lunes, 29 de marzo de 2021

EL APARTADERO. CAPÍTULO VII

 



Rosario me dio las gracias por todo… tan lacónicamente. Sin embargo, su gratitud, que yo atribuía al control que ejercí sobre los ruidosos orgasmos de Laura para que incidieran lo menos posible en el apartadero, y, tal vez, a que hubiera renunciado al tonteo con ella, renovó mis esperanzas de cara a su mediación ante Bruno para que me recibiera. En el terreno sexual Rosario había sido tajante: No. Aunque los hombres no siempre entendemos el No si dicho por una mujer de su tipo. Confieso que no me creía del todo derrotado. Todavía pensaba en Laura cuando follaba con Laura, pero, por cada vez que lo hacía, había fantaseado tres veces con Rosario. Por experiencias anteriores que había tenido, sabía que no tardaría mucho en hacer encarnar a Rosario en mi verdadera amante; esto es, follar con ella mientras penetrara a Laura: un ejercicio muy exigente, capaz de desestabilizar a cualquiera que lo practique a menudo.

Laura se mostraba algo más tranquila. Seguía estando al tanto de lo que sucedía en el apartadero, pero había aceptado no invadirlo con nuestro trasiego amatorio. Tenía orgasmos sonoros, pero en sitios más adecuados y a horas en las que Bruno se suponía en la biblioteca, o sea, menos expuesto a escucharlos. Laura trabajaba entonces en otros campos: la familia de Rosario, las ratas y sus hijos. Con la vecina-madre hablaba mucho para darle detalles del calvario que había atravesado con su ex. La señora no le decía lo inútil que resultaba aquello para que siguiera haciéndolo, quizás por mera curiosidad, quizás porque en el fondo ella tampoco había renunciado del todo a separar a su hija del viejo… Cada cierto tiempo embestía a las ratas. Como yo me negaba a complacerla al respecto, cuando Bruno estaba en el sótano hacía venir a una empresa especializada en la extinción de plagas para que colocara veneno bajo las tejas. Con sus hijos lo tenía más crudo, pero no cejaba. Insistía sobre todo con Sofía. Laura sospechaba que su hija podía repugnar a una chica de su edad que intimara con su padre, por mero impulso filial. Comenzó por ahí sin éxito alguno. Pero más tarde giró al terreno patrimonial, haciéndole creer que la presencia de Rosario en la vida de Bruno podía tener repercusiones imprevistas en ese sentido. Sofía era una chica antisistema, que mostraba un aparente desinterés (casi asco) por los asuntos materiales, pero no fue del todo insensible a esta idea.

Yo había comenzado a escribir mi novela. Me preparé durante un tiempo con numerosas lecturas. La invitación que me hicieron Bruno y Rosario a que leyera más (entendí mejor, porque siempre fui un lector compulsivo), unida a mi total inexperiencia con relación a una trama que sustituyera lo gestual por lo psicológico, los grandes espacios urbanos por un refugio, y lo coral por lo íntimo; me hicieron acercarme a autores muy distintos a los que había preferido hasta entonces. En cierta medida me había preparado, pero mi entusiasmo me hizo comenzar cuando aún no tenía todos los elementos necesarios para hacerlo. Como ya mi relación con Laura se había sosegado, pude trabajar a una distancia aceptable del asunto a tratar. «Aceptable», pensaba, y me engañaba, porque mi obsesión por Rosario y mi curiosidad por Bruno crecían sin parar.

Laura debió comentar en la editorial que yo estaba metido en mi nuevo trabajo, y además debió filtrar a grandes rasgos su tema, porque el editor me citó con una doble intención: invitarme a que recondujera mi proyecto por la línea del anterior, y ofrecerme una cantidad importante de dinero por adelantado si lo hacía. Mi primera novela, además de haber sido premiada, se había vendido muy bien. Ya estaba en imprenta su segunda edición. El editor no entendía por qué quería dar semejante bandazo a las puertas de un éxito redondo. Me auguraba un fracaso sonado. Y tenía toda la razón. (Esta novela, lector, la lees de milagro. No sé cómo te llegó a las manos, pero fue escrita sin pensar en ti; para complacer a ningún editor. Te pido perdón y agradezco mucho que la leas, pero te confieso que la escribí para ponerme a prueba, y para no traicionar la huella que dejaron en mí Rosario y Bruno. La escribí para ellos, muy en especial para ella). En fin, dije no a mi primera editorial, y, casi con total certeza, a mi éxito definitivo como autor.

