Nos equivocamos si achacamos a la actual crisis económica el enorme vuelco acontecido en el ejercicio de la profesión. La reciente parálisis inversora ha sido, sólo, un inoportuno catalizador. Inoportuno desde mi punto de vista, porque para quienes llevan la dirección de las obras demoledoras no pudo venir mejor. Las fuerzas que actúan detrás del fenómeno, y que constituyen su esencia, son portadoras del discurso dominante en la Episteme actual, marcada por la fascinación tecno-lógica, fruto del excluyente y perverso maridaje entre la ciencia experimental y la economía de mercado. Aquí obra el sempiterno conflicto entre dos pulsiones básicas de la humanidad: la cultural y la civilizadora, en las que se valoran de manera muy diferente el genio y el ingenio, el templo y la calzada.
Ya nos avisó Ortega. En el siglo XIX, perfecto escenario histórico para que alcanzara su colmo el sistema capitalista, se puso el mantel para la gran comilona del hombre-masa, que, yendo a lo que más interesa en este artículo, necesitaría y exigiría una arquitectura para todos. Y bien que lo hizo. Pero ¿sabía (sabe) el hombre-masa qué es la arquitectura? ¿Se puede exigir lo que no se conoce? Sí… lo realmente imposible es escapar al signo de los tiempos. A partir del XIX, sottovoce primero y a grito limpio después, se comenzó a llamar arquitectura a cualquier “conveniente” y convenido sucedáneo, porque los nombres importantes proyectan una generosa sombra, ofrecen gran cobertura a los conceptos cercanos, y si son requeridos por ellos, admiten un alto grado de invasiva confusión. Durante los siglos XIX y XX, no sólo cambió la forma de pensar y hacer arquitectura, sino también, y esto es aún más relevante, cambió lo que debía ser entendido como tal. La arquitectura tuvo que democratizarse primero y globalizarse después, hasta convertir su viejo nombre en un perfecto flatus voci. Lo que hasta entonces había designado el humanismo moderno como arquitectura, y tanto esfuerzo había costado equiparar disciplinarmente con otras artes, como la poesía, por ejemplo, estaba abocado a un dilema trascendental: o quedaba al margen del devenir histórico, condenado a romántica arqueología, o esponjaba el nombre y las tragaderas para seguir “sonando”. Entonces la arquitectura dilató su ámbito significante y acunó bajo su manto nominal a dos imprescindibles pero peligrosos subalternos: la ingeniería y la construcción, a los que terminó aupando hasta la gerencia misma del ejercicio profesional. Tal vez por eso es hoy la arquitectura un confuso escenario donde operan los peones como “maestros”, pues quienes debían ostentar la maestría están tan alejados de la cátedra de Vitruvio, como su formación del ideal clásico… Tenemos que reconocerlo: la arquitectura es ahora esa otra cosa que ejercemos los arquitectos; por lo general meros tecnócratas que “controlamos” una disciplina sometida a la construcción y la ingeniería primero, a la normativa y la jurisprudencia después; muy al margen ya del humanismo, bajo el influjo de un pensamiento parcelario y tendente a la estanqueidad de sus cubículos.
¿Y alguien contesta la conveniencia de que la arquitectura se haya democratizado? Yo no. La arquitectura debe servirnos a todos, sin duda alguna, pero no puede estar en todos los sitios, respondiendo a todos los programas sea cual sea el precio, sin verse forzada a un doloroso ajuste minimalista, pues exigida por la extrema masificación en múltiples sentidos, deberá resolver contra el humanismo, a favor de un discurso maquinal; contra el espíritu, a favor de una escueta y magra corporeidad. Se banalizará… No se debe llamar Haute Couture al prêt-à-porter, ni Alta Cocina al dónut, porque haciéndolo no somos más democráticos, sino más estúpidos. Insisto, la arquitectura ha de servirnos a todos, pero sólo dónde y cuándo sea posible. No porque habitemos aceptables maquinitas con agua corriente y un frontis más o menos grácil, amable, estaremos experimentando a diario la arquitectura. ¿Puede ésta aparecer y sorprendernos en una vaquería? Sí. ¿Y en un matadero? También. Sin embargo, ¿puede fructificar para el espíritu humano si éste se encepa y embuda hacia los más adocenados comederos? No.
