viernes, 10 de diciembre de 2021

EMILIA, PEPE FERNÁNDEZ PEQUEÑO Y MANUEL GARCÍA CARTAGENA... QUÉ TRÍO

 



Tantas razones para odiar a Emilia
o de cómo usar la realidad en una novela

 

Manuel García Cartagena

 

 

En uno de sus libros, titulado El mito y el hombre, el sociólogo francés Roger Caillois, amigo de Borges y de América Latina, escribió una frase con la que seguramente estarán de acuerdo muchas de las mujeres aquí presentes, sobre todo si se me permite parafrasearla de esta manera: «lo que en el animal es una conducta, en los hombres es una mitología» (Caillois, R.: 1938; cap. II, I, p. 70). Por mi parte, aprovecharé la mecánica analógica de este postulado de Caillois parafraseado por mí para dejar establecido el punto de vista a partir del cual me propongo compartir con ustedes durante un breve rato mi experiencia de lectura de la magnífica novela titulada Tantas razones para odiar a Emilia, del extrañamente entrañable (o tal vez sería mejor decir el entrañablemente extraño) José Fernández Pequeño. Mi punto de vista es el siguiente: lo que en algunos caribeños constituye una conducta, para otros caribeños no es más que literatura.

Favorece bastante a este propósito el hecho de que, en nuestra época, cada uno de nosotros puede por fin emplear el adjetivo caribeño sin tener que dar demasiadas explicaciones. ¿Se imaginan ustedes lo que habría significado intentar explicarle a un público dominicano de hace, digamos, cuarenta años, que Osvaldo Bretones, el personaje principal de esta novela es un artista visual de origen cubano que, cuando vive en la República Dominicana, se las arregla como puede para disimular su cubanía, a pesar de que sabe de muerterismo, de espiritismo y de santería cubana tanto o más que un orisha o un babalao? O peor aún, en una sociedad donde todavía se discute si Junot Díaz o Julia Álvarez son o no son dominicanos, ¿podría alguien comprender que, si uno arroja por el balcón a José Fernández Pequeño, este último preferirá caer de canto con tal de no dejar ver ninguna de sus dos caras predilectas, es decir, ni la de dominicano por vocación y por decisión, ni la de cubano por nacimiento, terquedad o destino manifiesto?

Dejando a un lado estas cuestiones, y como no es este ni el lugar ni la hora para ponerse jurídicos, pasaré por alto el hecho de que, en nuestro descafeinado presente posmoderno, el empleo del término caribeño como designador genérico nos proporciona un atajo que nos lleva directamente al olvido de nuestras respectivas especificidades, dejando contento a todo el mundo, como el jamón serrano, y haciéndonos olvidar que el verdadero sueño de todo colonizador consiste en lograr que sean sus propios colonizados quienes se colonicen los unos a los otros.

Por todo lo anterior, en los minutos que siguen, me escucharán hablarles de un amigo al que aprecio y que, casualmente, es también un escritor al que admiro llamado José Fernández Pequeño, y no de un cubano, ni de un dominicano, ni de un cubano-dominicano.

Ciertamente, ya otro cubano llamado Antonio Benítez Rojo nos había advertido sobre el hecho de que las islas caribeñas son «islas que se repiten» en el sentido post estructuralista que hace que toda repetición implique necesaria y simultáneamente una diferencia y un aplazamiento. Y en mi opinión, fue precisamente a esta différance, para llamarla con el vocablo que inventó Jacques Derrida, a lo que Fernández Pequeño apuntó y acertó con una precisión milimétrica en esta novela.

Como la de la mayoría de las novelas, la ficción que nos construye Tantas razones para odiar a Emilia se puede resumir en una metáfora. Y en este caso, la metáfora es casi la misma que la de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Así, si el escurridizo tema de la identidad individual y colectiva atraviesa numerosos planos de la ficción que se cuenta, es sobre todo porque la principal apuesta de esta ficción consiste en recordarnos a todo momento que eso que llamamos “nuestra vida” no es a fin de cuentas otra cosa que una larga y casi siempre aburrida ficción que, para colmo, se ve constantemente interceptada, pespunteada, pisoteada y casi fundida por y con una serie interminable de ficciones ajenas.

