Acabo de leer Tiarnia, trilogía poética de Pentti
Saarikoski, recientemente publicada por la Fundación Jorge Guillén, traducida y
prologada por Francisco J. Uriz. Me ha gustado mucho, sobre todo el tercer libro
titulado Los bailes del Oscuro. Para mí, un interesante descubrimiento este
poeta finlandés. Cae en picado, como pasa a tantos otros autores, cuando (con)funde
burdamente poesía y política; entonces resulta prosaísta, barato, prescindible.
Pero cuando levanta el vuelo por encima de las contingencias propias de la vida
en la polis, que casi siempre se nos presentan con una gravedad impostada y tendenciosa,
lo hace con verdadera altura. Esta trilogía contiene sus últimos libros,
escritos mientras su militancia comunista desteñía ante las evidentes
imperfecciones en la concreción del modelo, aderezadas con su notable
inclinación al alcohol y la bohemia. Según el traductor y prologuista, siempre
fue un militante heterodoxo. Pues, a última hora, su heterodoxia marxista parece
tender a otra cristiana. A lo largo del libro es evidente este postrero trasiego
de filias, cuyas contradictorias señales quedan recogidas en poemas de disímil
valor. Pero por encima de todo, señorean en la trilogía los muchos momentos de
alto vuelo poético, esos que justifican el esfuerzo editor y su lectura. Quiero
recomendar este compendio de poemas, muy en especial su tercera parte, pero,
como siempre hago si recomiendo un libro, pretendo abundar someramente sobre mi
visión del mismo, en este caso, apuntando a esa cuestión tan traída y llevada
en la poesía de los últimos cien años: su función o disfunción social.
En el cuarto poema de “La pista de baile en la montaña”
(primer libro) que puede tener varias y diferentes lecturas (ensayemos una de
ellas) el autor anhela “ser un poeta cuya
canción / pusiese las piedras en movimiento […] hiciese ir a los árboles
andando hasta los carpinteros / que construyen casas para la gente”. Buenos
versos, pero ¿la poesía regalando materia prima a los artesanos, casas al
pueblo? ¿La poesía con un fin último utilitario, que sirve por igual a todos,
pues por igual nos alivia o nos exime de esfuerzo? ¿La poesía que cambia el
mundo, reclutando entregados albañiles de la palabra para que piensen y edifiquen
extrapoéticos paraísos a expensas de los árboles? ¿Por qué no? Muchos firmarían
este provechoso designio. Incluso quienes jamás leen un poema se sentirían
cómodos en tal escenario. Ésos, los primeros.
Pero resulta que la mejor poesía jamás sirvió para estas
cosas. Saarikoski bien lo supo al final de su vida. Por eso, incluso el citado poema,
todavía temprano en su trilogía última, tiene ya un cariz escéptico y amargo: “Una pena insubstancial / es una carga
pesada”. La poesía, como buena tratante de sueños, podrá encender en
algunos de nosotros las ganas de que las casas surjan de los bosques, regaladas,
para todos, que por igual las merecemos. (¿No es Dios precisamente el Poema que
mejor persigue tal quimera, haciéndola posible para “los buenos”, en dimensiones
creadas para puras almas?) Sin embargo, erramos si pensamos que es ésa la
medida exacta de la poesía, su misma razón de ser. Porque en realidad la buena poesía
podrá ayudarnos a conocer los árboles, el bosque, las casas, la ciudad; podrá
ayudarnos a buscar nuestro sitio junto a ellos, a humanizarlos, a colmarlos de
verdad poética, pero jamás mediará entre la Idea y su representación o reducción fenoménica, anulando
a la primera, resolviéndola trivialmente hasta deshacerla en vías de una objetivación
utilitaria. Y mucho menos lo hará de forma metódica, uniforme. Puede que el
poema más paritario que hayamos escrito sea justamente Dios, y ya ven cómo se
las gasta con quienes no quieren o no saben leerlo. Es decir, el buen poeta
jamás llevará los árboles en fila, adocenados al aserradero; jamás los hará marchar
encantados al taller del carpintero que los trocará en casas, porque el buen
poeta no es un funcionario al servicio de los estadistas, ni un cómplice de los
artesanos, no trabaja para El Pueblo al dictado de sus dudosos pastores. Él
mismo es un pastor, sí, pero sólo de palabras.
