domingo, 6 de octubre de 2024

LA CREACIÓN ARTÍSTICA EN LA PASARELA WOKE

 

 

                                                                                                                                                                                                          …la historia                                                                                              sobrevive al Niágara                                                                                        y se ahoga en la bañera.                                                                                                        G. Benn                                    

                                                                                                                                    

                       …otro Prometeo expía una extraña fechoría,                                                       eternamente encadenado a la roca […] por haber

                                                                        robado el frío                                                                                                 R. de Montesquiou

 

 

Qué prometedor el arranque de los noventa, ¿no? Parecía que el veinte bajaba el telón: Yeltsin borracho (alcohol y futuro) encaramado en un tanque de guerra frente al Kremlin. FIN.     Y tras el telón del veinte, que fue la fosa séptica donde desaguaron y fermentaron los colectivismos más densos de origen ilustrado, el justo sumidero: glu, glu, glu… ni nacionalsocialismo ni fascismo ni comunismo. Sí, contra todo pronóstico, libres también del comunismo: el mismísimo paterfamilias, el capo. ¡Dios!, ¡resultaba casi increíble!     En agosto del noventaiuno yo tenía veintiocho y sufría un vértigo intelectual de armas tomar. Había vivido tanto y tan poco. Había leído tanto y tan poco… Sin saberlo, andaba con la cabeza en el cielo y los pies en el abismo. Bocetaba en el aire mi catedral de adobe. Tramaba una jugada complicadísima para embaucar a Castro (entonces ya una suerte de ayatolá maraquero) y traer mi familia a España. Creía que si lograba salir de aquel manicomio, la arquitectura y la literatura me salvarían, nos salvarían. Creía que la creación artística en democracia, con su fuerza liberadora, sería la réplica perfecta a tres décadas de condena en un almario común. ¿Se puede ser más iluso?     Ah, pero la historia que sobrevivió al Niágara se ahogó en la bañera. ¿Quién podía imaginar entonces, más allá de los cuatro iluminados del postmarxismo (Laclau, Mouffe y quienes pagaron sus elucubraciones entre algodones, caviar y wiski), que la criatura, aparentemente vencedora de la gran catarata, naufragaría en la modosita tina, en cuyo fondo latían, sin embargo, los metales pesados de la Modernidad, secretados siglos antes por Lutero, Calvino, Descartes, Voltaire, Rousseau…? Nadie supo calibrar en su justa medida aquel presagio de Arbátov: Os haremos el peor de los favores: os dejaremos sin enemigo.     ¿Arte liberador? ¿Quién cogió fruto que sembrase en piedra?, se preguntaba, en la cumbre de la hispanidad, Baltasar del Alcázar. El “arte liberador” (en mi caso liberador, para empezar, del realismo socialista que nos endosó Stalin), ese arte que embriagaba al socialdemócrata que entonces se amodorraba en mí, al no poder germinar en su pétreo sustrato, llevaba dos siglos mutando en dirección al “arte por el arte”, que no necesita más sustrato que la gaseosa decadencia. Y aquel “arte por el arte”, que coqueteó con mayorías y minorías colgado del librepensamiento y la democracia, se columpió y se columpió y se columpió hasta convertirse finalmente en “arte para idiotas que caen a la máquina”, es decir: “arte para desertores de lo humano”. Es ése el que desfila hoy en la pasarela woke. (¿Arte?). ¿Merece la pena prestarle atención? Por supuesto que no. Casi nunca piso los museos de arte contemporáneo, y nunca las galerías que exponen esa bazofia, ni los cines que la proyectan, ni los auditorios donde suena. Tampoco leo los panfletos donde se explaya. ¿Merece la pena prestarle atención crítica? Bah… perro viejo / non ladra a tocón, diría Juan Ruíz. Sin embargo, si el perro, por muy viejo que sea, no ladra cuando ante él se planta el diablo disfrazado de tocón hay que azuzarlo. Y tanto. Así que…     No hablo de un arte realmente nuevo, ni siquiera novedoso, por más que pretenda serlo contra viento y marea. Qué va. Como sus ascendientes postrevolucionario y postmoderno, llega cargado de discurso barato (de futuro, ay, dirían sus emisores y destinatarios). Lo distinto ahora, lo más radical quizás, es que llega tan cargado de discurso barato como falto de imaginación. Pero como son dos sus principales modalidades-woke, también nos llega falto de imaginación y vacío. En esta segunda faceta alcanza su apogeo nihilista: arte amoral que nada refiere y nada pretende. Cero.     En todos los casos se trata de un arte que va como pollo sin cabeza de la razón a la sinrazón y viceversa. Razón y sinrazón puras, o sea, estancas y estériles. Arte para un hombre que no ejerce de, que cansado de sí se desdobla cómicamente en zombi y maromero para después deshacerse.     (El entendimiento, la fantasía, el corazón, se hallan en estado de grande agitación, de movilidad, de desarrollo; presentando al propio tiempo los contrastes más singulares, las extravagancias más ridículas, y hasta las contradicciones más absurdas, dijo Balmes a principios del diecinueve. Imaginaos qué diría hoy el sacerdote de Vic, cuando el entendimiento, la fantasía y el corazón son capaces de contrastes, extravagancias y contradicciones entonces inimaginables, y como si fuera poco, están postrados ante el transhumanismo y la inteligencia artificial).     El arte del que hablamos renuncia además a lo que, incluso para “el arte por el arte”, fue un último madero en el océano: el placer meramente estético de estirpe hedonista. Es un arte que se regodea en lo insulso, pero también en lo grotesco, en lo feo, sobre todo en lo feo. Ése es posiblemente su peor regalo. Lo que no es bello, no puede ser verdad, decía (¿exageraba?) el romántico De Musset. Y yo me alzo ahora contra el arte feo, verista o no, recurrente en los últimos doscientos años. Lo que no es bello, digo, necesita muletas para constituirse y erguirse. Y cuando lo logra, necesita muletas más fuertes aún para no caerse y romperse. Las muletas para lo feo-insulso y lo feo-discursivo son el producto estrella en el comercio que se traen entre manos muchos mal llamados críticos de arte y los artistas mediocres. Se venden bien caras y envueltas en una baba conceptual, que en los tiempos que corren, como no podía ser de otra manera, también se extravía en lo woke.     Hasta aquí nos ha traído el deporte occidental consagrado a lo nuevo. Puede que la verdadera espisteme de la época, por encima, incluso, de la ciencia experimental y la tecnología, sea la búsqueda desesperada de lo nuevo. Lo “nuevo por lo nuevo” representa hoy una fuente de legitimidad simétrica (en cantidad, no en calidad, claro) a la que en su día buscaron Jasón y compañía, cargados de vitalismo heroico, en el vellocino de oro. Pero a diferencia de aquellos aventureros píos, el hombre occidental del veintiuno, ateo, ebrio de nihilismo, se legitima en “lo nuevo por lo nuevo”, que es el parricida de la tradición, la pócima contra las incómodas raíces de un hombre que hubiese preferido nacer, o eso parece, no de padre y madre, sino de las ideas; un hombre abstracto, no real, no entero, sin posible solución de integridad, que se enfrenta a su tiempo, no uno, sino hecho pedazos, sin imán a la vista, sin plano de sí mismo, sin su propio manual de instrucciones.     Lo “nuevo por lo nuevo” es la matriz del “arte por el arte”, que a su vez es la matriz del “arte para desertores de lo humano”. Lo “nuevo por lo nuevo” es de linaje cismático y revolucionario. Viene de lejos, como el arte que lo acompaña y explica, que, aunque se travista una y otra vez, es un arte antañón que apunta con creciente puntería a la nada. Leed al Unamuno de hace un siglo: …nadismo que nadie ha definido mejor que el pintor Ignacio Zuloaga cuando, enseñando a un amigo su retrato del botero de Segovia, un monstruo a lo Velázquez, un enano disforme y sentimental, le dijo: «¡Si vieras qué filósofo! ¡No dice nada!». No es que dijera que no hay nada o que todo se reduce a nada, es que no decía nada. El botero de Segovia, al no decir nada de nada, se ha librado de la obligación de pensar, es un verdadero librepensador.     Estos novísimos librepensadores: protagonistas, productores y consumidores del “arte para desertores de lo humano”, arrastran un cargamento de tal negatividad, que hace unos años se atrevieron a ir de ciudad en ciudad (no en Corea del Norte ni en China ni en Rusia, claro, en Occidente) derribando estatuas de hombres que, osando presentarse ante ellos como acreedores en algún sentido, ponían en solfa su misma razón de ser. ¿Deudas? ¿Pasado?…     Aquellos enemigos de las estatuas que brotaron como setas en nuestras rubias sociedades (porque… qué rubias, qué altas, qué guapas, qué pulcras y puras y perfectas resultan esas multitudes europeas y norteamericanas, precisamente por pretender no serlo, ¿no? Qué bien encaran el futuro del hombre nuevo. Qué preparadas llegan a la cima de la historia para resolverla de una vez por todas a su imagen y semejanza. Ah, libertad, igualdad, fraternidad… qué maravilla de Trinidad renovada), aquellos enemigos de las estatuas, digo, algunos de los cuales se consideran artistas, encarnan el futuro de la especie que, en ellos y para ellos, al fin activa su golden-gólem. ¿Un infra-hombre woke? Ufff…     Es la lenta pero segura reclinación del hombre que estrella tras estrella abandona su mundo.

