Gracias a la generosidad de mi amigo, gran poeta y dramaturgo (el orden no es baladí) Luis Enrique Valdés, que me regaló recientemente las Obras Completas de Lezama editadas en Cuba para celebrar su centenario, me embarqué de nuevo en la lectura y/o relectura (según el caso) del gran escritor habanero.
Una vez más, en la cercanía de su pensamiento y estilo depongo todas las armas, me hago cachear, desnudar, y entro, sucinto y limpio, a ese pabellón oscuro donde la luz sólo vibra en las alas de la imagen que huye de la figura mansa y asible como del diablo. Un eco incesante valida mi intuición: “Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”, dice el maestro. La forma reducida a una medida de tiempo que nos permite a su vez reducir el movimiento a sucesivas y digeribles instantáneas, a eficaces fotogramas de una película que ¿ni comienza ni acaba? La imagen atemporal señoreando definitivamente sobre toda figuración.
Lezama pretende liberarnos de la tendencia a resolver imágenes dentro de los márgenes espacio-temporales de la lógica aristotélica. Sólo así podremos entrar en su complejo universo sin padecer una súbita embolia cerebral. Y una vez dentro, la sustancia poética, que trasciende una y otra vez cualquier intento de fácil formalización, nos rodea por todos los flancos en pos de una unicidad que tiende a un Todo, ya no esférico, sino informe. Así, cuando creemos apresar alguna de sus imágenes e intentamos fijarla, registrarla en nuestro rudimentario archivo de contenidos como si de una sentencia poética se tratara, la imagen brinca espoleada, trasciende el ámbito del malogrado impasse e, integrada en un continuo irreducible de cerriles potencias, sigue su camino al margen de nosotros para (sin pretenderlo, claro) prepararnos la próxima emboscada… ¿Y qué estilo puede abarcar semejantes vastedades?
En las antípodas de lo aristotélico-cartesiano, desde un atípico humanismo cristiano con raíces en lo órfico-pitagórico, Lezama es tal vez el más barroco de cuantos escritores han sido. Pero el barroco del vate de Centro Habana está muy alejado de regaladas urgencias formales. El barroco lezamiano tiene la raíz en la gran complejidad de su pensar, en el acarreo útil de una erudición infinita para el apuntalamiento de una torre sustentada, ésta sí, en una fuerza única: la imaginación, capaz de imantar todas las lenguas posibles en pos de un neuma universal: la poesía. Es éste un barroco que no se imposta, que no se impone cual penacho de plumas mesoamericano a un orco indoeuropeo. Es éste un barroco constituido desde adentro. Es la menos formalista de todas las formas capaces de hilar, en un “discurso” coherente, “los momentos más eficaces” del continuo fluir de un pensamiento tan polifacético y ambicioso a la vez que sistémico. Dijo Lezama a Bianchi, que en una entrevista “metía el dedo” en lo referente a su estilo: “Quiero aclarar nuevamente que no es que yo quiera escribir así. La cosa es más sencilla: yo escribo así”. Puede que la cosa no fuera tan sencilla, pero, creo yo, era sencillamente inevitable.
Una vez más, en la cercanía de su pensamiento y estilo depongo todas las armas, me hago cachear, desnudar, y entro, sucinto y limpio, a ese pabellón oscuro donde la luz sólo vibra en las alas de la imagen que huye de la figura mansa y asible como del diablo. Un eco incesante valida mi intuición: “Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”, dice el maestro. La forma reducida a una medida de tiempo que nos permite a su vez reducir el movimiento a sucesivas y digeribles instantáneas, a eficaces fotogramas de una película que ¿ni comienza ni acaba? La imagen atemporal señoreando definitivamente sobre toda figuración.
