I
Fue el mejor afinador de pianos del sur de Europa. Aunque oriundo de un
pequeño pueblo de Tierra de Campos, en Palencia, España, Diógenes llegó a vivir,
casi, en los aviones. Siempre se ocupó de su familia desde el punto de vista
económico, pero su cartera de clientes era tan amplia y especial, que le
obligaba a una agenda inmisericorde, con frecuentes y largos desplazamientos. Compró
viviendas en varias ciudades: Atenas, Zagreb, Milán, Toulouse y San Sebastián, aunque apenas las usaba. También era prolífico
en conatos amorosos. Se le relacionó con grandes figuras de la música culta y el
mundo empresarial, pero asimismo con putas de lujo o mujeres del más pintoresco
famoseo. Leía. Hablaba varios idiomas. A los cuarenta había alcanzado el éxito,
sin dudas. Manejaba una pequeña fortuna y contaba con una aceptación social
envidiable.
Pessoa nació en Nápoles. Fue modelo. Trabajó con los mejores diseñadores
italianos en muchas campañas de ropa y perfumes. Mientras duró su apogeo, en
los staff de las mejores revistas de
moda se le consideraba el hombre más guapo del planeta. Iba continuamente de un
lado a otro, aunque pasaba las temporadas más largas en Florencia y Montreal,
donde había comprado sendas casas: contenedores de lujo para guardar lo mejor
de sus colecciones de ropa y arte. También era políglota. Vivía solo. O no,
porque no sabía separarse de sus perros. Hasta en los camerinos de los espacios
donde desfilaba, pedía y obtenía sitio para ellos. En algunos casos, lograba incluso
que le asignaran personal para su atención especializada.
Cuando estos hombres disfrutaban la cresta de sus vidas, Jesús no había nacido.
II
Diógenes y Pessoa se habían visto de lejos en alguna ocasión, pues ambos acabaron
malviviendo en los peores antros de Lisboa, donde, además, compartían oficio. Su
primer contacto directo tuvo lugar mientras participaban en un concurso de
estatuas vivientes que se celebraba en la Praça do Comércio. Para desempañarse con
opción al triunfo, a Diógenes faltaban los perros que “sobraban” a su
compañero. Así que al descanso de la primera jornada hablaron del asunto.
Podían colaborar en pos del premio (que compartirían en cualquier caso, claro) si
pulían sus roles y se agenciaban la complicidad de los animales.
Tiempo atrás, Pessoa se habría dejado matar antes de consentir que ataran
a una de sus mascotas. Pero éstas debían comer, incluso vacunarse,
desparasitarse, tratarse contra pulgas y garrapatas. Tenían más de diez años y
precisaban muchas atenciones. Lo que ganaba el poeta en el flamante Parque de
las Naciones, sentado sobre su vieja Thonet y ante su destartalada Remington,
no le alcanzaba ni para cobijarse decentemente. La oferta de Diógenes era
tentadora, más en beneficio de los animales que en el suyo propio. El premio
del concurso estaba dotado con tres mil euros.
Diógenes había conseguido un barril en desuso que molestaba en la
trastienda de un bar cutre de la Alfama. Tenía también una vieja lámpara de aceite
que encontró a orillas de un contendor de basura, y pudo restaurar hasta poner
en uso. Sólo necesitaba perros para completar su aparejo. Se negaba a recrearlos
de forma inanimada. De mantenerse muy próximo a Pessoa durante la competición, Fígaro
y Cara apenas lo extrañarían. Si por añadidura estuvieran bien comidos, tal vez
aceptaran permanecer atados al barril. Entonces dejarían de contaminar la
perfecta estampa poética de su dueño y colmarían la del “hippie” griego.
Cuando los extranjeros cerraban su trato para encarar la recta final del
certamen, Jesús tenía veinte años, y,
sin proponérselo, se vio implicado.
III
Jesús era escultor. Lisboeta de pro. Estaba
especializado en piezas de arena. Solía levantarlas entre mayo y septiembre en
las playas de Estoril y Cascais. A la sazón había ganado varios premios internacionales
en esa categoría: Valladolid, San Diego, Acapulco… Pero en temporada baja para
el turismo de mar, cogía una vieja cruz que guardaba desarmada en casa de un
amigo, y obraba en su propio cuerpo la figura del Mesías para sobrevivir.
