martes, 1 de agosto de 2023

FRAGMENTO DE LA NOVELA "A CONTRATIEMPO"


 


Uff… Lloré como un gilipollas esta mañana. Tú, ya lo sé, Superman, no lloras, o al menos no solías llorar. Recuerdo que un día en casa de Carmen, la cantante, le dijiste a un compatriota, puede que a Juanma o a Toni, no estoy seguro, que tú jamás en la vida te habías deprimido, que no sabías qué era la depresión. Dios mío, qué estupidez. Qué propio de ti. También recuerdo la mirada que te clavó Inma. «¿Que nunca te has deprimido, dices?», te preguntó delante de todos poniéndolo en dudas, como es lógico, y dejándote en ridículo. Me viene a la memoria aquel lema que nos hacían repetir a diario en la escuela por las mañanas: sólo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie. Qué mal gusto, Dios mío. Qué horteras, los muy hijos de puta. De pie, sí, colocados por orden de tamaño en filas de aprendices a formar filas como corderos o soldados (¿no son la misma cosa en última instancia?), éramos adoctrinados en los actos matutinos, muy temprano por la mañana, nada más entrar en aquella especie de pre-madrasa leninista: el colegio cubano. Nunca fuiste un comecandela, Pepe, ya lo sé. Eras anticastrista, lo sé. Pero te dejaste calar, quién no, por… No sé, no sé… doscientos años de ilustración positivista son demasiados. Hacen mella en cualquiera. Aquello (lo de tu entusiasta comentario en casa de Carmen y la reacción de Inma) sucedió unos meses antes del accidente. Y lo peor es que hasta entonces puede que en realidad no te hubieses deprimido muchas veces. Tú, un ganador, una máquina infalible de pensar, un imán para él éxito… ¿te ibas a deprimir? ¿Por qué? Esa noche yo empecé a preocuparme por nosotros. De veras, Pepe, no creo que la hubiésemos retenido por mucho tiempo. Por tu culpa, claro. Una mujer como ella no podía pasar toda su vida junto a un mequetrefe como tú. ¿Hijos? No sé, no sé… Ella quería tenerlos, sí, quería tres. ¿Quería tenerlos contigo? Y tú, ¿de veras los querías? No me extrañaría que cuando dijiste aquella memez en casa de Carmen, Inma ya tuviese algún amante. ¿Qué crees, que sólo nosotros podíamos tener amantes? Yo no, tú, imbécil, que no sabías contener a tu animal, ni siquiera navegando al amor de una mujer como ella. Qué podía hacer yo, coño, si es que me tenías postergado, reprimido. Tú llevabas dinero a casa, no yo. (Aunque ella cobraba más que nosotros, no sé cómo te las arreglabas, oye, para que pareciese que lo proveías todo). Tú ganabas los casos y el dinero. Tú soltabas discursos por doquier. Tú sabías de todo. Tú te ibas de fiesta con ella. (Yo estaba, pero no). Tú, ah, el gran follador, te la follabas. (Yo estaba, pero no). Yo, ¿qué hacía, a ver, qué hacía yo?... Veía venir el golpe y me acojonaba sin ser capaz de decírtelo. (¿Cómo hablarle a un sordo, o, peor aún, a alguien que no quiere oír?). Inma comenzaba a aburrirse de nosotros por culpa tuya. Sí-sí, por tu culpa. A mí, por triste que me resulte decirlo, apenas me conocía. Lo reconozco. Y si me hubiese conocido en aquella época, habría notado que, en el fondo, bien en el fondo, yo estaba mucho más enamorado de ti que de ella. Cómo me avergüenza. No confesártelo, qué va. Me avergüenza no haberme dado cuenta, darme cuenta cuando ya… Te lo digo ahora porque estoy tan lejos de aquel embobamiento contigo, como de poder recuperar la juventud para deshacerte y rehacerme minuciosa, pulcramente. Ella tendría que saberlo. Tendría que conocerme y sentir cuánto la amo. Tendría que saber incluso cuánto la amaba entonces, aunque estuviese enamorado de ti, enredado en tu inconsciente: mi viva imagen: yo mismo. Aquél. Otro. Ahora tendría que sentirse amada por alguien como yo, alguien que se ha liberado y vive en tus antípodas… Me importa un pito si sigues siendo tan fanfarrón y comemierda. Me importas un pito, José. Un ser humano que no llore, que no se deprima, es una caricatura de quien podría y debería ser; es apenas una máquina biológica. Una máquina de cojo, si no de nulo rendimiento emocional. Alguien así no puede amar, no puede amarse más allá de lo poco que consiguiese en un vulgar patinazo narcisista. Alguien así ni siquiera es en plenitud un organismo. (Los organismos, aun los irracionales, tienden al amor del Creador