Lezama pretende liberarnos de la tendencia a resolver imágenes dentro de los márgenes espacio-temporales de la lógica aristotélica. Sólo así podremos entrar en su complejo universo sin padecer una súbita embolia cerebral. Y una vez dentro, la sustancia poética, que trasciende una y otra vez cualquier intento de fácil formalización, nos rodea por todos los flancos en pos de una unicidad que tiende a un Todo, ya no esférico, sino informe. Así, cuando creemos apresar alguna de sus imágenes e intentamos fijarla, registrarla en nuestro rudimentario archivo de contenidos como si de una sentencia poética se tratara, la imagen brinca espoleada, trasciende el ámbito del malogrado impasse e, integrada en un continuo irreducible de cerriles potencias, sigue su camino al margen de nosotros para (sin pretenderlo, claro) prepararnos la próxima emboscada… ¿Y qué estilo puede abarcar semejantes vastedades?
En las antípodas de lo aristotélico-cartesiano, desde un atípico humanismo cristiano con raíces en lo órfico-pitagórico, Lezama es tal vez el más barroco de cuantos escritores han sido. Pero el barroco del vate de Centro Habana está muy alejado de regaladas urgencias formales. El barroco lezamiano tiene la raíz en la gran complejidad de su pensar, en el acarreo útil de una erudición infinita para el apuntalamiento de una torre sustentada, ésta sí, en una fuerza única: la imaginación, capaz de imantar todas las lenguas posibles en pos de un neuma universal: la poesía. Es éste un barroco que no se imposta, que no se impone cual penacho de plumas mesoamericano a un orco indoeuropeo. Es éste un barroco constituido desde adentro. Es la menos formalista de todas las formas capaces de hilar, en un “discurso” coherente, “los momentos más eficaces” del continuo fluir de un pensamiento tan polifacético y ambicioso a la vez que sistémico. Dijo Lezama a Bianchi, que en una entrevista “metía el dedo” en lo referente a su estilo: “Quiero aclarar nuevamente que no es que yo quiera escribir así. La cosa es más sencilla: yo escribo así”. Puede que la cosa no fuera tan sencilla, pero, creo yo, era sencillamente inevitable.
Bueno, si no los he espantado todavía con esta pequeña introducción, quiero hacerles una propuesta. Realmente lo que pretendo en esta entrada es ofrecerles un delicioso texto de Lezama: “Balada del turrón”. Es corto, pero es también un claro exponente del barroco lezamiano. Aquí lo “cuelgo”. Me tomé el trabajo de escanearlo y pasarlo a formato word para que ustedes pudieran leerlo o releerlo. Lo hago con la esperanza de que, sobre todo aquellos que no se han decidido aún a entrar en la obra del maestro, no dejen de hacerlo por no tener algún texto a mano.
Mientras hoy leía esta “balada” me reí muchísimo. Primero con cierta socarronería, después ancha y llanamente. Y lo hice por dos razones: por el humor que contiene (en la obra de Lezama hay casi siempre “una gravedad alegre”) y porque volví a darme cuenta de lo irreducible que resulta su imagen pensante. Este hombre siempre se me escapa en el último instante; en ése en el que “casi había alcanzado su definición mejor”.
BALADA DEL TURRÓN
Bajo el signo del que añade la quinta cuerda, el que perfecciona
el sumo artizado. El que vuelve sobre lo perfecto y
le añade una sonrisa, un golpe ligero, una brisa. Una
quinta cuerda sobre el cuadrado de la guitarra árabe. El que
prolonga el ser perfeccionable hasta la delicia y le vuelve el rostro
a la delicia para la brisa. Un ligamento al compás que se ahogaba,
un diente al peine para tratar el remolino y la sucesión de
la cabellera, una sirena americana con sus hijos cruzados en los
pectorales. Alalá de la quinta cuerda, peine para la brisa perfeccionado
por la onda de la respiración, culto de la miel y la almendra
entrecruzando sus potencias unitivas en el juramentado
trono del turrón.
Salva de platino para el óleo canoso de la almendra. Espejeante
aceite almendrino, transparente como las ondas del Crisorroa,
suave como los brazos de los domadores del Eurotas. Aceite blanco
para las entrañas del árbol sacerdotal, espesura del fluyente oro
blanco que despierta el muequeo de la Nictimine y conserva entre
las luminosidades el recuerdo de la selenita, de espeso vaho.
Almendra de un septenario menguante en la cuarta estación.
Almendra nacida en la hipertrofia de la ruptura de las otras almendras.
