Tantas razones para
odiar a Emilia
o de cómo usar la realidad en una novela
Manuel García
Cartagena
En uno de sus libros, titulado El mito y el hombre, el sociólogo
francés Roger Caillois, amigo de Borges y de América Latina, escribió una frase
con la que seguramente estarán de acuerdo muchas de las mujeres aquí presentes,
sobre todo si se me permite parafrasearla de esta manera: «lo que en el animal es
una conducta, en los hombres es una mitología» (Caillois, R.: 1938; cap. II, I,
p. 70). Por mi parte, aprovecharé la mecánica analógica de este postulado de
Caillois parafraseado por mí para dejar establecido el punto de vista a partir
del cual me propongo compartir con ustedes durante un breve rato mi experiencia
de lectura de la magnífica novela titulada Tantas
razones para odiar a Emilia, del extrañamente entrañable (o tal vez sería
mejor decir el entrañablemente extraño) José Fernández Pequeño. Mi punto de
vista es el siguiente: lo que en algunos caribeños constituye una conducta,
para otros caribeños no es más que literatura.
Favorece bastante a este propósito el hecho de
que, en nuestra época, cada uno de nosotros puede por fin emplear el adjetivo
caribeño sin tener que dar demasiadas explicaciones. ¿Se imaginan ustedes lo
que habría significado intentar explicarle a un público dominicano de hace,
digamos, cuarenta años, que Osvaldo Bretones, el personaje principal de esta
novela es un artista visual de origen cubano que, cuando vive en la República
Dominicana, se las arregla como puede para disimular su cubanía, a pesar de que
sabe de muerterismo, de espiritismo y de santería cubana tanto o más que un
orisha o un babalao? O peor aún, en una sociedad donde todavía se discute si
Junot Díaz o Julia Álvarez son o no son dominicanos, ¿podría alguien comprender
que, si uno arroja por el balcón a José Fernández Pequeño, este último
preferirá caer de canto con tal de no dejar ver ninguna de sus dos caras predilectas,
es decir, ni la de dominicano por vocación y por decisión, ni la de cubano por
nacimiento, terquedad o destino manifiesto?
Dejando a un lado estas cuestiones, y como no
es este ni el lugar ni la hora para ponerse jurídicos, pasaré por alto el hecho
de que, en nuestro descafeinado presente posmoderno, el empleo del término
caribeño como designador genérico nos proporciona un atajo que nos lleva
directamente al olvido de nuestras respectivas especificidades, dejando
contento a todo el mundo, como el jamón serrano, y haciéndonos olvidar que el
verdadero sueño de todo colonizador consiste en lograr que sean sus propios
colonizados quienes se colonicen los unos a los otros.
Por todo lo anterior, en los minutos que
siguen, me escucharán hablarles de un amigo al que aprecio y que, casualmente,
es también un escritor al que admiro llamado José Fernández Pequeño, y no de un
cubano, ni de un dominicano, ni de un cubano-dominicano.
Ciertamente, ya otro cubano llamado Antonio
Benítez Rojo nos había advertido sobre el hecho de que las islas caribeñas son
«islas que se repiten» en el sentido post estructuralista que hace que toda
repetición implique necesaria y simultáneamente una diferencia y un
aplazamiento. Y en mi opinión, fue precisamente a esta différance, para llamarla con el vocablo que inventó Jacques
Derrida, a lo que Fernández Pequeño apuntó y acertó con una precisión
milimétrica en esta novela.
Como la de la mayoría de las novelas, la
ficción que nos construye Tantas razones
para odiar a Emilia se puede resumir en una metáfora. Y en este caso, la
metáfora es casi la misma que la de La
vida es sueño, de Calderón de la Barca. Así, si el escurridizo tema de la
identidad individual y colectiva atraviesa numerosos planos de la ficción que
se cuenta, es sobre todo porque la principal apuesta de esta ficción consiste
en recordarnos a todo momento que eso que llamamos “nuestra vida” no es a fin
de cuentas otra cosa que una larga y casi siempre aburrida ficción que, para
colmo, se ve constantemente interceptada, pespunteada, pisoteada y casi fundida
por y con una serie interminable de ficciones ajenas.