A la construcción de este efecto de disolución de la oposición entre lo real y lo ficticio contribuye de manera ejemplar el mismo esquema de la novela de Fernández Pequeño. En dicho esquema se alternan, por un lado, capítulos narrados en primera persona del singular en los que se cuenta el devenir del ya mencionado artista visual Osvaldo Bretones, y por el otro lado, capítulos narrados en tercera persona omnisciente en los que se cuenta lo que le sucedió a ese otro personaje llamado Marcos Soria Creek, un magnate de las telecomunicaciones en Santo Domingo, quien, al despertarse una mañana, luego de una noche de parranda y celebración, descubre presa del más auténtico espanto kafkiano que ahora su espíritu se halla alojado en el cuerpo de otro hombre y que, por esa razón, ya no podría seguir disfrutando de ninguno de los privilegios propios de su antigua condición.

Este es, al menos, el esquema opositivo de los capítulos de la primera parte de la novela, durante la cual, el artista llamado Osvaldo Bretones, quien es toda una celebridad en el mundillo de la plástica caribeña, se encuentra fuera de la República Dominicana participando en un seminario sobre arte caribeño que se desarrolla en un territorio que lleva el nombre de lo que para mí no es más que una marca de vinos: Terre du Soleil. Como la primera mención de este territorio ficticio aparece al lado de otros topónimos reales como el que designa a las islas San Martin y Guadalupe, este truco le permite al autor hacerle un guiño a un lector hipotéticamente concebido como alguien que desconoce la geografía política de las islas caribeñas y su complejo tinglado de relaciones coloniales, postcoloniales y transcoloniales. Como quiera que sea, esas oposiciones terminarán con el retorno de Bretones al país dominicano al final de la primera parte de la novela.

Un análogo juego con el valor nominal de las marcas identitarias es el que permite al autor emplear como signos de la ficción, a la manera de Dante Alighieri, los nombres reales de una lista de amigos que el mismo Fernández Pequeño ha cifrado en 23 integrantes en un post reciente que figura en su muro de Facebook. Si se tiene en cuenta el hecho de que, de esos 23 nombres, 18 corresponden a personas dominicanas como, por ejemplo, Luis Arambilet, Juan Freddy Armando, Taty Hernández, Pedro Antonio Valdez, Polibio Díaz, Pascal Meccarielo y Rubén Lamarche, sería posible formular algunas hipótesis acerca de la intención que movió al autor a adoptar esta estrategia. Sobre este particular, sin embargo, lo importante es señalar, para los fines de esta presentación, el valor ambiguo que adquieren casi todas esas referencias en la novela, puesto que, sin tratarse propiamente de efectos de real, el hecho de que, en el plano de la ficción, algunos de esos nombres funcionan como nombres de difuntos permite considerarlos como dispositivos de deslizamiento de la ideología hacia el interior de la historia contada. Esta interpretación queda reforzada cuando se constata que, en otros casos, dichos nombres se inscriben en el relato como signos polémicos de un real extra literario que tiende a convertirse en el blanco del trabajo irónico del narrador.

Para que puedan hacerse una idea del tipo de procedimiento al que me refiero, quisiera citar un fragmento que aparece en el cuarto capítulo, titulado «El caos y los Alpes teóricos». En el contexto de esta cita, Osvaldo Bretones se encuentra caminando bajo la lluvia junto a un grupo de visitantes como él de la Hacienda Brévion, una licorera donde se fabrica un exquisito ron caribeño, de manera que lo que se narra en ese pasaje del texto son las percepciones y pensamientos de este personaje:

«La curadora de Aruba hace un gesto y me le uno bajo la sombrilla. Bueno, lo de bajo la sombrilla es un decir, porque la gordura de ella necesitaría mínimo tres sombrillas como la que pretendemos compartir. La chilena avanza delante de mí, aprovechando la circunstancia para abrazar al artista colombiano por la cintura. Tiene (la chilena, claro) un monono culito austral, respingado y duro, cubierto por un pantalón sin cinto que parece todo el tiempo en trance de caer. Mientras ella camina, la pretina desciende poco a poco, con expectante lentitud, se equilibra en la zona más pronunciada de sus nalgas, el último y desesperante punto de sostén, el obstáculo postrero y empeñoso... Tan atento voy al pantalón de la chilena que la voz me hace dar un salto:

—¿Te acuerdas? Lo de Emilia y tú fue también amor a primera vista... la de sus tetas.

