…otro Prometeo expía una extraña fechoría, eternamente encadenado a la roca […] por haber
robado el frío R. de Montesquiou
Qué
prometedor el arranque de los noventa, ¿no? Parecía que el veinte bajaba el
telón: Yeltsin borracho (alcohol y futuro) encaramado en un tanque de guerra frente
al Kremlin. FIN. Y tras el telón del
veinte, que fue la fosa séptica donde desaguaron y fermentaron los
colectivismos más densos de origen ilustrado, el justo sumidero: glu, glu, glu…
ni nacionalsocialismo ni fascismo ni comunismo. Sí, contra todo pronóstico, libres
también del comunismo: el mismísimo paterfamilias, el capo. ¡Dios!, ¡resultaba
casi increíble! En agosto del
noventaiuno yo tenía veintiocho y sufría un vértigo intelectual de armas tomar.
Había vivido tanto y tan poco. Había leído tanto y tan poco… Sin saberlo,
andaba con la cabeza en el cielo y los
pies en el abismo. Bocetaba en el aire mi catedral de adobe. Tramaba una
jugada complicadísima para embaucar a Castro (entonces ya una suerte de ayatolá
maraquero) y traer mi familia a España. Creía que si lograba salir de aquel
manicomio, la arquitectura y la literatura me salvarían, nos salvarían. Creía que
la creación artística en democracia, con su fuerza liberadora, sería la réplica
perfecta a tres décadas de condena en un almario común. ¿Se puede ser más iluso? Ah, pero la historia que sobrevivió al
Niágara se ahogó en la bañera. ¿Quién podía imaginar entonces, más allá de los
cuatro iluminados del postmarxismo (Laclau, Mouffe y quienes pagaron sus elucubraciones
entre algodones, caviar y wiski), que la criatura, aparentemente vencedora de
la gran catarata, naufragaría en la modosita tina, en cuyo fondo latían, sin
embargo, los metales pesados de la Modernidad, secretados siglos antes por
Lutero, Calvino, Descartes, Voltaire, Rousseau…? Nadie supo calibrar en su
justa medida aquel presagio de Arbátov: Os
haremos el peor de los favores: os dejaremos sin enemigo. ¿Arte liberador? ¿Quién cogió fruto que sembrase en piedra?, se preguntaba, en la
cumbre de la hispanidad, Baltasar del Alcázar. El “arte liberador” (en mi caso liberador,
para empezar, del realismo socialista que nos endosó Stalin), ese arte que
embriagaba al socialdemócrata que entonces se amodorraba en mí, al no poder
germinar en su pétreo sustrato, llevaba dos siglos mutando en dirección al “arte
por el arte”, que no necesita más sustrato que la gaseosa decadencia. Y aquel
“arte por el arte”, que coqueteó con mayorías y minorías colgado del
librepensamiento y la democracia, se columpió y se columpió y se columpió hasta
convertirse finalmente en “arte para idiotas que caen a la máquina”, es decir:
“arte para desertores de lo humano”. Es ése el que desfila hoy en la pasarela
woke. (¿Arte?). ¿Merece la pena prestarle atención? Por supuesto que no. Casi
nunca piso los museos de arte contemporáneo, y nunca las galerías que exponen
esa bazofia, ni los cines que la proyectan, ni los auditorios donde suena. Tampoco
leo los panfletos donde se explaya. ¿Merece la pena prestarle atención crítica?
Bah… perro viejo / non ladra a tocón,
diría Juan Ruíz. Sin embargo, si el perro, por muy viejo que sea, no ladra
cuando ante él se planta el diablo disfrazado de tocón hay que azuzarlo. Y
tanto. Así que… No hablo de un arte realmente nuevo, ni
siquiera novedoso, por más que pretenda serlo contra viento y marea. Qué va. Como
sus ascendientes postrevolucionario y postmoderno, llega cargado de discurso
barato (de futuro, ay, dirían sus emisores y destinatarios). Lo distinto ahora,
lo más radical quizás, es que llega tan cargado de discurso barato como falto
de imaginación. Pero como son dos sus principales modalidades-woke, también nos
llega falto de imaginación y vacío. En esta segunda faceta alcanza su apogeo
nihilista: arte amoral que nada refiere y nada pretende. Cero. En
todos los casos se trata de un arte que va como pollo sin cabeza de la razón a
la sinrazón y viceversa. Razón y sinrazón puras, o sea, estancas y estériles. Arte
para un hombre que no ejerce de, que cansado de sí se desdobla cómicamente en zombi
y maromero para después deshacerse. (El
entendimiento, la fantasía, el corazón, se hallan en estado de grande
agitación, de movilidad, de desarrollo; presentando al propio tiempo los
contrastes más singulares, las extravagancias más ridículas, y hasta las
contradicciones más absurdas, dijo Balmes a principios del diecinueve.
