miércoles, 18 de junio de 2025

LA OVEJA FEROZ SE DESMAQUILLA

 


                                                                                          Cabecita, cabecita,                                                                                                                             tente en ti, no te resbales,                                                                                                                                   y apareja dos puntales                                                                                                                                 de la paciencia bendita.                                            

                                                                                                    Cervantes                                                                   

 

Miguel y Carmen eran una pareja muy especial. Aun en La Habana de los setenta (un lupanar en eclosión), y cuando apenas contaban con quince añitos, resultaban excesivos en varios órdenes. Tenían no sé cuánto de adictos al sexo, no sé cuánto de cínicos, no sé cuánto de diabólicos… El peor era él. Un chico del montón, medio rubio (rubianco, dirían allí), ni feo ni guapo, con las orejas un pelín lanzadas al vuelo y los ojos verdosos. Poco más. Y sin embargo, debía ser un fenómeno con las chicas. En el barrio contaban que de niño su madre lo hacía mirar por una rendija a su hermana mayor mientras follaba con su cuñado (vivían en la misma casa), y que por eso aprendió muy pronto a dar placer a las mujeres. A Carmen la tenía enviciada con lo que fuera aquello que le ofrecía. Pero Miguel era también un cobarde. Era lo que allí se conocía como un trajinao. Y en un campamento de la llamada Escuela al Campo (¿a comienzos del setenta y siete?), decidió ofrecer sexo con su novia a los matones de turno para quitarse de encima una cantidad de trabajo extra insoportable: lo obligaban a hacer sus camas, a lavar su ropa (incluidos calzoncillos y toallas), a hacer guardia por las noches para cuidar sus pertenencias, a hacer todo tipo de recados… Le quitaban parte de la comida y hasta amenazaban con sodomizarlo. Así que Miguel utilizó a Carmen para liberarse de tales cargas. Y Carmen aceptó. Me consta que aceptó sin revirarse. Por las noches, durante unos cuarenta días, la parejita y los matones, que fueron aumentando en número poco a poco, se internaron en un matorral próximo al campamento, y todos, de uno en uno, tuvieron sexo con Carmen. Contaban que ella lo consentía sin rechistar a condición de que su novio fuera el último y la saciara a fondo. Aquello debía operar como una suerte de teletai para ingresar de pleno derecho en la bacanal más rara de la que tuve conocimiento nunca: eran niños inexpertos, pero espantosamente perversos.

No supe por qué, creedme que entonces no supe del todo por qué, desde que Pedro Sánchez emergió a los primeros planos de la política nacional española, su forma de actuar me recordó a Miguel. Durante más de cuarenta años me olvidé por completo de aquellos chicos (nunca más los vi cuando dejé el barrio), pero de pronto… Enseguida lo comenté con algunos de mis familiares y amigos. «Cómo exageras», me decían. «Este tipo, en mi barrio, habría sido tratado como Miguel, os lo aseguro», les contestaba. Y me esforzaba en explicarles cuáles son los rasgos psicológicos que hermanan a todos los Migueles del mundo. El caso es que yo había salido espantado de la socialdemocracia a partir de la experiencia con Zapatero (un don Nadie que no me recordaba especialmente a nadie), y que de pronto tropezaba con “Miguel” en los telediarios. Y no porque Sánchez tuviese algún parecido físico con él, de eso nada, sino porque… Insisto: no sabía bien por qué. El asunto quedó entonces en los oscuros dominios de lo vislumbrado. Ahora la experiencia me da la razón. Ponedle el cuño: en mi barrio, en los años setenta, Sánchez habría sido tratado como Miguel. Se habría rendido. Habría sido muy obediente. Y nada más atisbar la primera oportunidad, habría intentado zafarse el yugo, segurísimo, haciéndose chivato, metiéndose en la Juventud Comunista, participando en los Actos de Repudio que organizaba el Régimen contra los desafectos que pretendían abandonar el país; en fin, huyendo del barrio en brazos del Estado. ¿Lo habría conseguido?          

Desde que Sánchez llegó a la presidencia del gobierno español, el molesto recuerdo de Miguel se hizo acompañar por una, no menos molesta y recurrente, cita de Joyce. (Mira que juntar estas cosas. Qué puedo hacer... Llamadme loco si queréis, pero os juro que así fue). La cita, insoportable cuando aterriza en la realidad, reza: la gente aguantaba que le mordiese un lobo, pero lo que verdaderamente le sacaba de quicio era que le mordiera una oveja. Ay, cómo jode que te muerda una oveja, cómo jode. Si en los años ochenta me hubiese encontrado con Miguel en otro escenario, digamos que convertido en un “respetable” Secretario General del Partido en el Comité de Base de mi centro laboral, y éste hubiese intentado obligarme a hacer horas de trabajo voluntario, habría sentido lo mismo que siento hoy cuando veo a Sánchez (un miserable, un cobarde, un cínico de libro, alguien inmoral, sin ningún tipo de principios, un buscavidas de poca monta que en mi barrio hubiese tenido que negociar su sosiego al estilo de Miguel) despachar los ripios de España como si fuese un lobo. Al menos a Miguel le habría dado una tunda de palos y le habría recordado quién era. Pero a Sánchez… Qué impotencia, Dios mío. Sí, me saca de quicio. Sabes que es una oveja. Sabes que te está mordiendo una puta oveja. Sientes que la herida pudre, que te roe, que te carcome, y… Puesto a perder un país (el mío) por segunda vez, preferiría una y mil veces que me lo arrebatase un hombre-lobo, qué sé yo, alguien capaz de exponer su vida en el intento. Pero, ¿perderlo a manos de esta infame versión de Miguel? Se perdona a quien teme a un león en las tinieblas (Dante). No tiene perdón quien teme a una oveja a plena luz del día, y encima, se deja morder por ella.

¿Cómo pudo España caer en manos de semejante escoria? (¡Pueblo!, si formas rebaño, soporta a los pastores y a los perros, dicen que dijo Pitágoras). ¿Cómo ha podido aquel país que conocí en el noventa y dos convertirse en éste? Creo que tengo la respuesta, pero tendría que escribir tanto que me inhibo, al menos ahora y en este formato. El caso es que aquí estamos, comidos a mordidas ovinas. Incluso ahora, cuando la oveja feroz se desmaquilla, cuando se comprueba que no aúlla, que bala; cuando va perdiendo los dientes ante las cámaras de televisión, muerde con las encías. Ajjj… Se reúne con los matones (digamos matones si comparados con él, pero ovejas también, y muy ovejas) para entregar a su Carmen (no la de Miguel o la de Mérimée, claro, sino la vuestra, la mía) en una bacanal para el destace final. Y tiene que oír de sus verdugos algo parecido a aquella advertencia que hiciera Catulo a un muchacho con el que intimaba: cuidadito en desdeñarme / o en mostrarte soberbio, perla mía, / que si no rendirás cuentas a Némesis. / Es terrible esta diosa: no la ofendas. Y tenemos que oírlo nosotros también. Y me retuerzo, no de dolor, de rabia, de pena. Y me preocupo cada día más. Y me viene a la mente un lamento de Petronio, a quien parafraseo: Ay, Fortuna, ¿es que te sientes vencida por el peso de España, y que no puedes sostener por más tiempo esta grandeza perecedera? ¿Hasta dónde lo dejaremos llegar? ¿Hasta cuándo nos dejaremos mordisquear por semejante borrego? Pongamos pie en pared, coño. «Ya lo hicimos», me recuerdan los colegas de PIE EN PARED.

Estoy muy cabreado. La verdad es que este texto no salió de la nada, no se me ocurrió de pronto, así como así. Confieso que escribo aguijado por el sueño de anoche. Esto de meter en mis sueños al Sánchez enmiguelado pasa de castaño oscuro. Ni siquiera tuve el aliciente de que apareciera en escena Carmen ejerciendo de ménade erotizante. No. Soñé que el miserable presidente de España, esa fosa séptica con patas, ya destituido, se había mudado a mi antiguo barrio. Allí, el primer día, se encontró frente a frente con los Canelos, los reyes locales de la gonorrea, el ladronaje y el navajeo. «¡Cuidado!, aquí donde me veis, fui el capo de la mafia española», les dijo con voz de furcia mientras se meaba en los pantalones. Pero los Canelos, como antes hicieron los masones, los nihilistas, los decadentes todos, los extremistas vascos y catalanes, los expansionistas bereberes, los globalistas, los comunistas y los integristas islámicos, lo calaron de primeras. Se dieron cuenta de que era de rodillas fáciles y… No tenía ninguna Carmen que ofrecer, el pobre. Su otrora mujer vivía en La República Dominicana. Él había huido de España y sólo allí lo recibieron. …En Madrid, las ovejas, falsamente feroces y recién esquiladas, buscaban sombra vieja y abrevadero nuevo. En La Habana, las calles jugaban a la pelota con el lloriqueo.



lunes, 12 de mayo de 2025

LEÓN XIV EN SU ENCRUCIJADA HISTÓRICA

 



 

Si dejas un poste blanco en paz, pronto será negro. Si quieres que sea blanco, tendrás que pasarte la vida dándole manos de pintura; es decir, se requiere una revolución constante […] Se requiere una vigilancia casi sobrenatural por parte del ciudadano debido a la horrible velocidad con que envejecen las instituciones humanas.