Es Pedro Antonio otra vez, que avanza a mi lado pisando con un cuidado excesivo, como si en lugar de fango el sendero estuviera cubierto de mierda, él no fuera un muerto más que muerto, y realmente sus plantas necesitaran pisar el suelo. Pero en algo tiene razón, debo admitirlo. Los hombres, todos los hombres, nacimos sin las herramientas para contrarrestar la sabia ambigüedad femenina, ese trecho letal entre lo que se anuncia y lo que será realmente entregado...

—¿Qué pasa? –pregunta la curadora de Aruba con sus labios carnosos vibrando cerca de mi oído derecho.

Ella no ve a Pedro Antonio caminando a mi lado y tampoco tengo forma de explicarle» (p. 65).

Como ya dije antes, Pedro Antonio y otros personajes con nombres de personas reales participan en la historia con una función de difuntos, mientras que otros aparecen como referencias extraliterarias al mundo social y cultural real. Sobre este particular, el prólogo de la novela, firmado por Evelio Traba, suministra al lector algunos datos acerca de José Fernández Pequeño que sin duda le proporcionarán un punto de partida para la justa comprensión de este tipo de procedimientos, frecuentes en su novela. Así, según Traba, Fernández Pequeño perdió:

«[…] hasta el último resquicio de seriedad […] al entrar en contacto con la piara de soñadores que levantaron la Casa del Caribe en el Santiago de Cuba de 1982. Allí se le unieron la magia de los sistemas mágico-religiosos de la negritud cubana (en particular el muerterismo congo) con el espiritismo heredado de un Bayamo donde hasta las cotorras entraban en trance al caer del aro» (p. 12).

No diré nada sobre esta supuesta «pérdida de la seriedad» de José Fernández Pequeño, pero sí me permitiré señalar como un trabajo sumamente serio el que este autor le confiere al humor en su novela. Y cuando digo trabajo del humor no me refiero para nada a la mítica relación entre el chiste y el inconsciente freudiano, sino a las múltiples implicaciones o efectos político-ideológicos del humor en la escena de la cultura. Ese es, en efecto, el objetivo principal de las numerosas instancias del texto en las que el novelista despliega su talento en el manejo de la ironía con una puntualidad casi quirúrgica. Ejemplo de esto último es el pasaje en el que Osvaldo Bretones, mientras rueda en el Fiat de una crítica de Barbados que lo lleva de regreso a su hotel, se sorprende a sí mismo «añorando los baches de las carreteras dominicanas, las sombras que hacen verónicas entre los vehículos en marcha para ofrecer en venta cualquier cosa, los carros ruinosos que se atraviesan a una velocidad increíble, violando hasta las leyes más elementales de la física» (p. 107), o aquel otro en el que se nos dice que a Marcos Soria Creek le resultaba chistoso contemplar la actitud nerviosa de un vicedecano ante la decana de la institución donde laboraba «como ocurría siempre que disfrutaba a un intelectual atrapado entre su ego y la inutilidad de su creída sabiduría» (p. 127).

Y es que uno de los múltiples aciertos de esta novela de Fernández Pequeño es el soberano desparpajo con el que la voz narrativa deconstruye por medio del humor el edulcorado discurso de una época como la nuestra, la cual insiste estúpidamente en sacrificar la libertad creadora en el altar de lo políticamente correcto, bajo el supuesto de que esto último es más rentable desde el punto de vista mercadológico. Mientras no se comprenda que, como decía el recordado Tzvetan Todorov: «La literatura es un medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad» y que por eso precisamente es ideología, ya que «Toda literatura ha sido siempre ambos: arte e ideología», no se podrá apreciar la tremenda seriedad que presupone el hecho de contar la trágica historia de nuestras sociedades caribeñas en clave humorística, puesto que es precisamente ahí donde la flecha de la imaginación hunde su punta en el acorazado corazón de lo real.