Imaginaos qué diría hoy el sacerdote de Vic, cuando el entendimiento, la
fantasía y el corazón son capaces de contrastes, extravagancias y
contradicciones entonces inimaginables, y como si fuera poco, están postrados ante
el transhumanismo y la inteligencia artificial). El arte del que hablamos renuncia además a lo
que, incluso para “el arte por el arte”, fue un último madero en el océano: el
placer meramente estético de estirpe hedonista. Es un arte que se regodea en lo
insulso, pero también en lo grotesco, en lo feo, sobre todo en lo feo. Ése es
posiblemente su peor regalo. Lo que no es bello, no puede ser verdad,
decía (¿exageraba?) el romántico De Musset. Y yo me alzo ahora contra el arte feo,
verista o no, recurrente en los últimos doscientos años. Lo que no es bello,
digo, necesita muletas para constituirse y erguirse. Y cuando lo logra,
necesita muletas más fuertes aún para no caerse y romperse. Las muletas para lo
feo-insulso y lo feo-discursivo son el producto estrella en el comercio que se
traen entre manos muchos mal llamados críticos de arte y los artistas
mediocres. Se venden bien caras y envueltas en una baba conceptual, que en los
tiempos que corren, como no podía ser de otra manera, también se extravía en lo
woke. Hasta aquí nos ha traído el deporte occidental
consagrado a lo nuevo. Puede que la verdadera
espisteme de la época, por encima, incluso, de la ciencia experimental y la
tecnología, sea la búsqueda desesperada de lo nuevo. Lo “nuevo
por lo nuevo” representa hoy una fuente de legitimidad simétrica (en cantidad,
no en calidad, claro) a la que en su día buscaron Jasón y compañía, cargados de
vitalismo heroico, en el vellocino de oro. Pero a diferencia de aquellos aventureros
píos, el hombre occidental del veintiuno, ateo, ebrio de nihilismo, se legitima
en “lo nuevo por lo nuevo”, que es el parricida de la tradición, la pócima
contra las incómodas raíces de un hombre que hubiese preferido nacer, o eso
parece, no de padre y madre, sino de las ideas; un hombre abstracto, no real,
no entero, sin posible solución de integridad, que se enfrenta a su tiempo, no uno,
sino hecho pedazos, sin imán a la vista, sin plano de sí mismo, sin su propio
manual de instrucciones. Lo “nuevo por lo nuevo” es la matriz del “arte
por el arte”, que a su vez es la matriz del “arte para desertores de lo humano”.
Lo “nuevo por lo nuevo” es de linaje cismático y revolucionario. Viene de
lejos, como el arte que lo acompaña y explica, que, aunque se travista una y
otra vez, es un arte antañón que apunta con creciente puntería a la nada. Leed
al Unamuno de hace un siglo: …nadismo que
nadie ha definido mejor que el pintor Ignacio Zuloaga cuando, enseñando a un
amigo su retrato del botero de Segovia, un monstruo a lo Velázquez, un enano
disforme y sentimental, le dijo: «¡Si vieras qué filósofo! ¡No dice nada!». No
es que dijera que no hay nada o que todo se reduce a nada, es que no decía
nada. El botero de Segovia, al no decir nada de nada, se ha librado de la
obligación de pensar, es un verdadero librepensador. Estos novísimos librepensadores: protagonistas,
productores y consumidores del “arte para desertores de lo humano”, arrastran un
cargamento de tal negatividad, que hace unos años se atrevieron a ir de ciudad
en ciudad (no en Corea del Norte ni en China ni en Rusia, claro, en Occidente)
derribando estatuas de hombres que, osando presentarse ante ellos como
acreedores en algún sentido, ponían en solfa su misma razón de ser. ¿Deudas?