Hilozoísta almendra que viene para el extinguirse de
la rueda en los tormentos que cantan. En los campos de almendros,
unos islotes en el Paraíso del Bosco; otros, con los almendros
pisonados en el turrón. Antológico paladeo, oh venerable, que
guardas en la castidad, el sello de la gracia. En el cuerno gigante,
el aliento de los bueyes. Perfección del compás que gotea una
melodía. Desdén para la almendra, porque hay otras almendras
que reciben la temperatura del cabrito menguante. Blanca entre
la escarcha, las hojas de tu castidad son llevadas en la boca del
conejo blanco. Oh venerable, casta en el aliento que mueve el manto
de las vírgenes.
Enemiga caudal de la flor de Saturno, buscas la multiplicación
de las espigas y el rendido halago del peregrino. No estás en
acecho, sino como la espalda de una bestia de líquenes y rocas,
saboreas los diálogos de Júpiter y Juno, el rayo y el pavorreal,
sobre la tierra que se abre y el panal que se cierra, sobre los garzones
que tripulan búfalos para escoger entre la flor del almendro y el
limón maduro.
Te divides hasta la arenilla para fijar tu magnitud en el cielo
del paladar. Y tanto te subdivides que tu gloria se hace fija y
comienzas a implorar. Ya tus molidos dientes parecen que van a
buscar su helor, el apacible miedo de su blancura. Antólogo japonés
de las flores, la miel, viene con su olifante para el sueño, con
el estremecimiento que convida a fundir las dos enemistades.
Con la acumulación de esencias en la miel y la partición de la
sustancia en la almendra, creas la joya de la segunda naturaleza;
la primavera líquida y el otoño sólido, la miel y la almendra, la
alanceada energía solar y la oblicua energía de la hija de Hiperión.
Oh subterfugio, oh resguardo último, la probanza en las grutas
en donde chisporrotea el número áureo de las incorporaciones
y los rechazos, con sus arenadas sierpes y sus retiramientos
palmerales.
Pregón de lo subdividido en la almendrada sustancia, que de
pronto recibe la tenaz impulsión de la miel para la cipriota diosa.
Un jarro de miel para la embriaguez de Junio y otro y muchos
más. Hasta que el pelícano comienza a roer en nuestro pecho.
Entonces saltamos del sueño y ya con una gran rama que nos
sirva para alejarnos por encima de la espesura de la miel. Aquí la
energía se ha vúelto muy lenta, pero la sabiduría la ha transparentado
como el fuego de aceite penetrando en los amurallados
reinos del alcanfor. Espeso que se vuelve transparente, milagro
del fuego soterrado, escamas regaladas por el dragón al Ángel.
La griega nuez blanca, distribuida por los griegos para esconder
el río de carbón donde los términos estrujan a los universales,
el cabrito de lana negra en el umbral de los infiernos. Pero
en las alabanzas del turrón, el tapiz de Bagdad se transparentó
en el polvillo dórico, las partituras algebraicas reemplazaron a la
brisa en las partenopeas. En el turrón, lo árabe que va hasta lo
griego; el Bairán, con las tres locuras en los tres días frenéticos,
que van hasta Dionisos, el que retuerce las flautas. Canosa o
escultórica serenidad de la almendra que recibe la embriaguez
de la miel, hecha escarcha de ambrosía cuando la rueda de
chisporroteos en el gusto se va entrelazando a la infinitud de la
espiral paradisíaca. Sucesión y ruptura en el gusto, que se detienen
en esferitas de aljófares, recostando su espuma en la escollera
coralina que se ablanda y se algodona para el sueño de
Tritogenia, nacida de la cabeza y nacida de las aguas.
Deslízase la lámina, pues aquí el asombro nace de que lo macizo
del dulzor hundió los asomos del fugaz subrayado, en las encrucijadas
del gusto. En su extensión finge la lámina al paredón del
éxtasis, de donde cuélganse de un súbito los arracimados, alones
y brochazos piscatorios. Ondula la lámina para alejar las incorporaciones
clásicas de las rótulas de los cabritos, arrojadas a la
crepitación del aceite. Al final de la ondulación la extensión comienza
a resbalar, a murmurar resbalando por los espongiarios
que prorrumpen en delicadas salmodias, soportando el vertiginoso
peso recobrado por el dulzor. Si rueda la arenilla, laminaciones
caedizas van empujando el destierro de los faraones y los címbalos.