Así las cosas, si cobijamos bajo el título de arquitectura cualquier obra que teche y emparede un predio para una actividad que lo requiera, eso sí, cumpliendo estrictas normas técnicas para proteger a los poderes públicos frente a posibles procesos judiciales, y de paso quedar igualmente protegidos, ¿cómo nos quejamos después de que pretendan ejercer la profesión constructores, ingenieros y abogados? Si plegados a una realidad que huye de la verdadera arquitectura como del diablo, formamos en las escuelas a expertos usuarios de programas informáticos, a meros conocedores de algunas herramientas de composición y técnicas constructivas, ¿por qué nos quejamos después de que pretendan emularlos quienes, por otras vías y con parecidos objetivos, han adquirido similares capacidades?
Lo que necesitamos no es menos arquitectura para más trabajo, sino más arquitectura para que sea imprescindible el trabajo de los arquitectos; esto es: insuflar a la materia que manipulamos el espíritu de un contexto espacio-temporal, socio-cultural y físico-ambiental humano, que sólo puede ser exitosamente intuido, conocido, sustanciado, ensanchado en la imaginación, conceptualizado y finalmente formalizado mediante el lenguaje arquitectónico, si con una vocación plenamente humanista. Esta visión es la mejor medicina contra el intrusismo. ¿Pero cómo desmontar ahora la ya centenaria obra dedicada al hombre-masa? ¿Cómo explicarle al majadero homúnculo que la arquitectura no es aquello que le vendimos envuelto en papel cartucho, para que llevara consigo a todas partes y disfrutara sin el menor esfuerzo, felizmente homologado al clásico ciudadano griego como por arte de birlibirloque? ¿Y quién se lo va a explicar, si los propios arquitectos no hacemos más que buscar un puestecito detrás del mostrador para envolver y vender el dudoso objeto a quien se deje?
El genio señala el temenos y concibe el templo en términos humanistas. El ingenio lo levanta y procura sus accesos… La pulsión cultural, conservadora y memoriosa, ha de ser equilibrada con la civilizadora, temeraria y ágil. Esto es normal, muy recomendable incluso. Siempre fue así. Pero no debimos plegarnos incondicionalmente al ingenio civilizador, porque es voraz y no suele detenerse una vez desatado, si no es bajo la acción de fuerzas altamente destructivas que porten la semilla de una regeneración capital... Y aquí estamos… El templo arriba, en ruinas, y nosotros de espaldas, transitando una perfecta y bien señalizada calzada, pero cuesta abajo…
Sin embargo, no quiero terminar en clave pesimista. Si bien andamos muy lejos de poder ejercer la arquitectura en plenitud, porque ni nos enseñaron a hacerlo, ni tenemos clientes que así lo demanden; si bien hemos equivocado la diana durante los últimos doscientos años, desgravando progresivamente la carga humanista de la arquitectura hasta encumbrar a su parodia; esta vieja madonna es tan generosa, tiene una periferia tan tolerante y extensa, que por fuerza nos hace inquietos y versátiles. Por lo general, resulta más fácil a los actuales arquitectos emular a los ingenieros que a los pensadores, pero están preparados para muchas cosas. Por eso no es extraño encontrarlos en la política, impartiendo clases, dirigiendo empresas, calculando estructuras, colaborando con arqueólogos, ejerciendo otras artes visuales, trabajando como interioristas, museógrafos, escenógrafos; dedicados a la crítica, la teoría, la historia, la música, la literatura, el teatro, la fotografía, el cine… Incluso alejados del ideal vitruviano, los arquitectos siguen siendo, entre los profesionales liberales, posiblemente los mejor dotados para reaccionar ante la falta del trabajo considerado como específico para su formación académica. Las crisis valen para muchas cosas. Ésta puso la guinda a un grave vuelco en el ejercicio de la profesión. Hay pocos encargos, y parecen más dirigidos a espíritus sumamente especializados y técnicos que a sus contrarios incluyentes, integradores y humanistas; pero quién sabe qué sorpresas nos depare la vuelta a un nivel inversor más alto. Sin ser muy optimista, me pregunto: este forzado vagar por los suburbios de la profesión, ¿nos expulsará de ella?, ¿nos instalará definitivamente en alguna disciplina periférica?, ¿o nos preparará para un regreso fructífero con orejeras menos agudas? Pueden imaginar cuál es mi deseo. Por eso me permito recomendar a quienes lo compartan: hagamos lo que hagamos en tanto vamos calzada abajo, dejemos ingeniosas piedrecillas que faciliten un posible regreso a la casa del genio… el templo, claro. Porque aun en ruinas, es la única edificación que todavía cobija. El resto es intemperie aunque el ingenio encienda la calefacción.
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