¿Pasado?… Aquellos enemigos de las
estatuas que brotaron como setas en nuestras rubias sociedades (porque… qué
rubias, qué altas, qué guapas, qué pulcras y puras y perfectas resultan esas
multitudes europeas y norteamericanas, precisamente por pretender no serlo,
¿no? Qué bien encaran el futuro del hombre nuevo. Qué preparadas llegan a la
cima de la historia para resolverla de una vez por todas a su imagen y
semejanza. Ah, libertad, igualdad, fraternidad… qué maravilla de Trinidad
renovada), aquellos enemigos de las estatuas, digo, algunos de los cuales se
consideran artistas, encarnan el futuro de la especie que, en ellos y para
ellos, al fin activa su golden-gólem.
¿Un infra-hombre woke? Ufff… Es la lenta pero segura reclinación del hombre que estrella
tras estrella abandona su mundo.
Introducido el tema de esta breve
investigación, quiero hacer zoom, hasta donde me lo permitan mi modesto juicio
y el espacio que suelo darme en este formato, sobre la creación artística en la
pasarela woke. Para ello utilizaré algunos pares dialécticos, a partir de los
cuales, espero ser capaz de concluir algo inteligible. Aunque el abuso de la
dialéctica es uno de los vicios de la Modernidad (ver en Higinio Marín), y me
hago cargo de que por este camino andaré siempre sobre tembladeras, creo que
mis posibles lectores, hijos como yo de esta época dialectizante, lo
agradecerán.
IMAGINACIÓN
/ INTELIGENCIA
Cuando diseño o escribo, batallo conmigo
mismo. Sobre todo cuando escribo poesía o narrativa, sufro el constante
pugilato entre el poeta y el pensador que en mí se dan codazos sin miseración. Lo
hago con consciencia o sin consciencia de, pero en el primer caso, que sucede
más de lo que me gustaría, el desgaste es tremendo. «A tu hueco, cabrón», le riñe
una y otra vez el poeta al pensador que intenta subírsele a la chepa en actitud
desafiante. Tengo escrito en un poema que habla del poeta que soy: cautivo de la palabra, como un mulo de su
carga, un día bueno es aquél en que distingue problemas y misterios. Distinguir
problemas y misterios, humillar ante los segundos y ensancharlos con alguna
pregunta nueva, con alguna imagen devota, esa es la clave. Al menos, la mía.
Valéry expresó magistralmente el placer que siente el creador cuando trabaja en
pos de la dicha “hazaña”, cuando cree que la alcanza, que siquiera la roza: un placer que excita la inteligencia, la
desafía, y le hace amar su derrota. Creo saber de lo que hablo cuando digo que la
imaginación y la inteligencia son, para cualquier creador postaristotélico, un
par en vivísima pugna, de cuyo arbitrio depende el peso, el aliento y el color
de lo que se crea. Después de la operación socrático-platónico-aristotélica
llevada a cabo en Atenas entre los siglos quinto y cuarto antes de Cristo, que
devastó el pensamiento mitológico a favor del abstracto y el pensamiento
relativo a favor del absoluto, los creadores artísticos quedamos en algún
sentido desamparados. Sólo almas privilegiadas (me vienen a la mente ahora, por
ejemplo, Ovidio, el Bosco y Lezama) en ocasiones logran soltar el lastre lógico
a favor de un orfismo raigal y pertinaz que los convierte en casi-magos. Un
misterio. ¿Un milagro? Mucha gente se acercó a este asunto lógica y
poéticamente. Chesterton, por ejemplo: El
poeta sólo pretende rozar el cielo con la frente. En cambio el lógico quiere
meterse el cielo en la cabeza. Y por eso acaba estallándole […] Para el hombre moderno los cielos están, en
realidad, bajo tierra. La explicación es muy sencilla: se apoyan sobre la
cabeza, y ése es un pedestal muy inestable. Bachelard: La
imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar
una imagen con la realidad objetiva. Montaigne: Una imaginación robusta
engendra por sí misma los acontecimientos. Hume: Una incertidumbre acompaña siempre a la oscuridad, el esfuerzo que hace
la imaginación para completar la idea despierta a los espíritus, y proporciona
una fuerza adicional a la pasión. Y uno de mis preferidos en lo que a esto
se refiere, Boecio: La imaginación
comienza por mirar a los sentidos para ver y representarse las formas; pero
pronto se aparta de aquéllos para examinar todo lo sensible mediante un