Sobre este particular, en efecto, se podría escribir una gran cantidad de ensayos que contribuirían a poner en evidencia el tremendísimo error que vienen cometiendo los planificadores del sistema educativo dominicano al insistir en amputar a nuestros estudiantes la oportunidad de adquirir una auténtica formación en contenidos de literatura, precisamente en el momento en que numerosos escritores caribeños perpetran un espectacular salto cualitativo luego de abandonar los viejos patrones expresivos propios de una anquilosada mentalidad colonialista y de asumir como suyo el camino en que se funden «el mito y el archivo», tal como lo teorizó magistralmente otro cubano llamado Roberto González Echevarría, quien, a principios de este siglo, examinó la relación entre el poder y la forma narrativa y concluyó postulando su ya famosa teoría de la narrativa latinoamericana.

Ejemplo flagrante de la recuperación del archivo de formas socioculturales a cargo de Fernández Pequeño en esta novela es el siguiente extracto del cuarto capítulo de la segunda parte, titulado «El imperio de las sinrazones». Este capítulo se presenta al lector como un parte periodístico que da cuenta de la supuesta “desaparición” del señor Marcos Soria Creek y, entre otras fuentes de dicha noticia, se menciona al:

«[…] poeta y funcionario del Ministerio de Cultura León Félix Batista, el que aseguró haber sido testigo de cómo el doctor Soria Creek salía de Doll House, el conocido club capitaleño de strippers, observación para la cual el señor Batista dice haber dispuesto de mucho tiempo, pues se encontraba atrapado en el habitual congestionamiento vehicular que se produce en la avenida 30 de Marzo a las seis y media de la tarde» (pp. 241-242).

Quienes no conozcan personalmente a Fernández Pequeño podrían pensar que este profesor universitario, editor y auténtico celebrity cultural en nuestro medio no tenía por qué saber con precisión que, en la época en que operaba, el Doll House se hallaba ubicado en el número 557 de la avenida George Washington, y no en la calle 30 de Marzo. Sin embargo, no solamente esta interpretación no es la única posible, sino que, como ya he dicho, el efecto humorístico que el autor busca producir en la mayoría de las ocasiones en que se vale de nombres de personas reales resulta aquí flagrante, en vista de que, en este ejemplo, la ironía tiene por blanco directo la supuesta “explicación” que da el personaje que lleva el nombre del poeta León Félix Batista acerca de las circunstancias en que vio a Soria Creek salir del Doll House, sobre todo a partir de la referencia a su condición de «funcionario del Ministerio de Cultura».

Como ya se habrán percatado muchos de ustedes, lo que Fernández Pequeño ha escrito en Tantas razones para odiar a Emilia es varias veces mucho más que una excelente novela, pues se trata de algo así como una cátedra sobre el uso correcto de la realidad en una obra literaria. Tal vez, si las áreas de Humanidades de nuestras universidades dominicanas no se hallasen bajo la triple tiranía del neopositivismo científico-tecnológico y estadístico, la psicología conductista y una forma de empirismo bastante alejada de la corriente filosófica que lleva ese nombre, nos sería posible aspirar a que alguien ubicado en alguna de las instancias decisionarias del sector educativo y cultural se percatara del tremendo poder liberador que tiene la literatura ante la acción reductora de esas fábricas de cabezas seriales y reducidas que son en la actualidad nuestras aulas universitarias. Sin embargo, como este tampoco es el momento de ponerse patéticos, me contentaré con realizar, antes de finalizar, algunos comentarios sobre el personaje de Emilia.

Lo primero que vale la pena decir es que, de todos los personajes de la novela, Emilia es paradójicamente la que tiene la menor carga semiótica, a tal punto que uno llega a preguntarse si es realmente un personaje del relato o si es simplemente una referencia del texto. A esto contribuye grandemente la imprecisión con que este personaje aparece designado unas veces con el nombre de “Reina” y otras con el de “Emilia”. Esto último podría carecer de importancia si no fuera porque es Emilia la que figura en el título de la novela y no el otro personaje femenino que se destaca en el relato de la primera parte, al cual el narrador le niega de manera sintomática el privilegio de un nombre propio y se refiere a ella mediante el curioso designador la artista nacional.

