I
Tenía trece años cuando se enamoró de Willy. Vivía con su abuela materna
en Párraga desde los seis. Entonces sus padres emigraron y nada más se supo de
ellos. O sí, pero indirectamente. Al parecer, recién instalados en New York,
fueron baleados por un asunto de drogas. Con Willy, que tenía quince, drenó sus
primeros impulsos sexuales. Carmen era una adolescente introvertida, pero ante
su novio no sabía negarse. A las pocas semanas de iniciada la tórrida relación,
ya compartían cuarto sin disimulo. Aleja era incapaz de controlar a su nieta. Creía
aconsejable tenerla en casa, aunque fuera gimiendo de continuo bajo aquel joven
que al menos era vecino, hijo de una familia conocida en el barrio, por muchas
generaciones asentada en él. Aleja trabajaba en una panadería. Tenía que
ausentarse todos los días durante varias horas. Su modesto sueldo era el único
ingreso con que contaba el núcleo familiar. Carmen cursaba el octavo grado. Willy,
que ya lo había repetido dos veces, también.
En enero del ochenta y siete, la Secundaria Básica
de Párraga donde ambos estudiaban, y cuyo nombre prefiero no invocar aquí, albergó
a sus alumnos en un campamento construido para tal fin en las afueras de San
Antonio de los Baños, pequeño pueblo situado al suroeste de La Habana, a orillas del
Ariguanabo, y en aquella época dedicado casi por completo a la actividad
agrícola. Entonces todas las escuelas de la capital hacían esto: una vez al año
sacaban al alumnado de su entorno (urbano, familiar) y lo llevaban a trabajar al
campo durante mes y medio esgrimiendo razones que no vienen a cuento.
Willy era un chico con experiencia sexual. Se había iniciado a los doce
años con Cacha, mulata y santera de edad desconocida que, además de prestar
valiosos y bien remunerados servicios espirituales en el barrio, ofrecía gratis
su otra y placentera cátedra a los adolescentes que quisieran tomar nota en su viejo
box spring. Sí, Willy fue uno de sus
alumnos aventajados, pero también era un perfecto trajinao, o sea, un mierda que
debía obedecer órdenes de los maleantes para evitar daños físicos, sobredaños
sicológicos. Cacha, que lo conocía bien y llegó a tenerle cierto cariño,
lamentaba que semejantes aptitudes en la cama se asentaran en un carácter tan
pusilánime.
Llegado al campamento aquel invierno, Willy tenía varios caminos para
negociar un frágil sosiego. Como había hecho en otras ocasiones, podía lavar la
ropa a los jefes, limpiar sus botas, compartir con ellos la comida, hacer parte
de su trabajo... Pero esa vez escogió una vía inédita y mucho más efectiva,
también más cómoda y morbosa: ofreció a Carmen.
Cada noche, de lunes a sábado, hiciera más o menos frío, Willy llevaba a su
novia hasta un bosquecillo que rodeaba al campamento. Cinco compinches la
esperaban puntuales para apaciguar a sus peores demonios. Ella sólo ponía una
condición: primero, con su amante, después, lo que éste mandara. Cuando Willy
terminaba, y Carmen había gozado a piernas sueltas, uno a uno (nunca hubo en acción
más de dos a la vez) se la templaban aquellos inútiles. No mediaban caricias, besos,
felaciones. Sólo una y la misma postura. Sin palabras. Total, eran cinco minutos.
Uno por cabeza. Ninguno aguantaba más. Carmen, que antes había orgasmeado a
gusto con su novio, mantenía las piernas abiertas y parecía ida. Willy se mostraba
tranquilo mientras charlaba y fumaba con los bienvenidos a su banquete. Ya era un
chico popular entre los malos. Un pendejo, sí, pero con su valioso don: era el
único que hacía retorcerse a Carmen sobre la yerba, que se la templaba en
varias posiciones, que la hacía chillar de gozo; y, además, el único a quien su
novia obedecía ciegamente, tanto, que cada noche se aburría pasando frío bajo cinco
sudorosos idiotas, recogiendo todos sus fluidos con tal de que su “hombre” no
tuviera que lavar ropa ajena.