conocimiento que no procede de los sentidos sino de la propia imaginación. Está claro que el asunto importa. Está claro
que en la creación artística la imaginación es crucial. Pero lo que más importa
aquí es intentar dilucidar por qué el infra-hombre woke, tanto en versión
artista como en versión consumidor de arte, carece de la imaginación necesaria
para obrar como tal, y por qué su déficit de imaginación termina mermando su
inteligencia. La idea de Boecio antes expuesta apunta ya a que la imaginación
no surge de la nada (comienza por mirar a
los sentidos para ver y representarse las formas). Una imaginación que
in-forma (otra sería tan inimaginable como inútil) debe surgir de (y estar
dirigida a) seres sensibles, imaginativos y razonantes, es decir, a hombres
enteros, capaces de heredar, incubar y testar memoria. Es en la Memoria-Una de
la especie donde el hombre que no le da la espalda encuentra la forma de
representarse las formas, valga la redundancia, mirando lo registrado por los
sentidos en los márgenes que ofrece el sentido común, y dilatándolo con nuevas
imágenes surgidas de su propia imaginación. De espaldas a la memoria y al
sentido común, sea este último afirmado o desafiado por la imagen, ¿qué
podríamos imaginar?; ¿qué podríamos in-formar imaginando? Cuando Ovidio
escribe: un pez sorprende en lo alto de
un olmo, cortocircuita nuestro sentido común, pero no lo niega, lo desafía.
Sabemos qué son un pez y un olmo. La sorpresa deviene de imaginarlos
trascendiendo la lógica espacial en su nueva relación, impulsados por alguna
fuerza sobrenatural, que de pronto, gracias a la calidad de la imagen y al
contexto en que obra, se ha hecho creíble. Vico ve la poesía como lo imposible creíble. Eso es. Ahora
bien, ¿qué sorpresa suscitadora puede provocar la imagen del pez en el olmo a una
persona que se cree a sí misma un rinoceronte por la mañana y una yegua por la
tarde? Para esa persona que reniega de sí irracionalmente, la imagen no
representaría algo imposible creíble,
sino algo sencillamente posible,
puede que hasta lógico, incluso necesario. Fuera del sentido común, no
hay imaginación productora, hay voluntarismo irracional; no hay deseo por
satisfacer, hay capricho a priori y siempre satisfecho. O no. Ah, cuando la
realidad, que es muy terca, no cede ante el capricho, el lenitivo a la mano para
esta gente no es la imaginación que desatasca, sino el pataleo que obtura. El
infra-hombre woke desdeña la memoria y el sentido común. Deudo de la diosa Razón
(ay, ilustración, ilustración…), asesino de Dios y autodivinizado, ajeno a
cualquier restricción que provenga del pasado, es decir, de la tradición,
víctima de un deseo sin límites que raya en lo olímpico, ya no acepta que el
reino de los hechos y el de los límites sean uno y el mismo. Todo lo imaginable se hace posible bajo la
acción del capricho. Huelga la imaginación. Y como huelga, se atrofia. Pero
asimismo huelga la inteligencia. No hay inteligencia que valga, por
innecesaria, fuera del sentido común y en brazos del capricho. La Diosa Razón
se ha dejado tragar por su engendro, es decir, se ha tragado a sí misma. Y si
Dios no corta por lo sano… La
imaginación del infra-hombre woke se ha convertido en majadería. El artista woke
majadero combina como le viene en gana sus ocurrencias, extraídas no de su
imaginación, sino de su acusada sensiblería. No compone, combina. No yuxtapone
y amiga, separa y enemiga. No integra, fragmenta. La inteligencia en él no
contrapesa una imaginación poderosa, sino que se pliega ante una imaginación
atrofiada, y haciéndolo se atrofia. Ambas, imaginación e inteligencia, resultan
cada vez más hueras para un hombre caprichoso y majadero situado por decisión
propia fuera de la realidad limitante, incluso de su mismísima realidad ontológica
y biológica. La imaginación y la inteligencia deben
atender las órdenes del ángel, no las insinuaciones de la serpiente (Lezama). Si el ángel es terrible, sé terrible,
dice Jenaro Talens. Muy bien. Pero ¿qué hacer si el ángel está loco o es
inmoral? ¿No será una serpiente travestida que con descaro se contonea y silva en
la pasarela woke?
