Los antiguos creyeron que las abejas nacían de los bueyes
muertos. Magnífica imagen. Tan seguros estaban entonces de ello, que algunos
sabios explicaban por escrito a los ganaderos, en lo que hoy llamaríamos un Manual
de Instrucciones, qué pasos debían dar para convertir los fibrosos cadáveres de
sus bóvidos en enjambres con capacidad de dulzura. El error en origen no fue
poético; se debió a la fallida observación de unas larvas que solían aparecer
tempranamente entre aquellos despojos, cuya apariencia era muy similar a sus homólogas
en el período larvario de las abejas. Pero debemos reconocer que ningún otro
destino parece tan idóneo y feliz como ése para un cuerpo agotado después de
una vida de ciego trabajo. Porque ni siquiera el consumo humano de aquella
carne endurecida, digo más, ni siquiera su ofrenda a los dioses, abría
perspectivas tan halagüeñas como su regeneración en miles de hacendosos insectos
prestos a producir miel. ¿Supieron los primeros ganaderos-agricultores-poetas
que las abejas son, además, importantes agentes de polinización, que son ágiles
inductoras de la floración en plantas salvajes y domesticadas? No lo creo, pero
¿lo intuyeron…? Poco importa. Lo cierto es que sus bueyes, cuando no acababan
en los saladeros y las ollas familiares, o en las hecatombes, donde se iba a
medias con los dioses, lo hacían justamente en el umbral de la miel y la flor.
No resulta una noticia más que estén desapareciendo las
abejas. Ya desaparecieron los posibles bueyes-madre a manos de los ingenieros, los
veterinarios, y no tenemos a mano ninguna otra fórmula genésica para devolverle
al reino animal esos miles de millones de insectos que, implicados en la
sexualidad de las plantas, nos garantizan tres cuartas partes de lo que comemos.
¿Y la miel? ¿Y el turrón? ¿Y su maestría constructora? ¿Y su elevado orden socio-laboral?
¿Y su capacidad para el sacrificio, el martirio? (pierden medio cuerpo cuando
pican y por eso mueren) ¿Y sus agallas? No se trata de una noticia cualquiera.
Ninguna otra me asustó tanto en los últimos tiempos. No sé si podríamos
prescindir de osos o linces (no lo hagamos, claro) pero ¿podríamos sobrevivir
sin abejas?
La feromona de la cacharrería nos mantiene a merced de los
poderosos, que como reinas de la colmena en que nos agolpamos, desde sus celdas
reales promueven la proliferación de obreras; en este caso, mansas y empedernidas
consumidoras de sus detritos. En tanto logran la perfecta máquina que ingiera
impulsos electromagnéticos, abjure del color y perciba aromas en las flores de
acero, nos hacen cómplices de su gula y nos comprometen con la progenie de los
pesticidas. Miel sobre hojuelas… Las
máquinas no necesitan abejas ni bueyes que las provean. Las máquinas no se
medican con vivos productos del campo; no utilizan propóleo para aliviar sus
infecciones, sus toses. Las máquinas se asean con aceites industriales o acetonas;
no necesitan ungüentos melosos para hidratar su dermis.
¿Pero qué diablos nos pasa? ¿Cómo somos tan torpes, peor
aún, tan obscenos? ¿Haremos bueno aquel refrán de Sancho: “no es la miel para la
boca del asno”?
Serían muchos los perjuicios que nos causaría la
desaparición de las abejas. Los principales, insisto: la pérdida del más
importante polinizador con que contamos en la naturaleza, con el consecuente
empobrecimiento del medio que habitamos, de nuestra dieta; y también la falta de
miel, uno de los productos naturales que más beneficios nos ha reportado desde
que imperamos en el reino animal y evacuamos en el techo del mundo. Pero en
este texto quiero terminar haciendo énfasis en la parte menos pragmática del
asunto, esa parte que reside en nuestro imaginario, y siendo deficitaria en toda
época decadente, nos pone a merced del bárbaro, que, siempre expectante detrás
de nuestras sienes, persigue hoy las señales cacharreras, da juego a quienes
creen poder prescindir, incluso, del propio género humano. Hablo de la memoria
poética del hombre, llamada a resistirse. Porque, desde un humanismo militante
¿podríamos asumir y explicar a nuestros nietos que llegamos al extremo de
propiciar la desaparición de las abejas? Malamente explicaremos lo que hicimos
con los tigres de Tasmania, los orangutanes, pero ¿llegar a presenciar el
exterminio de las abejas y quedarnos tan panchos? ¿Cómo explicarlo sin aceptar
que deponemos armas frente a las máquinas?
