El pasado sábado dos de mayo, mi
amigo, el gestor cultural Jesús Pastor, me invitó a ver un espectáculo de danza contemporánea: la
gala-resumen del Certamen Internacional de Coreografía Burgos-New York 2014,
que, organizada por el Ballet Contemporáneo de Burgos, aterrizó aquella tarde-noche
en Pedrajas de San Esteban, Valladolid, como un maravilloso zepelín que se
hubiera extraviado al viajar entre Paris y Viena. Un gran acierto de los
programadores, porque si hay algo que puede subir al carro de la alta cultura a
quienes orbitan en la periferia de sus “soles”, es el arte a este nivel.
¡Enhorabuena! ¿Acaso no cantó Caruso en Manaos? Bueno, seguramente no, puede
que sólo sea una leyenda, pero si en realidad lo hubiera hecho, hasta los más
sencillos caucheros, de resultar involucrados, se habrían apuntado al coro.
Casi todo lo que vi en Pedrajas,
(muy disfrutado y aplaudido por los asistentes, ahí lo tienen) bien pudiera
representarse en el Carnegie Hall o en el Gran Vía, pero interesa,
seguro, a cualquier ser humano, pues nadie soporta un espejo adecuadamente colocado
ante sí, sin experimentar cierto cosquilleo narcisista; y la danza, ese
incontestable universal, aunque sacada de los ámbitos rituales y llevada a los
escenarios, sigue siendo, sobre todo, un vehículo de especular humanismo: Bailamos para vosotros, nos dicen los
bailarines, si os dejáis, haremos que
bailéis a través nuestro: bailaremos todos. ¿Quién pudiera declinar tal
invitación?
El zepelín llegó cargado de sorpresas. Traía gente de múltiples Españas,
incluso de Cuba, pero también de otros varios países europeos, entre ellos
Alemania e Inglaterra. El programa, que recogía los premios del referido
certamen en el pasado año, era ecléctico, segmentado en actuaciones cortas que
nos dejaron con ganas, pero a la vez abrieron el abanico para que se batieran
aires diversos y nadie escapara a su potencial embeleso. Desde la danza más
clásica y moderna de la escuela Graham, a la más vanguardista y postmoderna,
pasando por la llamada Danza Urbana, que trabaja sobre ritmos populares
norteamericanos expandidos ya por medio mundo. Desde la danza más narrativa,
que se apoya, incluso, en el discurso del cancionero popular para “explicarse
mejor”, hasta la que prescinde de un sólido relato y nos transmite contenidos
más esenciales y abstractos. Desde la muy musical, quiero decir, la que se
apoya en una música con severa base rítmica, hasta la que prescinde de
cualquier música auxiliar, porque la crea o recrea por sus propios medios
partiendo de los sonidos corporales que emiten los bailarines. Todo ello puesto
en escena con una calidad que no solemos esperar (porque no solemos recibir) en
las pequeñas salas de la
Castilla profunda. El escenario del auditorio Eloy Arribas es
reducido, pero ni siquiera las obras más espaciales, en mi opinión “Anna” y
“Par ici!”, ambas bailadas por Jennifer Gohier y Grégory Beaumont, generaron
tensiones desfavorables en este sentido.
La estructura dada al programa también resultó muy efectiva. Comenzamos
sobrecogidos por “Anna”, de Francesco Vecchione (Alemania), una obra bastante
abstracta, hondísima, de un dramatismo intenso, casi matemático, y un gran
lirismo; y terminamos con el ritmo cardíaco descompuesto, temblando con la obra
“El diablo a sus hijos”, de Jairo Cruz (Cuba), que, prescindiendo de la música,
y gracias a una coreografía perfecta, perfectamente bailada por el propio
coreógrafo junto a Gabriela Guerra Woo, llenó el escenario de fuerza y color,
pero también de un edificante desconcierto, de una angustia esperanzada. Esta
obra, y con ella el espectáculo, terminaron ante un patio de butacas entregado,
nervioso, me atrevería a decir extático, que ponía la música, eminentemente
percusiva, acompañando la respiración y el resoplo de los bailarines con sus
propias pulsaciones.
Todos aceptamos la oferta de los protagonistas. Todos bailamos a su través, porque todos nos asomamos al apetecible espejo. Y claro, les (nos) aplaudimos más de dos minutos. Gracias, Jesús, por tu regalo. Salí de allí creyendo en los milagros. De acuerdo, muchos no renunciaron a su partido de fútbol sabatino para tratar con tan especial tripulación, pero a la vista está que en Pedrajas, como en cualquier otro pueblo castellano, pueden repostar los mejores zepelines si se extravían con suerte. Qué maravilla. Si llego a conseguir la grabación de Caruso en Manaos, con ella te pago.
Todos aceptamos la oferta de los protagonistas. Todos bailamos a su través, porque todos nos asomamos al apetecible espejo. Y claro, les (nos) aplaudimos más de dos minutos. Gracias, Jesús, por tu regalo. Salí de allí creyendo en los milagros. De acuerdo, muchos no renunciaron a su partido de fútbol sabatino para tratar con tan especial tripulación, pero a la vista está que en Pedrajas, como en cualquier otro pueblo castellano, pueden repostar los mejores zepelines si se extravían con suerte. Qué maravilla. Si llego a conseguir la grabación de Caruso en Manaos, con ella te pago.
Muy agradable reseña sobre ese espectáculo. Se queda uno con ganas de ver un video o una muestra.
ResponderEliminarAh, no sé si en Manaos, pero sí sé que Caruso cantó en Cienfuegos, Cuba. Hay un artículo del cubano (y cienfueguero), Guillermo Arango, publicado en Linden Lane Magazine,números atrás, que recoge el magno evento.
Gracias, amiga, por pasarte por aquí y comentar. Caruso en Cienfuegos, claro. Entonces esa ciudad era una de las joyas del urbanismo americano, poderosa y decidida a poner en el mapa de Occidente el centro-sur de aquella isla. Pero unos años más tarde... Bueno, ya sabes. Abrazos
ResponderEliminar