A la construcción de este efecto de disolución
de la oposición entre lo real y lo ficticio contribuye de manera ejemplar el
mismo esquema de la novela de Fernández Pequeño. En dicho esquema se alternan,
por un lado, capítulos narrados en primera persona del singular en los que se
cuenta el devenir del ya mencionado artista visual Osvaldo Bretones, y por el
otro lado, capítulos narrados en tercera persona omnisciente en los que se
cuenta lo que le sucedió a ese otro personaje llamado Marcos Soria Creek, un
magnate de las telecomunicaciones en Santo Domingo, quien, al despertarse una
mañana, luego de una noche de parranda y celebración, descubre presa del más
auténtico espanto kafkiano que ahora su espíritu se halla alojado en el cuerpo
de otro hombre y que, por esa razón, ya no podría seguir disfrutando de ninguno
de los privilegios propios de su antigua condición.
Este es, al menos, el esquema opositivo de los
capítulos de la primera parte de la novela, durante la cual, el artista llamado
Osvaldo Bretones, quien es toda una celebridad en el mundillo de la plástica
caribeña, se encuentra fuera de la República Dominicana participando en un
seminario sobre arte caribeño que se desarrolla en un territorio que lleva el
nombre de lo que para mí no es más que una marca de vinos: Terre du Soleil.
Como la primera mención de este territorio ficticio aparece al lado de otros
topónimos reales como el que designa a las islas San Martin y Guadalupe, este
truco le permite al autor hacerle un guiño a un lector hipotéticamente
concebido como alguien que desconoce la geografía política de las islas
caribeñas y su complejo tinglado de relaciones coloniales, postcoloniales y
transcoloniales. Como quiera que sea, esas oposiciones terminarán con el
retorno de Bretones al país dominicano al final de la primera parte de la
novela.
Un análogo juego con el valor nominal de las
marcas identitarias es el que permite al autor emplear como signos de la
ficción, a la manera de Dante Alighieri, los nombres reales de una lista de
amigos que el mismo Fernández Pequeño ha cifrado en 23 integrantes en un post
reciente que figura en su muro de Facebook. Si se tiene en cuenta el hecho de
que, de esos 23 nombres, 18 corresponden a personas dominicanas como, por
ejemplo, Luis Arambilet, Juan Freddy Armando, Taty Hernández, Pedro Antonio
Valdez, Polibio Díaz, Pascal Meccarielo y Rubén Lamarche, sería posible
formular algunas hipótesis acerca de la intención que movió al autor a adoptar
esta estrategia. Sobre este particular, sin embargo, lo importante es señalar,
para los fines de esta presentación, el valor ambiguo que adquieren casi todas
esas referencias en la novela, puesto que, sin tratarse propiamente de efectos
de real, el hecho de que, en el plano de la ficción, algunos de esos nombres
funcionan como nombres de difuntos permite considerarlos como dispositivos de
deslizamiento de la ideología hacia el interior de la historia contada. Esta
interpretación queda reforzada cuando se constata que, en otros casos, dichos
nombres se inscriben en el relato como signos polémicos de un real extra
literario que tiende a convertirse en el blanco del trabajo irónico del
narrador.
Para que puedan hacerse una idea del tipo de
procedimiento al que me refiero, quisiera citar un fragmento que aparece en el
cuarto capítulo, titulado «El caos y los Alpes teóricos». En el contexto de
esta cita, Osvaldo Bretones se encuentra caminando bajo la lluvia junto a un
grupo de visitantes como él de la Hacienda Brévion, una licorera donde se
fabrica un exquisito ron caribeño, de manera que lo que se narra en ese pasaje
del texto son las percepciones y pensamientos de este personaje:
«La curadora de Aruba hace un gesto
y me le uno bajo la sombrilla. Bueno, lo de bajo la sombrilla es un decir,
porque la gordura de ella necesitaría mínimo tres sombrillas como la que
pretendemos compartir. La chilena avanza delante de mí, aprovechando la
circunstancia para abrazar al artista colombiano por la cintura. Tiene (la
chilena, claro) un monono culito austral, respingado y duro, cubierto por un
pantalón sin cinto que parece todo el tiempo en trance de caer. Mientras ella
camina, la pretina desciende poco a poco, con expectante lentitud, se equilibra
en la zona más pronunciada de sus nalgas, el último y desesperante punto de
sostén, el obstáculo postrero y empeñoso... Tan atento voy al pantalón de
la chilena que la voz me hace dar un salto:
—¿Te acuerdas? Lo de Emilia y tú
fue también amor a primera vista... la de sus tetas.