que todo lo imanta y colma). Alguien como tú es un simple mecanismo aunque sepa reír. Si no eres capaz de llorar, tu risa no tiene sentido. Si no eres capaz de sentir la tragedia, la comedia no es un lenitivo, es el mero baile de la Nada ante sí misma para sí misma. ¿Cómo no se va a deprimir una persona, a ver, fenómeno, con sólo saber (no hace falta más) que su vida es finita y su trascendencia está en juego? Únicamente las máquinas pueden funcionar como tú, desalmado. Insisto, a estas alturas del partido me importa un rábano lo que pienses. Yo siempre fui un llorón. Y hoy por la mañana… Coño, enterré a una niña de dos años. Hoy, si pudiese, aplacaría a mis huestes, les diría: «comérosla despacio, por favor, con todo el cariño del que seáis capaces, sin arrebatos, sin olvidar que es una inocente hija de Dios». Eso les diría. ¿Qué será de esa alma que no ha catado consciencia ni tiempo, que sólo ha vivido inconscientemente en el espacio, que no tuvo oportunidad de enfrentarse a la muerte con todos sus argumentos a punto, de intuirla o medio conocerla antes de experimentarla? Al menos no pecó. Pero qué cojones hago. No, a ti no te cuento más. No te lo mereces. Y no es por no mostrarte mi revés, mi soberana debilidad. Yo soy de cristal. Y hace rato que me rompí ante la vista unánime de los hombres. No moriré de pie, sino postrado ante Él, clamando por reencontrarla. No me importa que sepan que lloro, y que en el entierro de hoy… No. Hasta aquí. Por este camino, contigo, llego hasta aquí. No mereces más. Punto. Ahora bien, no vayas a creer que se me escapa, Joseíto, que por más que alardees de ser un antidepresivo andante, en realidad eres más débil que yo. Te conozco muy bien. Sé que no soportas la soledad. No hay nadie más frágil que el que no sabe lidiar ese toro. Como eres ateo (ah, se siente) y sólo hay hombre y finitud en tu horizonte, o sea, bien poco, la soledad frente al resto de los hombres te espanta. Jódete. He hablado mucho con el cura sobre la soledad. (Por cierto, hoy vino a verme después del rito funerario a pie de tumba. Sobre eso sí que te contaré algo. Ten paciencia). Él y yo podemos hablar sobre la soledad con fundamento, podríamos hasta pontificar sobre ella, pues la hemos experimentado y la experimentamos. (Más yo que él, porque… en fin, él tiene que oficiar y dar los sacramentos en público). En alguna medida nos aliviamos la soledad mutuamente. Tal vez por eso… Cuando se fueron los últimos deudos, el cura vino a mi local, y tras él, de nuevo la señora Eulalia. Yo estaba llorando. Lloro, claro, sin escandalizar. Lloro para mis adentros. Pero puede que alguna lágrima se me escapase, no sé, que escapada a mi control se exteriorizase, e infundiese un tono más grave del común en mí a lo que hiciese o dijese. «Usted manténgase en silencio absoluto, o por primera vez desde que nos conocemos pasaré de lo que diga sin contemplaciones», dije a la señora Eulalia. El cura ni fue al médico para tratarse el mentón ni me denunció. Al revés, se disculpó conmigo. Y yo con él, claro. Me consoló como pudo porque vio que el entierro de la niña me había afectado mucho. ¿Ves?, tenías que tener y perder un hijo para comprobar si eres o no capaz de deprimirte, bocón de mierda. Tendrías que haber visto cómo estaban esos padres. Ya, ya, no tienes hijos, y cómo bien decías antes y supongo seguirás diciendo: quien no se embarca no se marea. Típico de ti. El cura me dijo que debía tener cuidado de no repetir ciertas cosas por mucho que me las hubiesen contado almas amigas. No sé, Pepe, porque este hombre sabe esconder muy bien sus sentimientos cuando quiere, si lo dijo dándome por perdido (por loco, quiero decir) de una puñetera vez, o dando verdadero crédito a mi intercambio con esas almas. (La señora Eulalia, como siempre que del cura se trata, estaba muy nerviosa, pero mantuvo la boca cerrada). Yo no estaba muy hablador. Él sí. Lo dejé que… «Es cierto, Palas, que en el pueblo se está comentando demasiado sobre ti. Estás en el candelero. No. No fui yo quien dio pie a que ocurriese, créeme. O mucho me equivoco, o el Maki, que es un Tirilla (lo sabias ¿no?, es un Tirilla) (cómo se revolvía la señora Eulalia, hay silencios más elocuentes que discurso de senador), debió poner sobre aviso