UNIDAD
/ FRAGMENTACIÓN
¿Por
qué cada uno de los griegos puede erigirse en representante de su tiempo, y no
así el hombre moderno? Porque al primero le dio forma la naturaleza, que todo
lo une, y al segundo el entendimiento, que todo lo separa, dijo Schiller.
El hombre moderno para Schiller era, como él mismo, una rara mezcla de
positivista y romántico. El positivista estaba enfrascado entonces en levantar
nuevos sistemas que armaran, abarcaran y acotaran a su nueva criatura:
materialista, atea y racionalista; estaba enfrascado en componer tratados, manuales,
diccionarios y enciclopedias para esa criatura divinizada de apetencias
colectivistas o liberales, muchas veces supranacionales. El romántico
protestaba. Era también un semidiós, pero no le valían los sistemas que
cuestionaran su libertad individual y lo empujaran a un nuevo orden mundial
rompedor del pasado, de la tradición, donde el colectivo se tragara al
individuo y el imperio a la nación. La respuesta puramente romántica fue
radical. Debemos romantizar el mundo […] Narraciones sin conexión alguna con las
asociaciones, como los sueños; poemas simplemente melodiosos, llenos de
palabras que suenen bellamente, pero sin significado ni conexión: sólo unos
cuantos versos comprensibles, como máximo; todo deben ser fragmentos de cosas
absolutamente diferentes, dijo Novalis, poeta coetáneo y coterráneo de
Schiller, a quien ya se ve que le deben mucho el dadaísmo y el surrealismo. Tanto el positivismo como el romanticismo
estaban condenados a radicalizarse y lo hicieron; estaban condenados a
cohabitar inmersos en un mar de contradicciones, y lo hicieron. Así atravesaron
el diecinueve y el veinte. El positivismo (mayoritario, con amplios poderes epocales)
impuso su visión en el espíritu común. El romanticismo se esquinó en algunas
almas, también de artistas notables. Hoy somos un engendro razonante, todo
espíritu él, en el que agoniza un alma a ratos postromántica. ¿Eso, y no otra
cosa, somos todos? Al
menos el infra-hombre woke es, también, un súper romántico hiperventilado.
Donde el alma humana, aunque esquinada, obraba con sus tres potencias: memoria,
entendimiento y voluntad, el alma woke obvia el entendimiento y la memoria,
para operar, sólo, con una voluntad caprichosa, sensiblera. Obvia el
entendimiento, pero es su hijo. Y como el entendimiento (tenía razón Schiller)
todo lo separa, es también hijo de la fragmentación. Ah, el infra-hombre woke,
por más que desdeñe cualquier deuda filial, no siempre puede evitar contraerla.
Hijo del entendimiento y la fragmentación, resulta un rompe-cosas
constitucional. Lo quiere todo bien fragmentado, flotando en un medio líquido,
más aún, gaseoso, totalmente incapacitado para estructurarse cristalinamente en
pos de un sistema que coarte su caprichoso libertinaje. Todo parece desvertebrarse, dispersarse en la búsqueda de una intimidad
huidiza; ya no hay estructura, ya no hay realidad, sólo un juego de apariencias
en espejos deformantes, observó Jules Chaix-Ruy. La
diosa Razón, tan sistemática ella, tan ajena al azar, tan escéptica ante el
misterio, tan problemática, engendró a una criatura que odia cualquier
manifestación de lo Uno, de lo Todo, de lo Todo y Uno. ¿Cómo podrían estos
Pepecaprichos y Mariantojos aceptar cualquier realidad que los trascienda y abarque
más allá de sí mismos? Nones. Todo lo que no se ha roto, debe romperse. Ninguna
obra que se respete debe atender a los apetitos del alma entera, tan vieja
ella, que naturalmente resulta imantada por la totalidad que la contiene, la
determina y acota como siempre ocurrió. Me reconozco viejísimo, no porque niegue el valor de las obras con
vocación fragmentaria, sino porque no acepto que tal vocación sea la única con
licencia epocal. Y por eso trabajo persiguiendo lo Todo y Uno, tan presente en
mi tiempo como en cualquier otro. Leed de nuevo a Chesterton: Todo ha sido apartado de todo lo demás, y todo
se ha enfriado. Pronto oiremos que hay especialistas que separan la letra y la
música de una canción, con la excusa de que se estorban la una a la otra […]
Este mundo no es más que un salvaje tribunal de divorcios. De todos modos, aún
hay muchos que oyen en sus almas el trueno de la autoridad del hábito humano;
aquello que el hombre ha unido, que no lo separe el hombre. Claro, Chesterton y yo somos más viejos que
Matusalem. Y no sólo somos viejos, somos carcas. ¿Qué podemos hacer frente al
flamante golden-gólem de nuestro
tiempo, sea éste artista o víctima de artista? Se me ocurre empezar por decirle:
«¿que dance contigo en el éter?, ¿eso quieres?, ¿que me desmemorie?, ¿que me
rompa?, ¿que ampute el alma a mi alma?, ¿que te ría las extravagancias terminales?
