Uff… Lloré como un gilipollas esta mañana. Tú, ya lo
sé, Superman, no lloras, o al menos no solías llorar. Recuerdo que un día en
casa de Carmen, la cantante, le dijiste a un compatriota, puede que a Juanma o
a Toni, no estoy seguro, que tú jamás en la vida te habías deprimido, que no
sabías qué era la depresión. Dios mío, qué estupidez. Qué propio de ti. También
recuerdo la mirada que te clavó Inma. «¿Que nunca te has deprimido, dices?», te
preguntó delante de todos poniéndolo en dudas, como es lógico, y dejándote en
ridículo. Me viene a la memoria aquel lema que nos hacían repetir a diario en
la escuela por las mañanas: sólo los
cristales se rajan, los hombres mueren de pie. Qué mal gusto, Dios mío. Qué
horteras, los muy hijos de puta. De pie, sí, colocados por orden de tamaño en filas
de aprendices a formar filas como corderos o soldados (¿no son la misma cosa en
última instancia?), éramos adoctrinados en los actos matutinos, muy temprano
por la mañana, nada más entrar en aquella especie de pre-madrasa leninista: el
colegio cubano. Nunca fuiste un comecandela, Pepe, ya lo sé. Eras
anticastrista, lo sé. Pero te dejaste calar, quién no, por… No sé, no sé…
doscientos años de ilustración positivista son demasiados. Hacen mella en
cualquiera. Aquello (lo de tu entusiasta comentario en casa de Carmen y la
reacción de Inma) sucedió unos meses antes del accidente. Y lo peor es que
hasta entonces puede que en realidad no te hubieses deprimido muchas veces. Tú,
un ganador, una máquina infalible de pensar, un imán para él éxito… ¿te ibas a
deprimir? ¿Por qué? Esa noche yo empecé a preocuparme por nosotros. De veras,
Pepe, no creo que la hubiésemos retenido por mucho tiempo. Por tu culpa, claro.
Una mujer como ella no podía pasar toda su vida junto a un mequetrefe como tú. ¿Hijos?
No sé, no sé… Ella quería tenerlos, sí, quería tres. ¿Quería tenerlos contigo?
Y tú, ¿de veras los querías? No me extrañaría que cuando dijiste aquella memez
en casa de Carmen, Inma ya tuviese algún amante. ¿Qué crees, que sólo nosotros
podíamos tener amantes? Yo no, tú, imbécil, que no sabías contener a tu animal,
ni siquiera navegando al amor de una mujer como ella. Qué podía hacer yo, coño,
si es que me tenías postergado, reprimido. Tú llevabas dinero a casa, no yo. (Aunque
ella cobraba más que nosotros, no sé cómo te las arreglabas, oye, para que
pareciese que lo proveías todo). Tú ganabas los casos y el dinero. Tú soltabas
discursos por doquier. Tú sabías de todo. Tú te ibas de fiesta con ella. (Yo
estaba, pero no). Tú, ah, el gran follador, te la follabas. (Yo estaba, pero
no). Yo, ¿qué hacía, a ver, qué hacía yo?... Veía venir el golpe y me acojonaba
sin ser capaz de decírtelo. (¿Cómo hablarle a un sordo, o, peor aún, a alguien
que no quiere oír?). Inma comenzaba a aburrirse de nosotros por culpa tuya. Sí-sí,
por tu culpa. A mí, por triste que me resulte decirlo, apenas me conocía. Lo
reconozco. Y si me hubiese conocido en aquella época, habría notado que, en el
fondo, bien en el fondo, yo estaba mucho más enamorado de ti que de ella. Cómo
me avergüenza. No confesártelo, qué va. Me avergüenza no haberme dado cuenta,
darme cuenta cuando ya… Te lo digo ahora porque estoy tan lejos de aquel
embobamiento contigo, como de poder recuperar la juventud para deshacerte y
rehacerme minuciosa, pulcramente. Ella tendría que saberlo. Tendría que
conocerme y sentir cuánto la amo. Tendría que saber incluso cuánto la amaba entonces,
aunque estuviese enamorado de ti, enredado en tu inconsciente: mi viva imagen: yo
mismo. Aquél. Otro. Ahora tendría que sentirse amada por alguien como yo, alguien
que se ha liberado y vive en tus antípodas… Me importa un pito si sigues siendo