a su familia en relación a tu supuesto cabildeo con los cadáveres. Quizás en su momento sospechó que la urna que le encargaste… No creo que sepa nada sobre las cenizas de Inmaculada. Eso no. Sus sospechas, sin embargo… ¿Seguro que no anduviste en la tumba del Yonki? (Silencio). Ya te dije que estos Tirillas… ¿Viste que no había ninguno en el entierro de hoy? (Silencio). Por favor, Palas, dime algo, hombre». «Sí, lo vi, sí… ¿Cabildeo con los cadáveres, dices?». «Claro, ¿qué les podría importar una niña boliviana de dos años? Los otros son más calculadores. Los dos Morancos que vinieron… (Por cierto, ¿viste que hoy estaban vestidos en plan occidental? / Sí, lo vi, sí). Ésos son más listos. La niña muerta les importa un bledo, pero los bolivianos tienen dos chavales de once o doce años que sí les interesan. Por eso estaban aquí, por eso, por los potenciales clientes, o agentes del tráfico, o ambas cosas; por ir limando la más que posible resistencia de sus padres a que, llegado el momento, se acerquen a sus hijos. Se estaban anticipando. Calculaban. ¿Me sigues? (Yo, callado). Palas, si el Maki y Pascualillo te señalan, estás en peligro. Esa gente primero señala, después apunta y termina disparando». El cura casi siempre habla como cura. Yo no sé hablar como él. No puedo transmitirte su verdadera forma de hacerlo. Tiene ese compás que dota a los curas de cierta superioridad disfrazada de modestia. Sí, ese hablar cadencioso, tardo, espacioso, dulce, afeminado, con un tempo que parece desconocer el tiempo, con un cariz atemporal… Es algo que han aprendido durante siglos y les funciona todavía hoy. A mí el cura me relaja cuando está en plan cura. Y tal vez por eso me exaspera una barbaridad cuando abandona la música artificiosa de su discurso y entra en frecuencia macarra. A la señora Eulalia siempre le molesta el cura, hable como hable. Seguro es verdad que fueron amantes. Este tipo de resentimiento suele tener casi siempre un fondo patético, rigurosamente pasional, quiero decir. Del alma del Yonki no se sabe nada. A la señora Eulalia le pasa con su hijo mayor algo parecido a lo que a mí con Inma, salvando las diferencias de todo tipo (líbreme Dios de no hacerlo) que hay entre Inma y el Yonki. Diferencias abismales. La pobre señora Eulalia lo tenía todo preparado para recibirlo, pero… En el sotocielo no está. En caso contrario, ya tendría que haberse presentado. No lo achaco a que sea un Tirilla. (Hay por aquí varias almas de sus familiares. Tirillas que, por cierto, no fueron santos). No es eso. Aunque soy nulo en teología, pienso que el Yonki en vida vació su alma de cualquier contenido rescatable. Un alma así tiene que ser restaurada a fondo si no eliminada. ¿Qué creías, Pepe, que las almas son inmortales per se? Pues no. Ya sé que no crees ni eso ni lo contrario, ya lo sé, mentecato, puto descreído, es una forma de hablar. ¿Cuánto hace que no lees la Biblia, que ni siquiera la consultas por encima, la hojeas? Porque todas las almas son mías; como es mía el alma del padre, lo es también la del hijo: el alma que pecare, esa morirá. Ezequiel, 18:4. Cierto que cuando Ezequiel lanzó sus profecías Jesús todavía no… Sí, me da pena su madre, no lo niego, pero el Yonki… Qué quieres que te diga, Pepe… No es que fuese yonqui o ladrón, que lo era, es que era quien más y mejor repartía el veneno entre los jóvenes. Cuando murió Anselmo, su padre, el primer Tirilla y esposo de la señora Eulalia, el Yonki heredó su reino y lo elevó al cuadrado, o al cubo. Todos los camellos y consumidores de Fuenterrabal (y también de los pueblos cercanos) que hoy tienen entre veinte y treinta años son obra suya. Él era el puto amo del asunto. Él trajo a los Morancos al pueblo. Cuando se cansó de traficar en directo, pactó con ellos para apartarse a mejor consumir, para ejercer como el gurú local del negocio, su gran inspirador, sin tener que tocar más droga que la que se metiese él mismo. Entonces comenzó a pasarse el día entero colocado, sin interesarse en nada que no fuese fiesta. Ah, el Yonki, qué gran fiestero, qué gran animador del cotarro… El cura me dijo que la próxima semana ya tendrá su propia plazoleta. Plaza Héctor Paniagua Suárez. Con placa conmemorativa y todo. A esta comunidad (recua, debía