Pero su último prodigio es que vuelve a reconstruirse, si ya le
juramos el asombro al saltar de lámina para arenilla, ahora el
mismo resbalante arenal vuelve a consagrar su monarquía para
las conchas espejos, los balcones volantes.
En un descanso por andamios y cartabones, Juan de Herrera
traza el capitel corintio de una catedral, mientras saborea una
turronada enviada por la berlina palaciana. Qué delicia en esa
imagen posible. La pétrea flora corintia dibujada por el pulso de
la mayor firmeza que hemos tenido para el tratado de lo resistente,
y de pronto, enlazado en brevísima placa, la magia árabe
de las avellanas, la flor del almendro, las disciplinantes abejas
penetrando por un embudo terminando en punta platinada, la
punta donde comienza a sonar el organillo del sabor.
Asómase el califa Billah, en las cercanías de un Bairán para el
fuego, a los azulejos de sus azoteas. Los paños de la pobreza desfallecen
en las azoteas que van rodando con las nubes fijas. Y la
pobreza lo embriaga y comienza a lanzar, rodeado del más docto
silabeo de la cortesanía, con sus ballestas de huesos de jabalí,
poliedros de oro retorcido. Ahora, en la juramentada secularidad,
avanza el pequeño califa en medio de las sombras húmedas de la
bóveda palatina. Y comienza a lanzar corpúsculos de dulzor contra
el cielo del paladar. Caen astros blandos en la estera escarlata,
levántanse de nuevo con exquisito desperezo, y estallan en el
instante plenario en que el sabor agita badajillos del tímpano.
Pequeño califa, ordena que muy pronto la visión dibuje la mancha
de ese sabor y que los albogones, de cinco cuerdas, propaguen
con la justeza de su proclamación, el oro inquietante de las sucesiones.
el sumo artizado. El que vuelve sobre lo perfecto y
le añade una sonrisa, un golpe ligero, una brisa. Una
quinta cuerda sobre el cuadrado de la guitarra árabe. El que
prolonga el ser perfeccionable hasta la delicia y le vuelve el rostro
a la delicia para la brisa. Un ligamento al compás que se ahogaba,
un diente al peine para tratar el remolino y la sucesión de
la cabellera, una sirena americana con sus hijos cruzados en los
pectorales. Alalá de la quinta cuerda, peine para la brisa perfeccionado
por la onda de la respiración, culto de la miel y la almendra
entrecruzando sus potencias unitivas en el juramentado
trono del turrón.
Salva de platino para el óleo canoso de la almendra. Espejeante
aceite almendrino, transparente como las ondas del Crisorroa,
suave como los brazos de los domadores del Eurotas. Aceite blanco
para las entrañas del árbol sacerdotal, espesura del fluyente oro
blanco que despierta el muequeo de la Nictimine y conserva entre
las luminosidades el recuerdo de la selenita, de espeso vaho.
Almendra de un septenario menguante en la cuarta estación.
Almendra nacida en la hipertrofia de la ruptura de las otras almendras.
Hilozoísta almendra que viene para el extinguirse de
la rueda en los tormentos que cantan. En los campos de almendros,
unos islotes en el Paraíso del Bosco; otros, con los almendros
pisonados en el turrón. Antológico paladeo, oh venerable, que
guardas en la castidad, el sello de la gracia. En el cuerno gigante,
el aliento de los bueyes. Perfección del compás que gotea una
melodía. Desdén para la almendra, porque hay otras almendras
que reciben la temperatura del cabrito menguante. Blanca entre
la escarcha, las hojas de tu castidad son llevadas en la boca del
conejo blanco. Oh venerable, casta en el aliento que mueve el manto
de las vírgenes.