Normalmente se crucificaba en las cercanías del Castillo de San Jorge.
Él también participaba en el concurso. En un bar cercano a su sede, donde
merendaban las “estatuas” invitadas por la Organización, Jesús escuchó la oferta que hizo Diógenes a Pessoa y
puso atención al resto. Hablaban en inglés, pero él podía entenderlos muy bien.
Mientras repasaban los detalles de su acuerdo, Jesús
se mantuvo callado, aparentemente al margen, espiando. Gracias a ello, pudo
escuchar también cómo, una vez superado el impasse negociador, y metidas en
escena las primeras cervezas, los hombres se contaban uno al otro las complejas
historias de sus vidas.
IV
El jurado debía acometer la última fase de su trabajo. Consistía en
evaluar, sobre todo, la vertiente más graciosa de las estatuas: el gesto que
hacían para salir de su impavidez cuando recibían una moneda de los
espectadores. Pessoa debía teclear en su Remington la palabra gracias. Diógenes
debía encender la llama de su lámpara. Jesús,
que para entonces se había colocado al lado de los extranjeros, y tenía sus
cuatro extremidades comprometidas en la cruz, debía levantar la cabeza, mirar al cielo
como implorando al Padre.
El jurado estaba integrado por artistas, políticos y patrocinadores. El
principal entre estos últimos era el Banco Espirito Santo. Su director
en Lisboa, el señor Costa, fue seleccionado por los restantes miembros para
lanzar la moneda en las escudillas de los concursantes. Su nombre, cargo y
cometido se anunciaron por megafonía y comenzó la definitiva ronda evaluadora.
Cuando Costa se acercó a
Diógenes, Fígaro y Cara, que hasta entonces se mantuvieron mansos y obedientes,
comenzaron a ladrar con insistencia arrastrando el tonel del filósofo-mendigo.
Uno de los guardias que escoltaba la comitiva sacó su porra en actitud
amenazante. Mientras caía la moneda en la escudilla de Diógenes, Pessoa se interpuso
al policía para proteger a sus animales. Sin querer tiró al suelo la lámpara de
su cómplice y renunció al concurso abrazándose a los perros. Diógenes se llevó
las manos a la cabeza. Los jueces, nerviosos, abandonaron los fallidos puestos
y se acercaron a Jesús. Éste, aunque
muy mermado en su movilidad, había visto de reojo lo ocurrido a sus
competidores, con quienes ya tenía un feeling
especial, pues las historias que hurtó mientras se sinceraban mutuamente en el
bar, lo habían estremecido. En aquel instante Jesús
también olvidó que optaba al premio. Se apartó del guión. Mantuvo su rostro
inmóvil al recibir la moneda. Dejó caer una lágrima. Ganó.
V
Con la plaza abarrotada de participantes
y público, Costa le entregó el cheque al vencedor, todavía Jesús, pero ya Helder, cuyas únicas palabras fueron:
“El corazón, si pudiese pensar, se pararía”. La gente aplaudió con verdaderas
ganas. Fígaro y Cara no dejaban de ladrar al encorsetado Midas. La policía se
mantenía alerta. Pessoa, para entonces Giani,
esbozó una leve sonrisa, y contagiado tal vez por el cariz del momento, le dijo
a Diógenes: amigo, “la luna es el sol de las estatuas”. Diógenes se mantuvo
impasible. Estaba vivo, pero era demasiado viejo. Ninguno de los presentes supo
qué nombre gastó en su otra vida. Finalmente resuelto en las calles y plazas de
Lisboa, ya no era capaz de afinar su maltrecha fe.
Un cuento excelente. Cuánta maña para liar estos tres personajes con sus actos y palabras. Gracias, está muy bien. Ciertamente, si pudiera pensar, se pararía,
ResponderEliminarSonia
Gracias, amiga, muchas gracias. Sí, se pararía... Y por eso no piensa... Besos.
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