Mercurio, en el Prólogo de Anfitrión (Plauto):
“Vosotros queréis que os sea propicio y os
proporcione ganancias en vuestros negocios […] queréis también éxito para
vuestras empresas dentro y fuera de la patria, prosperidad y provecho sostenido
en los negocios emprendidos y por emprender, queréis que os comunique buenas
noticias […] lo mismo os pido yo ahora que guardéis silencio durante esta
representación y que seáis para ella jueces justos y equitativos […] vengo en
son de paz: lo que yo quiero de vosotros es algo justo y nada problemático; he
recibido el encargo de venir como embajador para hacer una petición justa a
gente que también lo es; y es que no está bien pedir cosas injustas a gente justa…
(continúa al final)
––¿Dónde estáis, qué hacéis?, preguntaba un político a los intelectuales hace
algunos días, en un mitin vinculado con la campaña para las pasadas elecciones andaluzas,
ensayo de las regionales y municipales que se celebrarán próximamente en toda España.
Lo escuché prácticamente en duermevela (todavía pongo el telediario mientras me
levanto) y por un instante me sentí aludido. En la trastienda de su pregunta
formal (simple y dramático petardeo) latía la informe, pero corrosiva, la que “debía”
formalizar en la conciencia, o, mejor aún, en la subconsciencia de gente como
yo: ¿No veis, desalmados juguetones, que el mundo se acaba, y que, para
evitarlo, debéis atraer votantes a mi opción política?
En realidad ¿a quiénes se dirigía este hombre? ¿Por qué me sentí fugazmente
aludido? ¿Por qué siento la necesidad de escribir algo sobre un asunto tan
manido y abusado? ¿Cuáles son los intelectuales emplazados, y por qué lo son especialmente
en épocas de movimientos políticos más o menos aparatosos, ya sea durante períodos
electorales en timoratas democracias que intentan sacudirse, o durante virulentos
cambios de régimen? Llevamos más de dos milenios y medio hablando de esto, y
todavía me animo. Hago hueco en la cansina tertulia. Levanto la mano: ––Perdón…
Caimán no come caimán, se decía en mi tierra, cuando las fuerzas entre
dos contendientes estaban parejas, pero también cuando los partisanos de alguna
causa, sobre todo de dudoso provecho para el común, se protegían mutuamente en
horas bajas, hacían valer su complicidad frente a terceros. Mas en este caso un
intelectual, rodeado de intelectuales por los cuatro costados, con grave
retintín preguntaba a sus homólogos: ––¿dónde estáis, qué hacéis? Él, al margen, como si se dirigiera a extraños…
casi traidores. Pero ¿no son la mayoría de los políticos, intelectuales ellos
mismos? ¿No cuentan ya con sus aparatos de prensa? ¿No son los periodistas que
aparecen en la nómina de los grandes medios, por lo regular cojos de uno u otro
lado, intelectuales; y no lo son los llamados analistas políticos, profesionales
del debate que prácticamente viven en la radio y la televisión? Sí, claro,
todos estos son intelectuales, pero no basta. Su maltrecha credibilidad los
invalida para “cosas serias”. En tales casos se necesita que apoyen los que no
están emplantillados, al menos formalmente, sean del tipo que sean. Da igual
orgánicos o tradicionales (Gramsci), verdaderos o falsos (Sartre), ideólogos o
expertos (Bobbio). Todo vale, previo acto de fe, especialmente si se trata de
gente con un rostro televisivo, tan capaz de miserere como de zambra. Sin
embargo, ¿ni estos últimos se acercan ya voluntariamente? ¿Tan infecto está el charco
que espanta hasta los patos? Bueno, todavía los hay que se dejan caer, nadan
desgarbados, pero no basta, insisto. Cuando la historia acelera en los
circuitos cerrados, algunos es poco
para empujar el carro.
Aquel hombre, intelectual él mismo, nacido a la política en el fragor de
la modernidad tardía, tan hecho al Partido, que, según Gramsci, “procura la
soldadura entre los intelectuales orgánicos del grupo dominante y los
intelectuales tradicionales; […] cumple esta misión subordinada a la esencial
de preparar a sus componentes, elementos de un grupo social que nace y se
desarrolla en lo económico, hasta convertirlos en intelectuales políticamente
calificados, en dirigentes y organizadores de toda clase de actividades y
funciones inherentes a la evolución orgánica de la sociedad, en lo civil y en
lo político”; se extrañaba, (el demandante, digo) de que gran parte de la curia
faltara a su envite. ––¿Dónde estáis, qué hacéis?…
Me imagino que algunos estarán (so) pesando la mies, clasificando la
lana, leyendo las palmas de sus propias manos. Otros, sencillamente cansados.
