Menudo corre-corre se traen las partículas en el interior de ese tubo franco-suizo con siglas casi psicodélicas (LHC). Vaya ingenio… Tienen que correr aceleradamente y chocar entre sí con cósmica intensidad para alcanzar un nombre. Sí, todas las partículas que por pequeñas quedaron al margen de las homeomerías de Anaxágoras y los átomos de Demócrito, llevan siglos penando por un título que les dé sentido. Algunas alcanzaron el suyo (electrón, protón, neutrón) a finales del XIX y principios del XX, pero otras, más canijas aún, siguieron sin él.
A Dios debió parecerle esto una gran injusticia, porque recientemente puso en manos del hombre una pequeña réplica de su campo de acción (el mencionado tubo imantado) y una pequeña porción de su desencadenante más expedito (el movimiento acelerado) para que finalmente las partículas más radicales vieran satisfecho su afán nominal. Claro, una de ellas es aparentemente tan pequeña y pesada, tan elemental y primaria, que habiendo usado el nombre de Higgs mientras fue una corredora intuida e invisible, opta ahora, que casi se le ve correr y chocar, al mismísimo nombre del Creador.
La “partícula (de) Dios”. Qué sonoro y merecido colofón para esta genitora atleta que tanto tiempo esperó un título capaz de reconocer su esencial ejecutoria. La “partícula (de) Dios”. ¿Y qué haremos ahora con esta partícula, con este nombre? Dicen que Higgs y Hawking tienen una apuesta al respecto. Bien, que la resuelvan. ¿Y qué más? Pues que los físicos y los metafísicos tendrán que actualizar sus manuales; los teólogos, la retórica que ancla y sustenta sus convicciones; los académicos, los diccionarios y las enciclopedias; los ingenieros, el alcance de sus artefactos (sean tubos imantados, satélites, microscopios electrónicos o proyectores holográficos); los banqueros, los objetivos de sus inversiones; los políticos, nunca se sabe; y los poetas… ¿qué harán los poetas? ¿Se dejarán arrastrar a tan escuetas misiones? ¿Alterarán las eternas variantes de las ecuaciones que manejan en su laboratorio palabrero para colocar en su lugar flamantes y púberes certezas?
No lo sé, pero lo cierto es que cuando el hombre descubrió el bronce, el poeta dijo: “Noche, domadora de los dioses y los hombres”; cuando el filósofo definió el átomo, el poeta dijo: “El mar, sudor de la tierra”; cuando el científico razonó a Dios y dedujo que era el primer motor, el poeta dijo: “Una sola cosa, la única verdaderamente sabia, quiere y no quiere que se le denomine Zeus”; cuando el filósofo repensó a Dios y dijo que era el motor necesario; el poeta dijo: “Voy no sabiendo dónde”; cuando el teólogo pontificó sobre la ley natural, el poeta dijo: “¡Oh humano corazón!, ¿por qué te vuelcas en bienes que no admiten compañía?; cuando el científico descubrió la gravedad, el poeta dijo: “Huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura”; cuando el inventor logró generar la corriente alterna y conducirla hasta las bombillas, el poeta dijo: “Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas”; cuando el científico definió el Big Bang; el poeta dijo: “Salimos de la oscuridad como del sueño: torpemente vivos”. ¿Qué dirán ahora los poetas para celebrar el colmo nominal de la materia?
No lo sé, pero ojalá sigan considerando que “nada es más real que la imaginación”. Porque en los eternos debates entre universalistas y nominalistas, entre creacionistas y evolucionistas (cuánto oxígeno aportará la excelsa partícula a este fuego), es la imagen la única que puede resolver en dirección al hombre. La imagen, sólo ella, porque como también dijo el poeta: “No creas que hay mucho más. Lo demás es todo”. Y digo yo: claro, lo demás es nada…
Corran las partículas locamente por los túneles del hombre, choquen, háganse luz, alcancen su soñado nombre, emulen a Dios, dinamiten su exclusividad creadora... Da igual, porque sea o no Dios el Poeta, siempre será el Poema. A mí me basta. Y si es verdad lo que dijo Epicarmo: que “el hombre no es arte, es artista”, hagan lo que hagan las partículas: aunque corran encerradas en artilugios humanos, aunque resignadas exploten ante los ojos del científico que reducirá su esencia a fórmulas matemáticas, aunque se ofrezcan mansas a su arsenal de nociones (todo ello a cambio de ser pomposamente nombradas); el poeta les cobrará siempre el cardinal peaje: la obligada reverencia ante la imagen. Las partículas, al margen de la verdad poética, ¿a quién interesan? Vamos, pensémoslo, seamos sinceros, ¿a quién interesa algo que ya se sabe?
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