Enemiga caudal de la flor de Saturno, buscas la multiplicación
de las espigas y el rendido halago del peregrino. No estás en
acecho, sino como la espalda de una bestia de líquenes y rocas,
saboreas los diálogos de Júpiter y Juno, el rayo y el pavorreal,
sobre la tierra que se abre y el panal que se cierra, sobre los garzones
que tripulan búfalos para escoger entre la flor del almendro y el
limón maduro.
Te divides hasta la arenilla para fijar tu magnitud en el cielo
del paladar. Y tanto te subdivides que tu gloria se hace fija y
comienzas a implorar. Ya tus molidos dientes parecen que van a
buscar su helor, el apacible miedo de su blancura. Antólogo japonés
de las flores, la miel, viene con su olifante para el sueño, con
el estremecimiento que convida a fundir las dos enemistades.
Con la acumulación de esencias en la miel y la partición de la
sustancia en la almendra, creas la joya de la segunda naturaleza;
la primavera líquida y el otoño sólido, la miel y la almendra, la
alanceada energía solar y la oblicua energía de la hija de Hiperión.
Oh subterfugio, oh resguardo último, la probanza en las grutas
en donde chisporrotea el número áureo de las incorporaciones
y los rechazos, con sus arenadas sierpes y sus retiramientos
palmerales.
Pregón de lo subdividido en la almendrada sustancia, que de
pronto recibe la tenaz impulsión de la miel para la cipriota diosa.
Un jarro de miel para la embriaguez de Junio y otro y muchos
más. Hasta que el pelícano comienza a roer en nuestro pecho.
Entonces saltamos del sueño y ya con una gran rama que nos
sirva para alejarnos por encima de la espesura de la miel. Aquí la
energía se ha vúelto muy lenta, pero la sabiduría la ha transparentado
como el fuego de aceite penetrando en los amurallados
reinos del alcanfor. Espeso que se vuelve transparente, milagro
del fuego soterrado, escamas regaladas por el dragón al Ángel.
La griega nuez blanca, distribuida por los griegos para esconder
el río de carbón donde los términos estrujan a los universales,
el cabrito de lana negra en el umbral de los infiernos. Pero
en las alabanzas del turrón, el tapiz de Bagdad se transparentó
en el polvillo dórico, las partituras algebraicas reemplazaron a la
brisa en las partenopeas. En el turrón, lo árabe que va hasta lo
griego; el Bairán, con las tres locuras en los tres días frenéticos,
que van hasta Dionisos, el que retuerce las flautas. Canosa o
escultórica serenidad de la almendra que recibe la embriaguez
de la miel, hecha escarcha de ambrosía cuando la rueda de
chisporroteos en el gusto se va entrelazando a la infinitud de la
espiral paradisíaca. Sucesión y ruptura en el gusto, que se detienen
en esferitas de aljófares, recostando su espuma en la escollera
coralina que se ablanda y se algodona para el sueño de
Tritogenia, nacida de la cabeza y nacida de las aguas.
Deslízase la lámina, pues aquí el asombro nace de que lo macizo
del dulzor hundió los asomos del fugaz subrayado, en las encrucijadas
del gusto. En su extensión finge la lámina al paredón del
éxtasis, de donde cuélganse de un súbito los arracimados, alones
y brochazos piscatorios. Ondula la lámina para alejar las incorporaciones
clásicas de las rótulas de los cabritos, arrojadas a la
crepitación del aceite. Al final de la ondulación la extensión comienza
a resbalar, a murmurar resbalando por los espongiarios
que prorrumpen en delicadas salmodias, soportando el vertiginoso
peso recobrado por el dulzor. Si rueda la arenilla, laminaciones
caedizas van empujando el destierro de los faraones y los címbalos.
Pero su último prodigio es que vuelve a reconstruirse, si ya le
juramos el asombro al saltar de lámina para arenilla, ahora el
mismo resbalante arenal vuelve a consagrar su monarquía para
las conchas espejos, los balcones volantes.