tan fanfarrón y comemierda. Me importas un pito, José. Un ser humano que no
llore, que no se deprima, es una caricatura de quien podría y debería ser; es apenas
una máquina biológica. Una máquina de cojo, si no de nulo rendimiento
emocional. Alguien así no puede amar, no puede amarse más allá de lo poco que consiguiese
en un vulgar patinazo narcisista. Alguien así ni siquiera es en plenitud un
organismo. (Los organismos, aun los irracionales, tienden al amor del Creador
que todo lo imanta y colma). Alguien como tú es un simple mecanismo aunque sepa
reír. Si no eres capaz de llorar, tu risa no tiene sentido. Si no eres capaz de
sentir la tragedia, la comedia no es un lenitivo, es el mero baile de la Nada ante
sí misma para sí misma. ¿Cómo no se va a deprimir una persona, a ver, fenómeno,
con sólo saber (no hace falta más) que su vida es finita y su trascendencia
está en juego? Únicamente las máquinas pueden funcionar como tú, desalmado. Insisto,
a estas alturas del partido me importa un rábano lo que pienses. Yo siempre fui
un llorón. Y hoy por la mañana… Coño, enterré a una niña de dos años. Hoy, si
pudiese, aplacaría a mis huestes, les diría: «comérosla despacio, por favor, con
todo el cariño del que seáis capaces, sin arrebatos, sin olvidar que es una inocente
hija de Dios». Eso les diría. ¿Qué será de esa alma que no ha catado consciencia
ni tiempo, que sólo ha vivido inconscientemente en el espacio, que no tuvo oportunidad
de enfrentarse a la muerte con todos sus argumentos a punto, de intuirla o medio
conocerla antes de experimentarla? Al menos no pecó. Pero qué cojones hago. No,
a ti no te cuento más. No te lo mereces. Y no es por no mostrarte mi revés, mi soberana
debilidad. Yo soy de cristal. Y hace rato que me rompí ante la vista unánime de
los hombres. No moriré de pie, sino postrado ante Él, clamando por
reencontrarla. No me importa que sepan que lloro, y que en el entierro de hoy…
No. Hasta aquí. Por este camino, contigo, llego hasta aquí. No mereces más.
Punto. Ahora bien, no vayas a creer que se me escapa, Joseíto, que por más que
alardees de ser un antidepresivo andante, en realidad eres más débil que yo. Te
conozco muy bien. Sé que no soportas la soledad. No hay nadie más frágil que el
que no sabe lidiar ese toro. Como eres ateo (ah, se siente) y sólo hay hombre y
finitud en tu horizonte, o sea, bien poco, la soledad frente al resto de los
hombres te espanta. Jódete. He hablado mucho con el cura sobre la soledad. (Por
cierto, hoy vino a verme después del rito funerario a pie de tumba. Sobre eso
sí que te contaré algo. Ten paciencia). Él y yo podemos hablar sobre la soledad
con fundamento, podríamos hasta pontificar sobre ella, pues la hemos
experimentado y la experimentamos. (Más yo que él, porque… en fin, él tiene que
oficiar y dar los sacramentos en público). En alguna medida nos aliviamos la
soledad mutuamente. Tal vez por eso… Cuando se fueron los últimos deudos, el
cura vino a mi local, y tras él, de nuevo la señora Eulalia. Yo estaba
llorando. Lloro, claro, sin escandalizar. Lloro para mis adentros. Pero puede
que alguna lágrima se me escapase, no sé, que escapada a mi control se
exteriorizase, e infundiese un tono más grave del común en mí a lo que hiciese
o dijese. «Usted manténgase en silencio absoluto, o por primera vez desde que
nos conocemos pasaré de lo que diga sin contemplaciones», dije a la señora
Eulalia. El cura ni fue al médico para tratarse el mentón ni me denunció. Al
revés, se disculpó conmigo. Y yo con él, claro. Me consoló como pudo porque vio
que el entierro de la niña me había afectado mucho. ¿Ves?, tenías que tener y
perder un hijo para comprobar si eres o no capaz de deprimirte, bocón de mierda.
