viernes, 30 de enero de 2015

En la ciudad del cielo








No soy músico. Ni compongo ni ejecuto piezas musicales. No poseo el arte para hacerlo. Tampoco (y esto es lo que más importa aquí) lo poseo para analizar desde una perspectiva técnica lo que escucho. No estudié música. Ante ella, por lo regular estoy felizmente “desvalido”, entregado. Entonces me relajo, destenso el espíritu analítico y crítico, que, como un neto percutor de plomo, me incordia cuando me acerco a las artes visuales o la literatura. No es que sea “sordo” o “gallego” de solemnidad. (Ahora río, porque con tales motes nos mofábamos los jóvenes habaneros de todo aquel incapaz de seguir el tumbao de la música tradicional cubana). No. Durante varios años toqué (aunque penosamente) la guitarra para engatusar a las chicas, y rara vez desafino si no bebí antes unas cuantas copas. Soy, además, melómano. Escucho todo tipo de música con verdadera fruición. Claro, si ha sido compuesta y ejecutada con las dosis necesarias de pasión, cuidado y oficio; si no apela a mecanismos vulgares o comerciales para pretenderme. Amo la música elaborada. Escucho sobre todo música clásica. La escucho, no la disecciono. Afortunadamente, sólo en raras ocasiones me pregunto qué pasa, si un evento musical me conmueve de manera especial. Porque me sucede ahora con la música de Georgina Sánchez Torres, creí necesaria la pequeña introducción aclaratoria. Quiero encarecerles la obra de esta talentosa compositora, intérprete y directora de orquesta. Es importante que sepan desde qué ángulo, con qué capacidades y discapacidades, lo hago.

Más de un año hace que descubrí a Georgina, y desde entonces la sigo con gran interés. Durante ese tiempo estuve muy pendiente de sus actuaciones, de la resonancia que tienen las mismas en los medios digitales donde es posible escuchar música. Perseguí los documentos audiovisuales que ella misma, o sus admiradores y colaboradores, comparten por esa vía. Pero ahora tengo en mi poder su primer trabajo discográfico. Aquí suena, perfectamente concebido, estructurado y grabado. “En la ciudad del cielo”, se llama. En su disco, que escucho una y otra vez en estos días, quiero centrarme para intentar contagiarlos de mi buen ánimo.    

Georgina grabó “En la ciudad del cielo” como homenaje a Medinaceli, ciudad con la que sostiene una especial relación. Muy al margen de si el nombre Medinaceli tiene que ver con una ciudad celeste, u otra enclavada sobre una colina, el título no puede estar mejor traído a esta obra. Es perfecto, porque, como trataré de explicar después con más detalles, el disco, si bien escuchado, emerge ante nosotros como una suerte de Babel musical. No por soberbio o pretencioso, en lo absoluto, sino por diverso e incluyente. Hablamos de un disco postmoderno, que además inaugura una discografía. Son normales, y por ello previsibles, la tendencia al inventario musical, el deseo de clavar una pica en cada cima alcanzada, de mostrar cada una de las piezas cobradas, tanto en la parcela compositiva como en la interpretativa. Pero en este caso, tal “demasía”, lejos de molestar, agrada. Y lo hace porque garantiza unos niveles de sorpresa, de feliz desconcierto, incompatibles con la abulia o la modorra; y porque la unidad del disco es, en última instancia, incuestionable. Viene dada en su única compositora, que en adición se interpreta a sí misma, sola, o acompañada por un único pianista que aporta su gran capacidad interpretativa con la mayor complicidad posible. Viene dada asimismo en el austero formato instrumental: chelo, piano y voz. Viene dada en el sostenido y altísimo virtuosismo, (cómo cose la calidad allí donde actúa). Y, si me permiten una percepción muy personal, (temeraria, lo sé) la unidad del disco queda reforzada también por la sostenida carga femenina, que, en mi opinión, en este trabajo determina, caracteriza y señala, tanto la composición, como la interpretación.