De poco le valió la entrega, sin embargo. Cuando, a las pocas semanas de
regresar al barrio, tuvo que abortar por prescripción médica, habiendo comprobado
además que la familia de Willy (él incluido) se desentendía y descargaba todo
el peso del penoso trance en Aleja, Carmen dejó a su novio. Sufrió mucho con todo
aquello. Abandonó la escuela. Acaso agotó su interés por los varones.
II
Veinte años más tarde Carmen también emigró. Se lió con Amaya, una
bilbaína que había enviudado en condiciones raras, (su marido se suicidó por
causas y con medios nunca bien determinados) después de que el matrimonio
hubiera adoptado a Itziar, niña de origen vietnamita que tenía ocho años cuando
despareció su padre adoptivo; doce, cuando se conocieron las dos mujeres.
Sucedió en La Habana. Amaya,
nutricionista y profesora universitaria, participaba en un congreso organizado
por una empresa estatal cubana donde Carmen trabajaba de recepcionista. Seis
meses después, Carmen vivía en Bilbao. Se había casado y experimentaba por
primera vez algo muy cercano a la maternidad total. Cuando su pareja viajaba
por exigencias profesionales, (lo hacía con frecuencia) ella se quedaba al
cuidado de Itziar.
En dos mil nueve, Amaya, invitada por una universidad romana a impartir
clases en un curso de verano, decidió hacerse acompañar por la familia. Carmen
e Itziar podrían conocer la ciudad mientras ella estuviera trabajando. Habría
tiempo para todo. Las clases le ocuparían apenas media jornada… Viajaron
juntas. Se hospedaron en un viejo hotel cercano a La Rotonda, con el Panteón a
tiro. Amaya, que disfrutaba de una economía holgada, muy permisiva, se lo había
recetado a sí misma. Allí estuvieron, entre otros, Nietzsche, Sartre y de
Beauvoir, por algo será...
El mundo no es tan grande como algunos piensan y otros necesitan. Cada
vez lo es menos. La primera mañana que Carmen bajó de la habitación para
desayunar con Itziar, (Amaya en clases) mientras se orientaban en el vestíbulo,
y en vano pretendían una ventana con vistas a la imponente casa de todos los
dioses, la niña, que había aprendido a detectar el acento cubano allí donde asomara,
y siempre lo hacía notar con una risita socarrona, le comentó a Carmen que había
“cantantes” en la puerta del hotel. Vaya, apenas entrevisto aquel hervidero de
almas, aparecía el primer testimonio de la diáspora patria. Carmen dijo a
Itziar que lo obviara, que cubanos había en todas partes, que se diera prisa. El
premio: Roma.
Salían a la calle, cuando un hombre se les encimó cortándoles el paso.
Bajo una calva mal administrada, el pasado encarnó inoportunamente. Para
Itziar, otro isleño cantarín. Para Amaya, el peor de los espectros gravitando a
su pesar, en su contra. Ni cien panteones con miles de divinidades muertas en sus
pétreas panzas, hubieran pesado la mitad que aquella mirada. Obviamente, Willy,
(para entonces, y en media Habana, Guillermito-el-trompeta*) con sus “avales”
íntegros, a priori no despertaba en Carmen un ápice de lascivia, ni siquiera de
su potencial resentimiento, pero tampoco le regalaba la cara indiferencia.
Hubo que detenerse, explicarse un poco, mentir quizás… Él dijo formar
parte de una misión diplomática ante el Vaticano. Sin que ella tuviera que
preguntar, aclaró que venía de Cuba. Ella dijo que vivía con una (su) mujer en
Bilbao. Willy pareció obviarlo. Soltó alguna nimiedad sobre su familia con la
intención de parecer emocionalmente simétrico y se interesó en especial por
Itziar. Aquella chica púber, en plena eclosión hormonal, que sonreía mientras
él hablaba, con sus ojos bien parapetados tras unas escasas hendiduras, le
producía gran curiosidad. Poco tardó en entablar con ella una conversación
fluida… Compartimos hotel, Carmen. Preséntame a Amaya. Déjame conocer a Itziar.
Tratémonos como viejos amigos, dijo al despedirse.
