Rosario me dio las gracias por todo… tan lacónicamente. Sin embargo, su gratitud,
que yo atribuía al control que ejercí sobre los ruidosos orgasmos de Laura para
que incidieran lo menos posible en el apartadero, y, tal vez, a que hubiera
renunciado al tonteo con ella, renovó mis esperanzas de cara a su mediación
ante Bruno para que me recibiera. En el terreno sexual Rosario había sido tajante:
No. Aunque los hombres no siempre entendemos el No si dicho por una mujer de su
tipo. Confieso que no me creía del todo derrotado. Todavía pensaba en Laura
cuando follaba con Laura, pero, por cada vez que lo hacía, había fantaseado
tres veces con Rosario. Por experiencias anteriores que había tenido, sabía que
no tardaría mucho en hacer encarnar a Rosario en mi verdadera amante; esto es,
follar con ella mientras penetrara a Laura: un ejercicio muy exigente, capaz de
desestabilizar a cualquiera que lo practique a menudo.
Laura se mostraba algo más tranquila. Seguía estando al tanto de lo que
sucedía en el apartadero, pero había aceptado no invadirlo con nuestro trasiego
amatorio. Tenía orgasmos sonoros, pero en sitios más adecuados y a horas en las
que Bruno se suponía en la biblioteca, o sea, menos expuesto a escucharlos.
Laura trabajaba entonces en otros campos: la familia de Rosario, las ratas y sus
hijos. Con la vecina-madre hablaba mucho para darle detalles del calvario que
había atravesado con su ex. La señora no le decía lo inútil que resultaba
aquello para que siguiera haciéndolo, quizás por mera curiosidad, quizás porque
en el fondo ella tampoco había renunciado del todo a separar a su hija del viejo…
Cada cierto tiempo embestía a las ratas. Como yo me negaba a complacerla al
respecto, cuando Bruno estaba en el sótano hacía venir a una empresa
especializada en la extinción de plagas para que colocara veneno bajo las tejas.
Con sus hijos lo tenía más crudo, pero no cejaba. Insistía sobre todo con Sofía.
Laura sospechaba que su hija podía repugnar a una chica de su edad que intimara
con su padre, por mero impulso filial. Comenzó por ahí sin éxito alguno. Pero
más tarde giró al terreno patrimonial, haciéndole creer que la presencia de
Rosario en la vida de Bruno podía tener repercusiones imprevistas en ese
sentido. Sofía era una chica antisistema, que mostraba un aparente desinterés
(casi asco) por los asuntos materiales, pero no fue del todo insensible a esta idea.
Yo había comenzado a escribir mi novela. Me preparé durante un tiempo con
numerosas lecturas. La invitación que me hicieron Bruno y Rosario a que leyera
más (entendí mejor, porque siempre
fui un lector compulsivo), unida a mi total inexperiencia con relación a una
trama que sustituyera lo gestual por lo psicológico, los grandes espacios
urbanos por un refugio, y lo coral por lo íntimo; me hicieron acercarme a autores
muy distintos a los que había preferido hasta entonces. En cierta medida me
había preparado, pero mi entusiasmo me hizo comenzar cuando aún no tenía todos
los elementos necesarios para hacerlo. Como ya mi relación con Laura se había
sosegado, pude trabajar a una distancia aceptable del asunto a tratar. «Aceptable»,
pensaba, y me engañaba, porque mi obsesión por Rosario y mi curiosidad por
Bruno crecían sin parar.
Laura debió comentar en la editorial que yo estaba metido en mi nuevo
trabajo, y además debió filtrar a grandes rasgos su tema, porque el editor me
citó con una doble intención: invitarme a que recondujera mi proyecto por la
línea del anterior, y ofrecerme una cantidad importante de dinero por
adelantado si lo hacía. Mi primera novela, además de haber sido premiada, se
había vendido muy bien. Ya estaba en imprenta su segunda edición. El editor no
entendía por qué quería dar semejante bandazo a las puertas de un éxito redondo.
Me auguraba un fracaso sonado. Y tenía toda la razón. (Esta novela, lector, la lees
de milagro. No sé cómo te llegó a las manos, pero fue escrita sin pensar en ti;
para complacer a ningún editor. Te pido perdón y agradezco mucho que la leas, pero
te confieso que la escribí para ponerme a prueba, y para no traicionar la huella
que dejaron en mí Rosario y Bruno. La escribí para ellos, muy en especial para
ella). En fin, dije no a mi primera editorial, y, casi con total certeza, a mi éxito
definitivo como autor.