Ciudad del cielo: Ciudad de Dios. ¿Pero qué ciudad de Dios? ¿La de san Agustín, que contesta la entrada de Alarico en Roma, con vistas a salvar lo que quedó de aquel decadente mundo, alrededor de una doctrina religiosa meridiana y absoluta; o la de Meirelles, que relata las aventuras de Zé Pequeño, para denunciar la vida deshumanizada en una favela de Río de Janeiro, dando por imposible su salvación al hilo de una fe única y estructurante? ¿La ciudad de Dios apolínea, casi platónica, donde suena la lira afinadísima, o la dionisíaca y perversamente cirenaica, que en plena y diabólica Liberalia, baila al son de las metralletas? Ni una ni otra. Esta música no nos devuelve a un mundo bien hecho, con un Dios vertical, de vocación simétrica (aunque inclinado de momento a su diestra) y ocupado a tiempo completo en el alma de sus criaturas predilectas; pero tampoco nos enfrenta a otro definitivamente roto, inconexo, a punto de ser colonizado por las máquinas. Ni cantos gregorianos, ni desquicios atonales o serialistas. Ni un Juan del Encina que canta lo más blando del sueño de Dante, ni un Shönberg que parece anunciar la música que gozarán las criaturas de Wells, sean éstas venidas de incursiones extraterrestres o experimentos genéticos.          

La ciudad de Dios (o del cielo) que Georgina nos propone en términos musicales, es, ante todo, eso: una ciudad. Nada de regresiones a la Edad de Oro, ni a las trasnochadas inmanencias chamánicas. Una polis donde la gran música mueva el espíritu hacia la comunión entre los hombres. Esta ciudad es, además, diversa, tolerante, excelsa, y, sin embargo, modernísima; tanto, que deviene postmoderna. Pero sobre todas las cosas, es humana. ¿O acaso el hombre ya no puede asumir y pautar la modernidad, sea cual sea su grado? ¿Es que ahora sólo son capaces de ello las máquinas y los engendros biotecnológicos, dotados en ambos casos de inteligencia artificial? Georgina ya respondió estas preguntas con su exquisito y muy humano lenguaje. Su disco parece tender un puente entre tradición y vanguardia para que pueda transitarlo el hombre, para que pueda habitar humanamente ese “antiguo caos de sol” que Stevens nos asignaba por casa. En uno de sus pilares, la tradición, vivísima, gestante: “…todo lo antiguo de nuestro inconsciente presupone porvenir”. (Jung). En el otro, el riesgo, que apunta siempre al futuro, aunque en este caso sea sin dudas un futuro para el hombre: “Rompe el hilo de Ariadna y ¡ahí lo tienes! / El cuerpo azul de la sirena”. (Seferis). Georgina, como hacen los grandes artistas, conserva y arriesga a la vez. En fin, es una compleja y gran ciudad la que nos propone y musicaliza esta talentosa artista. Una ciudad que, con permiso de Dios, por más que ensanche sus fronteras, tendrá que ser necesariamente de origen mediterráneo. ¿Dónde nacieron, si no, las grandes ciudades?

Hablamos de su primer disco, y, no obstante, damos con un trabajo absolutamente limpio, magnífico, que también pretende (y logra) registrar los muchos hallazgos hechos por la artista en su corta pero intensa carrera. Esto, que de suceder en trabajos posteriores, pudiera llegar a ser cuestionable; como ya dije anteriormente se me antoja en este disco una bendición. Aquí Georgina nos pasea por su múltiple y compleja ciudad como quien, orgullosa de sus monumentos, (hitos) también conociera a la perfección su caserío (trama sustentadora). Este disco es un compendio maravilloso de música con ascendentes cultos y populares. Todos ellos elaboradísimos, y sometidos al arbitraje de quien es, en mi modesta opinión, una de las compositoras e intérpretes con más talento que hay ahora mismo entre los jóvenes músicos del panorama internacional.

Medio disco sólo para el chelo. Qué maravilla. Les traslado algunas impresiones tal y como las recogí en la primera y más fiable audición: desde su fabulosa anarquía, antes de que fueran sometidas a un lento y sabroso (pero siempre reductor) cocido racional. “Saeta”: pasión, misticismo, raíces, Mediterráneo… “Fantasía con sentimiento español”: andalusí, semita, timbre camaleónico, frases que recuerdan piezas célebres, Lecuona… “Danzas farrucas”: de Falla, arpegios, rasgueos, laúd, guitarra, pizzicati, percusión; Mediterráneo, Mediterráneo, Mediterráneo… Este bloque es sencillamente prodigioso. Georgina, que sin dudas es una de las mejores violonchelistas de la actualidad, saca a su instrumento todo lo que éste puede ofrecer, que es mucho, dada su altísima capacidad expresiva. El chelo, que se cita con sus hermanos, (mayores y menores) les sustrae amablemente la voz, el timbre, y resuelve a su manera todas las dudas. No hace falta más que el dicho chelo si en manos de su dueña y animadora. Y ¿qué interés tiene tal cosa? ¿Por qué no interpretar esta música con una formación que integre a todos los instrumentos en apariencia suplantados? Pues porque aquí no se suplanta nada. El chelo de Georgina nunca deja de ser él mismo. Eso no se negocia. Es la artista quien obedece las órdenes de su ángel para hacerlo sonar a mundo. Sí, este disco suena a mundo, porque el Mediterráneo, culturalmente hablando, es uno de sus más diversos y fértiles semilleros, también en lo que a tradiciones musicales se refiere. ¿O no? 