Tendrías que haber visto cómo estaban esos padres. Ya, ya, no tienes hijos, y cómo
bien decías antes y supongo seguirás diciendo: quien no se embarca no se marea.
Típico de ti. El cura me dijo que debía tener cuidado de no repetir ciertas
cosas por mucho que me las hubiesen contado almas amigas. No sé, Pepe, porque
este hombre sabe esconder muy bien sus sentimientos cuando quiere, si lo dijo
dándome por perdido (por loco, quiero decir) de una puñetera vez, o dando
verdadero crédito a mi intercambio con esas almas. (La señora Eulalia, como
siempre que del cura se trata, estaba muy nerviosa, pero mantuvo la boca
cerrada). Yo no estaba muy hablador. Él sí. Lo dejé que… «Es cierto, Palas, que
en el pueblo se está comentando demasiado sobre ti. Estás en el candelero. No.
No fui yo quien dio pie a que ocurriese, créeme. O mucho me equivoco, o el Maki,
que es un Tirilla (lo sabias ¿no?, es un Tirilla) (cómo se revolvía la señora
Eulalia, hay silencios más elocuentes que discurso de senador), debió poner
sobre aviso a su familia en relación a tu supuesto cabildeo con los cadáveres. Quizás
en su momento sospechó que la urna que le encargaste… No creo que sepa nada
sobre las cenizas de Inmaculada. Eso no. Sus sospechas, sin embargo… ¿Seguro
que no anduviste en la tumba del Yonki? (Silencio). Ya te dije que estos
Tirillas… ¿Viste que no había ninguno en el entierro de hoy? (Silencio). Por favor,
Palas, dime algo, hombre». «Sí, lo vi, sí… ¿Cabildeo con los cadáveres, dices?».
«Claro, ¿qué les podría importar una niña boliviana de dos años? Los otros son
más calculadores. Los dos Morancos que vinieron… (Por cierto, ¿viste que hoy
estaban vestidos en plan occidental? / Sí, lo vi, sí). Ésos son más listos. La
niña muerta les importa un bledo, pero los bolivianos tienen dos chavales de
once o doce años que sí les interesan. Por eso estaban aquí, por eso, por los potenciales
clientes, o agentes del tráfico, o ambas cosas; por ir limando la más que posible
resistencia de sus padres a que, llegado el momento, se acerquen a sus hijos. Se
estaban anticipando. Calculaban. ¿Me sigues? (Yo, callado). Palas, si el Maki y
Pascualillo te señalan, estás en peligro. Esa gente primero señala, después
apunta y termina disparando». El cura casi siempre habla como cura. Yo no sé
hablar como él. No puedo transmitirte su verdadera forma de hacerlo. Tiene ese compás
que dota a los curas de cierta superioridad disfrazada de modestia. Sí, ese
hablar cadencioso, tardo, espacioso, dulce, afeminado, con un tempo que parece
desconocer el tiempo, con un cariz atemporal… Es algo que han aprendido durante
siglos y les funciona todavía hoy. A mí el cura me relaja cuando está en plan
cura. Y tal vez por eso me exaspera una barbaridad cuando abandona la música
artificiosa de su discurso y entra en frecuencia macarra. A la señora Eulalia siempre
le molesta el cura, hable como hable. Seguro es verdad que fueron amantes. Este
tipo de resentimiento suele tener casi siempre un fondo patético, rigurosamente
pasional, quiero decir. Del alma del Yonki no se sabe nada. A la señora Eulalia
le pasa con su hijo mayor algo parecido a lo que a mí con Inma, salvando las
diferencias de todo tipo (líbreme Dios de no hacerlo) que hay entre Inma y el Yonki.