Introducido el tema de esta breve investigación, quiero hacer zoom, hasta donde me lo permitan mi modesto juicio y el espacio que suelo darme en este formato, sobre la creación artística en la pasarela woke. Para ello utilizaré algunos pares dialécticos, a partir de los cuales, espero ser capaz de concluir algo inteligible. Aunque el abuso de la dialéctica es uno de los vicios de la Modernidad (ver en Higinio Marín), y me hago cargo de que por este camino andaré siempre sobre tembladeras, creo que mis posibles lectores, hijos como yo de esta época dialectizante, lo agradecerán.  


IMAGINACIÓN / INTELIGENCIA

Cuando diseño o escribo, batallo conmigo mismo. Sobre todo cuando escribo poesía o narrativa, sufro el constante pugilato entre el poeta y el pensador que en mí se dan codazos sin miseración. Lo hago con consciencia o sin consciencia de, pero en el primer caso, que sucede más de lo que me gustaría, el desgaste es tremendo. «A tu hueco, cabrón», le riñe una y otra vez el poeta al pensador que intenta subírsele a la chepa en actitud desafiante. Tengo escrito en un poema que habla del poeta que soy: cautivo de la palabra, como un mulo de su carga, un día bueno es aquél en que distingue problemas y misterios. Distinguir problemas y misterios, humillar ante los segundos y ensancharlos con alguna pregunta nueva, con alguna imagen devota, esa es la clave. Al menos, la mía. Valéry expresó magistralmente el placer que siente el creador cuando trabaja en pos de la dicha “hazaña”, cuando cree que la alcanza, que siquiera la roza: un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota.     Creo saber de lo que hablo cuando digo que la imaginación y la inteligencia son, para cualquier creador postaristotélico, un par en vivísima pugna, de cuyo arbitrio depende el peso, el aliento y el color de lo que se crea. Después de la operación socrático-platónico-aristotélica llevada a cabo en Atenas entre los siglos quinto y cuarto antes de Cristo, que devastó el pensamiento mitológico a favor del abstracto y el pensamiento relativo a favor del absoluto, los creadores artísticos quedamos en algún sentido desamparados. Sólo almas privilegiadas (me vienen a la mente ahora, por ejemplo, Ovidio, el Bosco y Lezama) en ocasiones logran soltar el lastre lógico a favor de un orfismo raigal y pertinaz que los convierte en casi-magos. Un misterio. ¿Un milagro?     Mucha gente se acercó a este asunto lógica y poéticamente. Chesterton, por ejemplo: El poeta sólo pretende rozar el cielo con la frente. En cambio el lógico quiere meterse el cielo en la cabeza. Y por eso acaba estallándole […] Para el hombre moderno los cielos están, en realidad, bajo tierra. La explicación es muy sencilla: se apoyan sobre la cabeza, y ése es un pedestal muy inestable.     Bachelard: La imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar una imagen con la realidad objetiva. Montaigne: Una imaginación robusta engendra por sí misma los acontecimientos. Hume: Una incertidumbre acompaña siempre a la oscuridad, el esfuerzo que hace la imaginación para completar la idea despierta a los espíritus, y proporciona una fuerza adicional a la pasión. Y uno de mis preferidos en lo que a esto se refiere, Boecio: La imaginación comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas; pero pronto se aparta de aquéllos para examinar todo lo sensible mediante un conocimiento que no procede de los sentidos sino de la propia imaginación.     Está claro que el asunto importa. Está claro que en la creación artística la imaginación es crucial. Pero lo que más importa aquí es intentar dilucidar por qué el infra-hombre woke, tanto en versión artista como en versión consumidor de arte, carece de la imaginación necesaria para obrar como tal, y por qué su déficit de imaginación termina mermando su inteligencia. La idea de Boecio antes expuesta apunta ya a que la imaginación no surge de la nada (comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas). Una imaginación que in-forma (otra sería tan inimaginable como inútil) debe surgir de (y estar dirigida a) seres sensibles, imaginativos y razonantes, es decir, a hombres enteros, capaces de heredar, incubar y testar memoria. Es en la Memoria-Una de la especie donde el hombre que no le da la espalda encuentra la forma de representarse las formas, valga la redundancia, mirando lo registrado por los sentidos en los márgenes que ofrece el sentido común, y dilatándolo con nuevas imágenes surgidas de su propia imaginación. De espaldas a la memoria y al sentido común, sea este último afirmado o desafiado por la imagen, ¿qué podríamos imaginar?; ¿qué podríamos in-formar imaginando?     Cuando Ovidio escribe: un pez sorprende en lo alto de un olmo, cortocircuita nuestro sentido común, pero no lo niega, lo desafía. Sabemos qué son un pez y un olmo. La sorpresa deviene de imaginarlos trascendiendo la lógica espacial en su nueva relación, impulsados por alguna fuerza sobrenatural, que de pronto, gracias a la calidad de la imagen y al contexto en que obra, se ha hecho creíble. Vico ve la poesía como lo imposible creíble. Eso es. Ahora bien, ¿qué sorpresa suscitadora puede provocar la imagen del pez en el olmo a una persona que se cree a sí misma un rinoceronte por la mañana y una yegua por la tarde? Para esa persona que reniega de sí irracionalmente, la imagen no representaría algo imposible creíble, sino algo sencillamente posible, puede que hasta lógico, incluso necesario. Fuera del sentido común, no hay imaginación productora, hay voluntarismo irracional; no hay deseo por satisfacer, hay capricho a priori y siempre satisfecho. O no. Ah, cuando la realidad, que es muy terca, no cede ante el capricho, el lenitivo a la mano para esta gente no es la imaginación que desatasca, sino el pataleo que obtura.     El infra-hombre woke desdeña la memoria y el sentido común. Deudo de la diosa Razón (ay, ilustración, ilustración…), asesino de Dios y autodivinizado, ajeno a cualquier restricción que provenga del pasado, es decir, de la tradición, víctima de un deseo sin límites que raya en lo olímpico, ya no acepta que el reino de los hechos y el de los límites sean uno y el mismo.     Todo lo imaginable se hace posible bajo la acción del capricho. Huelga la imaginación. Y como huelga, se atrofia. Pero asimismo huelga la inteligencia. No hay inteligencia que valga, por innecesaria, fuera del sentido común y en brazos del capricho. La Diosa Razón se ha dejado tragar por su engendro, es decir, se ha tragado a sí misma. Y si Dios no corta por lo sano…     La imaginación del infra-hombre woke se ha convertido en majadería. El artista woke majadero combina como le viene en gana sus ocurrencias, extraídas no de su imaginación, sino de su acusada sensiblería. No compone, combina. No yuxtapone y amiga, separa y enemiga. No integra, fragmenta. La inteligencia en él no contrapesa una imaginación poderosa, sino que se pliega ante una imaginación atrofiada, y haciéndolo se atrofia. Ambas, imaginación e inteligencia, resultan cada vez más hueras para un hombre caprichoso y majadero situado por decisión propia fuera de la realidad limitante, incluso de su mismísima realidad ontológica y biológica.     La imaginación y la inteligencia deben atender las órdenes del ángel, no las insinuaciones de la serpiente (Lezama). Si el ángel es terrible, sé terrible, dice Jenaro Talens. Muy bien. Pero ¿qué hacer si el ángel está loco o es inmoral? ¿No será una serpiente travestida que con descaro se contonea y silva en la pasarela woke?      