La historia de la civilización está cargada de grandes
torpezas medioambientales, pero el último hombre debía despedirse de su casa antes
de que lo hiciera la última abeja, esto es, antes de que lo hiciera la última
flor. Si no podemos frenar el descalabro de la cabaña apícola, inhibiéndonos
ante el suicida impulso “civilizador” que lo acelera, no merecemos ni una pizca
de dulzura en la historia por venir. Nos espera la parte menos dulce y humana
de ella, seguro. Porque la ausencia de flor y miel puede ser para la historia mucho
más devastadora que su abuso interesado, y éste ya lo fue en grado extremo…
Recordemos lo que pasó a Roma en el umbral de su apogeo, el mismo que cimentó
su quiebra. Recordemos qué aromas, qué "flores" importaron de Atenas los cónsules
latinos, qué sustancia se untó Egipto para César
y Antonio en el clítoris de Cleopatra.
Allí sobraron color y embeleso. Aquí nos jugamos más que su equilibrio.
Está en juego el hombre. No el dios-buey que se regala estas pasiones a través
de los insectos, de acuerdo; pero tampoco el asno que las desmerece, esperemos.
Sencillamente el hombre, único animal de poética estirpe capaz de poseerlas, medirlas…
Frenemos la extinción de las abejas. Ahora. De nada servirá que mañana nuestras
“mentes más lúcidas” sepan constatar, certificar y registrar su
amarga evidencia. ¿Qué puede importarnos, en un mundo sin flores, lo que capte
el monóculo de los científicos?; esos seres tan útiles, pero también tan
fáusticos, que orondos apuntalan el palacio mineral donde, incluso su mentor: el
maléfico, el gran onanista universal, se aburrirá soberanamente, y sin tiempo para
nuevos apaños, comprobará arrepentido que en el cadáver de su perro no asoman
larvas que vaticinen mieles.
…no se puede contemplar la
propia autopsia.
Claudio
Rodríguez
Querido amigo mío leyéndolo no pude evitar del ojo la pupila del verso en su pluma más de poeta en esto que escribe y sabiendo usted mis desatinos de gramática, permitame escribirle lo que mi cerebro de cotidiana mujer sólo leyó
ResponderEliminarY no se moleste con mi tan tamaño atrevimiento.
PALABRAS DE ENCOMIO DE LA IMAGEN EN NEGRITAS TRAS LOS OJOS.
Estos bueyes
con capacidad
de dulzura
renaciendo
en abejas.
Destino
idóneo
feliz
para un cuerpo
agotado
de ciego trabajo.
Bueyes salvajes
domesticados
en los sala de ros
y las ollas
en la hecatombe
donde van a media
con los dioses
en el sacrificio
el martirio
en la sexualidad
de las
plantas.
Miel sobre
hojuelas
no es para
la boca
del asno.
Asno,
fe romana
de la cacharreria
en que nos agolpamos.
El último hombre
debe despedirse
de su casa
antes que lo hiciera
la ultima abeja
la ultima flor.
Recordemos
qué sustancia
se unto Egipto
para Cesar y Antonio
en el Clitores
de Cleopatra.
Mire, eso vi en estos asuntos de su narrativa, que aplaudo, porque hace rato, al menos en Cuba, vi la ausencia de abejas, el canto de las ranas y las mariposas ,de tamaño gigante y negretud de la noche, que vi y escuché tanto en mi niñez, y que aquí en Est.Und, voy notando en falta.
¡Si! Razón lleva.
Un saludo
Lisette
Déjeme decirle que escribo con mi teléfono y este hace lo que le da la gana.
ResponderEliminarLe explico por los saltos de las letras.
Disculpe.
Gracias, amiga, por tu reinterpretación poética de ese texto. Me agrada mucho tenerte como lectora activa y creativa. Me agrada que te sean útiles mis notas. Gracias por dejármelo saber. Un abrazo fuerte. Jorge
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