“Como una fangosa pelota lanzada en una pista de harina”, que diría Lezama, cayeron, Alejandro primero y Roma después, sobre la clásica Olimpia griega y sus Juegos. “Como una piedra caída en una ecuación”, resultó la posterior llegada del cristianismo a la Olimpia romana para resolver sus tímidas variantes y liquidar sus agónicos fulgores. Sí, la angustia del moribundo agon griego apenas expelía ya los lúmenes imprescindibles para un velorio, cuando Teodosio apagó las luces definitivamente y tasó sus haberes con el cero persa. El tiempo ya no transcurriría al asimétrico ritmo de la flauta dionisíaca, ni para regocijo de Zeus se mediría por sus desembarcos en el estadio, sobre los sudorosos pectorales de los atletas, sobre sus genitales expuestos, porque las eras demandan de sus avenidos una filiación sin fisuras, y el tiempo en la nuestra, aun dudado por Agustín (“...el tiempo no es otra cosa que una extensión, pero ¿de qué?”), ya había sido definido por Plotino como “imagen móvil de la eternidad”, por lo que no podía permitirse aquellos terrenos y embarazosos nudos…
Nada sabía yo de esto cuando, con nueve años cumplidos, frente al televisor y viendo los Juegos de Múnich ’72, fui avisado por primera vez de que los cubanos nos habíamos convertido, bajo la tiranía de Castro, en los mejores deportistas del mundo. Nuestro Milón de Crotona: Teófilo Stevenson, un gigantón de Las Tunas, había obtenido un oro en boxeo, mientras que un grupo de ágiles y revolucionarios jóvenes había llegado al bronce en baloncesto. Y éste era sólo el comienzo, porque en los Juegos posteriores el deporte patrio creció ampliamente en obtención de medallas, aunque también (sonrío amargamente) en continuas cesiones al perverso mundo capitalista de "díscolos" frutos de su excelencia encarnados en "viles desertores".
Poco a poco, y mientras los Juegos se erguían ante mí como un sucio pendón politiquero (recordemos lo ocurrido en Moscú ’80, Los Ángeles ’84 y Seúl ’88), me fui enterando de su prehistoria, su historia antigua y moderna. Ya más ilustrado, en los Juegos de Barcelona ’92 vibré sinceramente con la precisa y preciosa ceremonia mediterránea que les sirvió de pórtico. Entonces, cumplidos los veintinueve, tenía las maletas hechas para venir a España, y aquellos Juegos, junto con la Exposición Universal de Sevilla, ponían a este país en el mapa de los solventes. ¿Qué más podía pedir? Me encontraría con mi yo mediterráneo, ya no sólo intuido, sino claramente esbozado, en el país de mis abuelos, con unos deportistas modestos entonces (recordemos que los mejores del mundo eran los cubanos, claro) pero capaz ya de semejantes hazañas logísticas y con tan evidente poder de convocatoria…
Han pasado otros veinte años, y después de haberme perdido la pekinesa, el pasado viernes vi la ceremonia londinense que inauguró los actuales Juegos. Bonito espectáculo. Pero ¿por qué no pude verlo con los ojos “limpios”? ¿Por qué cada gesto, cada símbolo me ponía a la defensiva, como si se estuviera urdiendo sobre mí, sobre nosotros, una nueva trampa? No me pasa eso en un tablao flamenco, ni en un club de jazz. ¿Cómo debo leer ahora, a las puertas de los cincuenta, tales muestras de buena voluntad y vocación mercantil? Ah, la decadencia, este mordaz estado que siente pavor ante las banderas, que se espanta frente al agujero repujado (hasta en la nada) por la palabrería. Si al menos desfilaran desnudos los atletas, especialmente ellas, para hacernos creer que algo cambió desde que Teodosio liquidara en Olimpia toda posibilidad de hecatombe que no fuera apocalíptica. Si al menos se pactara una verdadera tregua o paz olímpica para con-fundirnos en una imagen plenamente humana. Si al menos…
No, orgías no, que no hay que sucumbir a tales reminiscencias de los olímpicos originales en este tiempo-imagen de la eternidad. Pero y si… Decía Maquiavelo que existen tres clases de cerebros: los primeros entienden las cosas por sí mismos; los segundos entienden solamente lo que otros han demostrado; los terceros no entienden absolutamente nada. Ah, decadencia, sabionda que nos atas, que paradójicamente nos condenas a esta incómoda y estéril terceridad, permítenos siquiera vibrar con los colores que, cuando menos, “son actos de la luz”; permítenos la emoción en el instante dichoso en el que los atletas, ya no cubanos ni españoles, ni rusos ni americanos, ni judíos ni árabes, felizmente desnudados por la imaginación, libres de sus perversos sobrenombres, en la única cúspide posible que es la de la imagen, lancen la jabalina contra el jabalí que, enmascarado, aplaude en la tribuna. Entonces el segundón maquiavélico, ese que sólo entiende lo que otros han demostrado, amenazado por la justiciera lanza, acaso comprenda que los atletas pueden reconducir los símbolos para que los poetas sigan creyendo e invitando al sueño.