Es Pedro Antonio otra vez, que
avanza a mi lado pisando con un cuidado excesivo, como si en lugar de fango el
sendero estuviera cubierto de mierda, él no fuera un muerto más que muerto, y
realmente sus plantas necesitaran pisar el suelo. Pero en algo tiene razón,
debo admitirlo. Los hombres, todos los hombres, nacimos sin las herramientas
para contrarrestar la sabia ambigüedad femenina, ese trecho letal entre lo que
se anuncia y lo que será realmente entregado...
—¿Qué pasa? –pregunta la curadora
de Aruba con sus labios carnosos vibrando cerca de mi oído derecho.
Ella no ve a Pedro Antonio
caminando a mi lado y tampoco tengo forma de explicarle» (p. 65).
Como ya dije antes, Pedro Antonio y otros
personajes con nombres de personas reales participan en la historia con una
función de difuntos, mientras que otros aparecen como referencias
extraliterarias al mundo social y cultural real. Sobre este particular, el
prólogo de la novela, firmado por Evelio Traba, suministra al lector algunos
datos acerca de José Fernández Pequeño que sin duda le proporcionarán un punto
de partida para la justa comprensión de este tipo de procedimientos, frecuentes
en su novela. Así, según Traba, Fernández Pequeño perdió:
«[…] hasta el último resquicio de
seriedad […] al entrar en contacto con la piara de soñadores que levantaron la
Casa del Caribe en el Santiago de Cuba de 1982. Allí se le unieron la magia de
los sistemas mágico-religiosos de la negritud cubana (en particular el
muerterismo congo) con el espiritismo heredado de un Bayamo donde hasta las
cotorras entraban en trance al caer del aro» (p. 12).
No diré nada sobre esta supuesta «pérdida de la
seriedad» de José Fernández Pequeño, pero sí me permitiré señalar como un
trabajo sumamente serio el que este autor le confiere al humor en su novela. Y
cuando digo trabajo del humor no me refiero para nada a la mítica relación
entre el chiste y el inconsciente freudiano, sino a las múltiples implicaciones
o efectos político-ideológicos del humor en la escena de la cultura. Ese es, en
efecto, el objetivo principal de las numerosas instancias del texto en las que
el novelista despliega su talento en el manejo de la ironía con una puntualidad
casi quirúrgica. Ejemplo de esto último es el pasaje en el que Osvaldo
Bretones, mientras rueda en el Fiat de una crítica de Barbados que lo lleva de
regreso a su hotel, se sorprende a sí mismo «añorando los baches de las
carreteras dominicanas, las sombras que hacen verónicas entre los vehículos en
marcha para ofrecer en venta cualquier cosa, los carros ruinosos que se
atraviesan a una velocidad increíble, violando hasta las leyes más elementales
de la física» (p. 107), o aquel otro en el que se nos dice que a Marcos Soria
Creek le resultaba chistoso contemplar la actitud nerviosa de un vicedecano
ante la decana de la institución donde laboraba «como ocurría siempre que
disfrutaba a un intelectual atrapado entre su ego y la inutilidad de su creída
sabiduría» (p. 127).
Y es que uno de los múltiples aciertos de esta
novela de Fernández Pequeño es el soberano desparpajo con el que la voz
narrativa deconstruye por medio del humor el edulcorado discurso de una época
como la nuestra, la cual insiste estúpidamente en sacrificar la libertad
creadora en el altar de lo políticamente correcto, bajo el supuesto de que esto
último es más rentable desde el punto de vista mercadológico. Mientras no se
comprenda que, como decía el recordado Tzvetan Todorov: «La literatura es un
medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad» y que por eso
precisamente es ideología, ya que «Toda literatura ha sido siempre ambos: arte
e ideología», no se podrá apreciar la tremenda seriedad que presupone el hecho
de contar la trágica historia de nuestras sociedades caribeñas en clave humorística,
puesto que es precisamente ahí donde la flecha de la imaginación hunde su punta
en el acorazado corazón de lo real.