Roma se dejó mirar. Pero un caprichoso velo impedía el añorado tuteo. Carmen
sólo veía piedra donde había piedra, gente, donde había gente. El más allá de
todo aquello no se espiraba al cielo, ni se posaba en su hija. En vano buscaba resolverse
en el hospital habanero donde abortó sin haber cumplido los catorce, en el
bosquecillo de San Antonio de los Baños, donde, con la misma edad, pasó
cuarenta noches en estado postorgásmico, completamente ausente, mientras la
inundaban de semen, quién sabe con qué otro regalito incluido, cinco tipejos con
sus tatuajes “reglamentarios”.
Por la tarde habló con Amaya. Valoraron el cambio de hotel. Terminaron,
sin embargo, restando importancia al asunto. Carmen podría con ello, seguro. No
había que preocupar a Itziar. Además, ¿por qué pensar que volverían a coincidir?
Si era diplomático, tendría cosas que hacer. Tal vez bastara con retrasar un
poco la hora del desayuno. Ahí lo dejaron. Al menos ahí lo dejó Amaya… en aquel
momento.
Carmen no volvió a tropezarse con Willy en los siguientes días. Pensó que
todo había pasado, al menos en lo tocante a las incómodas encarnaciones del fulano
que tanto escoraba su memoria. Recordar un hachazo puede doler mucho, quién lo
duda, pero la presencia misma del hacha siempre anuncia filo, sobreexcita la
herida, anula el efecto de los analgésicos… En fin, a pesar de todo, Roma se
esponjaba poco a poco. Donde había piedra y gente comenzó a brotar cierto
entusiasmo ideal. La niña estaba cada vez más ilusionada con sus vacaciones,
aprendía las primeras frases en italiano...
III
Después de doce días de intensa búsqueda, y estando Carmen de regreso en Bilbao,
encontraron el cadáver de Willy en un matorral a orillas del Tíber. Ella pareció
enterarse cuando Aleja le contó por teléfono y a deshoras (madrugada en Cuba) que
Willy había sido asesinado en Roma, que su familia estaba abatida, que todos
intuían la mano de la C.I.A.
metida en el asunto, pues él era un activo agente de la contrainteligencia
isleña y tenía muchos enemigos fuera.
Salvo las implicadas, nadie supo que justo la última tarde que pasaron las
tres en Roma, Willy logró distraer a Itziar en una pequeña terraza de la plaza Barberini,
aprovechando que sus mayores habían entrado un momento al local que la regentaba:
Amaya, para pagar la consumición, Carmen, para ir al baño. Nadie supo que ellas
mismas, sin piarla, (cuánto intuyen las madres, por Dios) al notarlo echaron a
correr de inmediato en la dirección buena, y encontraron a la niña de vuelta en
el hotel Pantheon, pero en la habitación equivocada; a salvo todavía, sí, pero
temblorosa, balbuciente, sin sonrisa alguna que dedicar al acento cubano, con la
recreación del Huevo de Némesis que debía adornar el tocador entre las manitas
frías.
Aquella mañana, desde Bilbao, y aunque todavía en vías de acomodar lo ocurrido
en su jodida memoria, Carmen escuchó y habló con normalidad a su abuela, que, aún
válida pero muy anciana, resistía bravamente en su ciudad natal. Antes de colgar,
sin embargo, le pidió que fuera a su antigua habitación, cogiera una cinta roja
con un nudo doble que estaba en la primera gaveta de su mesilla de noche, y se
lo llevara a Cacha. Le pidió que, sin más, dijera: Según Carmen, es la hora. Aleja
debía esperar a que Cacha le devolviera la cinta ya sin el nudo (sólo la
santera estaba autorizada a desatarlo) y entonces la podía tirar donde le diera
la gana... La anciana preguntó: Hija, ¿hace poco estuviste en Roma? Carmen
enmudeció… Amaya rápidamente le quitó el teléfono y tomó la palabra: Ama, Roma
es una ciudad maravillosa. Por segunda vez, estuve yo.
* En La Habana,
vulgarmente se llama (también) “trompeta” a los chivatos que trabajan para el
régimen castrista.
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