Durante los treinta años que llevo
escribiendo poesía, nunca (hasta hoy) escribí un soneto. Nunca sentí la
necesidad de hacerlo. Además, me llegó muy temprano (tal vez demasiado) aquella
anécdota de Guillén (Nicolás) que circulaba entre poetas y lectores afines, y en
la que éste recriminaba a los versolibristas jóvenes que no cultivaran el
género; viniéndoles a decir que, sin pasar por él, su aprendizaje no sería
completo. Muchos autores opinan lo mismo, pero escuchado (aunque indirectamente)
de Guillén, ante quien me rebelaba entonces sin medias tintas, producía en mí
un rechazo frontal. Qué tontería… la mía, claro.
De cualquier modo, y con todo respeto
a los buenos sonetistas, vivos y muertos, llegué hasta aquí sin sentir urgencia
alguna de escribir ajustado a tal formato. Leo
sonetos muy frecuentemente. Y lo hago con gran placer. Pero escribirlos… En
fin, son muchos los que me han invitado a estrenarme. Hace poco, un
poeta conocido insistió en ello con cierto retintín. No hubiera bastado, por
supuesto, para que enfilara hacia mi primer soneto, y mucho menos para que lo
hiciera en público, (qué culpa tienen en todo esto mis lectores) pero se sumaron
dos coincidencias desencadenantes: Primero, llevo un buen tiempo releyendo con
orden la poesía del Siglo de Oro, muy familiarizado con la lectura del soneto (bueno,
regular y malo). Y segundo, esto que les cuento ahora con más detalle:
Hace unos días asistí a una
brillante conferencia dictada por Antonio Carvajal como clausura del I Congreso
de la Asociación
Internacional para el Estudio de Manuscritos Hispánicos
(AIEMH) que, organizado por la Fundación Jorge
Guillén y la Universidad
de Valladolid, se celebró en la
Facultad de Filosofía y Letras. Antes de que comenzara la
intervención del vate de “Graná”, y con ella el derroche de humor inteligente,
mi buen amigo, el poeta y dramaturgo Luis Enrique Valdés, se acercó a mi butaca con aire
socarrón para leerme, muerto de la risa, un soneto del también “granaíno” Diego
Hurtado de Mendoza. Nos reímos juntos, Luis, Marisela y yo, con el ocurrente de
Mendoza (el soneto es malo, pero graciosísimo) y seguimos haciéndolo con
Carvajal toda la tarde.
Después me quedé pensando que tal
vez fuera el momento de iniciarme como sonetista. ¿Por qué no hacerlo dando la
réplica al cachondo poeta del XVI? ¿Qué mejor forma de acometer algo así? El
humor es un lenitivo muy eficaz, también para desvirgar poéticas. Río… Bueno,
el caso es que hoy, contestando un soneto tan alejado del petrarquismo en todos
los sentidos posibles, me encontré muy cómodo. Entonces, ya puesto, y con ánimo
juguetón, no sólo recreé la rima del soneto de partida (ABBA-ABBA-CDE-CDE) sino
que, además, la convertí en base para un falso acróstico. Qué chulo, un
principiante cerrando el soneto por ambos flancos. A ver si se conforman. Río
de nuevo…
Una vez escrito, se lo envié a
Luis (también socarronamente, como quien hace una trastada y busca cómplice)
para que lo leyera y revisara, pues él ya es un experimentado autor de sonetos.
Luis aceptó amablemente: hizo algunos apuntes métricos, y tuvo además la
delicadeza de reírse conmigo un poco más, prolongando la gracia de aquella
picante lectura compartida. Cuando escriba mi próximo soneto, para lo que, por
razones obvias, no debería esperar otros treinta años, se lo dedicaré a él.
Éste, sin embargo, y con su
permiso, es para ustedes. Se los confío con la esperanza de que se rían... inteligentemente.
Soneto de Diego Hurtado de Mendoza (1503 – 1575)
Rapándoselo estaba cierta hermosa,
hasta el ombligo toda arremangada,
las piernas muy abiertas, y asentada
en una silla ancha y espaciosa.
Mirándoselo estaba muy gozosa,
después que ya quedó muy bien rapada,
y estándose burlando, descuidada,
metióse el dedo dentro de la cosa.
Y como menease las caderas,
al usado señuelo respondiendo,
un cierto saborcillo le dio luego.
Mas como conoció no ser de veras,
dijo: «¡Cuitada yo! ¿Qué estoy haciendo?
Que no es ésta la leña deste fuego».
Mi réplica
Al instante preciso, Diego Hurtado,
Baraja quid y guiño tu doncella:
Bojea el hoyo donde se atropella
Aturdido el potrillo de su hado.
A un tiempo el apogeo es cuestionado,
Bóreas enfría y Torquemada amella.
Bajamar, soso cabotaje, y ella
Amputa del festón lo más dorado.
Contritos el instante, su atalaya,
Demos a tu soneto el beneficio
Efímero y gracioso del buen juego:
Calita necesaria en toda playa.
Del rasurado no hallo lo nutricio.
Es el miedo la nieve en ese fuego.
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