UNIDAD / FRAGMENTACIÓN

¿Por qué cada uno de los griegos puede erigirse en representante de su tiempo, y no así el hombre moderno? Porque al primero le dio forma la naturaleza, que todo lo une, y al segundo el entendimiento, que todo lo separa, dijo Schiller. El hombre moderno para Schiller era, como él mismo, una rara mezcla de positivista y romántico. El positivista estaba enfrascado entonces en levantar nuevos sistemas que armaran, abarcaran y acotaran a su nueva criatura: materialista, atea y racionalista; estaba enfrascado en componer tratados, manuales, diccionarios y enciclopedias para esa criatura divinizada de apetencias colectivistas o liberales, muchas veces supranacionales. El romántico protestaba. Era también un semidiós, pero no le valían los sistemas que cuestionaran su libertad individual y lo empujaran a un nuevo orden mundial rompedor del pasado, de la tradición, donde el colectivo se tragara al individuo y el imperio a la nación. La respuesta puramente romántica fue radical. Debemos romantizar el mundo […] Narraciones sin conexión alguna con las asociaciones, como los sueños; poemas simplemente melodiosos, llenos de palabras que suenen bellamente, pero sin significado ni conexión: sólo unos cuantos versos comprensibles, como máximo; todo deben ser fragmentos de cosas absolutamente diferentes, dijo Novalis, poeta coetáneo y coterráneo de Schiller, a quien ya se ve que le deben mucho el dadaísmo y el surrealismo.     Tanto el positivismo como el romanticismo estaban condenados a radicalizarse y lo hicieron; estaban condenados a cohabitar inmersos en un mar de contradicciones, y lo hicieron. Así atravesaron el diecinueve y el veinte. El positivismo (mayoritario, con amplios poderes epocales) impuso su visión en el espíritu común. El romanticismo se esquinó en algunas almas, también de artistas notables. Hoy somos un engendro razonante, todo espíritu él, en el que agoniza un alma a ratos postromántica. ¿Eso, y no otra cosa, somos todos?     Al menos el infra-hombre woke es, también, un súper romántico hiperventilado. Donde el alma humana, aunque esquinada, obraba con sus tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad, el alma woke obvia el entendimiento y la memoria, para operar, sólo, con una voluntad caprichosa, sensiblera. Obvia el entendimiento, pero es su hijo. Y como el entendimiento (tenía razón Schiller) todo lo separa, es también hijo de la fragmentación. Ah, el infra-hombre woke, por más que desdeñe cualquier deuda filial, no siempre puede evitar contraerla. Hijo del entendimiento y la fragmentación, resulta un rompe-cosas constitucional. Lo quiere todo bien fragmentado, flotando en un medio líquido, más aún, gaseoso, totalmente incapacitado para estructurarse cristalinamente en pos de un sistema que coarte su caprichoso libertinaje. Todo parece desvertebrarse, dispersarse en la búsqueda de una intimidad huidiza; ya no hay estructura, ya no hay realidad, sólo un juego de apariencias en espejos deformantes, observó Jules Chaix-Ruy.     La diosa Razón, tan sistemática ella, tan ajena al azar, tan escéptica ante el misterio, tan problemática, engendró a una criatura que odia cualquier manifestación de lo Uno, de lo Todo, de lo Todo y Uno. ¿Cómo podrían estos Pepecaprichos y Mariantojos aceptar cualquier realidad que los trascienda y abarque más allá de sí mismos? Nones. Todo lo que no se ha roto, debe romperse. Ninguna obra que se respete debe atender a los apetitos del alma entera, tan vieja ella, que naturalmente resulta imantada por la totalidad que la contiene, la determina y acota como siempre ocurrió.     Me reconozco viejísimo, no porque niegue el valor de las obras con vocación fragmentaria, sino porque no acepto que tal vocación sea la única con licencia epocal. Y por eso trabajo persiguiendo lo Todo y Uno, tan presente en mi tiempo como en cualquier otro. Leed de nuevo a Chesterton: Todo ha sido apartado de todo lo demás, y todo se ha enfriado. Pronto oiremos que hay especialistas que separan la letra y la música de una canción, con la excusa de que se estorban la una a la otra […] Este mundo no es más que un salvaje tribunal de divorcios. De todos modos, aún hay muchos que oyen en sus almas el trueno de la autoridad del hábito humano; aquello que el hombre ha unido, que no lo separe el hombre.  Claro, Chesterton y yo somos más viejos que Matusalem. Y no sólo somos viejos, somos carcas. ¿Qué podemos hacer frente al flamante golden-gólem de nuestro tiempo, sea éste artista o víctima de artista? Se me ocurre empezar por decirle: «¿que dance contigo en el éter?, ¿eso quieres?, ¿que me desmemorie?, ¿que me rompa?, ¿que ampute el alma a mi alma?, ¿que te ría las extravagancias terminales? Pero ¿qué te has creído, niñato? Anda y que te den».   

 