Los más serios, puede que estén avergonzados, sobre todo si en algún momento
atendieron a llamadas de este tipo. ¿Los habrá que prefieran mantenerse callados,
obedeciendo aquella máxima de Sartre sobre el “intelectual verdadero”?: “No
tiene que hablar, sino intentar por los medios que están a su disposición, dar
la palabra al pueblo”. Río… Lo cierto es que el político increpaba, sí,
increpaba a intelectuales otros, como diciéndoles, o mejor dicho, gritándoles: –– falsos orgánicos, desclasados, tradicionales…
Pero ¿cómo pretenden todavía estos pistoleros que la gente sería y de paz
se presente así, sin más, a tan burdos y patéticos duelos? Como diría Platón:
“Acaso piensas […] que he de estar tan loco como para tratar de esquilar al
león…” ¿Qué responsable hombre de ideas puede estar verdaderamente interesado
en representar un papel al son de la opereta que corre? Platón, que, como todos
sabemos, confiaba su comunismo aristocrático solamente a los
guardianes-filósofos, esto es, a los intelectuales de más alto nivel; y que
mucho antes que Marx pretendió que los filósofos no sólo comprendieran el
mundo, sino que intentaran cambiarlo para bien primero, y sostenerlo después asido
a la verdad y la justicia, sabía perfectamente que tales hombres solían interesarse
en el gobierno de la polis en casos muy especiales. Así lo explicaba el
pensador ateniense hace dos mil quinientos años: “El castigo mayor [para estos
hombres] es ser gobernados por otros más perversos si no quieren ellos
gobernar: y es por temor a este castigo por lo que creo yo que gobiernan, cuando
gobiernan, los hombres de bien; y aun entonces no van al gobierno como quienes
van a algo ventajoso, ni pensando en lo que van a pasar bien en él, sino como los
que van a cosa necesaria y en la convicción de que no tienen otros hombres
mejores ni iguales a ellos a quienes confiarlo.” ¿Y cabe esta opción ahora
mismo en nuestras democracias? ¿Realmente los partidos políticos en lidia
permitirían a los hombres más capaces ascender en sus organigramas con tales
presupuestos? ¿No implicaría ello negarse a sí mismos? Está claro: los partidos
son maquinarias para bruñir a los malos, para amellar el filo a los buenos
hasta convertirlos en inocuos fieles. Los gobernantes que de ellos emanan son
sus productos-estrella, a la postre maestros con la lima en la mano. Si al
menos se dejaran aconsejar, supieran escoger a sus asesores. Pero tampoco…
Decía Maquiavelo: “hay entre los príncipes, como entre los demás hombres,
tres clases de cerebros. Los primeros imaginan por sí mismos; los segundos,
poco dotados para inventar, captan con sagacidad lo que les muestran los otros,
y los terceros no conciben nada por sí mismos, ni por los discursos ajenos. Los
primeros son ingenios superiores; los segundos, excelentes talentos; los
terceros son como inexistentes”; para venir a decir después que los príncipes
deben pertenecer, cuando menos, al segundo grupo, o sea, que deben tener la
capacidad de captar lo que otros le muestran, a fin de saber seleccionar a sus ministros.
Pero en la actualidad la política ha degenerado tanto, que es prácticamente
imposible encontrar entre los gobernantes (adalides de sus partidos) gente capaz
de escuchar música y letra diferentes a las que calcen en la cantinela que
empieza y termina con el conteo de votos. ¿Y cuál es aquí entonces el papel de
los intelectuales no políticos de profesión? Pues meter la cantinela en
partitura, pautarla, elevarla formalmente, disimular su cacofónica cojera, y,
sobre todo, repetirla con el mismo objetivo: votos. ¿Tenemos que prestarnos a
esto?
No necesariamente. Rehusar la participación en el insano juego es algo
muy político: es señalarlo con total claridad. Los intelectuales responsables
no han desaparecido. No pueden desaparecer. Incluso su relativo silencio (habrá
que buscarlos en las librerías, si no se encuentran en las tribunas) conlleva
una potencia actual enorme. El mismo Bobbio decía: “En una sociedad pluralista,
la desaparición de los intelectuales, con la que se fantasea, es improbable: al
cerrarse un canal por el que pasaba un flujo de poder ideológico, se abre otro
inmediatamente”. Este es un planteamiento con fondo filomarxista (no más que filo, remarco) pero tiene fundamento. Sólo
que aquí un ala del supuesto “poder ideológico” puede retraerse y se retrae,
para, desde la aparente inacción en los más penosos y triviales pugilatos,
actuar en otro plano; plantarse ante el disparate: No.