Medio disco para chelo y piano. Todo cambia, menos la enorme calidad del trabajo. Mis primeras impresiones: “Hirundo Rustica”: quid romántico, suavidad melódica, melancolía, levedad, BSO (música para cine), cuidados cambios de intensidad… “Elegía Rapsódica”: hondura, gravedad, pulsión melódica, Europa central, tenues modificaciones de intensidad, gran sorpresa final, inocencia, música popular… “El Sollozar del Guerrero”: postmodernidad, patetismo, patrones rítmicos acusados, numerosos cambios de registro, tesitura extrema del instrumento, por momentos un piano casi percusivo, visualización… “La Ciudad del Cielo”: luminosidad, romanticismo, logrados cambios de intensidad, lirismo, frases que recuerdan la música popular (árabe, bereber, romaní), también Bartók… “Canto de Salvación”: hondura, estatismo, pasión, espiritualidad, conexión con lo intangible, perfecto colmo del trabajo, voz marina, ultramarina, sirenas, Odisea… Este bloque es igualmente portentoso. Georgina va más allá de lo mediterráneo (que nunca abandona del todo), y con plena autoridad se planta en el centro y norte de Europa. Ahora el coro es realmente universal. Han sido incluidos, desde los tuaregs hasta los vikingos. Fueron citados en Ítaca, y decidieron someterse a los designios de un viaje que tiene sentido en sí mismo. ¿Realmente existe o puede existir “La ciudad del cielo”? No lo sé, pero si así fuera, (es sólo cuestión de imaginarla) sus habitantes, y especialmente sus poetas, seguro escucharían este tipo de música… ecuménica.

Asombra la madurez de esta joven compositora e intérprete. Con apenas treinta años, es capaz de componer semejantes obras, de interpretarlas de esa manera. Sólo en la sobrenaturaleza, (lezamiano reino de la imagen) más allá de la mera experiencia vital que recogemos a través de los sentidos y memorizamos por nuestra cuenta en estado consciente, podría Georgina encontrar material bastante para su trabajo. ¿De qué otro sitio lo podría sacar? Si compone una “Danza Farruca”, parece haber vivido entre curros navajeros media vida. Si compone un “Canto de Salvación”, parece añorar un futuro posible para trascender todo el dolor del mundo, como si también lo conociera. Si se enfrenta al “Después de un beso” (por cierto, esta pieza no se incluye en el disco, pero lo sobrevuela de principio a fin) parece haber besado las bocas más hondas y subyugantes que hayan existido. Insisto en la pregunta: ¿De dónde le viene todo esto?

Puede que haya llegado hasta ella, después de múltiples transmigraciones, el alma inquieta y rebotada de algún semidiós, que, sin haber tenido que vivirlo en carne propia, haya estado al corriente de todo lo acontecido en los últimos diez mil años; esos en los que el hombre dejó la prehistoria para meterse en verdaderos líos.

Recuerdo que Ovidio dijo que Pitágoras dijo: “Todo fluye, y toda imagen que toma forma es errante”. Puede que la música de Georgina fluya precisamente de una imagen errante, de vetusta forma, que sólo captan algunos elegidos; quienes, debidamente apostados en el eterno balcón del mundo, (un sitio muy especial “En la Ciudad del cielo”, situado mucho más allá del quinto pino) novian con los dioses como si fuera  natural hacerlo, y, no del todo satisfechos con ello, ponen música a sus amoríos.






Si se fían de mí, y quieren adquirir el disco, pulsen, por favor, en el enlace que pongo abajo. Vale mucho la pena, porque las grabaciones que podrán encontrar en Internet no tienen, en la mayoría de los casos, la óptima calidad de sonido que merece una obra como ésta. Creo que si se animan me lo agradecerán, como sigo agradeciendo yo a mi buena amiga, Marta Valsero, que me haya puesto tras la pista de Georgina.



2 comentarios:

  1. Escuchar a Georgina es una experiencia mística. Nada se puede añadir a lo escrito por ti de manera tan sublime. Georgina es una gran artista que te llega al alma.

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  2. Muchas gracias por tus palabras, María. Abrazos. Jorge

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