TRADICIÓN / VANGUARDIA

El infra-hombre woke en modo creador es, por definición, un vanguardista. Es un vanguardista aferrado a lo feo-insulso y lo feo-discursivo que produce “arte para desertores de lo humano”, pero, por encima de todo, un vanguardista. ¿Qué otra cosa podía ser alguien desmemoriado que no admite ningún antecedente condicionante, ni en su propia constitución ontológica, ni en su marco social e histórico, y que por tanto no atiende ningún mensaje, ni siquiera un guiño que venga de la tradición y pueda limar su libertinaje caprichoso?     El hombre nuevo postrevolucionario es enemigo a ultranza de la tradición. Pero si es progre y woke, puede que coquetee con ella sin saber muy bien por qué lo hace. Cuando esto ocurre, se trata de una manifestación más de su victimismo universal, dirigida en tal caso a contestar lo que él supone que es un signo del capitalismo cosmopolita y uniformador. Se trata también de una muestra de su pulsión súper romántica. Pero en la mayoría de las ocasiones, tal coqueteo es sólo formal. No tiene chicha. Es falaz. Tanto es así, que la forma que tiene un infra-hombre woke de resultar tradicionalista es aferrarse a lo vintage. Falso de toda falsedad. Se trata de un vanguardista enfermo de vanguardismo. Punto. Se trata de un folklorista en el peor sentido posible: el teórico-ideológico. Folklore es el conjunto de creencias colectivas sin doctrina y de prácticas colectivas sin teoría, dijo André Varagnac. ¡Bingo!  Un folklorista teórico, que actúe sujeto a una determinada ideología, es un vanguardista incapaz de ejercer a cara descubierta, un vanguardista camuflado, resentido, acomplejado.     Claro, todo esto en el arte es crucial. El vanguardista empedernido, el que trabaja de espaldas a la tradición, está condenado, primero, y como se dijo antes, a una imaginación coja o nula; segundo, a partir siempre de la nada, produciendo obras que resultarán viejas y molestas al minuto siguiente de ser terminadas. Es alguien que no puede contar con el espaldarazo de una escuela, de un estilo, y que si no es un genio (¿un genio woke?) producirá escombros, es decir, arte prescindible mientras sea nonato, pero además tan espinoso nada más nacer, que nacerá con una pica en la mano para resolverse en nada de inmediato.    El artista woke no tiene estilo. Cualquier posible escuela le produce urticaria. Y por eso tiene que trabajar a oscuras. Spengler, refiriéndose al artista postrevolucionario (un niño de teta comparado con sus críos postmoderno y woke), hace un siglo dijo: En la corriente de una gran tradición, aun el artista pequeño logra la perfección, porque el arte vivo guía al mismo tiempo al hombre y la labor. Pero hoy los artistas tienen que querer lo que ya no pueden realizar, y trabajan con el intelecto, computando y combinando, porque el instinto de la escuela ya no los ilumina. Por eso el artista woke, que representa el colmo de lo dicho por Spengler, lo mismo fija un plátano con una cinta adhesiva en la pared de un museo, que coloca a una persona (casi siempre a sí mismo, porque hay que ser muy woke para hacer ciertas cosas) en una urna de vidrio, donde dormirá o se hará el dormido, qué más da, mientras los visitantes de la sala (infra-hombres woke ellos también, claro) se quedarán pasmados, antes o después de haber leído el catálogo de la exposición, que desplegará un discurso tan woke como todo lo demás para redondear la experiencia.     Así encamina el infra-hombre woke su radical progresismo cuando se pone en modo artista. Así planifica su coherencia. Benjamin, comentando aquel famoso dibujo de Klee (“Angelus novus”), dijo: Esta tempestad le arrastra inexorablemente hacia el futuro que tiene a su espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él hasta tocar el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso. ¿Progreso?     Hace unos años (en plena transición del postmodernismo al wokismo) asistí a la inauguración de una exposición colectiva de pintura en una modesta galería de Palencia. Lo hice porque exponían dos grandes amigos y además muy buenos pintores, que no sé muy bien por qué se dejaron engañar de aquella manera. Y es que salvo sus propias obras, aquello no tenía ni pies ni cabeza, y era, además, muy feo. Pura vanguardia provinciana. (Me persigno).     En fin, allí estábamos mi mujer y yo esperando la primera oportunidad para iniciar una fuga lo menos ofensiva posible, cuando apareció un sujeto ahembrado, como vestido por Ágata Ruiz de la Prada, que detuvo el reloj en la galería. Todos los artistas se pusieron firmes. Se trataba, lo supe después, de un crítico local, alguien que escribía sobre arte en algún periódico palentino. Este sujeto se acercó a los platos y las copas, comenzó a servirse un poco de todo, y desde allí puso a temblar a los chavales que, dejando cualquier otra ocupación, lo rodearon entre gestos de pleitesía. Sin embargo, hubo uno que no lo hizo. Yo estaba cerca de él y de su obra (tan vanguardista y mala como casi todas) comentando la jugada con mis amigos. Entonces el crítico desafiado, con su copa y su canapé en las manos, se acercó al chaval, y después de echar un vistazo despectivo a sus cuadros, le dijo groseramente: «¿Esta mierda es la que tú pintas?... ¿Y vas de hetero por la vida?». El joven artista no respondió. Se quedó blanco como el papel. El crítico volvió a la mesa, donde le esperaban la comida y la bebida, entre las sonrisas cómplices de aquellos otros que, siendo también malísimos pintores, al menos no iban de heteros por la vida. Eran artistas y vividores vanguardistas: pepitas de futuro al margen de su tradición, chicos-woke de Palencia. Podemos reírnos, ¿no? ¿O también ha sido prohibida la mofa? Cuando esto llega a provincia, es porque…     ¿Progreso?   


GRANDEZA / INSIGNIFICANCIA. TRASCENDENCIA / INMANENCIA.

El infra-hombre woke es incapaz de cualquier cosa que suponga grandeza. Es incapaz de producirla, porque es incapaz de concebirla. Y el artista woke, por supuesto, cuatro cuartos de lo mismo. El fragmento y el ripio elevados a símbolo supremo de los tiempos, descargan su conciencia (y su apetencia) de los retos propios de una edad heroica que, como cualquier otra edad pasada, quedó amortizada; debe ser acallada, enfriada; y si se rebela contra la amnesia impuesta, debe ser demolida. Todo atisbo de grandeza queda reservado para los chinos, que ya se encargan de matizarlo escupiendo en la calle, en su casa y hasta en casa de sus anfitriones. En Occidente la grandeza fue orillada. Malamente respira en la NASA contra el wokismo radical que quisiera extirparla también de allí.   Es la insignificancia (ahora se ha puesto de moda el sintagma perfil bajo) la que jamás incomoda a nuestro sujeto, ese woke-demócrata-comunista (¡Dios me ampare de su tirón democrático!), enemigo de las estatuas, salvo que canten al Che, o a cualquier otro asesino de masas que diga o haya dicho amar a las masas. La democracia, que no es el reino de todos, ni siquiera el de la mayoría, sino el de cualquiera, pasó la cuchilla a ras de suelo y ha quedado esto: enfermos mentales, colectivistas y cínicos en comandita contra lo que aspire a ser grande donde quiera que asome. Todo, ¿eh? El arrastre no respeta los rizos, dijo Esquilo.     En la carne blanda nacen gusanos, dijo unos siglos después Petronio. El infra-hombre woke, nacido de la carne blanda, se tiene a sí mismo en tan baja estima (aunque aparente y proclame lo contrario), que huye de la trascendencia como del Ogro. La trascendencia necesita un esfuerzo de fe (en Dios y/o en uno mismo) que escapa a sus ganas porque escapa a sus fuerzas. Así que se ha refugiado en la inmanencia y se ha echado en brazos de la Pachamama. Se trata de una cómoda renuncia al quid del hombre-hijo-de Dios. Toda la monserga ecologista parte de no aceptar que la naturaleza no es nuestra madre, sino nuestra hermana (Chesterton), porque ambos tenemos el mismo Padre. Esto es capital, porque el trato entre hermanos es muy diferente al trato entre hijos y progenitora. Si nos concluimos en la inmanencia, si nos encerramos en ella con los garbanzos y los moluscos, lo primero que sucede es que se pierde la esencia del mismísimo proceso cognoscitivo. Sujeto cognoscente y objeto cognoscible se igualan. Por abajo, claro, porque es mucho más difícil que el objeto se subjetive que lo contario, ¿no? Ambos se re-conocen (es un decir, claro, porque el objeto y el sujeto objetivado mal podrían re-conocerse) hijos redondos de la naturaleza y encerrados en su propio fin. No necesitan saber más. Se acabó. Sólo nos queda abrazar a los árboles y afiliarnos a un credo animista. La Pachamama nos proveerá si no la importunamos. Y si no lo hace, nos aguantamos.     Esto refiere también a un pasado titánico, predivino y prehistórico, con el que carga el infra-hombre woke por mucho que le pese cualquier tipo de pasado; y que le dice sottovoce: «No tiene sentido hacer nada en este tiempo circular. Reconoce que eres un decadente, un mierda, un vago. Baja los brazos de una puta vez». Y es que Dios no ha querido liberarnos de esa potencia ancestral. Trazad, en la noche de San Silvestre, una raya teórica en la conciencia, y veréis qué siega de fantasmas, dijo Alfonso Reyes.     ¿Y qué arte podemos esperar que surja de semejante renuncia regresiva, nada progresista? Ese que hemos ido desenmascarando hasta ahora: pequeño, insignificante, perecedero, fragmentario, ocurrente, copión, inclinado al victimismo, al igualitarismo, falto de imaginación… feo.     el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la naturaleza, dijo Rilke, todavía imbuido por cierta sed de trascendencia. Lo intrascendente sólo colma el espíritu de los animales. Seres amorales, con un alma bruta, si es que la tienen, que sólo puede desplegar la voluntad empujada por el instinto. Pero el infra-hombre woke, liberado de la moral por obra y gracia de su credo racionalista, su materialismo, su ateísmo y su amnesia plenipotenciaria, no se queda en lo amoral, puede resultar y muchas veces resulta claramente inmoral. Y en ese caso el arte… El arte sin moralidad (el que usurpa entre los decadentes el título de «belleza pura», y a la cual queman incienso hogaño como en holocausto a un ídolo diabólico) por efecto de deficiente moralidad en la vida donde nace y que le circunda, se descompone como arte, convirtiéndose en capricho, lujuria y charlatanería, haciendo del artista un lacayo de tales cosas y un esclavo de sus fútiles y personales intereses, dijo Croce. Muy pocos creadores escapan hoy a tales limitaciones. Incluso cuando derrocha dinero en algún proyecto artístico de supuesto gran calado, y se cree entonces impelido a cierta grandeza, el infra-hombre woke patina. Patina porque no está listo para, porque carece de la fuerza interior que demanda tal movimiento. Entonces se producen los peores bodrios. Me viene ahora a la cabeza el esfuerzo baldío hecho por Barceló en la cúpula de aquella Sala de los Derechos Humanos en la ONU. La ONU y los derechos humanos. Vaya par.     Ese tipo de fiasco nos pega las peores bofetadas. Como diría Shakespeare: Nada hiede peor que el lirio enfermo. Entonces nos damos más cuenta que nunca de que la pasarela woke es el efecto de causas profundas que no están demasiado a la vista para el decadente. La pasarela woke es el teatrillo, el escenario para una tragicomedia cuyo argumento se cocina en su trastienda con sangre muerta. Ay, Occidente… ¿Será que se apagan las brasas del fuego regalado en que ardimos? ¿Será que Dios tiene planes secretos para avivarlas? ¿Será que no hay tiempo para reparaciones, y mientras Dios nos devuelve a su seno, expiamos nuestras fechorías encadenados a la roca de la medianía por haber robado el frío? No lo sé. Mientras lo averiguo, pie en pared.                             