Terminado el borrador del primer capítulo, pensé que tenía la excusa
ideal para un nuevo acercamiento a Rosario. Y quién sabe si también para ser
recibido por Bruno. Cuando creí que estaba limpio, quiero decir, sin errores
ortográficos o sintácticos, intenté quedar con ella. Para mi asombro, no fue
esquiva. En aquellos momentos su relación con Bruno parecía avanzar. Su ánimo
lo dejaba claro. Un día de diario (Laura, en su trabajo) la esperé a la salida
del apartadero. Le pedí que me recibiera en su casa por la tarde. Me preguntó
para qué. Yo no quería adelantar nada por temor a que ella declinara ipso facto. Fui vago, pero Rosario
exigió saber qué pretendía. Entonces lo dije. Ella dudó, pero… No habría atendido
mi demanda si la novela hubiera tratado otro asunto. Sin duda fue su
implicación en la trama lo que la inclinó a tenerme en cuenta de nuevo. Más por
Bruno que por ella misma, creo. Imagino que sintió una gran curiosidad por
saber cómo reflejaba a su maestro en mi texto. ―No me pedirás que lea cada
capítulo, ¿no?, dijo. Prometí que no lo haría. ―Te espero a la misma hora que
la vez anterior.
No había conocido a una mujer con las agallas de Rosario. No sé dónde
estarían sus padres, que por otra parte nunca vi en su casa, pero cuando me
abrió la puerta estaba desnuda. Me detuve. Tampoco sé qué debió leer en mi cara,
porque me dijo que si yo confiaba en el primer capítulo de mi novela, debía
poder leerlo bajo cualquier circunstancia. ―¿Entras o no? ―Con tu permiso,
dije, en un arranque de estúpida formalidad que dio fe de cuán desconcertado
estaba. Ella, sonriendo, y para remarcar mi tontería, dijo socarronamente:
―Después de ti. Quedó detrás y cerró la puerta. Nos acercamos a la suerte de
decorado carmelita-descalzo donde dormía. Ella me ofreció
―¿Por qué lo haces?, pregunté. ―Un escritor, amigo, como todo hombre, va
con su animal y su mequetrefe a cuestas. Ambos pueden y deben hablar en su
nombre, pero cuando y como el escritor ordene. ¿Estás al timón? ¿Quién me leerá
ese capítulo hoy? ¿Quién lo escribió? Si vas a hablar sobre mi maestro, y
encima pides mi parecer, entenderás que deba saber esto. Si es el mequetrefe
quien lee, lo sabré enseguida; si es el animal, antes. Si por el contrario
decide leer el propio escritor con sus dos subalternos bajo control, escucharé con
atención, y hayas hecho lo que hayas hecho, lo respetaré… En tal caso, si tu
novela progresa la leeré completa. Entonces volveré a encontrarme contigo en el
capítulo donde hables de esta reunión. Veré si eres capaz de retener lo banal
de ella donde deben quedar las cosas banales, o si decides describirme para que
saliven tus peores lectores. (Cuando dijo esto levantó su brazo izquierdo para
mostrarme la axila) ¿Tendrás lectores?, preguntó. Y remató: ¿comenzamos?
Yo, que, mientras ella hablaba, trataba de controlar a los invitados que tan
bien había definido la interlocutora, me preguntaba además qué tipo de persona
era Bruno, si merecía la dedicación exclusiva de semejante mujer, y cómo había aguantado
tantos años junto a Laura. Pero inicié mi tablet, abrí el archivo y comencé a
leer: Las ratas obraban con especial afán. Roían y raían como endemoniadas…
Debí hacerlo yo, porque ella escuchó con la máxima atención. Estaba en
silencio, y por primera vez me dio la impresión de que la tenía casi al
completo delante de mí. Rosario era aquella mujer desnuda y bellísima, pero
sobre todo era la persona que sopesaba cada palabra en lo escuchado. Cuando
terminé, se puso de pie y se enfundó su vestido blanco. Ya de nuevo sentada, me
dijo: ―No creo que la puedas publicar. Sin embargo, te crees lo que cuentas. Me
gustaron el tono y el primer esbozo de los personajes. Bruno está ahí, es él. Lo
dicho: tal vez no encuentres quien la edite, pero cuenta con mi ayuda para
escribirla. Espero que no te sientas tentado a parir una crónica, y que nos
saques a todos del esquema que nos reduce. Aunque Bruno y yo parezcamos raros,
también somos esquemáticos. ―¿Podré leérselo a él?, pregunté aprovechando su
buen ánimo. ―Ahora no, contestó ella. Bruno no quiere estar pendiente de estas
cosas. Me costaría mucho trabajo convencerlo. Avanza y ya veremos.
Ni café, ni nada para picar. Hablamos un poco más sobre la novela que
tenía en proyecto, todavía alejada de ésta que lees ahora, y me despidió con
rapidez. Quien me dio las gracias, ya no estaba casi toda delante de mí.