En un descanso por andamios y cartabones, Juan de Herrera
traza el capitel corintio de una catedral, mientras saborea una
turronada enviada por la berlina palaciana. Qué delicia en esa
imagen posible. La pétrea flora corintia dibujada por el pulso de
la mayor firmeza que hemos tenido para el tratado de lo resistente,
y de pronto, enlazado en brevísima placa, la magia árabe
de las avellanas, la flor del almendro, las disciplinantes abejas
penetrando por un embudo terminando en punta platinada, la
punta donde comienza a sonar el organillo del sabor.
Asómase el califa Billah, en las cercanías de un Bairán para el
fuego, a los azulejos de sus azoteas. Los paños de la pobreza desfallecen
en las azoteas que van rodando con las nubes fijas. Y la
pobreza lo embriaga y comienza a lanzar, rodeado del más docto
silabeo de la cortesanía, con sus ballestas de huesos de jabalí,
poliedros de oro retorcido. Ahora, en la juramentada secularidad,
avanza el pequeño califa en medio de las sombras húmedas de la
bóveda palatina. Y comienza a lanzar corpúsculos de dulzor contra
el cielo del paladar. Caen astros blandos en la estera escarlata,
levántanse de nuevo con exquisito desperezo, y estallan en el
instante plenario en que el sabor agita badajillos del tímpano.
Pequeño califa, ordena que muy pronto la visión dibuje la mancha
de ese sabor y que los albogones, de cinco cuerdas, propaguen
con la justeza de su proclamación, el oro inquietante de las sucesiones.
¿Y cómo devuelvo la gracia de este excelente texto? Sepas que no te he hecho un regalo poniendo esos libros en tus manos: sino a mí mismo, porque quien deposita semilla en tierra fértil recoge buen fruto como el de esta noche. No sé cómo retribuirte con justicia y no se me ocurre otra cosa que ofrecerte los tres capitulillos que en los diarios que te mostré menciono a Lezama.
ResponderEliminarDecir como si nada:
"En un descanso por andamios y cartabones, Juan de Herrera traza el capitel corintio de una catedral, mientras saborea una turronada enviada por la berlina palaciana."
es conocer el don de la actualización. Eso, hermano, es ser un poeta. Como cuando usted habla de los hombres que han sido amigos, no importa en qué tiempo. La emoción es tan actual y tan irrepetible como la luz de hoy, la que uno ve si se asoma.
¡Gracias! Y un gran abrazo para ti y tu hermosa familia, con mi cariño.
LE.
No hay nada que devolver, amigo mío, como no sea el compromiso de seguir escribiendo tan bien como lo haces, con el rigor que lo haces... Espero poder leer esos diarios completos algún día... Tu magnífico regalo ha sido un acicate para volver a Lezama (autor que "reviso" continuamente) ahora con toda su obra delante. Yo soy el que tengo que pensar cómo devolver tanta generosidad. Lo haré... Me alegra que te haya gustado mi pequeña introducción. Y claro, cómo no disfrutar de esa magnífica balada: un texto aparentemente menor, pero que es una muestra de la sana avaricia del pensamiento y el estilo lezamianos. Escogí ese texto por muy de Lezama y porque era corto, pero pude escoger cualquier otro porque este autor es siempre el mismo. No sabe, no puede hacerlo de otra forma. Ni su pensamiento ni su estilo son contingentes. Nacen juntos y tienen la misma hambre de atemporal universalidad, la misma necesidad de acontecer a una vez. Cuando la imagen se posa en Herrera (arquitecto y cabalista renacentista) para buscar su contrapunto con la repostería árabe, el texto muestra al mejor Lezama. Tomando sus propios términos, se trata del quidismo sorprendido, atravesado por la dulce arenilla del turrón. Una delicia... Te abrazo fuerte. Jorge
ResponderEliminarBueno, como Luis Enrique, a raíz de esta entrada me envío tres fragmentos de sus diarios, aquellos en los que aparece Lezama, y como además me autorizó a publicarlos, aquí lo hago en tres actos.
ResponderEliminarDomingo 21 de noviembre
Reinaldo González cuenta una deliciosa anécdota en torno al tiempo aciago en que Paradiso no era una gran novela para todo el mundo.