lunes, 23 de septiembre de 2024

PIE EN PARED CONTRA LA CULTURA WOKE

 



           

¿De dónde viene que un cojo no nos irrite y un entendimiento cojo            sí? De que un cojo reconoce que nosotros vamos derechos, y un entendimiento cojo dice que somos nosotros los que cojeamos;                  sin eso, experimentaríamos piedad y no cólera.

                 Pascal                                        

La historia no tiene leyes, pero envía mensajes.

                                    Sánchez-Albornoz

 

De niño nunca tuve la más mínima oportunidad de poner pie en pared sin ser regañado. Mi padre, cuyo extremado civismo estaba siendo roído poco a poco por el régimen castrista, aún conservaba el suficiente como para prohibirme semejante gesto: «Quita la pata de ahí ahora mismo». «Papi, por favor, estoy cansado». «¿Desayunaste hoy?». «Sí». «Pues recuéstate al desayuno. Ya sabes que eso no se hace». Ni en casa ni en la calle. En ninguna parte, por muy sucias y carcomidas que estuviesen las paredes que me tentaban, podía descansar de aquella manera. En ocasiones teníamos que esperar horas y horas por una guagua (autobús urbano) a pleno sol, con una temperatura satánica, junto a personas que no sólo ponían un pie en la pared, sino que se agachaban al modo vietnamita, o se sentaban directamente en el suelo; pero ni en tal caso podía yo… El pie en la pared era cosa de mal educados. Punto redondo. Claro, también fue mi padre, quien, cuando yo tenía unos doce años, al enterarse de que había una suerte de matón amenazándome en el camino que hacía a diario para ir a la escuela, me dio una navaja y me dijo: «trata de no sacarla del bolsillo, pero si te ves obligado a hacerlo, no la guardes sin usarla». Mi madre, que estaba al tanto, puso el grito en el cielo, me quitó aquel artefacto (yo lo agradecí, tenía mucho miedo), y tuvo una discusión con mi padre que nunca olvidaré. El caso es que el meridiano civismo de mi padre, un hombre de modales casi decimonónicos, no estaba reñido con su capacidad para una pronta respuesta ante cualquier provocación abusiva. Respuesta que sería en cualquier caso proporcional a la provocación desencadenante. Vivíamos en un barrio peligroso de La Habana, en un tiempo donde los modales degeneraban de arriba abajo y la violencia, que alcanzaba su máximo nivel en la represión política, se enmascaraba de mil formas y permeaba todas las capas sociales, todos los espacios para la convivencia. (¿Convivencia? ¿Allí?). Pero mi padre era un tipo muy hispano. Sus modales refinados podían naufragar ante cualquier desafío irrespetuoso. Y en tal caso, jamás hubiera podido increpársele en los términos que lo hizo aquel Pero Bermudes a uno de los yernos del Cid: Lengua sin manos, ¿cómo osas fablar? Manos es lo que sobraba a mi padre cuando el asunto demandaba manos y no lengua. Mi padre bien hubiese podido decir con Ibn Hazm: la espada no es más que un peso hasta que deja la vaina.

La expresión pie en pared, como sustitutiva del hasta aquí hemos llegado, no se usaba en La Habana. La escuché por primera vez en España, inserta en la lucha (sí, lucha, para qué andar con eufemismos) política. Entonces (mediados de la década del diez) unos políticos se quejaban de que otros políticos organizaran escraches a las puertas de sus casas. (Actos de repudio, le llamaban en Cuba a estas muestras de mal gusto, intolerancia y odio, orquestadas allí por el gobierno contra sus desafectos). «Pero y esto ¿qué coño es?, a ver, ¿ya están aquí los comunistas desmelenados, con su habitual descaro y sus maneras violentas, atravesando la democracia y la paz españolas como Pedro por su casa?», me pregunté entonces. Claro que había que poner pie en pared. Pero se hizo a medias. Los políticos moderados en España no saben vérselas con los colectivistas e independentistas talibanes. Proceden todos como aquel aldeano empeñado en ponerle emplastos a un puerco espín. «¡Pie en pared!»… Bla,bla,bla… Y después a pasarles la mano. Que si pactos, que si concesiones mitigantes, que si facilitarles el acceso a las instituciones del Estado, al dinero-impuesto, a los medios de comunicación… Como diría Blaze de Bury: ¡qué ingeniosa sabe ser la cobardía! A lo que añado: y qué inoperante.

Vivo en un país completamente distinto al que encontré cuando llegué a finales del noventa y dos. España, que siempre tuvo la mecha corta, languidece ahora narcotizada, como si fuese un mísero villorrio donde se han comido todos los gallos. Es un país zombi, que parece caminar medio vivo detrás de su propio cadáver. Parece ir como dócil maletero tras los capitanes de la decadencia: Canadá, EE.UU. y Europa en su casi totalidad. Y es que la pulsión decadente y autodestructiva de la nación se ha embalado de la mano de independentistas y colectivistas, hasta el punto en que el propio país, entendido, también, como la suma de sus instituciones democráticas, corre peligro. La situación se asemeja tanto a la que se produjo en la década del treinta de siglo veinte, que hiela la sangre. La Monarquía Parlamentaria española empieza a parecerse demasiado a aquella República que, según cuenta Unamuno, un procurador de Balaguer definió como una iglesia donde todos eran herejes. ¿Cuántos españoles son hoy verdaderamente demócratas? ¿Cuántos saben acaso, a ciencia cierta, qué es la democracia? ¿Cuántos la defienden con uñas y dientes?

