viernes, 15 de mayo de 2015

Nudo rojo








I


Tenía trece años cuando se enamoró de Willy. Vivía con su abuela materna en Párraga desde los seis. Entonces sus padres emigraron y nada más se supo de ellos. O sí, pero indirectamente. Al parecer, recién instalados en New York, fueron baleados por un asunto de drogas. Con Willy, que tenía quince, drenó sus primeros impulsos sexuales. Carmen era una adolescente introvertida, pero ante su novio no sabía negarse. A las pocas semanas de iniciada la tórrida relación, ya compartían cuarto sin disimulo. Aleja era incapaz de controlar a su nieta. Creía aconsejable tenerla en casa, aunque fuera gimiendo de continuo bajo aquel joven que al menos era vecino, hijo de una familia conocida en el barrio, por muchas generaciones asentada en él. Aleja trabajaba en una panadería. Tenía que ausentarse todos los días durante varias horas. Su modesto sueldo era el único ingreso con que contaba el núcleo familiar. Carmen cursaba el octavo grado. Willy, que ya lo había repetido dos veces, también.

En enero del ochenta y siete, la Secundaria Básica de Párraga donde ambos estudiaban, y cuyo nombre prefiero no invocar aquí, albergó a sus alumnos en un campamento construido para tal fin en las afueras de San Antonio de los Baños, pequeño pueblo situado al suroeste de La Habana, a orillas del Ariguanabo, y en aquella época dedicado casi por completo a la actividad agrícola. Entonces todas las escuelas de la capital hacían esto: una vez al año sacaban al alumnado de su entorno (urbano, familiar) y lo llevaban a trabajar al campo durante mes y medio esgrimiendo razones que no vienen a cuento.

Willy era un chico con experiencia sexual. Se había iniciado a los doce años con Cacha, mulata y santera de edad desconocida que, además de prestar valiosos y bien remunerados servicios espirituales en el barrio, ofrecía gratis su otra y placentera cátedra a los adolescentes que quisieran tomar nota en su viejo box spring. Sí, Willy fue uno de sus alumnos aventajados, pero también era un perfecto trajinao, o sea, un mierda que debía obedecer órdenes de los maleantes para evitar daños físicos, sobredaños sicológicos. Cacha, que lo conocía bien y llegó a tenerle cierto cariño, lamentaba que semejantes aptitudes en la cama se asentaran en un carácter tan pusilánime. 

Llegado al campamento aquel invierno, Willy tenía varios caminos para negociar un frágil sosiego. Como había hecho en otras ocasiones, podía lavar la ropa a los jefes, limpiar sus botas, compartir con ellos la comida, hacer parte de su trabajo... Pero esa vez escogió una vía inédita y mucho más efectiva, también más cómoda y morbosa: ofreció a Carmen.

Cada noche, de lunes a sábado, hiciera más o menos frío, Willy llevaba a su novia hasta un bosquecillo que rodeaba al campamento. Cinco compinches la esperaban puntuales para apaciguar a sus peores demonios. Ella sólo ponía una condición: primero, con su amante, después, lo que éste mandara. Cuando Willy terminaba, y Carmen había gozado a piernas sueltas, uno a uno (nunca hubo en acción más de dos a la vez) se la templaban aquellos inútiles. No mediaban caricias, besos, felaciones. Sólo una y la misma postura. Sin palabras. Total, eran cinco minutos. Uno por cabeza. Ninguno aguantaba más. Carmen, que antes había orgasmeado a gusto con su novio, mantenía las piernas abiertas y parecía ida. Willy se mostraba tranquilo mientras charlaba y fumaba con los bienvenidos a su banquete. Ya era un chico popular entre los malos. Un pendejo, sí, pero con su valioso don: era el único que hacía retorcerse a Carmen sobre la yerba, que se la templaba en varias posiciones, que la hacía chillar de gozo; y, además, el único a quien su novia obedecía ciegamente, tanto, que cada noche se aburría pasando frío bajo cinco sudorosos idiotas, recogiendo todos sus fluidos con tal de que su “hombre” no tuviera que lavar ropa ajena.