Quién sabe si la pista de harina y la ecuación, mancilladas latan todavía bajo la piedra y la pelota de fango… Ojalá podamos disfrutar los Juegos. Ojalá, ganemos o no, nos divirtamos todos, porque, según decía mi padre: “un juego tiene sentido si todos se divierten.” ¿Podremos dar sentido a estos Juegos? ¿Y si todos lanzamos la urgente jabalina? Intentémoslo. Aquí va la mía, directa al pálido jabalí que, camuflado tras la purpúrea túnica, cual ignorante segundón de jeta y risotada suidos, se regodea en la tribuna áurea. Aquí va la mía, propulsada por la oscura imagen, porque, como dijo el poeta: “sólo el jabalí negro tiene los ojos de oro.”
¡Gracias, hermano, por tan agradable lectura dominical! A mí los Juegos... me producían en Cuba una sensación especialísima por lo que se me parecían a los ciclones. Los ciclones me fascinaban. Lógicamente, no me hacía ninguna gracia que se destruyera todo, pero sí el tiempo de ciclón y todo lo que se armaba. Y cuando se desviaba y asumíamos que nos habíamos preparado por gusto... yo me quedaba encantado. Pero lo que, para mí, tenían los Juegos... de ciclón era la imposibilidad de salir de casa. Estaba el país detenido. Ya sabes que para conseguirlo no hacen falta razones tan tremendas como Olimpiadas y huracanes. Yo me pasaba los días enteros delante del televisor comiendo mangos o guayabas. Ver tanto buen deporte, transmitido en vivo por televisiones extranjeras... con esa textura de la imagen que ahora me es tan natural pero que allí y entonces hacía a mi madre decir que era "como un espejo", me parecía una ocasión de lujo. Y lo era.
ResponderEliminarTu post de hoy me ha devuelto el recuerdo de aquella agradable sensación que ni siquiera las competencias de ayer y hoy me provocaron. Ya me he acostumbrado. No obstante... vienen días muy placenteros, a pesar de no sentir que está la vida detenida en la estación de los Juegos...
Tienes razón. Cada vez están más lejos de sus genuinos orígenes... pero así va la vida... así transcurre, lamentablemente, nuestro tiempo... No nos ha sido concedida la gracia de participar de muchas cosas genuinas... sin oscuros trasfondos e intereses. Ya me gustaría a mí también que el certamen más importante, uno de los más humanos, estuviera despojado de todo lo que ha ido acumulando que debiera serle ajeno.
Y bueno... si los atletas se quitan la ropa y lanzan la jabalina contra el pecho de tanto mal nacido como hay en las tribunas... eso... eso sí que fuera una imagen que causaría en mí una sensación imborrable, tan dulce como los mangos o las guayabas de "la tierra de los mejores deportistas del mundo".
Un fuerte abrazo. Gracias de nuevo y que los disfrutes.
Gracias a ti, querido Luis. Así que asocias los Juegos con una suerte de “parón metabólico” como el producido por los ciclones (supongo que menos estresante por no forzoso) acompañado de mangos y guayabas; y además, con imágenes televisivas nítidas y bien coloreadas. Buen escenario me pintas, sí señor. Buen regusto tendrás en estos días que vienen. Me alegra, amigo, de veras. También me alegra que mi nota te haya hecho recomponer buenos recuerdos por encima de dudas y frustraciones. La componente balsámica, anestésica de tal evento nos devuelve al niño que fuimos, que somos: correr, saltar, lanzar, competir… detener, dilatar el tiempo en un impasse promisorio donde podamos celebrar, sobre todo, la rebelión del cuerpo, con toda su finita y alegre animalidad, frente a las graves cautelas que dicta la razón. De eso se trata (o debía tratarse) pero, aunque yo también sé disfrutarlos, no puedo abstraerme totalmente de la manipulación grosera que en varios sentidos acompañan a este evento. Ya sabes, allá, en la tierra de los mangos y las guayabas, las Olimpiadas eran (son) un burdo instrumento al servicio de la tiranía. El adocenado público (tú, yo, casi todos) aparcando las frustraciones para que los soldados del deporte patrio glorificaran al hombre nuevo, palmero y bailador a la vez en una ópera babélica para ciegos. Aquí, en la tierra de las buenas imágenes televisivas, este evento, aunque lo disimule, tiene también el músculo dopado. Por un lado, el tema de las naciones que redimen sus complejos o airean su hegemonía. Por otro lado, el omnipotente y omnipresente brazo del mercader que ha hecho con su ábaco una perversa pero obrante caricatura de la palanca que pedía Arquímedes. Así las cosas, tendremos que ser muy hombres, quiero decir muy humanos, para cerrar los ojos y recibir la dosis necesaria de la droga que nos permita seguir bailando y palmeando Babel arriba. Pero esto, claro, sin perjuicio de que mientras dure el instante pactado, miremos de reojo al jabalí y le lancemos la jabalina que le hará saber que nuestra adicción a su droga no tiene las heridas blancas. Esa jabalina, la imaginaria, lo hará reír, pero sólo para correr el telón sobre la mueca que trazará su miedo. Un fuerte abrazo, amigo... y otro.
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