Terminado el borrador del primer capítulo, pensé que tenía la excusa ideal para un nuevo acercamiento a Rosario. Y quién sabe si también para ser recibido por Bruno. Cuando creí que estaba limpio, quiero decir, sin errores ortográficos o sintácticos, intenté quedar con ella. Para mi asombro, no fue esquiva. En aquellos momentos su relación con Bruno parecía avanzar. Su ánimo lo dejaba claro. Un día de diario (Laura, en su trabajo) la esperé a la salida del apartadero. Le pedí que me recibiera en su casa por la tarde. Me preguntó para qué. Yo no quería adelantar nada por temor a que ella declinara ipso facto. Fui vago, pero Rosario exigió saber qué pretendía. Entonces lo dije. Ella dudó, pero… No habría atendido mi demanda si la novela hubiera tratado otro asunto. Sin duda fue su implicación en la trama lo que la inclinó a tenerme en cuenta de nuevo. Más por Bruno que por ella misma, creo. Imagino que sintió una gran curiosidad por saber cómo reflejaba a su maestro en mi texto. ―No me pedirás que lea cada capítulo, ¿no?, dijo. Prometí que no lo haría. ―Te espero a la misma hora que la vez anterior.

No había conocido a una mujer con las agallas de Rosario. No sé dónde estarían sus padres, que por otra parte nunca vi en su casa, pero cuando me abrió la puerta estaba desnuda. Me detuve. Tampoco sé qué debió leer en mi cara, porque me dijo que si yo confiaba en el primer capítulo de mi novela, debía poder leerlo bajo cualquier circunstancia. ―¿Entras o no? ―Con tu permiso, dije, en un arranque de estúpida formalidad que dio fe de cuán desconcertado estaba. Ella, sonriendo, y para remarcar mi tontería, dijo socarronamente: ―Después de ti. Quedó detrás y cerró la puerta. Nos acercamos a la suerte de decorado carmelita-descalzo donde dormía. Ella me ofreció la Thonet y se sentó en la cama. Había colocado el robot rojiblanco junto a mi silla. Todo parecía estar preparado para sacarme de quicio. ―Tranquilo, me dijo, no opinará. Por un momento pensé excusarme y retirarme. Después pensé sentarme junto a ella y comenzar a disfrutarla con todos los sentidos posibles. Por suerte no hice lo uno ni pretendí lo otro. Si me hubiera marchado, no habría podido sostenerle la mirada en lo adelante, y esta novela no tuviera más que lenguaje, estuviera hecha sólo de palabras. Si hubiera intentado hacerle todo lo que deseaba, habría pasado lo mismo, pero además llevaría sobre la espalda el peso de un acto fallido por su torpe cálculo.

―¿Por qué lo haces?, pregunté. ―Un escritor, amigo, como todo hombre, va con su animal y su mequetrefe a cuestas. Ambos pueden y deben hablar en su nombre, pero cuando y como el escritor ordene. ¿Estás al timón? ¿Quién me leerá ese capítulo hoy? ¿Quién lo escribió? Si vas a hablar sobre mi maestro, y encima pides mi parecer, entenderás que deba saber esto. Si es el mequetrefe quien lee, lo sabré enseguida; si es el animal, antes. Si por el contrario decide leer el propio escritor con sus dos subalternos bajo control, escucharé con atención, y hayas hecho lo que hayas hecho, lo respetaré… En tal caso, si tu novela progresa la leeré completa. Entonces volveré a encontrarme contigo en el capítulo donde hables de esta reunión. Veré si eres capaz de retener lo banal de ella donde deben quedar las cosas banales, o si decides describirme para que saliven tus peores lectores. (Cuando dijo esto levantó su brazo izquierdo para mostrarme la axila) ¿Tendrás lectores?, preguntó. Y remató: ¿comenzamos?

Yo, que, mientras ella hablaba, trataba de controlar a los invitados que tan bien había definido la interlocutora, me preguntaba además qué tipo de persona era Bruno, si merecía la dedicación exclusiva de semejante mujer, y cómo había aguantado tantos años junto a Laura. Pero inicié mi tablet, abrí el archivo y comencé a leer: Las ratas obraban con especial afán. Roían y raían como endemoniadas… Debí hacerlo yo, porque ella escuchó con la máxima atención. Estaba en silencio, y por primera vez me dio la impresión de que la tenía casi al completo delante de mí. Rosario era aquella mujer desnuda y bellísima, pero sobre todo era la persona que sopesaba cada palabra en lo escuchado. Cuando terminé, se puso de pie y se enfundó su vestido blanco. Ya de nuevo sentada, me dijo: ―No creo que la puedas publicar. Sin embargo, te crees lo que cuentas. Me gustaron el tono y el primer esbozo de los personajes. Bruno está ahí, es él. Lo dicho: tal vez no encuentres quien la edite, pero cuenta con mi ayuda para escribirla. Espero que no te sientas tentado a parir una crónica, y que nos saques a todos del esquema que nos reduce. Aunque Bruno y yo parezcamos raros, también somos esquemáticos. ―¿Podré leérselo a él?, pregunté aprovechando su buen ánimo. ―Ahora no, contestó ella. Bruno no quiere estar pendiente de estas cosas. Me costaría mucho trabajo convencerlo. Avanza y ya veremos.