De poco le valió la entrega, sin embargo. Cuando, a las pocas semanas de regresar al barrio, tuvo que abortar por prescripción médica, habiendo comprobado además que la familia de Willy (él incluido) se desentendía y descargaba todo el peso del penoso trance en Aleja, Carmen dejó a su novio. Sufrió mucho con todo aquello. Abandonó la escuela. Acaso agotó su interés por los varones.



II


Veinte años más tarde Carmen también emigró. Se lió con Amaya, una bilbaína que había enviudado en condiciones raras, (su marido se suicidó por causas y con medios nunca bien determinados) después de que el matrimonio hubiera adoptado a Itziar, niña de origen vietnamita que tenía ocho años cuando despareció su padre adoptivo; doce, cuando se conocieron las dos mujeres. Sucedió en La Habana. Amaya, nutricionista y profesora universitaria, participaba en un congreso organizado por una empresa estatal cubana donde Carmen trabajaba de recepcionista. Seis meses después, Carmen vivía en Bilbao. Se había casado y experimentaba por primera vez algo muy cercano a la maternidad total. Cuando su pareja viajaba por exigencias profesionales, (lo hacía con frecuencia) ella se quedaba al cuidado de Itziar.

En dos mil nueve, Amaya, invitada por una universidad romana a impartir clases en un curso de verano, decidió hacerse acompañar por la familia. Carmen e Itziar podrían conocer la ciudad mientras ella estuviera trabajando. Habría tiempo para todo. Las clases le ocuparían apenas media jornada… Viajaron juntas. Se hospedaron en un viejo hotel cercano a La Rotonda, con el Panteón a tiro. Amaya, que disfrutaba de una economía holgada, muy permisiva, se lo había recetado a sí misma. Allí estuvieron, entre otros, Nietzsche, Sartre y de Beauvoir, por algo será...

El mundo no es tan grande como algunos piensan y otros necesitan. Cada vez lo es menos. La primera mañana que Carmen bajó de la habitación para desayunar con Itziar, (Amaya en clases) mientras se orientaban en el vestíbulo, y en vano pretendían una ventana con vistas a la imponente casa de todos los dioses, la niña, que había aprendido a detectar el acento cubano allí donde asomara, y siempre lo hacía notar con una risita socarrona, le comentó a Carmen que había “cantantes” en la puerta del hotel. Vaya, apenas entrevisto aquel hervidero de almas, aparecía el primer testimonio de la diáspora patria. Carmen dijo a Itziar que lo obviara, que cubanos había en todas partes, que se diera prisa. El premio: Roma.

Salían a la calle, cuando un hombre se les encimó cortándoles el paso. Bajo una calva mal administrada, el pasado encarnó inoportunamente. Para Itziar, otro isleño cantarín. Para Amaya, el peor de los espectros gravitando a su pesar, en su contra. Ni cien panteones con miles de divinidades muertas en sus pétreas panzas, hubieran pesado la mitad que aquella mirada. Obviamente, Willy, (para entonces, y en media Habana, Guillermito-el-trompeta*) con sus “avales” íntegros, a priori no despertaba en Carmen un ápice de lascivia, ni siquiera de su potencial resentimiento, pero tampoco le regalaba la cara indiferencia.

Hubo que detenerse, explicarse un poco, mentir quizás… Él dijo formar parte de una misión diplomática ante el Vaticano. Sin que ella tuviera que preguntar, aclaró que venía de Cuba. Ella dijo que vivía con una (su) mujer en Bilbao. Willy pareció obviarlo. Soltó alguna nimiedad sobre su familia con la intención de parecer emocionalmente simétrico y se interesó en especial por Itziar. Aquella chica púber, en plena eclosión hormonal, que sonreía mientras él hablaba, con sus ojos bien parapetados tras unas escasas hendiduras, le producía gran curiosidad. Poco tardó en entablar con ella una conversación fluida… Compartimos hotel, Carmen. Preséntame a Amaya. Déjame conocer a Itziar. Tratémonos como viejos amigos, dijo al despedirse.

