novela policíaca, os
recomienda ésta con tanta pasión, por algo será. Pasión de lector la mía, que
no de esteta. Pasión un tanto cerrera que no es simétrica con la de su autor,
muy bien domada contra la razón pura y dura para ir en pos de la vida. La pasión que consume al diletante se pone
al servicio del verdadero artista; el artista no es vencido por la bestia: la
doma, decía Fischer.
Nadie es lo último que hace,
dice con razón Ángel en la página 211 del libro. Pero ésta, su última novela
publicada, es pura esencia vallecilla. Hacedme
caso: entradle.
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