Sobre este particular, en efecto, se podría
escribir una gran cantidad de ensayos que contribuirían a poner en evidencia el
tremendísimo error que vienen cometiendo los planificadores del sistema
educativo dominicano al insistir en amputar a nuestros estudiantes la
oportunidad de adquirir una auténtica formación en contenidos de literatura,
precisamente en el momento en que numerosos escritores caribeños perpetran un
espectacular salto cualitativo luego de abandonar los viejos patrones
expresivos propios de una anquilosada mentalidad colonialista y de asumir como
suyo el camino en que se funden «el mito y el archivo», tal como lo teorizó
magistralmente otro cubano llamado Roberto González Echevarría, quien, a
principios de este siglo, examinó la relación entre el poder y la forma
narrativa y concluyó postulando su ya famosa teoría de la narrativa
latinoamericana.
Ejemplo flagrante de la recuperación del
archivo de formas socioculturales a cargo de Fernández Pequeño en esta novela
es el siguiente extracto del cuarto capítulo de la segunda parte, titulado «El
imperio de las sinrazones». Este capítulo se presenta al lector como un parte
periodístico que da cuenta de la supuesta “desaparición” del señor Marcos Soria
Creek y, entre otras fuentes de dicha noticia, se menciona al:
«[…] poeta y funcionario del
Ministerio de Cultura León Félix Batista, el que aseguró haber sido testigo
de cómo el doctor Soria Creek salía de Doll House, el conocido club
capitaleño de strippers,
observación para la cual el señor Batista dice haber dispuesto de mucho
tiempo, pues se encontraba atrapado en el habitual congestionamiento vehicular
que se produce en la avenida 30 de Marzo a las seis y media de la tarde» (pp.
241-242).
Quienes no conozcan personalmente a Fernández
Pequeño podrían pensar que este profesor universitario, editor y auténtico celebrity cultural en nuestro medio no
tenía por qué saber con precisión que, en la época en que operaba, el Doll
House se hallaba ubicado en el número 557 de la avenida George Washington, y no
en la calle 30 de Marzo. Sin embargo, no solamente esta interpretación no es la
única posible, sino que, como ya he dicho, el efecto humorístico que el autor
busca producir en la mayoría de las ocasiones en que se vale de nombres de
personas reales resulta aquí flagrante, en vista de que, en este ejemplo, la
ironía tiene por blanco directo la supuesta “explicación” que da el personaje
que lleva el nombre del poeta León Félix Batista acerca de las circunstancias
en que vio a Soria Creek salir del Doll House, sobre todo a partir de la
referencia a su condición de «funcionario del Ministerio de Cultura».
Como ya se habrán percatado muchos de ustedes,
lo que Fernández Pequeño ha escrito en Tantas
razones para odiar a Emilia es varias veces mucho más que una excelente
novela, pues se trata de algo así como una cátedra sobre el uso correcto de la
realidad en una obra literaria. Tal vez, si las áreas de Humanidades de
nuestras universidades dominicanas no se hallasen bajo la triple tiranía del
neopositivismo científico-tecnológico y estadístico, la psicología conductista
y una forma de empirismo bastante alejada de la corriente filosófica que lleva
ese nombre, nos sería posible aspirar a que alguien ubicado en alguna de las
instancias decisionarias del sector educativo y cultural se percatara del
tremendo poder liberador que tiene la literatura ante la acción reductora de
esas fábricas de cabezas seriales y reducidas que son en la actualidad nuestras
aulas universitarias. Sin embargo, como este tampoco es el momento de ponerse
patéticos, me contentaré con realizar, antes de finalizar, algunos comentarios
sobre el personaje de Emilia.
Lo primero que vale la pena decir es que, de
todos los personajes de la novela, Emilia es paradójicamente la que tiene la
menor carga semiótica, a tal punto que uno llega a preguntarse si es realmente
un personaje del relato o si es simplemente una referencia del texto. A esto
contribuye grandemente la imprecisión con que este personaje aparece designado
unas veces con el nombre de “Reina” y otras con el de “Emilia”. Esto último
podría carecer de importancia si no fuera porque es Emilia la que figura en el
título de la novela y no el otro personaje femenino que se destaca en el relato
de la primera parte, al cual el narrador le niega de manera sintomática el
privilegio de un nombre propio y se refiere a ella mediante el curioso
designador la artista nacional.