                                              Chesterton (contraponiendo el verdadero                                                                        conservador al conservador integrista)

 

El poste que hereda León XIV, sin embargo… No es que pardee, o que esté inclinado (casi tumbado), o que esté tunelado por polillas y termitas; que todo eso, también. (Si la cosa parase ahí, pudiese bastar con la receta de Chesterton: mantenimiento constante que lo alejase de la transfiguración, noticia incontestable de la transmutación definitiva). No. El poste que hereda el nuevo papa (digamos todavía poste) necesita algo más que un mantenimiento intenso y perseverante. No es su blancura, es decir, su lustre accidental, lo que está en juego, sino su esencia misma: su mismísimo ser-poste. Un poste es, sobre todo, duramen en y para la sobrevida. ¿Debemos seguir llamando así al bálago cenizo que dejó Francisco I a León XIV? El camino (no empedrado, pedregoso) que en los últimos quinientos ocho años siguieron los guardas del poste para ir a repintarlo, quebró de sopetón hace doscientos treinta y seis, y otra vez hace sesenta y seis, y otra vez hace doce (seis más seis). En cada una de esas feroces curvas, los guardas fueron derramando la pintura blanca. Y lo que es peor, fueron perdiendo el norte hasta perder de vista el propio poste: pilar en el zaguán de la Gloria: la Historia. 

Hace unos días escuché decir a un sacerdote, en medio de una homilía, que la elección del nuevo papa no podía tomarse como algo político porque no lo era. Esta idea, que entiendo bien en tanto desiderátum teológico, es absurda cuando aterriza en la Historia. ¿Fue alguna vez apolítica la elección de un papa, si exceptuamos la primera? (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia). ¿Puede serlo ahora? Respondo no a ambas preguntas. Y añado: ahora menos que nunca. La Iglesia que dejó Francisco I está metida hasta el cuello en el pozo histórico-político. Y no sólo es imposible que la Iglesia opere fuera de ese pozo, ya que, para empezar, constituye (y representa a) un Estado, el Vaticano, sino que lo hizo con singular afán durante el último papado, porque supeditó lo concerniente a la fe cristiana al juego político, y, lo que es peor aún, lo hizo guiñándole el ojo al relativismo en boga, colocándose la mayoría de las veces al lado de los ateos y los más fervorosos perseguidores y asesinos de cristianos en Occidente: los comunistas. Así que la híper politizada Iglesia católica no está en condiciones de elegir a un papa bajo la inspiración del Espíritu Santo (no hay peor sordo que el que no quiere oír), si Éste no apunta, también, y puede que de manera especial, al jefe del Estado Vaticano, más que al sucesor del vicario de Cristo. (Ya sé que son uno y el mismo, que su distinción es meramente funcional, pero es que ahí está el peligro, en que se confundan el orden y la relevancia de ambas funciones). La Iglesia actúa en la Historia, que como decía Spengler, no es «historia de la cultura» en el sentido antipolítico que tanto aman los filósofos y doctrinarios de toda civilización […] sino todo lo contrario: es historia de razas, historia de guerras, historia diplomática; el sino de las corrientes vitales en figura de hombre y mujer, de estirpes, de pueblos, clases, Estados, que en el oleaje de los grandes hechos se defienden y se atacan unos a otros. Así de obvio. Así de crudo. Insisto, la Iglesia actúa en la Historia, en esa Historia real que sin anestesia nos describe Spengler. El papa, además de su guía espiritual (supeditado sólo a Cristo), es su estratega en jefe. Casi nada. Toda su estrategia, y cada una de sus tácticas, deben estar al servicio de Dios y de la fe cristiana (la católica, por supuesto). Y son los dogmas de fe, basados en la Biblia (Viejo y Nuevo Testamento) y recogidos en las doctrinas establecidas por los grandes santos, padres y doctores de la propia Iglesia, los que han de marcar el camino. ¿O me equivoco? Si un papa quiere poner en solfa todo ello, inventándose un nuevo cuerpo doctrinal al margen de la tradición, a expensas de los caprichos del poder temporal, muy especialmente del poder temporal contrario a la fe cristiana, ¿se puede considerar un verdadero pastor de los fieles? ¿O en tal caso su designación responde a una prueba de fe? Entiendo que Dios está al tanto de esto. No sabemos cuáles son sus razones para permitir algo así. Conocemos el fin de su Plan Maestro, pero no cada uno de los medios que utilizará para desarrollarlo. Además, «Francisco I fue elegido bajo la inspiración del Espíritu Santo, sí, pero los cardenales, que como el resto de los hombres gozan de libre albedrio, pudieron hacerle caso o no. El libre albedrío de la criatura excusa al Creador en este asunto», me dirán algunos. No sé. San Agustín dijo: El liberum arbtrium es la facultad de la razón y de la voluntad por medio de la cual es elegido el bien, mediante auxilio de la gracia, y el mal, por la ausencia de ella. La gracia anda, o no, por ahí. Su ausencia pudo determinar la elección de un papa como Francisco I. ¿Habrá regresado al cónclave que eligió a León XIV? El tiempo dirá.

¿Y no es político esto? ¿No es histórico? Yo de teología sé muy poco, pero me doy cuenta, creo, de las cosas obvias. Dios no se reveló al hombre prehistórico, se reveló al hombre histórico. Encarnó en su hijo, y a través de Él, hecho hombre se presentó en la Historia, se sumergió en ella. En la Historia se humanizó para que, avisados, pudiésemos participar conscientemente de la Divinidad, y hasta intentar fundir nuestra alma con Ella, como pretenden, por ejemplo, los místicos. Para que lo blandiera en la Historia, Dios le dio al hombre el libre albedrio. Si hubiese querido otorgar y retener tal potestad en la prehistoria, es decir, al margen de la polis, para uso de hombres iletrados, agrupados en hordas, clanes o tribus, la “película” hubiera sido bien distinta. Pero no. Entonces Jehová dijo a Moisés: Sube a mí al monte, y espera allá, y te daré tablas de piedra, y la ley, y mandamientos que he escrito para enseñarles (Éxodo 24: 12-13). Dios escribió en piedra para hombres históricos y, por ende, lectores, que no vivían en estado natural, sino en estado civil, y que fueron puestos por Él a vivir en estado ético-moral y hasta estético. Dios descendió a la Historia, y tratando de poner orden ahí (aquí), nos dejó tan inmersos en la política como recelosos de ella. El Cristianismo fue quien grabó fuertemente en el corazón del hombre, que el individuo tiene sus deberes que cumplir, aun cuando se levante contra él el mundo entero; que el individuo tiene un destino inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío, dijo Balmes. Aun cuando se levante contra él el mundo entero, ¿de acuerdo? ¿Incluye esto al papa? Por supuesto. Hace poco escuché decir a un historiador que hablaba de los jesuitas, que La compañía siempre promovió el libre pensamiento (no el libre examen luterano contra cualquier autoridad, hasta ahí no llegó, claro), la libre posibilidad de cuestionamiento de las doctrinas de la Iglesia con un límite infranqueable: la autoridad última del papa para validar o invalidar cualquier “hallazgo” que produjera el ejercicio de tal licencia. Enseguida me pregunté: «¿Y qué pasa entonces si el mismo papa es jesuita, y por eso ejerce la licenciosa capacidad de pensar por sí mismo con relación al cuerpo doctrinal de la Iglesia, siendo, a la vez, la última autoridad validante o invalidante de sus conclusiones? ¿Será capaz de autocensurarse cuando esas conclusiones, las suyas, resulten meras ocurrencias y estén enfrentadas a la tradición católica? ¿O no? Y en este último caso, ¿se atreverá a cargar en la cuenta del Espíritu Santo tal disparate? Ah…

La elección de León XIV ha sido súper política. No hay más que ver cómo estaban pendientes de ella todos los ateos y comunistas del mundo. Ahora está por ver qué hace el nuevo sucesor de Pedro con su bálago cenizo. ¿Lo adorará? ¿Le adosará un rodrigón anticristiano? ¿O se pondrá manos a la obra, orando y actuando, para re-transmutarlo en poste? Si Dios quiere, este papa tendrá muchos años de ejercicio por delante. Ojalá tome nota del inmenso abismo que se abre bajo sus pies, bajo los nuestros; y lejos de arrodillarse cobardemente ante el saldo heredado, levante la cabeza, se erija en jefe del tribunal de cuentas, y entienda que lo que nos estamos jugando es la total y definitiva bancarrota. No debe tener miedo a la apocalíptica visión del bálago cenizo, sino al revés, debe abrazarse a lo que queda en él de poste. Debe reconstruirlo, y también pintarlo y repintarlo, claro, para que vuelva a ser eso: un poste blanco: un punto fijo en la marea relativista que nos bate y disuelve. Cuando todos van hacia el desorden, no parece que nadie vaya a él. Sólo el que se detiene puede hacer notar la marcha de los otros como un punto fijo, dijo Pascal. Cuando el poste de la Iglesia católica no se postraba ante las herejías o la falta de fe, actuando en la Historia y utilizando herramientas de muy diverso tipo, celebró incontables concilios espirituales y doctrinales en los que, sin embargo, incidió sin miramientos en la política. En ellos, por ejemplo, se limitó la brutalidad de la esclavitud, igualando ante los ojos de Dios al amo y al esclavo; se mitigó la mendicidad, se impidieron los infanticidios, se dictaron las famosas Treguas de Dios, que comenzaron por implantarse durante fines de semana y terminaron implantadas durante años, etcétera.