Roma se dejó mirar. Pero un caprichoso velo impedía el añorado tuteo. Carmen sólo veía piedra donde había piedra, gente, donde había gente. El más allá de todo aquello no se espiraba al cielo, ni se posaba en su hija. En vano buscaba resolverse en el hospital habanero donde abortó sin haber cumplido los catorce, en el bosquecillo de San Antonio de los Baños, donde, con la misma edad, pasó cuarenta noches en estado postorgásmico, completamente ausente, mientras la inundaban de semen, quién sabe con qué otro regalito incluido, cinco tipejos con sus tatuajes “reglamentarios”.

Por la tarde habló con Amaya. Valoraron el cambio de hotel. Terminaron, sin embargo, restando importancia al asunto. Carmen podría con ello, seguro. No había que preocupar a Itziar. Además, ¿por qué pensar que volverían a coincidir? Si era diplomático, tendría cosas que hacer. Tal vez bastara con retrasar un poco la hora del desayuno. Ahí lo dejaron. Al menos ahí lo dejó Amaya… en aquel momento.

Carmen no volvió a tropezarse con Willy en los siguientes días. Pensó que todo había pasado, al menos en lo tocante a las incómodas encarnaciones del fulano que tanto escoraba su memoria. Recordar un hachazo puede doler mucho, quién lo duda, pero la presencia misma del hacha siempre anuncia filo, sobreexcita la herida, anula el efecto de los analgésicos… En fin, a pesar de todo, Roma se esponjaba poco a poco. Donde había piedra y gente comenzó a brotar cierto entusiasmo ideal. La niña estaba cada vez más ilusionada con sus vacaciones, aprendía las primeras frases en italiano...



III


Después de doce días de intensa búsqueda, y estando Carmen de regreso en Bilbao, encontraron el cadáver de Willy en un matorral a orillas del Tíber. Ella pareció enterarse cuando Aleja le contó por teléfono y a deshoras (madrugada en Cuba) que Willy había sido asesinado en Roma, que su familia estaba abatida, que todos intuían la mano de la C.I.A. metida en el asunto, pues él era un activo agente de la contrainteligencia isleña y tenía muchos enemigos fuera.

Salvo las implicadas, nadie supo que justo la última tarde que pasaron las tres en Roma, Willy logró distraer a Itziar en una pequeña terraza de la plaza Barberini, aprovechando que sus mayores habían entrado un momento al local que la regentaba: Amaya, para pagar la consumición, Carmen, para ir al baño. Nadie supo que ellas mismas, sin piarla, (cuánto intuyen las madres, por Dios) al notarlo echaron a correr de inmediato en la dirección buena, y encontraron a la niña de vuelta en el hotel Pantheon, pero en la habitación equivocada; a salvo todavía, sí, pero temblorosa, balbuciente, sin sonrisa alguna que dedicar al acento cubano, con la recreación del Huevo de Némesis que debía adornar el tocador entre las manitas frías.

Aquella mañana, desde Bilbao, y aunque todavía en vías de acomodar lo ocurrido en su jodida memoria, Carmen escuchó y habló con normalidad a su abuela, que, aún válida pero muy anciana, resistía bravamente en su ciudad natal. Antes de colgar, sin embargo, le pidió que fuera a su antigua habitación, cogiera una cinta roja con un nudo doble que estaba en la primera gaveta de su mesilla de noche, y se lo llevara a Cacha. Le pidió que, sin más, dijera: Según Carmen, es la hora. Aleja debía esperar a que Cacha le devolviera la cinta ya sin el nudo (sólo la santera estaba autorizada a desatarlo) y entonces la podía tirar donde le diera la gana... La anciana preguntó: Hija, ¿hace poco estuviste en Roma? Carmen enmudeció… Amaya rápidamente le quitó el teléfono y tomó la palabra: Ama, Roma es una ciudad maravillosa. Por segunda vez, estuve yo. 


* En La Habana, vulgarmente se llama (también) “trompeta” a los chivatos que trabajan para el régimen castrista.



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