Diferencias abismales. La pobre señora Eulalia lo tenía todo preparado para
recibirlo, pero… En el sotocielo no está. En caso contrario, ya tendría que
haberse presentado. No lo achaco a que sea un Tirilla. (Hay por aquí varias
almas de sus familiares. Tirillas que, por cierto, no fueron santos). No es
eso. Aunque soy nulo en teología, pienso que el Yonki en vida vació su alma de
cualquier contenido rescatable. Un alma así tiene que ser restaurada a fondo si
no eliminada. ¿Qué creías, Pepe, que las almas son inmortales per se? Pues no.
Ya sé que no crees ni eso ni lo contrario, ya lo sé, mentecato, puto descreído,
es una forma de hablar. ¿Cuánto hace que no lees la Biblia, que ni siquiera la
consultas por encima, la hojeas? Porque
todas las almas son mías; como es mía el alma del padre, lo es también la del
hijo: el alma que pecare, esa morirá. Ezequiel, 18:4. Cierto que cuando Ezequiel
lanzó sus profecías Jesús todavía no… Sí, me da pena su madre, no lo niego, pero
el Yonki… Qué quieres que te diga, Pepe… No es que fuese yonqui o ladrón, que
lo era, es que era quien más y mejor repartía el veneno entre los jóvenes.
Cuando murió Anselmo, su padre, el primer Tirilla y esposo de la señora
Eulalia, el Yonki heredó su reino y lo elevó al cuadrado, o al cubo. Todos los camellos
y consumidores de Fuenterrabal (y también de los pueblos cercanos) que hoy tienen
entre veinte y treinta años son obra suya. Él era el puto amo del asunto. Él
trajo a los Morancos al pueblo. Cuando se cansó de traficar en directo, pactó
con ellos para apartarse a mejor consumir, para ejercer como el gurú local del
negocio, su gran inspirador, sin tener que tocar más droga que la que se
metiese él mismo. Entonces comenzó a pasarse el día entero colocado, sin
interesarse en nada que no fuese fiesta. Ah, el Yonki, qué gran fiestero, qué
gran animador del cotarro… El cura me dijo que la próxima semana ya tendrá su propia
plazoleta. Plaza Héctor Paniagua Suárez. Con placa conmemorativa y todo. A esta
comunidad (recua, debía decir, no comunidad) le falta muy poco (créeme, Pepe, muy
poco) para estar en condiciones de exigir que cambien ese nombre por el de Plaza
El Yonki. Para qué andar con disimulos. Tiempo al tiempo. No sé si el Maki,
otro drogata de mierda, otro Tirilla de mierda, fue capaz de sospechar que la
urna que le encargué era para lo que era. Tampoco sé si Pascualillo, que está
en modo Yonki hace años, y que apenas es capaz de contarse los doce dedos de
las manos, daría importancia a una supuesta sospecha del Maki con relación a
mí. Todos piensan que estoy loco. Qué puedo importarles. Cojones, Pepe, cómo me
duele la boca. Hoy tengo el día flojo, muy flojo. Ese entierro… Hace un rato me
pareció ver a mami sentada junto al estanque. Estaba con un vestido verde que
no recuerdo haberle visto puesto en vida. Recordé cómo nos echábamos la siesta
a su lado, cómo hacíamos sortijas en su pelo con el índice de la mano derecha.