La voracidad centrífuga de los períodos históricos que
colocan el espíritu de su época por delante del alma de los hombres, para crear
espacios donde quede limitado y normado todo lo concerniente al individuo en
función de una preponderante estructura social, precisa y exige que la poesía
se pliegue a su servicio. Nótese, por ejemplo, qué secundario papel otorgan a
la poesía algunos de los más notables proyectos sociales utópicos. Una vez más recuerden
qué proponía hacer Platón, siendo él mismo un poeta aunque renegara de ello,
con esa curia de patrañeros en su República. El siglo XX, sobre todo en su
primera mitad, participa esta voraz necesidad. Todavía hoy la llamada poesía
social, que calza a la perfección en un programa partidista, o en un plan
económico quinquenal, goza de buena aceptación en determinados medios políticos
y académicos, donde se loan sin complejos su escaso pedigrí, sus fallidos
avales. De poco le sirve a esta gente conocer las perversas metamorfosis “semidivinas”
que ayudaron a redondear tales vocaciones poéticas en los últimos tiempos, por
muy cívicas que hayan parecido en origen: Mussolini, Hitler, Mao, Stalin, Castro,
por ejemplo. Aún en retirada, los poetas que han trabajado con esas miras,
incluso los buenos, se lamentan con remolona pesadumbre. Lean estos inspirados
versos de Saarikoski, también del primer libro:
Incluso si el océano
elevase todas sus olas
aunque los germanos se
bebiesen el Rin hasta desecarlo
no podemos derribar el
Imperio
mientras las aves de
los bosques de Germania
canten Ave Caesar
Tiene mucha razón. El canto es de gran importancia en toda
actividad humana. No se puede demoler o edificar contra él si ha calado en las
almas obrantes… Aunque ya se nota aquí cierta segregación entre quienes cantan
y quienes derriban imperios, el poeta sigue demandando de los primeros una
militancia comprometida con los bárbaros, llamados a una (otra) limpieza
general muy necesaria. Pero los mejores sólo cantaron Ave Caesar en el prólogo formal y negociado de sus obras, o sea, en
su pliegue menos relevante. Quienes cacarean Ave Caesar en los últimos tiempos, lo hacen de memoria, y son los
mismos que piarán Ave Atila si hace
falta. Son a la vez los Hunos y los Hotros, como diría Unamuno. Entonces me
atrevo a parafrasear a Saarikoski: no podemos derribar el Imperio, mientras muchos poetas cacareen o píen de memoria, sólo silben aire. Y en tanto esto ocurra, son muy necesarias las grandes y afinadas
voces, que únicamente cantarán Ave Caesar
si Julios, vestido de calle, se postra ante su canto madre, y promete no
regalar al carpintero de Atila ni una sola rama de sus sagrados árboles. Que se
la curre. Que se la labre…
Será inevitable la masiva tala. Los árboles, enfermos,
aburridos de tanta cantinela se tambalean una vez más esperando el corte. La
gente espera casas regaladas, levantadas sobre sus tocones. En ésas andamos… Muy
bien lo vio Saarikoski a la salida “el
humo buscaba su camino al suelo [pero] no
se puede pretender que el hombre / baje las escaleras con la misma rapidez con
que las sube. ¿Poesía social? No ésta, desde luego. Qué cascarilla almizclada
genera, cuando degenera, el árbol palabrero.
Espero pacientemente que en uno de tus estimables artículos hables de arquitectura y arte, de arquitectura como arte total, etc. ¿Cómo conjugar el fin último utilitario de la arquitectura con su vocación?
ResponderEliminarGracias por tu paciencia, amigo. Es muy estimulante tu interés en este asunto, aunque no es poco lo que pides. Tengo un ensayo sobre poesía y arquitectura en vías de publicación en dos revistas (Granada y México) Cuando se publique allí, lo haré también aquí. Tal vez para fin de año. Espero que antes podamos tomarnos algún vino juntos. Gracias por leerme y comentar, artista. Abrazos fuertes. Jorge
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