Finalmente ayer, gracias a la
bondad y la pericia de mi amiga Mercedes,
experta criadora de perros que nos ayudó en el lance, fuimos capaces mi hijo Leonardo y yo de “liar” a Sombra (nuestra perra) con
Blues (el perro de nuestro vecino Roberto). Llevábamos varios días empujando a
los animales a un cortejo infructuoso: Blues, inexperto, y Sombra, “estrecha”,
parecían incapaces por sí mismos de conjurar su bestialidad en dirección a los
añorados cachorros. Estábamos al borde de la renuncia y la consecuente
frustración, cuando apareció la buena de Mercedes
que, con mano de santa, puso las cosas en su sitio (nunca mejor dicho) de una
vez por todas. No sabemos cuál será el resultado de la cópula y juro no hacerlo
público, porque claro, como se podrán imaginar, no es la parte pornográfica,
escatológica, anecdótica o sensiblera del asunto la que me inclina a este breve
texto.
En estos últimos días, en los que ejercí a la vez de madame y voyer durante varias horas, no pude evitar preguntarme cómo ha
llegado el hombre a ejercer un control tan extremo sobre gran parte del medio
que habita; cómo ha llegado a controlar de tal manera los reinos animal,
vegetal y mineral de este benévolo planeta; y, especialmente, cómo es capaz de ejercer
su dominio hasta la manipulación casi absoluta de la mayoría de los seres vivos
que lo acompañan en esta aventura, hasta el punto de decidir, incluso, sobre su
más elemental derecho a la supervivencia.
Blues y Sombra se entregaban tan
indefensos a nuestros deseos, al manejo que hacíamos de sus impulsos vitales
que, hasta cierto punto, me avergonzaba de ello. ¿Seremos realmente los
elegidos de alguna divinidad autocomplaciente? ¿Seremos nosotros mismos piezas
en un tablero mayor, simples juguetes en manos de algún jugador igualmente
déspota pero a otra escala? ¿O esta sensación de dominio no es más que una
ilusión, una jugarreta de la conciencia para apuntalar nuestro yo? Como ven, son preguntas nada originales (ya en el siglo XIX, Herbert George Wells se
hacía preguntas parecidas en su novela “La Isla del Doctor Moreau”) pero no
por ello pierden filo y ganas de hacer brecha.
Hace poco leí un ensayo de Ana
Ornelas Huitrón, que entre otras cosas hablaba sobre la pulsión de posesión en
el hombre. Ella la coloca entre las dos pulsiones freudianas (vida y muerte) y
dice: “Esta pulsión se expresa en la
tendencia permanente del ser humano de percibir todo lo que le rodea,
materialidad, geografía, personas, etc, de su propiedad. No es que quiera
apropiárselas e inicie un proceso consecuente con ello, como algunos pensarían,
lo que ocurre es que percibe todo su entorno y contenido como algo suyo…”
Sí, pero ¿por y para qué? La autora no nos dice demasiado al respecto, mas
asegura que “el sentido de posesión
antecede al sentido de dominio y poder, pero también antecede al Tánatos de
Freud. Tánatos (muerte), poder, dominio y cualquier forma de destrucción de la
naturaleza, del planeta, de otras especies y de la suya propia (matar a los de
su propia especie) son meras consecuencias del sentido primario de la posesión.
En la naturaleza humana esas pulsiones o sentidos quedarían en el siguiente
orden: primero: vida; segundo: posesión; tercero: muerte”.
Ya ven, si
convenimos con esta autora en lo tratado, veremos como algo necesario,
consustancial a nuestra especie, que nos sintamos dueños de cuanto nos rodea.
Se trata de una pulsión básica y primaria contra la que no merece la pena
luchar si se pretende eliminar del todo. Al parecer, y según el texto citado,
hasta la esencia social del hombre, y también los mecanismos de orden y control
que han fijado las distintas sociedades a lo largo de la prehistoria y la
historia, surgen y se desarrollan atendiendo a la necesidad de atemperar esta
pulsión para que no desemboque en la antropofagia más severa: el canibalismo
(literal o metafórico) conducente al exterminio de la propia especie.