En realidad, el mismo relato nos explica cuál es la naturaleza de la dificultad que parece afectar la representación del personaje de Emilia. Esta explicación, sin embargo, no es la que se infiere a partir de la repetición, en la página 143, de la misma idea que ya habíamos leído la página 65: «La culpa la tiene Dios, que nos envió a las mujeres sin el manual de instrucciones necesario para entender cómo funcionan», sino otra de consecuencias más profundas sobre el esquema de valores que se trabaja en la novela.

Es el mismo relato, decía, el que pondrá de manifiesto la causa que determina la aparente indefinición de Emilia, personaje que, por lo demás, se encuentra en el centro de una relación triangular entre, por una parte, su amante, el artista Osvaldo Bretones, y por la otra, el magnate Marcos Soria Creek, a quien el narrador presenta en la primera parte como su marido, aunque, hacia el final de la novela, el mismo personaje se encarga de subvertir este valor con el que atraviesa prácticamente toda la novela. Como se sabe, el efecto-sorpresa es muy frecuente en cierto tipo de producciones culturales destinadas al consumo masivo, pero siempre es oportuno recordar que la misma vida social, cultural y política de nuestras sociedades caribeñas también es sorprendente, y de hecho, más a menudo de lo que uno quisiera.

Dicho esto, el contexto en que aparece el siguiente fragmento que les leeré es el de una conversación entre los dos hombres que se han compartido el amor de Emilia, es decir el artista Bretones y el antiguo magnate Soria Creek, ahora transfigurado en otro hombre. Al cabo de una larga lista de situaciones problemáticas, Soria Creek acepta asumir su nueva condición y se abre por completo a su rival de la manera siguiente:

«—Mire, nunca he tenido que contar esto antes. A nadie. Aparte de Reina y de mí, solo dos personas entre quienes participaron en la movida están vivas y nunca dirán una palabra al respecto. Sí, Reina y yo estamos casados, pero ella no es mi mujer. Es mi hija.

Pónganse en el lugar de Osvaldo. ¿Cómo reacciona ante esto alguien que ha dedicado gran parte de su vida adulta a repudiar los radios, los televisores y cualquier otro de los muchos aparatos creados por el ser humano para rendir culto a la tontería? ¿Cuántas veces en su vida se había burlado él de los culebrones y los melodramas cuyos argumentos arrasaban la sensibilidad de la gente barata con giros por el estilo de este que ahora escuchaba?» (p. 313).

Según me han dicho, es de sabios callar a tiempo. Sin embargo, como a nadie le conviene llamarse sabio a sí mismo, trataré al menos de confundirlos a ustedes callando aquí el resto de la explicación que Soria Creek le ofrece a Osvaldo Bretones, y me contentaré con recordarles que, según el punto de partida que declaré en el inicio de esta lectura, lo que para algunos caribeños constituye una conducta, para otros caribeños no es más que literatura. Solo quienes lean hasta el final esta novela de José Fernández Pequeño podrán comprender cuál es la conducta humana y caribeña que en este caso se ha convertido en literatura. En cambio, dejen que todo el mundo sepa que esta noche se ha puesto en circulación en la ciudad de Santo Domingo una novela titulada Tantas razones para odiar a Emilia, la cual está escrita a partir de un profundo conocimiento de los intríngulis internos de las sociedades cubana y dominicana, en particular, y caribeña en general, y que, en esta presentación, quien les habla solo ha querido motivarlos a que compren y lean esta novela, puesto que los únicos libros que existen como tales son aquellos que son leídos.

 

Texto leído durante la presentación de la novela en Santo Domingo, República Dominicana, el 30 de septiembre de 2021.

 

La novela en Amazon: https://amzn.to/3GgS5qt


2 comentarios:

  1. Pues García Cartagena tiene razón: acaba de convencerme de que mi novela es una acto terrorista contra ese concepto mostrenco y limitado que tenemos de la realidad. Gracias a él y a Jorge.

    ResponderEliminar