La iglesia no puede flotar en un medio apolítico. (No puede, ¿eh?, no es algo opcional). Ello implicaría regresar a La Tebaida de los anacoretas: santos y mártires que, para vivir de espaldas a la Historia, se exiliaron de ella y se instalaron en el desierto, habitando cuevas o permaneciendo a la intemperie, incluso, sobre capiteles de columnas. Esto sería hoy una aberración estéril. Ni siquiera en los albores del cristianismo fundante, aquello duró mucho tiempo, porque la noticia de la vida ejemplar que llevaban esos hombres hizo que muchos otros los imitasen y se reuniesen con ellos, en lo que fue el embrión de las Órdenes (instituciones) religiosas, que devueltas a la Historia y a la política por la propia Iglesia que las abrazó, constituyeron uno de los gérmenes de la civilización occidental. Hoy, la reaparición de los ermitaños no traería consigo noticia de comienzo, sino de fin. De ahí su esterilidad. De ahí su inconveniencia. La iglesia no puede flotar en un medio apolítico. Pero lo que no debe hacer en ningún caso es abandonarse a la política servilmente, y haciéndolo, abandonar a Dios y a sus fieles. El poste blanco-punto fijo no puede ser inmutable, no puede permanecer ajeno a su tiempo histórico, pero tampoco (mucho menos) puede hacer dejación de su “carga”. No puede dejar de ser un pilar en el zaguán de la Gloria.        

La encrucijada histórica de León XIV es evidente. De un lado, el bien: el poste moribundo (bálago cenizo) que necesita una rehabilitación integral, que demanda valentía y trabajo. De otro lado, el mal: también un bálago, pero pintado de colorines tornasolados, que invita al relativismo, el trile, la cobardía, la dejadez y la comodidad. ¿Bálago cenizo a reparar en dirección al poste, o bálago de colorines a acariciar en dirección a…? ¿Bien o mal? No valen los trucos de magia maniqueos. (El mal es el bien pervertido, dijo Paracelso). Por otro lado, sería muy de burro permanecer quieto hasta morir, siguiendo el ejemplo que recoge aquella paradoja del burro de Buridán. En el escenario actual, no hacer nada, pasar sin molestar a nadie, es equivalente a dejarse morir. Hace doscientos años, dijo Byron: la sociedad es ahora (ya lo era entonces, imaginad cuánto lo será hoy) una horda educada e integrada por dos tribus poderosas, los molestos y los molestones. La Iglesia no pude integrarse cabizbaja en la primera tribu, debe capitanear la segunda, debe volver a ser el contrapoder que siempre fue con relación al poder político, más aún si éste se empeña en destruirla, como paso necesario para destruir la cristiandad, es decir, para destruir la civilización occidental. En fin, como la historia no es ciencia, es poesía; no es matemática o crónica, es drama, y, sobre todo, tragedia; lo que ocurre en ella es poéticamente trágico. Sin embargo, la tragedia puede ser muy útil, y hasta promisoria, cuando no termina en sí misma representada un domingo en el teatro, cuando no se cierra en una muerte intrascendente, sino que se abre a un futuro reparador. Ojalá que León XIV reciba la gracia divina y dirija su libre albedrío hacia el bien. Lo contrario sería… Con la muerte corrió una vez desnudo, / y dándole una echada de ventaja, / cuando se quiso levantar, no pudo, dijo el poeta con un pie en la vida, y el otro, cómo no, en la Historia.



viernes, 2 de mayo de 2025

"CONVERGENCIAS", DE JOSÉ KOZER

 





ATEO: No trascenderé. MUERTE: No doleré.     Miente la muerte (esa consorte voluptuosa), lo saben. «¡Demasiado rojo, demasiado!», gritaron al ateo mientras tomaba color en el sector pensante. «Recuerda aquellos emperadores que empurpurados sucumbieron a la sangre (roja, sí, pero santa) de los mártires»... Los demás no se explican cómo pudo entregar tanto por tan poco, cómo pudo enviciarse con el rapé del demonio. Su yo fáustico, una empresa suicida. Su recelo ante la Terna Redentora, un tumor que madura.     Cordero de la Revolución Mundial que quitas la esperanza del mundo, ¿por qué arrebujas con tu pomposo pellejo a este infeliz ilustrado? ¿No ves que le teme, que resulta tan sarcástico como el manto de un gigante sobre un ladrón enano?

 


Así me las gasto con el ateo que oficia en mi asamblea íntima, el que repta bajo mis sábanas, y también entre las páginas de muchos libros amados. Una y otra vez, el ATEO: No trascenderé. Una y otra vez, la MUERTE: No doleré. Una y otra vez, YO: Ay, cómo mientes, cabrona.

Acabo de terminar la segunda lectura de Convergencias, de José Kozer. Un poetazo ateo, distinguido cantor, aunque numerario de una raza infernal de deicidas, a quien la muerte mintió durante mucho tiempo. Él, que no es tonto, y mucho menos ingenuo, fue levantando acta de la farsa que nuestra Gran Hermana escenificaba a diario; pero hace unos cuantos años que ya resulta demasiado: «Vale, ganaste», le dice en días aciagos de mansedumbre terapéutica. «Se acabó, hija de puta. Ve a echar piojos a otra parte. No te asomes a mi ventana», le dice en días de residual rebeldía, cuando la Bichona aspavienta y se carcajea con su dentadura negra detrás de los cristales; esto es, detrás de los ojos; esto es, en la mismísima caja de resonancia. En ambos casos, la caja resuena. Y cuánto.

La poesía de Kozer no defrauda nunca, ni en sustancia ni en forma. No se trata de un quejío al son de una bandurria. Qué va. Aquí, hasta los pasajes más jeremíacos aparecen galvanizados por un lenguaje y una música punzantes, desafiantes. Incluso la melancolía, la tristeza o el abatimiento, por más que sean (o parezcan) axiales y apunten a una rendición sin contrapartida, en la propia poesía se alzan contra sí mismos, triunfan sobre sí mismos en un ajuste de cuentas estético que pone a bailar al diccionario en pleno con “armonías imposibles”. Sí, la poesía de Kozer puede bailar hasta las profecías más quejicas de Jeremías. Como diría Chacel: puede bailar hasta El discurso del método. Hasta El manifiesto dadaísta, añado yo.       

Perderán los dientes el pelaje recuerdo de                                                                                             siglos hacinados entre                                                                                                             sales aromáticas pan                                                                                                               seco comerán bazofia                                                                                                                 de intestinos vísceras                                                                                                                 de cerdo, sus uñas y                                                                                                                       sus patas la entraña                                                                                                                       o morir como perros en                                                                                                               tal caso embalsamadlos.

Los que sean capaces de leer poesía, es decir, los que puedan cantar con el autor sus versos, notarán que esta música no la canta bien cualquiera. Yo, que sólo canto en castellano, repaso la partitura, la ensayo, y cuando la clavo, alcanzo un placer adictivo. No encuentro muchos antecedentes de ritmos tan especiales en nuestra tradición poética. Ni siquiera registrando en la vanguardia de los setenta del veinte. No sé, puede que aparezcan en poetas como Justo Alejo, por ejemplo.      

Pero aquí el gozo estético no se limita a lo musical. La escenificación del pugilato entre la imaginación y la inteligencia, cuando llega a estas cimas, es también muy placentera. La poesía de Kozer revienta los marcos semánticos y semióticos (de raíces más o menos aristotélicas) que nos propone la poesía de andar por casa. Y haciéndolo, penetra un territorio órfico donde lo meramente racional es contrapesado con lo no racional, e incluso, por qué no, con lo irracional productivo. Kozer que, por muy escéptico que sea, todavía es capaz de sorprenderse ante estímulos humanísimos, agita cabreo, ironía, mofa… y sirve… Se dice: «bah» y encoge los hombros. Se ríe de nosotros, de él mismo. Parece una broma, y sin embargo… ¿Que comete alguna falta de ortografía metafísica? ¿Que comete algún error de sintaxis teológica? No estoy en condiciones de apuntarlo. Cuando soy parte del ditirambo y voy detrás del corifeo, no me las doy de peripatético. Pero si así fuese, ¿qué?, a ver. De eso se trata, ¿no? Como todo gran poeta, Kozer escribe poemas, no redacta discursos ni triangula silogismos.  