La democracia liberal en España va cuesta abajo como lo hace en el resto de Occidente. Va cuesta abajo con la cultura que, entonces ya convertida en civilización, la alzó sobre los restos del Antiguo Régimen. Una civilización, la occidental, que se formó a partir de la filosofía griega, el derecho romano (el derecho, no las leyes) y la innegociable pulsión libertaria y aristocrática de los pueblos germanos; todo ello amalgamado por el cristianismo. Es contra esa amalgama genitora que se lucha a muerte desde el exterior y el interior. ¿Desde el interior? Sí, especialmente y por incomprensible que resulte. Más de doscientos años lleva la razón desmandada, metiendo intelecto a empujones y desahuciando alma en el hombre occidental, como si ambas cosas no pudiesen y debiesen cohabitar en él. Demoler el cristianismo, de eso se trata, porque haciéndolo, Occidente caerá como un castillo de naipes. Pero en esta operación ya centenaria, España mantuvo siempre un perfil propio, a pesar de lo que pudo pesarle (mucho) dejar de ser El Imperio para ser, desde los puntos de vista económico, político y militar, un país de segunda o tercera fila en el concierto internacional. España mantuvo un perfil propio gracias a la inercia de su singular constitución como nación, marcada a sangre y fuego por ocho siglos de lucha divinal en la Península, seguidos éstos de otros cuatro de intensa hispanización en América. Doce siglos, uno detrás del otro, de conquista, urbanización, puebla, defensa de lo poblado y evangelización cristiana, específicamente católica. No es tan fácil desmontar el cristianismo en una nación con tales haberes. Sin embargo ahora, después de cuarenta años de plena inclusión en el coro de las democracias occidentales, una parte de la nación, de nuevo la que se siente más incómoda frente a sus milenarias tradiciones, se ha puesto a la cabeza de la lucha por un gobierno global libre de cristianismo.

A la unión, ya rara, de independentistas y comunistas (rara, porque el comunismo es tan propenso al gobierno global como el súper capitalismo antinacionalista), a esa unión, digo, se suma ahora el islamismo, que tiene dos primeras presas en la mirilla como aperitivos de su soñada comilona en Occidente: Israel y España. Independentistas, comunistas e islamistas en una coalición espuria, con fecha de caducidad más que tasada, pero que en estos momentos ejerce una presión enorme sobre nuestro país. Y la cosa no acaba ahí. EE.UU., que también se cae a pedazos, declina su intención de imperar en el mundo a favor de chinos y rusos, enfría la OTAN y deja a Europa donde se merece por paleta y mojigata: en la estacada. Sólo una nación como la española podría aguantar semejante presión por tantos flancos. Pero para aguantarla, tendría, primero, que pretenderlo, y eso… España tiene una historia tan especial, y los españoles tienen un alma tan vasta, que bien podrían plantearse una nueva hombrada. A fin de cuentas, la decadencia occidental, imputable en origen al desmadre de la razón y a su brazo armado: las revoluciones, es de raigambre cismática: protestante. Desde el catolicismo, tal vez podría España ofrecer una resistencia sui géneris. Sin embargo… ¿Puede ser modulada la caída, acaso frenada, después de más de dos siglos de ilustración, primero acomplejada y luego desbocada?

Se necesita mucha energía para enfrentar el entuerto, y, ciertamente, es difícil decidir por dónde empezar. No obstante, hay personas que ya tomaron una decisión: hay que construir un dique urgente en el trasvase de sentido común que se está llevando a cabo desde el sitio donde, evolucionando, estuvo siempre, al sito donde, revolucionando a mil vueltas por hora, se meteoriza. Y es que sin sentido común estamos perdidos. Ya se sabe que aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes. Y también se sabe que desdichada imprudencia la que nos lleva a desdeñar a los mediocres, cuando la mediocridad es un gas incoloro e inodoro que va acumulándose sordamente hasta que explota de súbito con increíble violencia. (José Corts Grau). Donde dice mediocres y mediocridad, añadamos estúpidos y estupidez. Hay que actuar ya. Nos quedamos sin tiempo.

El trasvase de sentido común que padecemos tiene su principal sala de máquinas en la llamada cultura woke. Prometí hace un par de años que no hablaría nunca en serio de esto, pero, lo siento (por mí y por quienes me lean), ahora no puedo evitarlo. Tengo hijos y nietos. No sólo hablaré de ello, sino que lo combatiré públicamente. Sabemos con Vico que el hombre ignorante se hace a sí mismo regla del universo. Y como ya son tantos los cretinos asimilados a tal disparate, si alcanzan a articularse del todo y terminan de redondear su alianza con el Estado (nacional y supranacional), establecerán las reglas con las que tendremos que funcionar a la fuerza en su universo woke. Así estamos. Ya casi lo tienen hecho. Toda la basura woke (¿hace falta que la liste?, no, ¿verdad?) constituye el colmo de la decadencia de Occidente. Y como tal, constituye también su Kerkoporta. ¿España retirará su tranca de esa puerta sin un último forcejeo? No. Decía Chesterton que la falsa teoría del progreso afirma que podemos cambiar el examen en lugar de intentar aprobarlo. ¿Eso haremos todos? ¿Cambiaremos el examen y terminaremos saltando sobre palos de escoba con cabezas de caballo hechas de madera, en supuestas pruebas de equitación? No, si podemos evitarlo. ¿Terminaremos comiendo insectos y preguntándonos cada mañana si somos gato o jirafa? No, si podemos evitarlo. Es increíble, pero a eso quieren llevarnos. Quieren abrir la Kerkoporta sin tener la menor idea de quiénes están esperando del otro lado. ¡Imbéciles! Van a encontrar resistencia. Mucha. Porque parece mejor oponer resistencia ahora que tener que batirse, no con los gatos o las jirafas mutantes, sino con los comunistas, los independentistas y los musulmanes en su confuso pero mortífero tropel. No añado los robots a la terna, porque si la inteligencia artificial se adelanta a los demás agentes de nuestro declive, apaga y vámonos. Dios no podrá perdonar nunca, creo yo, a la creación más espuria de su creación estrella.

En fin, en Madrid funciona hace dos años una asociación llamada precisamente Pie En Pared, que tiene por objeto encabezar en España la batalla civil contra esta lacra. Recientemente su presidente, Juan Carlos Girauta, y su secretario, Marcos de Quinto, me pidieron que me uniese a su equipo, integrado, dicho sea de paso, por personas de una solvencia apabullante en todos los sentidos. No sé si podré estar a la altura del reto que para mí supone trabajar en semejante grupo, pero lo intentaré. Parafraseando a Gracián, digo: porque ya no puedo echarme a las espaldas sin más lo que está pasando, me lo tomo a pechos. Pongo pie en pared. No me regañes esta vez, por favor, viejo.       

      

jueves, 13 de junio de 2024

REGRESO A TOKIO


 






 





REGRESO A TOKIO


En una esquina del cuadrilátero el

adoquín pajarea. Todo tan tasado

y a la vez tan… La mañana, ceremo-

niosa, con su kimono, su moño y su

muaré de luces, niega la juventud

matemática (aquélla: número sin

nombre) que la mente opone a la

desmemoria: «Desiste. Desiste. Por

ahí no sales».

                          Soplo...                                     