Pero aun aceptando que la pulsión de posesión es algo inevitable, ¿no es cierto
que la misma no obra con igual intensidad en los europeos y en los guaraníes?
Los perros de los guaraníes (estoy seguro) no necesitan ayuda para copular, y
sus dueños (imagino que los guaraníes también se sientan en alguna medida propietarios de los
perros con los que conviven) seguramente estarán menos interesados que nosotros
en controlar su natalidad. ¿No será que nos estamos pasando con la tal pulsión
de posesión por muy primaria que sea? Confieso que no sólo me avergonzaba la
indefensión de Blues y Sombra frente a nuestros deseos y lucubraciones, sino
que hasta cierto punto me atemorizaba. Entonces no lo dije a Leonardo ni a Mercedes,
pero realmente cuando los perros quedaron "anudados", las ideas que ahora
comparto con ustedes me vinieron a la mente con especial fuerza.
“Qué lentamente bebe el caballo”, observó
el poeta ante la inminencia de una gran tragedia. ¿Seremos capaces de controlar
nuestra pulsión de posesión antes de que nos devore definitivamente? No
preguntaré a los banqueros, ni a los políticos, ni a los grandes empresarios,
ni a los científicos más infantiles, pero ustedes, mis amigos, mis lectores,
¿qué piensan al respecto?
A mí me queda el consuelo
de que Sombra en casa vive como una reina. ¿Acaso a las reinas no se les exige
igualmente descendencia? Más aún: ¿no se les exigía en algunos sitios, hasta hace bien poco, descendencia
masculina bajo la amenaza de perder trono y cabeza? Al menos a Sombra no le
exigimos nada en relación al sexo de sus cachorros, aunque muy bien nos vendría
al menos una hembra. Sí, lo reconozco, aun pesaroso por lo contado, me gustaría
quedarme con una de sus crías. Serían tan felices Mario, Leonardo
y Marisela…
¿Ven cómo la pulsión posesiva es irrefrenable? ¿Y qué podemos
hacer? Pues, cuando menos, percibirlo, intentar atenuarlo… En fin, con la
inquietante imagen de Marlon Brando en su excelente papel de Doctor Moreau (película de John Frankenheimer, 1996) dándome vueltas en la cabeza, insisto, me queda la tranquilidad
compensadora de que Sombra en casa vive como una reina, y de que igual viviría
cualquiera de sus cachorros. ¿Los tendremos?
Gracias por tus palabras hacia mí, no las merezco. Yo creo que la pulsión de controlar todo lo que nos rodea es inherente al ser humano como animal que se sabe en la cima de la cadena evolutiva, pero creo que sólo por medio de otros sentimientos, también humanos, podemos controlar esa pulsión de posesión. El amor, la empatía, la prudencia, la propia humanidad que nace desde lo hondo de nuestro ser ancestral. Y por ese animal que somos, y con la claridad de nuestra inteligencia algunos humanos llegamos a controlarlo.
ResponderEliminarBesos. Mercedes
Gracias a ti, querida. Y no sólo por tu decisiva participación en el trance reproductivo (¿qué habría sido de ellos, de nosotros sin ti?) sino también, sobre todo, por tu enorme sensibilidad para relacionarte con los animales, para entenderlos y mimarlos. Ojalá podamos celebrar juntos la llegada de una camada. Pero, en cualquier caso, lo que podemos celebrar ya mismo es la evidencia de una amistad viva y de una vocación compartida en cuanto al respeto hacia lo otro, especialmente si vivo, muy especialmente si cercano y cómplice. Los perros... ¿hay seres más cercanos y cómplices que ellos? Creo que estamos entre los que controlamos en alguna medida esa pulsión de posesión. Felicitémonos por ello, pero sin autocomplacencia. Vigilémonos... Te abrazo. Jorge
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