lunes, 27 de julio de 2015

Salvada vendimia de las formas






  
“En eso consiste el auténtico secreto magistral del artista, en aniquilar la materia por medio de la forma.”
                                                                                  Schiller


“No veo mucho Siglo de Oro en mi poesía”, dice Delfín. Y yo sonrío… ¿Acaso el vate busca la garganta del pez para evitar su bilis, o la boca del dragón, siguiendo al hijo de palo en pos de una abertura tramposamente viable, sólo, por manida? No lo sé. Y poco importa. Jonás y Pinocho emergen de similar aliento poético. El vientre que los retiene y purga es uno y el mismo. Aquí la arcilla, la madera, incluso el alfarero y el carpintero son anécdotas; como lo es la ballena que suplanta al monstruo marino en ambas historias para acariciar el paladar de los perezosos. Aquí lo esencial es la impronta del tránsito digestivo. Y tal impronta, en Delfín… Ay, maestro, el estómago que te alberga no tiene falsas bocas. Moleste a quien moleste, eres un gran poeta. Y eso en nuestra lengua pasa por donde pasa, y, donde medra, medra. Claro, “el poeta es un fingidor”, decía Pessoa. Pero si realmente no ves Siglo de Oro en tu obra, (bendita miopía que emborrona la fuente sin obstruirla) debo suministrarte un colirio en vena. Allá voy con esta pequeña dosis:

Delfín Prats posee una de las voces poéticas más personales y valiosas del castellano en los últimos cincuenta años. Ha escrito poco, pero su obra, especialmente a partir de “El esplendor y el caos”, (1991) insertada de pleno en nuestra tradición, a lomos del “corcel mejor enjaezado” ascenderá, seguro, (ya lo hace) “a la cumbre del arca”. Un sitio que no saben los satélites mirones, que no se atiene a la pacotilla de los mochileros, pues “oscuramente ceñido en torno al hecho”, baraja magnitudes, no golosinas zumbonas. Al puente de esa nave han llegado muy pocos en las últimas décadas. (Pizarnik, Gamoneda, Kozer… Delfín es uno de ellos) Y todos lo han hecho a través de una escala muy exigente que desembarca en una puerta mínima, casi una hendija enmascarada por la majadería de los papanatas, que en nuestra lengua viven subrogados a los sobacos de quienes reparten comida rápida en el campamento base. Abajo. Muy abajo.

Las circunstancias personales que acompañan su obra, y ahora comienzan a “decorarla”, importan nada, son mero pienso para despistados. Delfín ha escrito algunos libros imprescindibles, sencillamente, porque anda sobrado de talento, trabaja inserto en una enorme tradición y ha sido corajudo. No frente a los impulsos dionisíacos, ni a los censores, los homófobos, los médicos, sino frente al bisutero majá que lo tentó desde el rincón más fresco de su patio, donde la palabra, leve y complaciente, acaricia el oído de los remolones, relaja sus párpados y los exime de esforzados asombros. Delfín nunca perdió la capacidad de asombrarse, y pocas veces rehuyó la necesidad de registrar sus hallazgos. Según Rilke: “esta es, en el fondo, la única valentía que se nos exige: ser animosos ante lo más extraño, prodigioso e inexplicable que nos pueda salir al encuentro”.

Pero el coraje no basta si se quiere levantar una gran obra. La sensibilidad al guao no abre las puertas de los Campos Elíseos. La urticaria, por sí misma, sólo garantiza comezón. Delfín lo sabe. Lo supo siempre, aunque a veces se haga el muerto para anticiparse (como espectador) a su entierro. Así que vayamos a la cuestión de origen: La obra de este poeta, toda ella, es una magnífica resonancia de la mejor poesía escrita en castellano. Y ésa, con permiso de los bachilleres d’avant-garde, se escribió en España, entre los siglos XVI y XVII. ¿Siglo de Oro? Pues sí. De alguna manera había que llamarlo. El caso es que cualquier autor que pretenda cosechar, en castellano, todo lo que fue sembrado en centenares de otras lenguas durante más de tres mil años a orillas del gran charco, (de Tánger a Beirut, de Thasos a Tarifa) tiene que atravesar la trocha Andalucía-Madrid-Castilla del Quinientos y el Seiscientos, con la vista bien despejada y el olfato a punto.

Delfín lo hizo. No tiene sentido que en este espacio, este formato, intente un recuento pormenorizado de las pruebas de cargo. Pero veamos algunos indicios. Si leemos, por ejemplo, “El esplendor y el caos”, (libro que ya mencioné, y que en mi opinión es comparable en cuanto a calidad poética con “Acta”, de Kozer, o “Arden las pérdidas”, de Gamoneda, aún siendo muy distinto a ellos en lo formal) podemos apilar un montón de evidencias “contra” Delfín. Cito unas pocas, pero suficientes:

un cuerpo fijo entre juncos escapa
si Heráclito parcela las sucesivas aguas

el mundo     una redonda plenitud
un río un mar como en deseo uniéndose

oscuramente ceñido en torno al hecho
de la marcha incesante hacia la meta
entre aquello que fue y lo que evoco
se alza el obstáculo del verbo

Ya ven. Para cuidar así la palabra, quienes escriben en castellano no pueden tener complejos. Sólo en los manuales torpemente mondos de los psicólogos, los hijos listos matan a los padres. Para “hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza”, (Alonso Quijano) pero al mismo tiempo muy difícil de contraer con todas las consecuencias, o sea, con síntomas que superen la mera destemplanza, no se pueden tener semejantes antecedentes penales. Delfín no ha matado a nadie, pero mucho menos a sus verdaderos progenitores; es demasiado lince para cometer un delito tan infértil. Su obra resulta especialmente inclusiva, y, a la vez, especialmente clásica. La moneda que pondrán bajo su lengua (quién sabe con qué nuevo nombre) fue calentada como óbolo en la hoguera que despachó a Heráclito, como maravedí, en la de Góngora, como níquel, en la de Lezama. Pero hasta tanto…

Delfín debe saber, creo yo, aunque disimule, (no se puede escribir a ese nivel desde la inopia) cuán poco oro hay en su siglo; y cuánto persigue el filón áureo su magnífica obra. Justo por saberlo, el maestro se las ve con una materia inclemente cada mañana (inclemente, sí, los adjetivos graves no siempre son excesivos). Pero por esa misma razón: lo que sabe, después de haber recibido la bofetada material de cada amanecida, obvia al majá que lo seduce desde la adormidera que progresa en su patio, y se acerca al majuelo eterno. Allí, donde encepa la materia bruta para trascenderse con holgura, la poesía renace de su mano en la “salvada vendimia de las formas”… Un poeta clásico, Delfín, eso eres, en el más completo sentido de la palabra. Créete. Créeme: Lo demás son boberías, que sólo a los bobos entretienen… calman. 



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