Nosotros pocos, crasos, quizás demasiado                                                                                          altivos escapamos a                                                                                                              tiempo de tierras                                                                                                                eslavas, nuestras                                                                                                                    armas defensivas                                                                                                                      eran de cartón piedra,                                                                                                                    resorteras, hachas de                                                                                                            yagua, espadas de                                                                                                                madera blanda de                                                                                                        blandengues hebreos.

Mis hijas se alzan (¿en armas?) cada una un                                                                                          batallón se aproxima                                                                                                                      a sus zonas erógenas,                                                                                                                sonrío, me llevo las                                                                                                                    manos al bajo vientre                                                                                                                    no encuentro el saco                                                                                                                    roto de aguas.                                                                                             

Cuando leí por primera vez el libro (en uno de sus poemas el poeta dice sobre lo que escribe: poema o / dibujo, / no tiene anatomía) escribí a Kozer: No sé si tus poemas tienen o no anatomía (yo juraría que sí), pero lo que tienen, seguro, es un aliento mestizo (meridiano y diagonal / recto y curvo) que sopla sustancia existencial de forma esencial. Después de la segunda lectura, no sólo me reafirmo en esto, sino que lo repito en público con la esperanza de que algunos de mis lectores se animen a leerlo (Covergencias / José Kozer / editorial libros de la resistencia / Madrid / 2025).

Se trata de un libro exigente, pero muy generoso. Devuelve mucho. Aun los que sólo vean adoquines allí donde no encuentran calentita arena de playa, descubrirán briznas y hasta florecillas en las juntas. Entradle. Veréis cómo, a pesar de que el eje del mundo cruja de manera tenebrosa, a pesar de que Caronte merodee por el barrio musitando su réquiem; Kozer sigue tocando su instrumento. (No el arpa apolínea. Tampoco el aulós dionisíaco. ¿El shofar? ¿El sistro?). Si bailáis o no, es cosa vuestra. Yo os aconsejaría que lo hicieses. Quitaos la corbata y los tacones altos. Si os soltáis a bailar con Kozer como niños, con él podréis llegar a decir algún día: «bah, ¿a esto le temía?» La poesía, como la muerte, es lo más tuyo que puede haber en ti. Pero como la tierra se niega a recibir en su seno a los niños (lo dice el poeta escéptico, no yo / ¿una falta de ortografía metafísica? / río…), insisto, como la tierra se niega a recibir en su seno a los niños, no tendréis más remedio que mirar al cielo.     



sábado, 15 de febrero de 2025

ANGELICA DE LA RIVA, PUCCINI, MADRID Y SAN VALENTÍN DE ROMA








Ayer, catorce de febrero, a mi mujer y a mí nos dio por salirnos del plato: invitamos a nuestro hijo menor y su novia a celebrar la fecha junto a nosotros y lejos de casa. Sabíamos que la soprano Angelica de la Riva daría un concierto en el Ateneo de Madrid interpretando a Puccini. De la Riva vale cualquier esfuerzo siempre, pero junto a Puccini, Madrid y san Valentín de Roma… Qué lujazo. El Ateneo… Bueno, por razones que no vienen a cuento (pido perdón a quien toque), este lugar, aun con tantas buenas obras en su haber, me hace pensar en Azaña y la masonería. Bah, ¿qué imagen, por problemática que sea, no pueden deshacer juntos, insisto, de la Riva, Puccini, Madrid y san Valentín de Roma?… Ella, portentosa, finísima, con una voz que se mueve entre la seda y el cristal como si la seda y el cristal fuesen simples accidentes de la Sustancia-una. ¿Acaso no lo son? Y Madrid (ah, Madrid, cordero de Dios que quitas el pecado de España), cada vez más amada y más necesaria y más mía. Y Puccini, ese creador de grandes melodías, con su verismo tibio, su romanticismo y sus guiños al colectivismo (nadie es perfecto) expresados a través de la música, el drama y la tragedia. Y san Valentín de Roma, pobre, muerto por casar a los soldados romanos en nombre de Cristo, o sea, por arrebatárselos a Luperca un día antes de que desatase de nuevo su libido y celebrase, con las tetas podridas, su achacosa hegemonía en el centro del mundo. Sí, costó mucho amor y mucha sangre que Cristo hablase latín, como costó mucho amor y mucha sangre que hablase después castellano. Sin embargo, una vez que se puso… Qué bien lo hizo, ¿no?… En fin, que me distraigo… No hay dudas, anoche mi mujer y yo nos salimos (y cuánto) del plato: ida y vuelta a Madrid; esto es: cinco horas de viaje para dos de concierto. Pero valió la pena. Mucho.                 

Desde que apareció de la Riva en el escenario y liberó las primeras notas, supe que habíamos acertado. Supe que llegaría muy pronto a los túes con aquella voz tan inocente y sabia a la vez, tan entrenada y poética, tan exquisita y cercana. ¡Cómo canta esta mujer! Y qué suerte carecer de herramientas para juzgarla con frialdad técnica. Qué suerte sentirme incapaz de abrir un sumario a sus cuerdas y recursos vocales, para después pedirme permiso de cara a su disfrute (cosa, esta última, que me pasa frente a los creadores literarios, frente a todos los artistas visuales). Qué suerte poder quedarme en ese plano donde la música sobrepuja la matemática y entra en el alma como un ariete, con su industria de emociones al punto, para, obtenidos o no los parabienes de Apolo, refocilarse en las cuadras de Dioniso y procurar un verdadero paréntesis en el tiempo psicológico. Hay que cantar muy bien, y digo más, muy lindo, para causar tal efecto en el público. Porque cantar, cantamos todos, es obvio, y no obstante… Parafraseando a Alfonso Reyes, digo que hasta los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, pero eso no es cantar. ¿A que no? Cantar es esto otro, lo que hizo ella: bajar la luna llena del cielo, meterla en la sala de conciertos, y subir al público en el columpio desde el que se venera su cara oculta. Cantar no es aullar por instinto, no. Tampoco es desafiar inteligentemente a la inteligencia. Cantar es sernos fieles a nosotros mismos (qué somos, si no seres imaginativos que cantan) y movilizar la imaginación con la inteligencia de nuestra parte. Hay que aprender a hacerlo, por supuesto. Y estar por encima de lo aprendido. Y estar también por debajo de lo pretendido para que no mermen las ganas. Aprender a cantar. Pretender llegar, cantando, al corazón de los hombres. No basta un aparato fonador súper adiestrado. Sólo un corazón en vilo puede llegar con éxito a otro corazón. Claro, cuando se pretende el con-sentimiento de almas complejas y a la vez delicadas, bien viene contar con la anuencia de Dios. Cantar como lo hace de la Riva es, también, empinarse con humildad para buscarse y apoyarse en Él. …Ay, ahora, enrolados como estamos en la marcha triunfal de la vulgaridad universal (Jünguer), marcha trompetera y ciega que se ufana de haber alcanzado y colonizado el coño hundido y gris del mundo (Joyce), qué falta nos hacen artistas como ella.

Como ya dije, de la Riva cantó a Puccini. Lo hizo en formato camerístico, acompañada del pianista Sergio Kuhlmann, y por momentos del tenor Miguel Borrallo, ambos excelentes, por cierto. (La voz de Borrallo también me abdujo desde su aparición en escena. Qué timbre tan hermoso, madre mía: plata engarzada en cuarzo). Con el dicho formato, de la Riva interpretó primero canciones, y después arias y duetos de algunas óperas del maestro de Lucca: La Boheme / Manon Lescaut / Madama Butterfly / Tosca. Ya sabéis: romanticismo y postromanticismo en estado puro. Drama y tragedia llevados en ocasiones al paroxismo: aventura / amor / sexo / abandono / rapto / celos / traición / suicidio / bohemia / soberbia / crueldad / astucia / venganza / destierro / muerte… (¿Quedó debiéndonos la diva alguna historia con final feliz? Río…). Pero al margen del montaje operístico, purgada la maquinaria teatral del género en lo que respecta a los muchos personajes, los coros, buena parte de los recitativos, la iluminación, el vestuario, la ambientación, la puesta en escena, el libreto, la orquesta y su foso… todas aquellas pasiones disminuyen su retórica y ganan en nivel de abstracción, concentrando en la voz (ya importan menos el texto y la lengua en que se cante) lo esencial de la tensión en juego. También influye, por supuesto, la capacidad de los cantantes de cara a la interpretación gestual, pero es sobre todo la voz, en virtud de su voltaje (acaricie o galvanice, musite o zumbe), en virtud de la capacidad que tenga para encauzar y resolver por sí misma, con muy pocas muletas o muletillas operísticas, la carga emocional del aria o el dueto, la que propicia o no que el público se meta en situación.