No se trata de que los intelectuales se hayan convertido en los clérigos
de Benda: “los que honran la verdad y la justicia con fin en sí mismas”;
tampoco en los frustrados filósofos de Platón, que se abstienen apesadumbrados de
guardar su república:
“Pues bien, quien pertenece a este pequeño grupo (los filósofos
verdaderos) y ha gustado la dulzura y felicidad de un bien semejante (la
filosofía) y ve, en cambio, con suficiente claridad que la multitud está loca y
que nadie o casi nadie hace nada juicioso en política, y que no hay ningún
aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin exponerse por
ello a morir antes de haber prestado algún servicio a la ciudad ni a sus
amigos, con muerte inútil para sí mismo y para los demás, como la de un hombre
que, caído entre bestias feroces, se negara a participar en sus fechorías, sin
ser capaz tampoco de defenderse contra los furores de todas ellas… Y, como se
da cuenta de todo esto, permanece quieto y no se dedica más que a sus cosas,
como quien, sorprendido por un temporal, se arrima a un paredón para
resguardarse de la lluvia y la polvareda arrastradas por el viento; y,
contemplando la iniquidad que a todos contamina, se da por satisfecho si puede
él pasar limpio de injusticia e impiedad por esta vida de aquí abajo y salir de
ella tranquilo y alegre, lleno de bellas esperanzas.”
No se trata, insisto, necesariamente de esto, ni de que los intelectuales
inhibidos ante la comparsa descrita se estén atrincherando en un
intelectualismo enfermizo y recalcitrante. Aquí tampoco apruebo el positivismo
integrista de Weber, quien apuntaba: “los residuos irracionales de la
racionalización de la realidad se han constituido como las zonas específicas
donde se ha visto constreñido a replegarse el irrefrenable deseo de posesión de
valores sobrenaturales del intelectualismo. Esto se intensifica cuanto más
libre de irracionalidad parece encontrarse el mundo.” ¿Residuos irracionales,
irracionalidad encantada? En lo absoluto. No se puede generalizar en esto. Ni
siquiera los mejores artistas, rama de los intelectuales a la que parece
dirigirse el gran sociólogo alemán en este comentario, están por definición al
margen de la política, tampoco de la más activa y visible.
El repliegue de los mejores intelectuales ante la desfachatez del poder
político, detentado y pretendido, pues en estos momentos ambos estadios son
tristemente capítulos de un mismo y único cuento, obedece muchas veces a un
hartazgo comprometido, y puede que hasta estratégico. Aunque parezca imposible,
en la cosa pública por excelencia: la política, el silencio selectivo en
ocasiones resulta más militante que el vocerío. Si en la misma plaza, a la
misma hora y para el mismo público, actúan mendigos, mercaderes, ingenieros, banqueros,
malabaristas, jueces, capitanes, sacerdotes, magos, artistas y maestros, lo más
seguro es que la gente que los atiende deponga la parte más fina de sus
sentidos y actúe adormecida, desorientada, llevada por impulsos donde la
dominante patética se imponga a la ética y la lógica. En tales casos, conviene
que alguien se aparte, y en lo más umbrío de la estoa, se abstraiga del confuso
maremagno, aunque sólo sea para mostrar que hacerlo es posible, que se puede
optar a ello, y que tal vez se debe.
Hoy en día, en una Europa tan vieja y decadente, parece inevitable
descreer del Estado ideal para el hombre estético (Schiller), el hombre nuevo
(Marx), el superhombre (Nietzsche), porque de acuerdo con el primero de estos
tres pensadores, tal vez haya que aceptar que: “el Estado ideal, tal como lo
concibe la razón, antes de dar origen a una humanidad mejor, tendría que
fundarse en ella”. Pero no creer ciegamente en estas abstracciones para el
hombre y su correspondiente Estado, no implica descreer del Hombre mismo.
A los políticos, tan intelectuales ellos, y a veces tan demócratas, pediría
por favor que no chillen en la tele cuando me desperezo; que cuando quieran dar
conmigo, se pongan a leer y eviten el patético griterío; que vigilen, eso sí,
al ingeniero, al banquero y al mercader, esa nueva y “santísima” trinidad que
ya piensa la polis para los robots, con su robótica política. (Qué rápido van
los cabrones)
…pero
pedir cosas justas a gente injusta es una necedad.”
Mercurio, en
el Prólogo de Anfitrión (Plauto)
Ah, y a la pregunta: ––¿Dónde estáis, qué hacéis?, yo respondo: aquí, esto.
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