Rosario se había reducido a su porción visible de nuevo, y no porque se hubiera
vestido… Vaya, se había vestido… Mientras estuvo desnuda yo mantuve atados todo
lo corto que pude a los invitados que adivinó ella, pero ambos la vieron. El
escritor no dirá una palabra que la describa físicamente (no sabrás por qué
levantó su brazo izquierdo y me mostró la axila), pero también la vio. «La vi.
La vi… Soy escritor cuando lo permiten mis enemigos internos», pensaba. «Fueron
ellos quienes me contuvieron y me dejaron leer para poder extasiarse a sus
anchas mientras yo renunciaba a hacerlo por el bien de mi novela. Pero ahora
exigirán la atención que merecen», seguía pensando. «Mi animal evitará a Laura
varias semanas, seguro; tendrá fantasías delirantes con Rosario. Y cuando pueda
meterse en la cama con la primera, procurará su metamorfosis para poder
follarse a la segunda en ella encarnada». ―¿La segunda?, preguntó mi mequetrefe
con ironía.
Salí confundido. Entendí las razones que dio Rosario para explicar su
desnudo, pero lo sucedido me parecía increíble. Por otra parte sus comentarios
me estimularon a seguir escribiendo. Había llegado la hora de encerrarme con la
novela muy en serio. No sabía si Laura aceptaría que me aislara en su casa (esto
la colocaría por un tiempo en una situación muy parecida a la que había vivido
con Bruno), o si tendría que irme a la mía «¿Irme? No». Tenía que intentar
mantenerme cerca del apartadero. Así se llamaría mi novela: El apartadero.
Tendría que sostener el contacto con Rosario y seguir intentándolo con Bruno.
Llegué antes que Laura.
El escritor y el animal buscaban intimidad con urgencia. El uno, en la
habitación donde escribía. El otro… Complacidos ambos, y mientras ordenaba el
material de apoyo acumulado para la definitiva zambullida en la novela, ella
abrió la puerta (ya ves, muy pronto tendría que tocarla aunque fuera suya) y me
saludó como siempre. Luego se sentó a mi lado y comenzó hablarme de trabajo,
cosa muy rara. Su jefe le había comentado sobre mi proyecto de novela. Laura
siempre estaba preocupada por su puesto en la editorial. El negocio era muy
inestable y llevaba unos años padeciendo el último y definitivo empacho de
tinta. El porvenir pasaba por el libro digital, y Laura no sabía si contaba con
ella para hacerlo. Su posición en la empresa se había reforzado gracias a la
relación que manteníamos, pero su jefe logró preocuparla con la intención de
reconducir mi actitud. Desde el primer momento en que llegué a la editorial, ella
pensó que el editor quería algo más que una relación de trabajo conmigo, pero
no se atrevía a meter esa variable en la ecuación si de su puesto laboral se
trataba. Disimulaba la sospecha. Su jefe le comentó la oferta económica que me
había hecho. Creía que mi consolidación definitiva en el mercado estaba
garantizada si escribía una segunda novela negra en la línea de la primera.
Logró poner en paralelo ante Laura el futuro de la editorial con el mío. La
mujer estaba inquieta, y entonces la cosa no iba de sexo ni de guerra contra su
ex. Así que, ya sentada sobre mis piernas, me acorraló hasta hacerme decir lo
único que entonces podía: mi novela trataría sobre el apartadero, de él tomaría
su título. La conversación se fue crispando. Ella no aceptaba que Bruno todavía
pudiera influir en su vida de algún modo. Llegó a ponerse histérica. Me echó en
cara lo que su empresa había invertido en mi carrera, la valentía que mostró al
apostar por un desconocido, lo bien que se habían portado conmigo en todo
momento. Esa noche comenzó a apagarse su llama para mí. Podríamos llegar a
tener sexo de nuevo, tal vez si yo mintiera diciendo que escribiría esa segunda
novela negra después de El apartadero, pero Laura no rebasaría la conclusión de
esta obra a mi lado. Ya para entonces estaba claro: Laura era sexo y logística.
Lo siento, lector, piensa lo que quieras, no podía irme de allí sin terminar el
trabajo.
A la mañana
siguiente no nos hablamos, pero cuando regresó de la editorial lo arreglamos: si
ella no me exigía demasiada atención, ni siquiera en la cama; si aceptaba que
me aislara, escribiría El apartadero en un par de meses, y una vez terminada,
todo volvería a la normalidad: comenzaría a escribir sin demora y a un ritmo alto
la segunda novela negra que su jefe quería. Laura aceptó. Yo era un activo
empresarial que demandaba cuidado. Pobres ratas de Bruno. Pobre madre de
Rosario. Pobre Sofía. Laura había perdido una batalla, pero culpaba de la
derrota a su ex. Aprovecharía mi distanciamiento para hacérselo pagar. Al
menos, lo intentaría.
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