Ni café, ni nada para picar. Hablamos un poco más sobre la novela que tenía en proyecto, todavía alejada de ésta que lees ahora, y me despidió con rapidez. Quien me dio las gracias, ya no estaba casi toda delante de mí. Rosario se había reducido a su porción visible de nuevo, y no porque se hubiera vestido… Vaya, se había vestido… Mientras estuvo desnuda yo mantuve atados todo lo corto que pude a los invitados que adivinó ella, pero ambos la vieron. El escritor no dirá una palabra que la describa físicamente (no sabrás por qué levantó su brazo izquierdo y me mostró la axila), pero también la vio. «La vi. La vi… Soy escritor cuando lo permiten mis enemigos internos», pensaba. «Fueron ellos quienes me contuvieron y me dejaron leer para poder extasiarse a sus anchas mientras yo renunciaba a hacerlo por el bien de mi novela. Pero ahora exigirán la atención que merecen», seguía pensando. «Mi animal evitará a Laura varias semanas, seguro; tendrá fantasías delirantes con Rosario. Y cuando pueda meterse en la cama con la primera, procurará su metamorfosis para poder follarse a la segunda en ella encarnada». ―¿La segunda?, preguntó mi mequetrefe con ironía.

Salí confundido. Entendí las razones que dio Rosario para explicar su desnudo, pero lo sucedido me parecía increíble. Por otra parte sus comentarios me estimularon a seguir escribiendo. Había llegado la hora de encerrarme con la novela muy en serio. No sabía si Laura aceptaría que me aislara en su casa (esto la colocaría por un tiempo en una situación muy parecida a la que había vivido con Bruno), o si tendría que irme a la mía «¿Irme? No». Tenía que intentar mantenerme cerca del apartadero. Así se llamaría mi novela: El apartadero. Tendría que sostener el contacto con Rosario y seguir intentándolo con Bruno.

Llegué antes que Laura. El escritor y el animal buscaban intimidad con urgencia. El uno, en la habitación donde escribía. El otro… Complacidos ambos, y mientras ordenaba el material de apoyo acumulado para la definitiva zambullida en la novela, ella abrió la puerta (ya ves, muy pronto tendría que tocarla aunque fuera suya) y me saludó como siempre. Luego se sentó a mi lado y comenzó hablarme de trabajo, cosa muy rara. Su jefe le había comentado sobre mi proyecto de novela. Laura siempre estaba preocupada por su puesto en la editorial. El negocio era muy inestable y llevaba unos años padeciendo el último y definitivo empacho de tinta. El porvenir pasaba por el libro digital, y Laura no sabía si contaba con ella para hacerlo. Su posición en la empresa se había reforzado gracias a la relación que manteníamos, pero su jefe logró preocuparla con la intención de reconducir mi actitud. Desde el primer momento en que llegué a la editorial, ella pensó que el editor quería algo más que una relación de trabajo conmigo, pero no se atrevía a meter esa variable en la ecuación si de su puesto laboral se trataba. Disimulaba la sospecha. Su jefe le comentó la oferta económica que me había hecho. Creía que mi consolidación definitiva en el mercado estaba garantizada si escribía una segunda novela negra en la línea de la primera. Logró poner en paralelo ante Laura el futuro de la editorial con el mío. La mujer estaba inquieta, y entonces la cosa no iba de sexo ni de guerra contra su ex. Así que, ya sentada sobre mis piernas, me acorraló hasta hacerme decir lo único que entonces podía: mi novela trataría sobre el apartadero, de él tomaría su título. La conversación se fue crispando. Ella no aceptaba que Bruno todavía pudiera influir en su vida de algún modo. Llegó a ponerse histérica. Me echó en cara lo que su empresa había invertido en mi carrera, la valentía que mostró al apostar por un desconocido, lo bien que se habían portado conmigo en todo momento. Esa noche comenzó a apagarse su llama para mí. Podríamos llegar a tener sexo de nuevo, tal vez si yo mintiera diciendo que escribiría esa segunda novela negra después de El apartadero, pero Laura no rebasaría la conclusión de esta obra a mi lado. Ya para entonces estaba claro: Laura era sexo y logística. Lo siento, lector, piensa lo que quieras, no podía irme de allí sin terminar el trabajo.

A la mañana siguiente no nos hablamos, pero cuando regresó de la editorial lo arreglamos: si ella no me exigía demasiada atención, ni siquiera en la cama; si aceptaba que me aislara, escribiría El apartadero en un par de meses, y una vez terminada, todo volvería a la normalidad: comenzaría a escribir sin demora y a un ritmo alto la segunda novela negra que su jefe quería. Laura aceptó. Yo era un activo empresarial que demandaba cuidado. Pobres ratas de Bruno. Pobre madre de Rosario. Pobre Sofía. Laura había perdido una batalla, pero culpaba de la derrota a su ex. Aprovecharía mi distanciamiento para hacérselo pagar. Al menos, lo intentaría.

 

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