Recordé cómo la pobre mujer evitó que nos extirpasen las amígdalas cuando
parecía imposible salvarlas. ¿Recuerdas? Se nos escarranchaba encima (no sé
cómo podía, porque pesábamos casi lo mismo que ella), y con un brazo lograba
inmovilizarnos, mientras con la mano contraria vaciaba el gotero repleto de
argirol en nuestras narices. (¿Recuerdas aquel regusto amargo? ¡Aj!, qué
asqueroso). Y no nos soltaba. Qué va. De debajo de la manga (qué bien lo
escondía hasta que…) sacaba aquel depresor convertido en hisopillo con cabeza
de algodón, untado con miel y quién sabe cuántas cosas más, para dejar su
cargamento allí, en el fondo, donde más dolía y falta hacía, adherido a las
mismísimas amígdalas. ¡Ajjj! Toque.
¿Recuerdas? Aquel tratamiento se llamaba toque:
dar un toque de. ¡Dios! Cuando fui al
estanque desapareció. Me senté en el murete de piedras a esperarla por si acaso
decidía comparecer otra vez. No lo hizo. Pasado un rato, metí la mano en el
agua, y con el mismo dedo que usábamos para ensortijar su pelo, la moví de un
lado a otro para ver si la goldfish… Estoy flojo. Mucho. Te parecerá una
majadería de mi parte, claro, Caupolicán. Ayer soñé que perdía los dientes que
me quedan. Esta noche… ¿con qué soñaré esta noche? Esa niña. Esa niña… Cómo me
duele la boca, coño. Debía sacarme todas las piezas que no se me han caído
todavía. Creo que iré a pegarme una ducha. Tengo una casita en Algarabía-nueve.
¿Te lo dije? Sí, te lo dije. «¿Y a mí que?», te preguntarás. No debías
reaccionar así, pero eres como eres. No te das cuenta del daño que me has hecho.
¿Te parezco flojo? Siempre te lo parecí ¿no? «Palas, hay dos Tirillas y un Sancho
muy graves por coronavirus. Se comenta que mañana o pasado mañana…», me acaba
de decir Alberto. ¿Tampoco conoces a los Sancho? En fin. Alberto también murió
de SIDA, como la Chunga. En su caso, no por promiscuo o heroinómano. Lo mataron
en el hospital con una transfusión de sangre contaminada. Eran los ochenta. Ay,
los ochenta, los ochenta… A principios todavía estábamos en La Habana. Todavía
no habíamos emigrado. Todavía no la conocíamos. (Hoy, mi amor, cuánto te
necesito hoy). ―No sé si sentirlo, Alberto. Es la vida. Es trabajo. ―¿Qué te
pasa? ―No sé qué hago entre los vivos. ¿Es verdad que follaste con ella?
―Palas, ¿de nuevo con eso? Déjalo, hombre, por favor, déjalo… Fuimos novios en
la edad del pavo, nada más. Tonterías… ―Ella tuvo que pedírtelo. ¿Qué edad
teníais? ―Yo, quince. Ella, catorce. ―¿Y entonces, qué? ―Palas, duerme un poco,
hombre. Mañana puede que tengas faena. ―Sí, voy a darme una ducha. ―Adelante.
No lo pienses más. Ve. ―Nunca me has contado en detalles cómo fue tu trance,
qué sentiste, qué pasó cuando abrí tu tumba, por qué decidiste venir y quedarte
en el sotocielo. ―Para qué explicártelo, amigo. No lo entenderías. ―¿Crees que
podré encontrarla cuando…? ―Anda, anda, ve a ducharte. Y aféitate, tío. ¿Cuánto
hace que no…? ―Cómo me duele la boca, Alberto. No la boca, toda la cara. ―Anda,
ve. Y si mañana las circunstancias no demandan tus esfuerzos desde muy
temprano, duerme hasta tarde y ve al médico. ―¿Al médico? ―O ibuprofeno o maría,
escoge. ―Alberto, ¿puedes oír a las ranas en el estanque? ―Sí, las oigo, no soy
sordo. Anda, ve, anda… ―Cuando las ranas croan, me ducho. Sí o sí. Ja.
martes, 1 de agosto de 2023
FRAGMENTO DE LA NOVELA "A CONTRATIEMPO"
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