                                                 Dios

promulga la puebla del hormiguero

con delicadeza nipona. El pan euca-

rístico (pan y Pan) cede al bosqueci-

llo de bambú, cuanto la lengua (casa /

plaza / raza) cede al misterio que la

emboza.               Tren y samurái. Y

té.                            Junio. Hijo. Pío

del pájaro liberado ante el arroz que

lo tienta y lo mide.                    Tokio.   


miércoles, 17 de enero de 2024

LA ANIQUILACIÓN EN VERSIÓN DE FRANCISCO DOS SANTOS

 


                                                 

                                                                    El silencio de Dios está lleno del discurso del hombre.

                                                                                                                    Corinne Enaudeau

 

Llevo algunos días volviendo una y otra vez sobre la obra “Aniquilación” de Francisco Dos Santos. Siempre disfruto mucho con las invenciones de este magnífico artista (diseñador, dibujante, poeta), y en esta ocasión, por más que el título de la serie tuviese cara de perro, no ha sido diferente. Francisco no ha logrado ponerme a temblar de miedo con sus dramáticas escenas. Digo dramáticas y no trágicas con toda intención, porque si a estas láminas le quitamos el marchamo literario, el caos que contienen pudiera referir lo mismo a la muerte que al nacimiento. Es más, yo quise ver y vi estas hermosas imágenes como instantáneas de un caos genitor, y no de un caos exterminador. No un final. Un recomienzo. ¿Por qué? Aquí debía detenerme. Lo sé. Pero me pasa lo de siempre: cuando me impulso no sé parar ni siquiera ante muros envolventes. No debía preguntarme nada. «Esto me gusta y se acabó», debía decirme. Sin embargo, si se cree tener herramientas razonadoras sobre algún asunto, y asimismo se padece el vicio de escribir para ordenar las ideas que esas herramientas levantan de manera despótica ante el sujeto-crédulo… Montaigne dijo: bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Lo dijo cuando ya era tarde, cuando había invertido mucho en cabalidad inteligente, pero seguro que aun así le dio tiempo a detenerse frente a umbrales carísimos. Me pasa a mí, por ejemplo, con la música. No quiero saber más de música. Sólo quiero escucharla. Consideraría un enemigo a cualquiera que tratase de endosarme conocimientos de solfeo o armonía.                                                    Ya, pero estás láminas tan sugerentes de Francisco…

Dos ideas ajenas se alternaron en mi cabeza desde que vi la serie por primera vez. Había estrellas fugaces. Caían como si del cielo estuviera lloviznando lumbre, dijo Rulfo refiriéndose a la festiva resonancia celeste de un funeral. El aura alzaba chispas de la tierra, dijo Leopardi refiriéndose a los tiempos en que todavía no se había completado la ruina de Italia hasta el punto en que sobre su tumba, inmóvil, se sentase la Nada. En estas láminas de Francisco, ¿llovizna lumbre del cielo, o saltan chispas de la tierra? Puede que la pregunta no sea ociosa. O puede que sí. Porque en ambos casos ¿no se apunta a un fenómeno restaurador? Si la aniquilación de Francisco viene del cielo y lo hace con lumbre fría, es decir verde-azulada, ¿no será su motor un azufre reparador del que resurjan, no sólo Lot y su fértil ebriedad, sino también sus hijas y después sus nietos: padres de los moabitas y los amonitas? Bueno, los moabitas y los amonitas nos gustarán más o menos, pero son hombres, no maquinitas transhumanas… Y si la aniquilación de Francisco viene de la propia tierra, de la que un aura universal hace saltar chispas, y todos esos azules y turquesas son devueltos por el mar al Cielo, que los recibe y los luce, ¿no será que el propio Cielo acepta tomar cartas en el asunto para que todavía la nada no se siente, inmóvil, sobre la tumba de la humanidad? Por muy caribeño que yo sea, en ningún caso imagino un escenario apocalíptico con esa rumba de colores altivos. Si los cuatro jinetes del apocalipsis atravesaran semejante escenario, ellos y sus caballos afortunadamente saldrían bailando lambada.

Que Francisco se vea (nos vea) sujeto de aniquilación con esos ojos luminosos demuestra que es merecedor de un don invaluable: el del Arte con mayúscula. Merecedor, digo, de producirlo y recibirlo. Estas láminas son mucho más sensitivas que razonantes o discursivas. Y como siempre sentiremos más de lo que sabemos (Escohotado), son arte del bueno a pesar de lo que pudiese lastrarlas el discurso: nada, no las lastra nada. Ninguno de los pesados pensadores del Fin, ninguno de los sesudos nihilistas de pro, pudiera imaginar una aniquilación tan gozosa y prometedora. Sucede que el arte no resuelve problemas, ensalza misterios. Y esto de ser o dejar de ser… El ser no es un problema, es un misterio, dijo Verneaux aludiendo a ideas de Marcel. La existencia es un agujero en la realidad objetiva, dijo Jaspers. Y si lo es la existencia, cómo no va a serlo la esencia. Todo lo referido a que seamos o dejemos de ser, incluso inmersos como estamos en un recoveco histórico enfangadísimo, acechados, además, por la inteligencia artificial, seguirá siendo eso: un misterio: un agujero, no sólo en la realidad objetiva, sino también en la consciencia. Así que el inconsciente de Francisco se aprovecha del hueco en la consciencia (la suya y la nuestra) para levantar ante nosotros una aniquilación de tez morena y ojos azules. Vamos, un bellezón que lejos de asustarnos nos atrae.

Jamás encargaría a un artista como Francisco una serie de láminas realmente apocalíptica. Pensaría en artistas con menos luz, menos numen y menos sentido del humor. Es decir, no pensaría en artistas, sino en productores o reproductores de conceptos encadenados a sí mismos. O podría pensar en racionalistas bobos, de esos capaces de concebir aquella Venus de Ayn Rand que surge de la escotilla de un submarino. Pensaría, seguro, en los expertos armadores de discursos humanos, demasiado humanos tal vez, que muy altaneros ellos se creen capaces de llenar el atronador (ese sí que me aterra) silencio de Dios.



Las láminas se pueden ver y comprar pulsando el siguiente enlace: 

https://opensea.io/assets/ethereum/0x495f947276749ce646f68ac8c248420045cb7b5e/34120265064319993160349094282409031807885416651455354619358820320031291736065?fbclid=IwAR350NIdrQEzf3fUy2LdTIK2UGM_mxIrRb2w4b3uQODg_e38qyCOXhrJzjU


 


miércoles, 27 de diciembre de 2023

AHOGADOS EN MERCURIO, DE FERNANDO DEL VAL

 



El molinero ladrón de viento hace buena harina con la tempestad.

                                                                                                                                     G. Bachelard

                                                                                                         

 

Acabo de leer Ahogados en mercurio, de Fernando del Val. ¿Debía sujetar este entusiasmo aniñado? ¿Debía limitarme a decir: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor»? …En una carta a Jorge Guillén, Américo Castro, a quien Jorge había pedido opinión sobre algunos poemas propios, confesó: El escribir sobre poesía es la tarea más insensata que pueda uno realizar, sobre todo estando ahí el poeta, que por otra parte… tampoco podría hacer sino repetir sus versos. Insisto, ¿debía limitarme a decir: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor»? No puedo. A ver si al menos logro enfocar mi ánimo para hablar lo justo. Que esto es una reseña, aunque el corazón y el hígado me pidan mucho más. Tiempo habrá para discursos cardiacos y hepáticos que publicaré o no. La verdad es que el libro no me necesita para nada. La verdad es que al libro le sobran los voceros, le sobra cualquiera que pase de ser un simple y agradecido nuncio. No obstante…    

Hace mucho tiempo que esperaba este libro. Y hace mucho tiempo que esperaba de Fernando un libro como éste. Lo esperaba de él, porque es uno de los pocos poetas del ámbito hispano que está listo para escribir algo así. ¿Cómo? Impecable en lo formal, meridiano en lo sustancial, y para salvar lo anterior de su propio veneno, cargado de poesía. Razón poética. Verdad poética. Imagen poética. Poesía. Poesía que provoca en el lector un aluvión de emociones inteligentes. La entiende l’alma, el corazón la siente, / aquélla docta y éste vigilante, que diría Quevedo. ¿Es ésta la única poesía que importa? Por supuesto que no. Tiene que haber poesía para todos los gustos, pero hay tanta de la otra… Como dijo Forkel para explicar que Bach no escribiese canciones: estas encantadoras florecillas del arte nunca perecerán; ninguna necesidad hay de dedicarse a cultivarlas con especiales cuidados, porque la naturaleza las produce espontáneamente. Fernando está a lo que tiene que estar.