Anoche de la Riva lo bordó. Estuvo espléndida en todos los órdenes. Estuvo siempre al volante de la función. Vestida de un rojo carmín que en ocasiones la iluminación tornaba en rojo escarlata, en una sala muy del diecinueve, bien iluminada y decorada, bien escalada para el formato camerístico, con una acústica cómplice y arropadísima por Kuhlmann (magnífico pianista) y por Borrallo (insisto, lo de Borrallo también fue apoteósico, vaya Nessum dorma y Recondita armonia que se marcó este hombre), de la Riva se mantuvo a un gran nivel expresivo y comunicativo de principio a fin sin necesidad de apelar a vulgares recursos histriónicos. Nada de excesos en este sentido. Lo justo. Todo en su sitio todo el tiempo. Y sin embargo, cuánta emoción en el aire. (¿Os sueno romántico? Pues sí). A la altura de Morire, ya mi mujer y yo habíamos acercado las manos. A la altura de O suave fanciulla, ya estábamos entregados a la cantante. Habían desaparecido el público, Madrid, Puccini (él, no su música, claro) y san Valentín de Roma. No hubo Ping, Pang y Pong que nos advirtiesen de peligro alguno. De la Riva nos llevaba en volandas a no sabíamos dónde. Nos dejábamos llevar. Como diría el poeta: Amar es vivir despreocupado. Punto. Despreocupados, más aún, felizmente rendidos, llegamos al final. Y de ahí al bis: O mio babbino caro, que de la Riva se sacó (casi se arrancó) de muy adentro para inoculárnoslo en la zona menos descifrable de la sesera. Y después de los muchísimos aplausos, mientras poco a poco arriaba el subidón, no sé por qué sonó el gong en mi cabeza y recordé aquel primer enigma con que Turandot desafió a Calaf: «En la noche oscura vuela un fantasma iridiscente que despliega las alas sobre la humanidad. Todo el mundo lo invoca, mas desaparece con la aurora antes de renacer en el corazón, para morir de nuevo cada día». «La esperanza», respondió Calaf. ¡Bingo!

¡Bravo, Angelica! Gracias por la esperanza (mortal, pero resucitada en cada encuentro con la verdad) que nos regalaste. Estoy seguro de que al final del camino, con la partitura de la gran coda ante los ojos, podrás cantar, no como la desdichada Tosca, sino satisfecha, bien recompensada por Dios y por los hombres; no en clave trágica, sino plena de luz viva: Vissi d'arte, vissi d'amore. Entonces, estemos donde estemos, como ayer en Madrid y hoy en Pucela, aplaudiremos.

                                                                                                                              



domingo, 6 de octubre de 2024

LA CREACIÓN ARTÍSTICA EN LA PASARELA WOKE

 

 

                                                                                                                                                                                                          …la historia                                                                                              sobrevive al Niágara                                                                                        y se ahoga en la bañera.                                                                                                        G. Benn                                    

                                                                                                                                    

                       …otro Prometeo expía una extraña fechoría,                                                       eternamente encadenado a la roca […] por haber

                                                                        robado el frío                                                                                                 R. de Montesquiou

 

 

Qué prometedor el arranque de los noventa, ¿no? Parecía que el veinte bajaba el telón: Yeltsin borracho (alcohol y futuro) encaramado en un tanque de guerra frente al Kremlin. FIN.     Y tras el telón del veinte, que fue la fosa séptica donde desaguaron y fermentaron los colectivismos más densos de origen ilustrado, el justo sumidero: glu, glu, glu… ni nacionalsocialismo ni fascismo ni comunismo. Sí, contra todo pronóstico, libres también del comunismo: el mismísimo paterfamilias, el capo. ¡Dios!, ¡resultaba casi increíble!     En agosto del noventaiuno yo tenía veintiocho y sufría un vértigo intelectual de armas tomar. Había vivido tanto y tan poco. Había leído tanto y tan poco… Sin saberlo, andaba con la cabeza en el cielo y los pies en el abismo. Bocetaba en el aire mi catedral de adobe. Tramaba una jugada complicadísima para embaucar a Castro (entonces ya una suerte de ayatolá maraquero) y traer mi familia a España. Creía que si lograba salir de aquel manicomio, la arquitectura y la literatura me salvarían, nos salvarían. Creía que la creación artística en democracia, con su fuerza liberadora, sería la réplica perfecta a tres décadas de condena en un almario común. ¿Se puede ser más iluso?     Ah, pero la historia que sobrevivió al Niágara se ahogó en la bañera. ¿Quién podía imaginar entonces, más allá de los cuatro iluminados del postmarxismo (Laclau, Mouffe y quienes pagaron sus elucubraciones entre algodones, caviar y wiski), que la criatura, aparentemente vencedora de la gran catarata, naufragaría en la modosita tina, en cuyo fondo latían, sin embargo, los metales pesados de la Modernidad, secretados siglos antes por Lutero, Calvino, Descartes, Voltaire, Rousseau…? Nadie supo calibrar en su justa medida aquel presagio de Arbátov: Os haremos el peor de los favores: os dejaremos sin enemigo.     ¿Arte liberador? ¿Quién cogió fruto que sembrase en piedra?, se preguntaba, en la cumbre de la hispanidad, Baltasar del Alcázar. El “arte liberador” (en mi caso liberador, para empezar, del realismo socialista que nos endosó Stalin), ese arte que embriagaba al socialdemócrata que entonces se amodorraba en mí, al no poder germinar en su pétreo sustrato, llevaba dos siglos mutando en dirección al “arte por el arte”, que no necesita más sustrato que la gaseosa decadencia. Y aquel “arte por el arte”, que coqueteó con mayorías y minorías colgado del librepensamiento y la democracia, se columpió y se columpió y se columpió hasta convertirse finalmente en “arte para idiotas que caen a la máquina”, es decir: “arte para desertores de lo humano”. Es ése el que desfila hoy en la pasarela woke. (¿Arte?). ¿Merece la pena prestarle atención? Por supuesto que no. Casi nunca piso los museos de arte contemporáneo, y nunca las galerías que exponen esa bazofia, ni los cines que la proyectan, ni los auditorios donde suena. Tampoco leo los panfletos donde se explaya. ¿Merece la pena prestarle atención crítica? Bah… perro viejo / non ladra a tocón, diría Juan Ruíz. Sin embargo, si el perro, por muy viejo que sea, no ladra cuando ante él se planta el diablo disfrazado de tocón hay que azuzarlo. Y tanto. Así que…     No hablo de un arte realmente nuevo, ni siquiera novedoso, por más que pretenda serlo contra viento y marea. Qué va. Como sus ascendientes postrevolucionario y postmoderno, llega cargado de discurso barato (de futuro, ay, dirían sus emisores y destinatarios). Lo distinto ahora, lo más radical quizás, es que llega tan cargado de discurso barato como falto de imaginación. Pero como son dos sus principales modalidades-woke, también nos llega falto de imaginación y vacío. En esta segunda faceta alcanza su apogeo nihilista: arte amoral que nada refiere y nada pretende. Cero.     En todos los casos se trata de un arte que va como pollo sin cabeza de la razón a la sinrazón y viceversa. Razón y sinrazón puras, o sea, estancas y estériles. Arte para un hombre que no ejerce de, que cansado de sí se desdobla cómicamente en zombi y maromero para después deshacerse.     (El entendimiento, la fantasía, el corazón, se hallan en estado de grande agitación, de movilidad, de desarrollo; presentando al propio tiempo los contrastes más singulares, las extravagancias más ridículas, y hasta las contradicciones más absurdas, dijo Balmes a principios del diecinueve. Imaginaos qué diría hoy el sacerdote de Vic, cuando el entendimiento, la fantasía y el corazón son capaces de contrastes, extravagancias y contradicciones entonces inimaginables, y como si fuera poco, están postrados ante el transhumanismo y la inteligencia artificial).     El arte del que hablamos renuncia además a lo que, incluso para “el arte por el arte”, fue un último madero en el océano: el placer meramente estético de estirpe hedonista. Es un arte que se regodea en lo insulso, pero también en lo grotesco, en lo feo, sobre todo en lo feo. Ése es posiblemente su peor regalo. Lo que no es bello, no puede ser verdad, decía (¿exageraba?) el romántico De Musset. Y yo me alzo ahora contra el arte feo, verista o no, recurrente en los últimos doscientos años. Lo que no es bello, digo, necesita muletas para constituirse y erguirse. Y cuando lo logra, necesita muletas más fuertes aún para no caerse y romperse. Las muletas para lo feo-insulso y lo feo-discursivo son el producto estrella en el comercio que se traen entre manos muchos mal llamados críticos de arte y los artistas mediocres. Se venden bien caras y envueltas en una baba conceptual, que en los tiempos que corren, como no podía ser de otra manera, también se extravía en lo woke.     Hasta aquí nos ha traído el deporte occidental consagrado a lo nuevo. Puede que la verdadera espisteme de la época, por encima, incluso, de la ciencia experimental y la tecnología, sea la búsqueda desesperada de lo nuevo. Lo “nuevo por lo nuevo” representa hoy una fuente de legitimidad simétrica (en cantidad, no en calidad, claro) a la que en su día buscaron Jasón y compañía, cargados de vitalismo heroico, en el vellocino de oro. Pero a diferencia de aquellos aventureros píos, el hombre occidental del veintiuno, ateo, ebrio de nihilismo, se legitima en “lo nuevo por lo nuevo”, que es el parricida de la tradición, la pócima contra las incómodas raíces de un hombre que hubiese preferido nacer, o eso parece, no de padre y madre, sino de las ideas; un hombre abstracto, no real, no entero, sin posible solución de integridad, que se enfrenta a su tiempo, no uno, sino hecho pedazos, sin imán a la vista, sin plano de sí mismo, sin su propio manual de instrucciones.     Lo “nuevo por lo nuevo” es la matriz del “arte por el arte”, que a su vez es la matriz del “arte para desertores de lo humano”. Lo “nuevo por lo nuevo” es de linaje cismático y revolucionario. Viene de lejos, como el arte que lo acompaña y explica, que, aunque se travista una y otra vez, es un arte antañón que apunta con creciente puntería a la nada. Leed al Unamuno de hace un siglo: …nadismo que nadie ha definido mejor que el pintor Ignacio Zuloaga cuando, enseñando a un amigo su retrato del botero de Segovia, un monstruo a lo Velázquez, un enano disforme y sentimental, le dijo: «¡Si vieras qué filósofo! ¡No dice nada!». No es que dijera que no hay nada o que todo se reduce a nada, es que no decía nada. El botero de Segovia, al no decir nada de nada, se ha librado de la obligación de pensar, es un verdadero librepensador.     Estos novísimos librepensadores: protagonistas, productores y consumidores del “arte para desertores de lo humano”, arrastran un cargamento de tal negatividad, que hace unos años se atrevieron a ir de ciudad en ciudad (no en Corea del Norte ni en China ni en Rusia, claro, en Occidente) derribando estatuas de hombres que, osando presentarse ante ellos como acreedores en algún sentido, ponían en solfa su misma razón de ser. ¿Deudas? ¿Pasado?…     Aquellos enemigos de las estatuas que brotaron como setas en nuestras rubias sociedades (porque… qué rubias, qué altas, qué guapas, qué pulcras y puras y perfectas resultan esas multitudes europeas y norteamericanas, precisamente por pretender no serlo, ¿no? Qué bien encaran el futuro del hombre nuevo. Qué preparadas llegan a la cima de la historia para resolverla de una vez por todas a su imagen y semejanza. Ah, libertad, igualdad, fraternidad… qué maravilla de Trinidad renovada), aquellos enemigos de las estatuas, digo, algunos de los cuales se consideran artistas, encarnan el futuro de la especie que, en ellos y para ellos, al fin activa su golden-gólem. ¿Un infra-hombre woke? Ufff…     Es la lenta pero segura reclinación del hombre que estrella tras estrella abandona su mundo.