Pero ¿qué te has creído, niñato? Anda y que te den».
TRADICIÓN
/ VANGUARDIA
El infra-hombre woke en modo creador es,
por definición, un vanguardista. Es un vanguardista aferrado a lo feo-insulso y
lo feo-discursivo que produce “arte para desertores de lo humano”, pero, por
encima de todo, un vanguardista. ¿Qué otra cosa podía ser alguien desmemoriado que
no admite ningún antecedente condicionante, ni en su propia constitución
ontológica, ni en su marco social e histórico, y que por tanto no atiende
ningún mensaje, ni siquiera un guiño que venga de la tradición y pueda limar su
libertinaje caprichoso? El
hombre nuevo postrevolucionario es enemigo a ultranza de la tradición. Pero si
es progre y woke, puede que coquetee con ella sin saber muy bien por qué lo
hace. Cuando esto ocurre, se trata de una manifestación más de su victimismo
universal, dirigida en tal caso a contestar lo que él supone que es un signo
del capitalismo cosmopolita y uniformador. Se trata también de una muestra de su
pulsión súper romántica. Pero en la mayoría de las ocasiones, tal coqueteo es sólo
formal. No tiene chicha. Es falaz. Tanto es así, que la forma que tiene un
infra-hombre woke de resultar tradicionalista es aferrarse a lo vintage. Falso de toda falsedad. Se
trata de un vanguardista enfermo de vanguardismo. Punto. Se trata de un
folklorista en el peor sentido posible: el teórico-ideológico. Folklore es el conjunto de creencias
colectivas sin doctrina y de prácticas colectivas sin teoría, dijo André
Varagnac. ¡Bingo! Un folklorista
teórico, que actúe sujeto a una determinada ideología, es un vanguardista incapaz
de ejercer a cara descubierta, un vanguardista camuflado, resentido,
acomplejado. Claro, todo esto en el
arte es crucial. El vanguardista empedernido, el que trabaja de espaldas a la
tradición, está condenado, primero, y como se dijo antes, a una imaginación
coja o nula; segundo, a partir siempre de la nada, produciendo obras que
resultarán viejas y molestas al minuto siguiente de ser terminadas. Es alguien que
no puede contar con el espaldarazo de una escuela, de un estilo, y que si no es
un genio (¿un genio woke?) producirá escombros, es decir, arte prescindible
mientras sea nonato, pero además tan espinoso nada más nacer, que nacerá con
una pica en la mano para resolverse en nada de inmediato. El artista woke no tiene estilo. Cualquier posible
escuela le produce urticaria. Y por eso tiene que trabajar a oscuras. Spengler,
refiriéndose al artista postrevolucionario (un niño de teta comparado con sus críos
postmoderno y woke), hace un siglo dijo: En
la corriente de una gran tradición, aun el artista pequeño logra la perfección,
porque el arte vivo guía al mismo tiempo al hombre y la labor. Pero hoy los
artistas tienen que querer lo que ya no pueden realizar, y trabajan con el
intelecto, computando y combinando, porque el instinto de la escuela ya no los
ilumina. Por eso el artista woke, que representa el colmo de lo dicho por
Spengler, lo mismo fija un plátano con una cinta adhesiva en la pared de un
museo, que coloca a una persona (casi siempre a sí mismo, porque hay que ser
muy woke para hacer ciertas cosas) en una urna de vidrio, donde dormirá o se
hará el dormido, qué más da, mientras los visitantes de la sala (infra-hombres
woke ellos también, claro) se quedarán pasmados, antes o después de haber leído
el catálogo de la exposición, que desplegará un discurso tan woke como todo lo
demás para redondear la experiencia. Así encamina el infra-hombre woke su radical progresismo cuando se pone
en modo artista. Así planifica su coherencia. Benjamin, comentando aquel famoso
dibujo de Klee (“Angelus novus”), dijo: Esta
tempestad le arrastra inexorablemente hacia el futuro que tiene a su espalda,
mientras el montón de ruinas crece ante él hasta tocar el cielo. Esta tempestad
es lo que llamamos progreso. ¿Progreso? Hace unos años (en plena transición del