decir, no comunidad) le falta muy poco (créeme, Pepe, muy poco) para estar en condiciones de exigir que cambien ese nombre por el de Plaza El Yonki. Para qué andar con disimulos. Tiempo al tiempo. No sé si el Maki, otro drogata de mierda, otro Tirilla de mierda, fue capaz de sospechar que la urna que le encargué era para lo que era. Tampoco sé si Pascualillo, que está en modo Yonki hace años, y que apenas es capaz de contarse los doce dedos de las manos, daría importancia a una supuesta sospecha del Maki con relación a mí. Todos piensan que estoy loco. Qué puedo importarles. Cojones, Pepe, cómo me duele la boca. Hoy tengo el día flojo, muy flojo. Ese entierro… Hace un rato me pareció ver a mami sentada junto al estanque. Estaba con un vestido verde que no recuerdo haberle visto puesto en vida. Recordé cómo nos echábamos la siesta a su lado, cómo hacíamos sortijas en su pelo con el índice de la mano derecha. Recordé cómo la pobre mujer evitó que nos extirpasen las amígdalas cuando parecía imposible salvarlas. ¿Recuerdas? Se nos escarranchaba encima (no sé cómo podía, porque pesábamos casi lo mismo que ella), y con un brazo lograba inmovilizarnos, mientras con la mano contraria vaciaba el gotero repleto de argirol en nuestras narices. (¿Recuerdas aquel regusto amargo? ¡Aj!, qué asqueroso). Y no nos soltaba. Qué va. De debajo de la manga (qué bien lo escondía hasta que…) sacaba aquel depresor convertido en hisopillo con cabeza de algodón, untado con miel y quién sabe cuántas cosas más, para dejar su cargamento allí, en el fondo, donde más dolía y falta hacía, adherido a las mismísimas amígdalas. ¡Ajjj! Toque. ¿Recuerdas? Aquel tratamiento se llamaba toque: dar un toque de. ¡Dios! Cuando fui al estanque desapareció. Me senté en el murete de piedras a esperarla por si acaso decidía comparecer otra vez. No lo hizo. Pasado un rato, metí la mano en el agua, y con el mismo dedo que usábamos para ensortijar su pelo, la moví de un lado a otro para ver si la goldfish… Estoy flojo. Mucho. Te parecerá una majadería de mi parte, claro, Caupolicán. Ayer soñé que perdía los dientes que me quedan. Esta noche… ¿con qué soñaré esta noche? Esa niña. Esa niña… Cómo me duele la boca, coño. Debía sacarme todas las piezas que no se me han caído todavía. Creo que iré a pegarme una ducha. Tengo una casita en Algarabía-nueve. ¿Te lo dije? Sí, te lo dije. «¿Y a mí que?», te preguntarás. No debías reaccionar así, pero eres como eres. No te das cuenta del daño que me has hecho. ¿Te parezco flojo? Siempre te lo parecí ¿no? «Palas, hay dos Tirillas y un Sancho muy graves por coronavirus. Se comenta que mañana o pasado mañana…», me acaba de decir Alberto. ¿Tampoco conoces a los Sancho? En fin. Alberto también murió de SIDA, como la Chunga. En su caso, no por promiscuo o heroinómano. Lo mataron en el hospital con una transfusión de sangre contaminada. Eran los ochenta. Ay, los ochenta, los ochenta… A principios todavía estábamos en La Habana. Todavía no habíamos emigrado. Todavía no la conocíamos. (Hoy, mi amor, cuánto te necesito hoy). ―No sé si sentirlo, Alberto. Es la vida. Es trabajo. ―¿Qué te pasa? ―No sé qué hago entre los vivos. ¿Es verdad que follaste con ella? ―Palas, ¿de nuevo con eso? Déjalo, hombre, por favor, déjalo… Fuimos novios en la edad del pavo, nada más. Tonterías… ―Ella tuvo que pedírtelo. ¿Qué edad teníais? ―Yo, quince. Ella, catorce. ―¿Y entonces, qué? ―Palas, duerme un poco, hombre. Mañana puede que tengas faena. ―Sí, voy a darme una ducha. ―Adelante. No lo pienses más. Ve. ―Nunca me has contado en detalles cómo fue tu trance, qué sentiste, qué pasó cuando abrí tu tumba, por qué decidiste venir y quedarte en el sotocielo. ―Para qué explicártelo, amigo. No lo entenderías. ―¿Crees que podré encontrarla cuando…? ―Anda, anda, ve a ducharte. Y aféitate, tío. ¿Cuánto hace que no…? ―Cómo me duele la boca, Alberto. No la boca, toda la cara. ―Anda, ve. Y si mañana las circunstancias no demandan tus esfuerzos desde muy temprano, duerme hasta tarde y ve al médico. ―¿Al médico? ―O ibuprofeno o maría, escoge. ―Alberto, ¿puedes oír a las ranas en el estanque? ―Sí, las oigo, no soy sordo. Anda, ve, anda… ―Cuando las ranas croan, me ducho. Sí o sí. Ja.



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