Introducido el tema de esta breve investigación, quiero hacer zoom, hasta donde me lo permitan mi modesto juicio y el espacio que suelo darme en este formato, sobre la creación artística en la pasarela woke. Para ello utilizaré algunos pares dialécticos, a partir de los cuales, espero ser capaz de concluir algo inteligible. Aunque el abuso de la dialéctica es uno de los vicios de la Modernidad (ver en Higinio Marín), y me hago cargo de que por este camino andaré siempre sobre tembladeras, creo que mis posibles lectores, hijos como yo de esta época dialectizante, lo agradecerán.  


IMAGINACIÓN / INTELIGENCIA

Cuando diseño o escribo, batallo conmigo mismo. Sobre todo cuando escribo poesía o narrativa, sufro el constante pugilato entre el poeta y el pensador que en mí se dan codazos sin miseración. Lo hago con consciencia o sin consciencia de, pero en el primer caso, que sucede más de lo que me gustaría, el desgaste es tremendo. «A tu hueco, cabrón», le riñe una y otra vez el poeta al pensador que intenta subírsele a la chepa en actitud desafiante. Tengo escrito en un poema que habla del poeta que soy: cautivo de la palabra, como un mulo de su carga, un día bueno es aquél en que distingue problemas y misterios. Distinguir problemas y misterios, humillar ante los segundos y ensancharlos con alguna pregunta nueva, con alguna imagen devota, esa es la clave. Al menos, la mía. Valéry expresó magistralmente el placer que siente el creador cuando trabaja en pos de la dicha “hazaña”, cuando cree que la alcanza, que siquiera la roza: un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota.     Creo saber de lo que hablo cuando digo que la imaginación y la inteligencia son, para cualquier creador postaristotélico, un par en vivísima pugna, de cuyo arbitrio depende el peso, el aliento y el color de lo que se crea. Después de la operación socrático-platónico-aristotélica llevada a cabo en Atenas entre los siglos quinto y cuarto antes de Cristo, que devastó el pensamiento mitológico a favor del abstracto y el pensamiento relativo a favor del absoluto, los creadores artísticos quedamos en algún sentido desamparados. Sólo almas privilegiadas (me vienen a la mente ahora, por ejemplo, Ovidio, el Bosco y Lezama) en ocasiones logran soltar el lastre lógico a favor de un orfismo raigal y pertinaz que los convierte en casi-magos. Un misterio. ¿Un milagro?     Mucha gente se acercó a este asunto lógica y poéticamente. Chesterton, por ejemplo: El poeta sólo pretende rozar el cielo con la frente. En cambio el lógico quiere meterse el cielo en la cabeza. Y por eso acaba estallándole […] Para el hombre moderno los cielos están, en realidad, bajo tierra. La explicación es muy sencilla: se apoyan sobre la cabeza, y ése es un pedestal muy inestable.     Bachelard: La imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar una imagen con la realidad objetiva. Montaigne: Una imaginación robusta engendra por sí misma los acontecimientos. Hume: Una incertidumbre acompaña siempre a la oscuridad, el esfuerzo que hace la imaginación para completar la idea despierta a los espíritus, y proporciona una fuerza adicional a la pasión. Y uno de mis preferidos en lo que a esto se refiere, Boecio: La imaginación comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas; pero pronto se aparta de aquéllos para examinar todo lo sensible mediante un conocimiento que no procede de los sentidos sino de la propia imaginación.     Está claro que el asunto importa. Está claro que en la creación artística la imaginación es crucial. Pero lo que más importa aquí es intentar dilucidar por qué el infra-hombre woke, tanto en versión artista como en versión consumidor de arte, carece de la imaginación necesaria para obrar como tal, y por qué su déficit de imaginación termina mermando su inteligencia. La idea de Boecio antes expuesta apunta ya a que la imaginación no surge de la nada (comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas). Una imaginación que in-forma (otra sería tan inimaginable como inútil) debe surgir de (y estar dirigida a) seres sensibles, imaginativos y razonantes, es decir, a hombres enteros, capaces de heredar, incubar y testar memoria. Es en la Memoria-Una de la especie donde el hombre que no le da la espalda encuentra la forma de representarse las formas, valga la redundancia, mirando lo registrado por los sentidos en los márgenes que ofrece el sentido común, y dilatándolo con nuevas imágenes surgidas de su propia imaginación. De espaldas a la memoria y al sentido común, sea este último afirmado o desafiado por la imagen, ¿qué podríamos imaginar?; ¿qué podríamos in-formar imaginando?     Cuando Ovidio escribe: un pez sorprende en lo alto de un olmo, cortocircuita nuestro sentido común, pero no lo niega, lo desafía. Sabemos qué son un pez y un olmo. La sorpresa deviene de imaginarlos trascendiendo la lógica espacial en su nueva relación, impulsados por alguna fuerza sobrenatural, que de pronto, gracias a la calidad de la imagen y al contexto en que obra, se ha hecho creíble. Vico ve la poesía como lo imposible creíble. Eso es. Ahora bien, ¿qué sorpresa suscitadora puede provocar la imagen del pez en el olmo a una persona que se cree a sí misma un rinoceronte por la mañana y una yegua por la tarde? Para esa persona que reniega de sí irracionalmente, la imagen no representaría algo imposible creíble, sino algo sencillamente posible, puede que hasta lógico, incluso necesario. Fuera del sentido común, no hay imaginación productora, hay voluntarismo irracional; no hay deseo por satisfacer, hay capricho a priori y siempre satisfecho. O no. Ah, cuando la realidad, que es muy terca, no cede ante el capricho, el lenitivo a la mano para esta gente no es la imaginación que desatasca, sino el pataleo que obtura.     El infra-hombre woke desdeña la memoria y el sentido común. Deudo de la diosa Razón (ay, ilustración, ilustración…), asesino de Dios y autodivinizado, ajeno a cualquier restricción que provenga del pasado, es decir, de la tradición, víctima de un deseo sin límites que raya en lo olímpico, ya no acepta que el reino de los hechos y el de los límites sean uno y el mismo.     Todo lo imaginable se hace posible bajo el imperio del capricho. Huelga la imaginación. Y como huelga, se atrofia. Pero asimismo huelga la inteligencia. No hay inteligencia que valga, por innecesaria, fuera del sentido común y en brazos del capricho. La Diosa Razón se ha dejado tragar por su engendro, es decir, se ha tragado a sí misma. Y si Dios no corta por lo sano…     La imaginación del infra-hombre woke se ha convertido en majadería. El artista woke majadero combina como le viene en gana sus ocurrencias, extraídas no de su imaginación, sino de su acusada sensiblería. No compone, combina. No yuxtapone y amiga, separa y enemiga. No integra, fragmenta. La inteligencia en él no contrapesa una imaginación poderosa, sino que se pliega ante una imaginación atrofiada, y haciéndolo se atrofia. Ambas, imaginación e inteligencia, resultan cada vez más hueras para un hombre caprichoso y majadero situado por decisión propia fuera de la realidad limitante, incluso de su mismísima realidad ontológica y biológica.     La imaginación y la inteligencia deben atender las órdenes del ángel, no las insinuaciones de la serpiente (Lezama). Si el ángel es terrible, sé terrible, dice Jenaro Talens. Muy bien. Pero ¿qué hacer si el ángel está loco o es inmoral? ¿No será una serpiente travestida que con descaro se contonea y silva en la pasarela woke?      