postmodernismo al wokismo) asistí a la inauguración de una exposición colectiva
de pintura en una modesta galería de Palencia. Lo hice porque exponían dos
grandes amigos y además muy buenos pintores, que no sé muy bien por qué se
dejaron engañar de aquella manera. Y es que salvo sus propias obras, aquello no
tenía ni pies ni cabeza, y era, además, muy feo. Pura vanguardia provinciana. (Me
persigno). En fin, allí estábamos mi
mujer y yo esperando la primera oportunidad para iniciar una fuga lo menos
ofensiva posible, cuando apareció un sujeto ahembrado, como vestido por Ágata
Ruiz de la Prada, que detuvo el reloj en la galería. Todos los artistas se
pusieron firmes. Se trataba, lo supe después, de un crítico local, alguien que
escribía sobre arte en algún periódico palentino. Este sujeto se acercó a los
platos y las copas, comenzó a servirse un poco de todo, y desde allí puso a
temblar a los chavales que, dejando cualquier otra ocupación, lo rodearon entre
gestos de pleitesía. Sin embargo, hubo uno que no lo hizo. Yo estaba cerca de
él y de su obra (tan vanguardista y mala como casi todas) comentando la jugada
con mis amigos. Entonces el crítico desafiado, con su copa y su canapé en las
manos, se acercó al chaval, y después de echar un vistazo despectivo a sus
cuadros, le dijo groseramente: «¿Esta mierda es la que tú pintas?... ¿Y vas de hetero por la vida?». El joven artista
no respondió. Se quedó blanco como el papel. El crítico volvió a la mesa, donde
le esperaban la comida y la bebida, entre las sonrisas cómplices de aquellos
otros que, siendo también malísimos pintores, al menos no iban de heteros por la vida. Eran artistas y
vividores vanguardistas: pepitas de futuro al margen de su tradición,
chicos-woke de Palencia. Podemos reírnos, ¿no? ¿O también ha sido prohibida la
mofa? Cuando esto llega a provincia, es porque… ¿Progreso?
GRANDEZA
/ INSIGNIFICANCIA. TRASCENDENCIA / INMANENCIA.
El infra-hombre woke es incapaz de cualquier cosa que suponga grandeza. Es incapaz de producirla, porque es incapaz de concebirla. Y el artista woke, por supuesto, cuatro cuartos de lo mismo. El fragmento y el ripio elevados a símbolo supremo de los tiempos, descargan su conciencia (y su apetencia) de los retos propios de una edad heroica que, como cualquier otra edad pasada, quedó amortizada; debe ser acallada, enfriada; y si se rebela contra la amnesia impuesta, debe ser demolida. Todo atisbo de grandeza queda reservado para los chinos, que ya se encargan de matizarlo escupiendo en la calle, en su casa y hasta en casa de sus anfitriones. En Occidente la grandeza fue orillada. Malamente respira en la NASA contra el wokismo radical que quisiera extirparla también de allí. Es la insignificancia (ahora se ha puesto de moda el sintagma perfil bajo) la que jamás incomoda a nuestro sujeto, ese woke-demócrata-comunista (¡Dios me ampare de su tirón democrático!), enemigo de las estatuas, salvo que canten al Che, o a cualquier otro asesino de masas que diga o haya dicho amar a las masas. La democracia, que no es el reino de todos, ni siquiera el de la mayoría, sino el de cualquiera, pasó la cuchilla a ras de suelo y ha quedado esto: enfermos mentales, colectivistas y cínicos en comandita contra lo que aspire a ser grande donde quiera que asome. Todo, ¿eh? El arrastre no respeta los rizos, dijo Esquilo. En la carne blanda nacen gusanos, dijo unos siglos después Petronio. El infra-hombre woke, nacido de la carne blanda, se tiene a sí mismo en tan baja estima (aunque aparente y proclame lo contrario), que huye de la trascendencia como del Ogro. La trascendencia necesita un esfuerzo de fe (en Dios y/o en uno mismo) que escapa a sus ganas porque escapa a sus fuerzas. Así que se ha refugiado en la inmanencia y se ha echado en brazos de la Pachamama. Se trata de una cómoda renuncia al quid del hombre-hijo-de Dios. Toda la monserga ecologista parte de no aceptar que la naturaleza no es