En realidad, el mismo relato nos explica cuál
es la naturaleza de la dificultad que parece afectar la representación del
personaje de Emilia. Esta explicación, sin embargo, no es la que se infiere a
partir de la repetición, en la página 143, de la misma idea que ya habíamos
leído la página 65: «La culpa la tiene Dios, que nos envió a las mujeres sin el
manual de instrucciones necesario para entender cómo funcionan», sino otra de
consecuencias más profundas sobre el esquema de valores que se trabaja en la
novela.
Es el mismo relato, decía, el que pondrá de
manifiesto la causa que determina la aparente indefinición de Emilia, personaje
que, por lo demás, se encuentra en el centro de una relación triangular entre,
por una parte, su amante, el artista Osvaldo Bretones, y por la otra, el
magnate Marcos Soria Creek, a quien el narrador presenta en la primera parte
como su marido, aunque, hacia el final de la novela, el mismo personaje se
encarga de subvertir este valor con el que atraviesa prácticamente toda la
novela. Como se sabe, el efecto-sorpresa es muy frecuente en cierto tipo de
producciones culturales destinadas al consumo masivo, pero siempre es oportuno
recordar que la misma vida social, cultural y política de nuestras sociedades
caribeñas también es sorprendente, y de hecho, más a menudo de lo que uno
quisiera.
Dicho esto, el contexto en que aparece el
siguiente fragmento que les leeré es el de una conversación entre los dos
hombres que se han compartido el amor de Emilia, es decir el artista Bretones y
el antiguo magnate Soria Creek, ahora transfigurado en otro hombre. Al cabo de
una larga lista de situaciones problemáticas, Soria Creek acepta asumir su
nueva condición y se abre por completo a su rival de la manera siguiente:
«—Mire, nunca he tenido que contar
esto antes. A nadie. Aparte de Reina y de mí, solo dos personas entre quienes
participaron en la movida están vivas y nunca dirán una palabra al respecto.
Sí, Reina y yo estamos casados, pero ella no es mi mujer. Es mi hija.
Pónganse en el lugar de Osvaldo.
¿Cómo reacciona ante esto alguien que ha dedicado gran parte de su vida adulta
a repudiar los radios, los televisores y cualquier otro de los muchos aparatos
creados por el ser humano para rendir culto a la tontería? ¿Cuántas veces en
su vida se había burlado él de los culebrones y los melodramas cuyos
argumentos arrasaban la sensibilidad de la gente barata con giros por el estilo
de este que ahora escuchaba?» (p. 313).
Según me han dicho, es de sabios callar a
tiempo. Sin embargo, como a nadie le conviene llamarse sabio a sí mismo,
trataré al menos de confundirlos a ustedes callando aquí el resto de la
explicación que Soria Creek le ofrece a Osvaldo Bretones, y me contentaré con
recordarles que, según el punto de partida que declaré en el inicio de esta
lectura, lo que para algunos caribeños constituye una conducta, para otros
caribeños no es más que literatura. Solo quienes lean hasta el final esta
novela de José Fernández Pequeño podrán comprender cuál es la conducta humana y
caribeña que en este caso se ha convertido en literatura. En cambio, dejen que
todo el mundo sepa que esta noche se ha puesto en circulación en la ciudad de
Santo Domingo una novela titulada Tantas
razones para odiar a Emilia, la cual está escrita a partir de un profundo
conocimiento de los intríngulis internos de las sociedades cubana y dominicana,
en particular, y caribeña en general, y que, en esta presentación, quien les
habla solo ha querido motivarlos a que compren y lean esta novela, puesto que
los únicos libros que existen como tales son aquellos que son leídos.
Texto leído durante la presentación de la
novela en Santo Domingo, República Dominicana, el 30 de septiembre de 2021.
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Pues García Cartagena tiene razón: acaba de convencerme de que mi novela es una acto terrorista contra ese concepto mostrenco y limitado que tenemos de la realidad. Gracias a él y a Jorge.
ResponderEliminarGracias, a ti, amigo. Te abrazo
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