UNIDAD / FRAGMENTACIÓN

¿Por qué cada uno de los griegos puede erigirse en representante de su tiempo, y no así el hombre moderno? Porque al primero le dio forma la naturaleza, que todo lo une, y al segundo el entendimiento, que todo lo separa, dijo Schiller. El hombre moderno para Schiller era, como él mismo, una rara mezcla de positivista y romántico. El positivista estaba enfrascado entonces en levantar nuevos sistemas que armaran, abarcaran y acotaran a su nueva criatura: materialista, atea y racionalista; estaba enfrascado en componer tratados, manuales, diccionarios y enciclopedias para esa criatura divinizada de apetencias colectivistas o liberales, muchas veces supranacionales. El romántico protestaba. Era también un semidiós, pero no le valían los sistemas que cuestionaran su libertad individual y lo empujaran a un nuevo orden mundial rompedor del pasado, de la tradición, donde el colectivo se tragara al individuo y el imperio a la nación. La respuesta puramente romántica fue radical. Debemos romantizar el mundo […] Narraciones sin conexión alguna con las asociaciones, como los sueños; poemas simplemente melodiosos, llenos de palabras que suenen bellamente, pero sin significado ni conexión: sólo unos cuantos versos comprensibles, como máximo; todo deben ser fragmentos de cosas absolutamente diferentes, dijo Novalis, poeta coetáneo y coterráneo de Schiller, a quien ya se ve que le deben mucho el dadaísmo y el surrealismo.     Tanto el positivismo como el romanticismo estaban condenados a radicalizarse y lo hicieron; estaban condenados a cohabitar inmersos en un mar de contradicciones, y lo hicieron. Así atravesaron el diecinueve y el veinte. El positivismo (mayoritario, con amplios poderes epocales) impuso su visión en el espíritu común. El romanticismo se esquinó en algunas almas, también de artistas notables. Hoy somos un engendro razonante, todo espíritu él, en el que agoniza un alma a ratos postromántica. ¿Eso, y no otra cosa, somos todos? Al menos el infra-hombre woke es, también, un súper romántico hiperventilado. Donde el alma humana, aunque esquinada, obraba con sus tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad, el alma woke obvia el entendimiento y la memoria, para operar, sólo, con una voluntad caprichosa, sensiblera. Obvia el entendimiento, pero es su hijo. Y como el entendimiento (tenía razón Schiller) todo lo separa, es también hijo de la fragmentación. Ah, el infra-hombre woke, por más que desdeñe cualquier deuda filial, no siempre puede evitar contraerla. Hijo del entendimiento y la fragmentación, resulta un rompe-cosas constitucional. Lo quiere todo bien fragmentado, flotando en un medio líquido, más aún, gaseoso, totalmente incapacitado para estructurarse cristalinamente en pos de un sistema que coarte su caprichoso libertinaje. Todo parece desvertebrarse, dispersarse en la búsqueda de una intimidad huidiza; ya no hay estructura, ya no hay realidad, sólo un juego de apariencias en espejos deformantes, observó Jules Chaix-Ruy.     La diosa Razón, tan sistemática ella, tan ajena al azar, tan escéptica ante el misterio, tan problemática, engendró a una criatura que odia cualquier manifestación de lo Uno, de lo Todo, de lo Todo y Uno. ¿Cómo podrían estos Pepecaprichos y Mariantojos aceptar cualquier realidad que los trascienda y abarque más allá de sí mismos? Nones. Todo lo que no se ha roto debe romperse. Ninguna obra que se respete debe atender a los apetitos del alma entera, tan vieja ella, que naturalmente resulta imantada por la totalidad que la contiene, la determina y acota como siempre ocurrió.     Me reconozco viejísimo, no porque niegue el valor de las obras con vocación fragmentaria, sino porque no acepto que tal vocación sea la única con licencia epocal. Y por eso trabajo persiguiendo lo Todo y Uno, tan presente en mi tiempo como en cualquier otro. Leed de nuevo a Chesterton: Todo ha sido apartado de todo lo demás, y todo se ha enfriado. Pronto oiremos que hay especialistas que separan la letra y la música de una canción, con la excusa de que se estorban la una a la otra […] Este mundo no es más que un salvaje tribunal de divorcios. De todos modos, aún hay muchos que oyen en sus almas el trueno de la autoridad del hábito humano; aquello que el hombre ha unido, que no lo separe el hombre. Claro, Chesterton y yo somos más viejos que Matusalén. Y no sólo somos viejos, somos carcas. ¿Qué podemos hacer frente al flamante golden-gólem de nuestro tiempo, sea éste artista o víctima de artista? Se me ocurre empezar por decirle: «¿que dance contigo en el éter?, ¿eso quieres?, ¿que me desmemorie?, ¿que me rompa?, ¿que ampute el alma a mi alma?, ¿que te ría las extravagancias terminales? Pero ¿qué te has creído, niñato? Anda y que te den».   

 

TRADICIÓN / VANGUARDIA

El infra-hombre woke en modo creador es, por definición, un vanguardista. Es un vanguardista aferrado a lo feo-insulso y lo feo-discursivo que produce “arte para desertores de lo humano”, pero, por encima de todo, un vanguardista. ¿Qué otra cosa podía ser alguien desmemoriado que no admite ningún antecedente condicionante, ni en su propia constitución ontológica, ni en su marco social e histórico, y que por tanto no atiende ningún mensaje, ni siquiera un guiño que venga de la tradición y pueda limar su libertinaje caprichoso?     El hombre nuevo postrevolucionario es enemigo a ultranza de la tradición. Pero si es progre y woke, puede que coquetee con ella sin saber muy bien por qué lo hace. Cuando esto ocurre, se trata de una manifestación más de su victimismo universal, dirigida en tal caso a contestar lo que él supone que es un signo del capitalismo cosmopolita y uniformador. Se trata también de una muestra de su pulsión súper romántica. Pero en la mayoría de las ocasiones, tal coqueteo es sólo formal. No tiene chicha. Es falaz. Tanto es así, que la forma que tiene un infra-hombre woke de resultar tradicionalista es aferrarse a lo vintage. Falso de toda falsedad. Se trata de un vanguardista enfermo de vanguardismo. Punto. Se trata de un folklorista en el peor sentido posible: el teórico-ideológico. Folklore es el conjunto de creencias colectivas sin doctrina y de prácticas colectivas sin teoría, dijo André Varagnac. ¡Bingo! Un folklorista teórico, que actúe sujeto a una determinada ideología, es un vanguardista incapaz de ejercer a cara descubierta, un vanguardista camuflado, resentido, acomplejado.     Claro, todo esto en el arte es crucial. El vanguardista empedernido, el que trabaja de espaldas a la tradición, está condenado, primero, y como se dijo antes, a una imaginación coja o nula; segundo, a partir siempre de la nada, produciendo obras que resultarán viejas y molestas al minuto siguiente de ser terminadas. Es alguien que no puede contar con el espaldarazo de una escuela, de un estilo, y que si no es un genio (¿un genio woke?) producirá escombros, es decir, arte prescindible mientras sea nonato, pero además tan espinoso nada más nacer, que nacerá con una pica en la mano para resolverse en nada de inmediato.    El artista woke no tiene estilo. Cualquier posible escuela le produce urticaria. Y por eso tiene que trabajar a oscuras. Spengler, refiriéndose al artista postrevolucionario (un niño de teta comparado con sus críos postmoderno y woke), hace un siglo dijo: En la corriente de una gran tradición, aun el artista pequeño logra la perfección, porque el arte vivo guía al mismo tiempo al hombre y la labor. Pero hoy los artistas tienen que querer lo que ya no pueden realizar, y trabajan con el intelecto, computando y combinando, porque el instinto de la escuela ya no los ilumina. Por eso el artista woke, que representa el colmo de lo dicho por Spengler, lo mismo fija un plátano con una cinta adhesiva en la pared de un museo, que coloca a una persona (casi siempre a sí mismo, porque hay que ser muy woke para hacer ciertas cosas) en una urna de vidrio, donde dormirá o se hará el dormido, qué más da, mientras los visitantes de la sala (infra-hombres woke ellos también, claro) se quedarán pasmados, antes o después de haber leído el catálogo de la exposición, que desplegará un discurso tan woke como todo lo demás para redondear la experiencia.     Así encamina el infra-hombre woke su radical progresismo cuando se pone en modo artista. Así planifica su coherencia. Benjamin, comentando aquel famoso dibujo de Klee (“Angelus novus”), dijo: Esta tempestad le arrastra inexorablemente hacia el futuro que tiene a su espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él hasta tocar el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso. ¿Progreso?     Hace unos años (en plena transición del postmodernismo al wokismo) asistí a la inauguración de una exposición colectiva de pintura en una modesta galería de Palencia. Lo hice porque exponían dos grandes amigos y además muy buenos pintores, que no sé muy bien por qué se dejaron engañar de aquella manera. Y es que salvo sus propias obras, aquello no tenía ni pies ni cabeza, y era, además, muy feo. Pura vanguardia provinciana. (Me persigno).     En fin, allí estábamos mi mujer y yo esperando la primera oportunidad para iniciar una fuga lo menos ofensiva posible, cuando apareció un sujeto ahembrado, como vestido por Ágata Ruiz de la Prada, que detuvo el reloj en la galería. Todos los artistas se pusieron firmes. Se trataba, lo supe después, de un crítico local, alguien que escribía sobre arte en algún periódico palentino. Este sujeto se acercó a los platos y las copas, comenzó a servirse un poco de todo, y desde allí puso a temblar a los chavales que, dejando cualquier otra ocupación, lo rodearon entre gestos de pleitesía. Sin embargo, hubo uno que no lo hizo. Yo estaba cerca de él y de su obra (tan vanguardista y mala como casi todas) comentando la jugada con mis amigos. Entonces el crítico desafiado, con su copa y su canapé en las manos, se acercó al chaval, y después de echar un vistazo despectivo a sus cuadros, le dijo groseramente: «¿Esta mierda es la que tú pintas?... ¿Y vas de hetero por la vida?». El joven artista no respondió. Se quedó blanco como el papel. El crítico volvió a la mesa, donde le esperaban la comida y la bebida, entre las sonrisas cómplices de aquellos otros que, siendo también malísimos pintores, al menos no iban de heteros por la vida. Eran artistas y vividores vanguardistas: pepitas de futuro al margen de su tradición, chicos-woke de Palencia. Podemos reírnos, ¿no? ¿O también ha sido prohibida la mofa? Cuando esto llega a provincia, es porque…     ¿Progreso?   