nuestra madre, sino nuestra hermana (Chesterton), porque ambos tenemos el mismo Padre. Esto es capital, porque el trato entre hermanos es muy diferente al trato entre hijos y progenitora. Si nos concluimos en la inmanencia, si nos encerramos en ella con los garbanzos y los moluscos, lo primero que sucede es que se pierde la esencia del mismísimo proceso cognoscitivo. Sujeto cognoscente y objeto cognoscible se igualan. Por abajo, claro, porque es mucho más difícil que el objeto se subjetive que lo contario, ¿no? Ambos se re-conocen (es un decir, claro, porque el objeto y el sujeto objetivado mal podrían re-conocerse) hijos redondos de la naturaleza y encerrados en su propio fin. No necesitan saber más. Se acabó. Sólo nos queda abrazar a los árboles y afiliarnos a un credo animista. La Pachamama nos proveerá si no la importunamos. Y si no lo hace, nos aguantamos. Esto refiere también a un pasado titánico, predivino y prehistórico, con el que carga el infra-hombre woke por mucho que le pese cualquier tipo de pasado; y que le dice sottovoce: «No tiene sentido hacer nada en este tiempo circular. Reconoce que eres un decadente, un mierda, un vago. Baja los brazos de una puta vez». Y es que Dios no ha querido liberarnos de esa potencia ancestral. Trazad, en la noche de San Silvestre, una raya teórica en la conciencia, y veréis qué siega de fantasmas, dijo Alfonso Reyes. ¿Y qué arte podemos esperar que surja de semejante renuncia regresiva, nada progresista? Ese que hemos ido desenmascarando hasta ahora: pequeño, insignificante, perecedero, fragmentario, ocurrente, copión, inclinado al victimismo, al igualitarismo, falto de imaginación… feo. el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la naturaleza, dijo Rilke, todavía imbuido por cierta sed de trascendencia. Lo intrascendente sólo colma el espíritu de los animales. Seres amorales, con un alma bruta, si es que la tienen, que sólo puede desplegar la voluntad empujada por el instinto. Pero el infra-hombre woke, liberado de la moral por obra y gracia de su credo racionalista, su materialismo, su ateísmo y su amnesia plenipotenciaria, no se queda en lo amoral, puede resultar y muchas veces resulta claramente inmoral. Y en ese caso el arte… El arte sin moralidad (el que usurpa entre los decadentes el título de «belleza pura», y a la cual queman incienso hogaño como en holocausto a un ídolo diabólico) por efecto de deficiente moralidad en la vida donde nace y que le circunda, se descompone como arte, convirtiéndose en capricho, lujuria y charlatanería, haciendo del artista un lacayo de tales cosas y un esclavo de sus fútiles y personales intereses, dijo Croce. Muy pocos creadores escapan hoy a tales limitaciones. Incluso cuando derrocha dinero en algún proyecto artístico de supuesto gran calado, y se cree entonces impelido a cierta grandeza, el infra-hombre woke patina. Patina porque no está listo para, porque carece de la fuerza interior que demanda tal movimiento. Entonces se producen los peores bodrios. Me viene ahora a la cabeza el esfuerzo baldío hecho por Barceló en la cúpula de aquella Sala de los Derechos Humanos en la ONU. La ONU y los derechos humanos. Vaya par. Ese tipo de fiasco nos pega las peores bofetadas. Como diría Shakespeare: Nada hiede peor que el lirio enfermo. Entonces nos damos más cuenta que nunca de que la pasarela woke es el efecto de causas profundas que no están demasiado a la vista para el decadente. La pasarela woke es el teatrillo, el escenario para una tragicomedia cuyo argumento se cocina en su trastienda con sangre muerta. Ay, Occidente… ¿Será que se apagan las brasas del fuego regalado en que ardimos? ¿Será que Dios tiene planes secretos para avivarlas? ¿Será que no hay tiempo para reparaciones, y mientras Dios nos devuelve a su seno, expiamos nuestras fechorías encadenados a la roca de la medianía por haber robado el frío? No lo sé. Mientras lo averiguo, pie en pared.