Algunos creían que debía vetarse: era pornográfica. Dice que: El rumor de la prohibición llegó a un modesto librero de provincia, vinculado “por azar concurrente” a enemigos de Lezama y quien, un poco después, quedó sinonimado en mi mente a una película sueca: El librero que dejó de bañarse. En una reunión de la red distribuidora, el buen hombre pidió la palabra: “Allá ha llegado la novela Paradiso que, según nos dicen, es pornografía. Unos dicen que es buena y debemos venderla.
Otros que la recojamos. ¿Qué hago?” Quien presidía la reunión cruzó una mirada de entendimiento con Lezama, pues se hallaba también en la misma mesa, y dijo: “En estos casos es mejor escuchar a los protagonistas. Aquí está José Lezama Lima, autor de ese libro. Que él responda.” Y hubo que ver a Lezama, con toda su grande y gorda humanidad y su mejor tono en un inesperado diálogo con el librero de provincia. “Usted, se ve, es un hombre joven, pero ¿recuerda los zeppelines?” El librero, como sacado de situación, repitió: “¿Los zeppelines?” “Sí –dijo Lezama-, aquellos globos dirigidos. ¿Los recuerda?” “Claro que los recuerdo, pero yo era muy chiquito”, atinó a responder el librero. “¿Y qué hacía usted cuando pasaba un zeppelín?”, insistió Lezama. “¡Qué iba a hacer! Nada. Lo veía pasar.” Entonces la sentencia que luego corrió de boca en boca: “Pues haga lo mismo con el
Paradiso: véalo pasar.”
A un cubano de estos tiempos no le costaría hacerle caso. Hace mucho que no hacemos otra cosa.
Sábado, 23 de octubre
ResponderEliminarDice Lezama: Ortega habla de que en alguna ciudad griega existía el cargo de “inspector de la unanimidad”. Confiesa Ortega que es el único cargo público que le hubiera gustado ostentar. Pues yo no lo quiero ni regalado, como dice mi madre. Tendría más trabajo que un presidente honesto (condición utópica) y me haría falta un excelente detector de mentiras. Estamos tan entrenados para levantar la mano convincentemente… Cualquiera diría que en verdad somos unánimes.
Martes, 14 de diciembre
ResponderEliminar¡Centenario de Lezama! Día enredado por llevar a mamá a Pinar y regresar hoy mismo. Así que decido, como humildísimo homenaje fugaz, leer, al azar, un párrafo de Paradiso. La casualidad me pone ante estas oraciones del Capítulo IX:
Cemí abandonó las restantes clases, bajó por San Lázaro hasta la biblioteca que entonces estaba en el Castillo de la Fuerza. Cuando llegó, el estacionario, al que había que llevarle una tarjeta con las generales y la obra que se deseaba leer, hablaba con un negro viejo que era el que traía los libros a la sala de lectura. –Cuando me quedo de guardia por la noche –dijo el negro-, es espantoso lo que se oye.
Dicen que es alguien que está vivo en muerte, que recorre el castillo buscando la eternidad de su alianza, que se murió en la espera de su regreso floridano. El espanto va disminuyendo, porque la voz que se oye es muy melodiosa, al final parece que descansa en un espejo, es entonces el amanecer, la luz se ha llevado toda la melodía.
El par “negro viejo” nombra al ser más amado que tengo en el otro mundo, Alejandro Noroña Belén, que para mayor "azar concurrente", hizo muchas guardias en su vida. A cada acto de creación lo precede un café humeante, dedicado a su alma luminosa.
El espíritu del que habla el negro lezamiano no es otro que el de Isabel de Bobadilla, sempiterna atalaya que esperó, fidelísimamente, el regreso de su amado conquistador: el Adelantado Hernando de Soto, obsesionado con sus aventuras floridanas. La lealtad de esta antigua dama quedó inmortalizada en bronce: orgullosa figura que mira el horizonte, a merced de los vientos, y que, de tan bella, terminó siendo el símbolo de La Habana.
El fragmento es hermoso. Pero nada lo es más que el final: la luz se ha llevado toda la melodía; el sol ha apagado, hasta la noche siguiente, la voz fantasmal, como en el teatro.