GRANDEZA / INSIGNIFICANCIA. TRASCENDENCIA / INMANENCIA.

El infra-hombre woke es incapaz de cualquier cosa que suponga grandeza. Es incapaz de producirla, porque es incapaz de concebirla. Y el artista woke, por supuesto, cuatro cuartos de lo mismo. El fragmento y el ripio, elevados a símbolo supremo de los tiempos, descargan su conciencia (y su apetencia) de los retos propios de una edad heroica que, como cualquier otra edad pasada, quedó amortizada; debe ser acallada, enfriada; y si se rebela contra la amnesia impuesta, debe ser demolida. Todo atisbo de grandeza queda reservado para los chinos, que ya se encargan de matizarlo escupiendo en la calle, en su casa y hasta en casa de sus anfitriones. En Occidente la grandeza fue orillada. Malamente respira en la NASA contra el wokismo radical que quisiera extirparla también de allí.   Es la insignificancia (ahora se ha puesto de moda el sintagma perfil bajo) la que jamás incomoda a nuestro sujeto, ese woke-demócrata-comunista (¡Dios me ampare de su tirón democrático!), enemigo de las estatuas, salvo que canten al Che, o a cualquier otro asesino de masas que diga o haya dicho amar a las masas. La democracia, que no es el reino de todos, ni siquiera el de la mayoría, sino el de cualquiera, pasó la cuchilla a ras de suelo y ha quedado esto: enfermos mentales, colectivistas y cínicos en comandita contra lo que aspire a ser grande donde quiera que asome. Todo, ¿eh? El arrastre no respeta los rizos, dijo Esquilo.     En la carne blanda nacen gusanos, dijo unos siglos después Petronio. El infra-hombre woke, nacido de la carne blanda, se tiene a sí mismo en tan baja estima (aunque aparente y proclame lo contrario), que huye de la trascendencia como del Ogro. La trascendencia necesita un esfuerzo de fe (en Dios y/o en uno mismo) que escapa a sus ganas porque escapa a sus fuerzas. Así que se ha refugiado en la inmanencia y se ha echado en brazos de la Pachamama. Se trata de una cómoda renuncia al quid del hombre-hijo-de Dios. Toda la monserga ecologista parte de no aceptar que la naturaleza no es nuestra madre, sino nuestra hermana (Chesterton), porque ambos tenemos el mismo Padre. Esto es capital, porque el trato entre hermanos es muy diferente al trato entre hijos y progenitora. Si nos concluimos en la inmanencia, si nos encerramos en ella con los garbanzos y los moluscos, lo primero que sucede es que se pierde la esencia del mismísimo proceso cognoscitivo. Sujeto cognoscente y objeto cognoscible se igualan. Por abajo, claro, porque es mucho más difícil que el objeto se subjetive que lo contario, ¿no? Ambos se re-conocen (es un decir, claro, porque el objeto y el sujeto objetivado mal podrían re-conocerse) hijos redondos de la naturaleza y encerrados en su propio fin. No necesitan saber más. Se acabó. Sólo nos queda abrazar a los árboles y afiliarnos a un credo animista. La Pachamama nos proveerá si no la importunamos. Y si no lo hace, nos aguantamos.     Esto refiere también a un pasado titánico, predivino y prehistórico, con el que carga el infra-hombre woke por mucho que le pese cualquier tipo de pasado; y que le dice sottovoce: «No tiene sentido hacer nada en este tiempo circular. Reconoce que eres un decadente, un mierda, un vago. Baja los brazos de una puta vez». Y es que Dios no ha querido liberarnos de esa potencia ancestral. Trazad, en la noche de San Silvestre, una raya teórica en la conciencia, y veréis qué siega de fantasmas, dijo Alfonso Reyes.     ¿Y qué arte podemos esperar que surja de semejante renuncia regresiva, nada progresista? Ese que hemos ido desenmascarando hasta ahora: pequeño, insignificante, perecedero, fragmentario, ocurrente, copión, inclinado al victimismo, al igualitarismo, falto de imaginación… feo.     el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la naturaleza, dijo Rilke, todavía imbuido por cierta sed de trascendencia. Lo intrascendente sólo colma el espíritu de los animales. Seres amorales, con un alma bruta, si es que la tienen, que sólo puede desplegar la voluntad empujada por el instinto. Pero el infra-hombre woke, liberado de la moral por obra y gracia de su credo racionalista, su materialismo, su ateísmo y su amnesia plenipotenciaria, no se queda en lo amoral, puede resultar y muchas veces resulta claramente inmoral. Y en ese caso el arte… El arte sin moralidad (el que usurpa entre los decadentes el título de «belleza pura», y a la cual queman incienso hogaño como en holocausto a un ídolo diabólico) por efecto de deficiente moralidad en la vida donde nace y que le circunda, se descompone como arte, convirtiéndose en capricho, lujuria y charlatanería, haciendo del artista un lacayo de tales cosas y un esclavo de sus fútiles y personales intereses, dijo Croce. Muy pocos creadores escapan hoy a tales limitaciones. Incluso cuando derrocha dinero en algún proyecto artístico de supuesto gran calado, y se cree entonces impelido a cierta grandeza, el infra-hombre woke patina. Patina porque no está listo para, porque carece de la fuerza interior que demanda tal movimiento. Entonces se producen los peores bodrios. Me viene ahora a la cabeza el esfuerzo baldío hecho por Barceló en la cúpula de aquella Sala de los Derechos Humanos en la ONU. La ONU y los derechos humanos. Vaya par.     Ese tipo de fiasco nos pega las peores bofetadas. Como diría Shakespeare: Nada hiede peor que el lirio enfermo. Entonces nos damos más cuenta que nunca de que la pasarela woke es el efecto de causas profundas que no están demasiado a la vista para el decadente. La pasarela woke es el teatrillo, el escenario para una tragicomedia cuyo argumento se cocina en su trastienda con sangre muerta. Ay, Occidente… ¿Será que se apagan las brasas del fuego regalado en que ardimos? ¿Será que Dios tiene planes secretos para avivarlas? ¿Será que no hay tiempo para reparaciones, y mientras Dios nos devuelve a su seno, expiamos nuestras fechorías encadenados a la roca de la medianía por haber robado el frío? No lo sé. Mientras lo averiguo, pie en pared.