Ante un libro como éste se agolpan en mi cabeza los motivos para el elogio.

El libro es perfecto musicalmente hablando, porque aunque en teoría abre numerosos caminos en tal sentido (los poemas prescinden de signos de puntuación), los versos están diagramados y encabalgados de una manera tan sólida, los espacios “silentes” están tan bien colocados, que apenas puedes tomar un camino: el que marca el autor, que es, además, el que te permite cantar con él sin incómodos tropezones. Esto del verso libre es una ilusión, un camelo más de los poetas que parecen decir al lector: «siéntete cómodo, podrás leerlo a tu manera», mientras fijan la música en una partitura de piedra. No existe el verso libre en la buena poesía. Aquí la libertad, como en cualquier otro terreno, pasa por entender lo necesario y disfrutarlo sin complejos. Sólo hay margen en estos poemas para que el lector escoja el tempo en que quiere leerlos. Nada más. Aunque tampoco. No, tampoco. El tempo también viene tatuado en la buena poesía. Los tempos otros son como calcomanías. Eso. Y eso lo desconocen incluso algunos poetas, que leyendo sus poemas los niegan, lo que quiere decir que los escribieron bajo un ataque de amusia. No es el caso de Fernando, claro.

El libro optimiza los recursos expresivos. Los optimiza. No abusa de ellos, pero tampoco los evita. Fernando es un poeta castellano. Con esto quiero decir, no que nació en Castilla (se puede ser un poeta castellano habiendo nacido en Manila), sino que escribe con nivel y plomada en el tumbo de la lengua. Es un poeta del centro, no de la periferia. Sin embargo, no se deja batir por esa ventaja-desventaja, porque no pasa la poesía por un cernidor de retórica hasta desnaturalizarla. En este libro el ajuste retórico nunca impacta en la línea de flotación de la poesía. Manda la imagen, que exige la retórica justa, la óptima. Dar en el clavo con esto es crucial, porque hay poetas castellanos que llegan a la antipoesía, no contra el lirismo, no en rebeldía frente al canon, no usando la burla, el sarcasmo, el humor negro, sino huyendo de la retórica hasta convertir lo que escriben en insulsa prosa. Magra, sí, pero no poética. No es el caso de Fernando, claro.

El libro es vertical cuando se posiciona frente a los vicios que en la actualidad descabellan la cultura occidental. Aquí ya no hay equidistancia que valga. Fernando ajusta cuentas hasta consigo mismo. Tonterías, las justas; es decir: ninguna. ¿Hay en este libro pesimismo? Sí. Pero se trata de un pesimismo luminoso. Porque en las entrelíneas del diagnóstico, la poesía abre mil caminos de tratamiento. Tratamiento que apunta siempre a la confianza del hombre en sí mismo, a la fe. No religiosa. O sí. Fe. …la hierba no crecía / había perdido la fe. …la fe evita el rodeo / une los mares distantes / la duda es método / siempre que no ciegue el camino. Aquí los apósitos no son de mercurio. Ni siquiera se trata de meros apósitos. Aquí se le pone tope al escepticismo razonante. El libro es todo él un canto contra la mansedumbre del hombre occidental frente a los agentes que cercenan sus piernas. Fernando le ha visto las orejas al lobo y toma las precauciones que aconseja la lectura de estos versos de Lope: con la noche corrió una vez desnudo, / y, dándole una echada de ventaja, / cuando se quiso levantar no pudo. ¿Noche y oscuridad? Por supuesto, siempre que la vela no esconda la salida en la caverna; siempre que lejos de esconderla, la aclare. En fin:         


¿Contra un hombre que se pretende a sí mismo ahistórico, y que sin embargo trata de reescribir la historia para convencerse de que debe reducirse al animal?

            Página 30 

 

¿Contra la falta de fe y el miedo paralizantes, que desembocan en lo políticamente correcto?

            Página 32                                                                                                                                            

                                      un día su madre le pidió

que vaciara los bolsillos

 

cayeron

un dios menor

y tres argumentos mayores

 

[silentes

por miedo

a no decir

la frase

correcta]                                                                                                                


¿Contra la falta de confianza y la parálisis cobarde?

            Página 34

el sol se echó a temblar

cuando leyó la tempestad

y vio

acostada

su figura

junto a bosques

y jaguares

compartiendo cama

con el siglo veintiuno

 

¿Contra el exceso bobo (o no tan bobo) en el derecho positivo?

            Página 38

pasado mañana

la piedra

exigirá sus

derechos

y tú

se los darás

 

¿Contra el nihilismo?

            Página 37

todo tiene márgenes

relieve

ángulos

[…]

salvo la voz de la ausencia

el rugido del no ser

 

¿Contra la cultura de la cancelación?

            Página 39

 

¿Contra la cobardía de los decadentes?

            Página 40

el hombre teme que el futuro

                se disfrace de destino

y el porvenir le aceche con olas de nueve metros

el pasado mientras tanto

le atormenta con la felicidad

[la nada no tiene centro        dijo leonardo

la vida humana     a veces     parece que tampoco]

 

¿Contra el periodismo ignorante y sectario?

            Página 43

 

¿Contra el cientificismo ciego?

            Páginas 66 y 67

el científico deseó saber

cuánta sangre

había

por el suelo

calcular su perímetro

pero la forma de la muerte es tan caprichosa

       que no pudo tomar medidas tan drásticas

 

el ojo fino de la lluvia

advertía el gorjeo de los pájaros astrónomos

[…]

las aves importan

mientras nadie

las sobrevalore

 

¿Contra la vocación de inmanencia (¿chamánica?) negadora de la trascendencia, y contra el racionalismo destructivo?

            Página 83

sin sujeto no hay objeto

sólo       pesadillas de la razón


El libro contiene todo esto, pero es lo contrario a un ensayo. Como dije antes, la excelente versificación (música perfecta / recursos expresivos óptimos / imagen poética de alto vuelo) salva a la sustancia poética de empantanarse en sí misma. En este libro el qué es meridianamente claro y necesario, pero es el cómo lo que marca la diferencia. Por ejemplo, tanto como pueda decirnos un ensayo sobre el tiempo, o más, nos dicen estos versos: [el tiempo es] cobijo de eternidad / en los mejores casos. ¿Se puede apuntar mejor y con menos palabras a lo confortable que resulta la trascendencia? Aunque se sea a ratos pesimista, ¿se puede decir mejor que el hombre es un ser estrellado y que el cielo es parte de su morada, que cuando se dice: Somos una estrella que desea salir del cielo?  Somos una estrella y existimos en el cielo. Y somos nosotros quienes, inexplicablemente, queremos abandonar esencia y existencia. Ante esta demoledora certeza, Fernando levanta un magnífico portón poético que invita a tomar otro camino. Sí, el molinero ladrón de viento hace buena harina con la tempestad. Ante el rugido del no ser que hace temblar al poeta, reconforta saber (con toda intención citaré a una escéptica impenitente como Virginia Woolf) que, si se arrumban la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación, hay cálidos huecos en el corazón del rugido.

 

El libro está exquisitamente editado por la Fundación Jorge Guillén en la colección Maravillas concretas. Ya sabéis: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor».