Siempre huí de los prólogos, sobre todo en poesía, donde me parecen
especialmente peligrosos. Sin embargo, esta antología de Francisco dos Santos
resulta tan sugestiva… ¿Cómo negarme a sacudir algunas ideas (impresiones
paladeadas) en su torno? Pero, ¿seré capaz de presentar con mediana solvencia
un excelente compendio de poemas escritos en portugués, por más que estos estén
bien traducidos al castellano?
Quienes me conocen saben que soy un lusófilo empedernido, y, en cierta
medida, frustrado. Frustrado porque no hablo la lengua portuguesa que tengo en
alta estima; que adoro, vamos, por decirlo a la manera cursi (y precisa) del
fado o el bolero. Lo confieso: siempre pensé que la mujer perfecta debía, antes
de gemir en castellano, haber flirteado en italiano, susurrado en francés,
acariciado en portugués, ¿nacido en Brasil? Río… La lengua portuguesa acaricia
como ninguna otra. La frustración ante su desconocimiento debía ser sentida por
todos los hispanohablantes que compartan mi carencia. No es así, lo sé, y es
una pena. Pasamos panchamente de este maravilloso idioma porque sus patrones,
mucho menos soberbios ellos, se esfuerzan por hablar también nuestra lengua, y
haciéndolo nos descargan; mejor dicho: nos condenan a un penoso enroque. Porque…
ya lo dijo Alfonso Reyes a principios del siglo pasado: “El que ama de veras la
lengua castellana tiene que amar a la vez la lengua portuguesa. Ambas se
fertilizan la una por la otra, y mutuamente se acarician y halagan […] La luz
del latín cae y se refracta en los dos prismas. Ambos efectos de refracción,
conjugados y comparados, nos ayudan a mejor percibir el primitivo sabor latino,
que a veces el uso ha desgastado”. Perdón:
Intentaré contenerme y centrarme (¿podré hacerlo, ante la avalancha de
ideas que provoca este libro?) en dirección a Francisco dos Santos, a su imagem sem centro. No me detendré en
cada uno de los apartados de la antología. Haré consideraciones generales para
no extenderme demasiado, con la única pretensión de contagiar mi entusiasmo al
lector.
La poesía brasileña, que tampoco conozco todo lo que quisiera y debiera,
tiene, de entrada, el dicho don especial: está escrita en una lengua que
acaricia, y que además sabe cantar como pocas. La poesía de Francisco, aunque a
ratos sea rabiosamente vanguardista, participa tales atributos. Por fortuna. Y
como no puede acariciarnos con meros mecanismos táctiles, para hacerlo canta…
baila. Recuerden: “los labios cantan cuando no pueden besar” (Thomson). Y es
que Francisco no quiere ceñirse a un universo semántico-fonético aunque se
maneje en él con maestría. Además de poeta, es un excelente artista plástico.
Su poesía baila lo que canta, es siempre “visual” en el mejor sentido de la
palabra; ese que apunta a la perfecta colonización del espacio en que se
concreta como conjunto de signos: el libro, sus láminas. Sí, esta antología no
se nos da en páginas, sino en láminas. Qué bien concebido por el poeta que así
las nombra. Lo comprobarán cuando superen el pequeño escollo que supone este
pórtico.
Pero, si a mí la poesía visual nunca me hizo tilín, ¿por qué ésta…?
Porque no está hecha a partir de ocurrencias formales que pasan olímpicamente
del contenido, a cargo, sólo, de sí mismas. No está hecha para regalar
grafismos juguetones y triviales, sino para fijar formas que nacen de haber
arrumbado el tiempo (tempo) y el
espacio con el objetivo de decir (cantar) “en estéreo” una verdad poética sin
fisuras. Formas necesarias que bailan a la perfección la música que pauta,
también a la perfección, su letra. De esta manera sí:
glosa
el poema es más
animal
que obj
et
o respira
en vez de funcionar
Este es uno de los mejores poemas que he leído últimamente. Cuando los
dioses se alinean para la poesía, da igual que huyamos del centro. Este poema
vibra en múltiples direcciones, pero es vertical como una plomada en reposo, a
pesar de sus radicales versolibrismo y encabalgamiento; tal vez por ellos,
sobre todo por ellos, y porque en él no se puede mover de sitio una letra sin
que el conjunto se resienta. El animal íntegro, bailando con precisión su
música, respirando; frente al objeto fragmentado que sólo es capaz de
funcionar. El poema que sabe lo que es, que está seguro de sí mismo, y tal vez
para celebrarlo, se auto glosa. Magnífico. Si la llamada poesía visual fuera
siempre tan hija de la necesidad, quizás perdería el ocioso apellido y me
tendría a sus pies.
Francisco experimenta con todo, tanto en la vena literaria del poema como
en la plástica. (Las distingo para hacerme entender mejor, aunque en su caso no
son dos, sino Una, por lo ya explicado). En la lámina 95 (versión castellana de
a imagem recorrente) aparecen dos
poemas en prosa reveladores de la ambición de este poeta-artista, que se debate
entre el gusto por lo clásico y lo vanguardista, lo universal y lo propio; y que,
para dirimir en pos de su inclusivo y ancho camino, se hace acompañar por
colegas con muy pocos remilgos disciplinares y estilísticos. Veamos:
En “Los amantes”, estos se citan después de que hayan sido colocados
“sacos negros sobre blandas esculturas de Oldenburg”, como anunciando la
gravedad del lance al prescindir de la “leve” obra pop del citado escultor. Hay
una fina ironía detrás de esta imagen: “Para quedar juntos él hirió a un hombre
con un punzón, ella plantó amapolas en la ventana”. El lugar donde se
encuentran está protegido por pilares blancos e hibiscos (¿rojos?) lo que
supone un escenario entre clásico y tropical, entre frío y pasional, que
condensa la gravedad y las tensiones bastantes como para evitar a Oldenburg.
Pero Oldenburg está presente, y aun tapado, cuestiona, desde una militante liviandad,
lo que ocurrirá en el episodio. Francisco no es un artista pop, está claro, pero...
En “S.”, el protagonista, en apariencia un asesino que tiene y usa un
cenicero de alpaca, (un finísimo surrealismo, que mencionaré de nuevo más
adelante, atraviesa la poesía de Francisco) actúa flanqueado por obras de
Lüpertz y Rothenberg. El primero, pintor, escultor y escritor, uno de los
padres del Neoexpresionismo. La segunda, pintora y dibujante que se mueve entre
la abstracción minimalista y la figuración naíf. También el ambiente concita lo
clásico y lo tropical: “Una malanga sagitada”, “Una piedra cortada en cubo”. El
hombre “piensa qué hacer con el cadáver de la mujer sobre el tapizado rojo”, y lo
hace en un medio sobresignificado. Tendrá que tomar una decisión sucia entre estímulos
de muy diversa estirpe, en un escenario cargado de múltiples y distintas
referencias… Entonces me vino a la mente otro Rothenberg (Jerome), poeta con
enormes tragaderas, vanguardista, indigenista, a veces casi dadaísta, que en
una ocasión dijo: “Creo que en poesía todo es posible y que nuestros
tempranos intentos «occidentales» para definirla representan un fracaso de
percepción que ya no tenemos que tolerar”. Francisco escribe (compone)
atenazado por tal certeza, que obra, quizás, desde la más fértil incertidumbre.
Pero esta antología no sólo es un claro ejercicio de “redonda” poesía
experimental. A pesar de que el poema (animal íntegro) respire aliviado frente
al objeto que se fragmenta; la antología parece querer ventilar una imagen sin
centro, incluso centrípeta, que, lejos de imantar sus fragmentos, los esparza.
¿Y por qué a mí, que más disfruto mientras menos cedo ante esta vocación de nuestro
tiempo, me parece tan logrado este libro-laminario? Tal vez porque no me creo
que en él la imagen se yerga del todo descentrada. El propio Francisco nos dice
en la lámina 87 (versión castellana de Tríptico): “el dios que nace de tu
centro / es el mismo que buscas en el exilio”. La imagen centrífuga aflora y
reposa en el ser humano. Es el humanismo que late en él, lo que aparta este libro
del dadaísmo, lo que le otorga un sentido integrador. La imagen sin centro no
se entrega fatalmente a su aparente destino. Claro que no estamos ante un
sucedáneo del Órganon, pero tampoco ante un canto apologético a la dispersión,
la ingravidez, la máquina, o el fatal agujero negro que se relame esperándolos.
Si no fuera así, para qué imaginar esta
dádiva
el hombre
pasa
bajo el gran árbol
cae
una flor amarilla
Puede que la flor caída a nuestro paso sea un narciso, que nuestro
narcisismo nos esté matando en complicidad con la historia, pero el hombre y el
gran árbol resisten, todavía se comunican.
Francisco es un poeta postmoderno, cómo no, (todos los poetas de hoy lo
son en alguna medida) y el poeta postmoderno, como el señor Wilson Wilson, “por
la noche es visitado por el mismo sueño que termina siempre en garras”. Pero
este poeta sabe, mejor que ninguno otro, que su sueño no es verdadero, que no
los habrá de tal calidad para él. Y como sólo “el nombre falso y el sueño
verdadero crean una nueva realidad” (Pessoa), el poeta postmoderno, que tiene
listo su nombre falso, pero no encuentra un buen sueño al que endosarlo, está
condenado a lidiar con la realidad vieja. De ahí su escepticismo raigal: “Un
pájaro mudo sólo puede ser concebido en términos de metáfora, con pesar. Pero,
oh, hay ese desequilibrio de ala…” Escéptico, de acuerdo, pero ni flácido ni
dócil. La propia poesía lo demuestra. Un hombre enteramente derrotado no la
necesitaría, no la merecería, no sería capaz de producirla.
Francisco, sin embargo, produce poesía de altísima calidad. Ajusta la
forma a su asunto, y por eso puede recordarnos, según se tercie el poema, lo
mismo a Kobayashi Issa que a Rilke, lo mismo a Whitman que a Dickinson.
Como buen postmoderno, no hace ascos a nada que ventee en la popa. Con Young
sabe que: “Nada puede satisfacer sino lo que confunde. / Nada sino lo que
asombra es cierto.” Sus recursos formales incluyen fuentes que van desde el
barroco español hasta la poesía concreta brasileña, y no repugnan los que comúnmente
utilizaron (o utilizan, según el caso) modernistas, postmodernistas y
neobarrocos. ¿En qué se quedaría la vanguardia, si, por contundente que fuera, no
operara inserta en el cauce de una tradición sólida? Veamos algunos de los
referidos recursos con ejemplos:
1. Anáforas (“bajo el cielo azul de un día claro”, en el poema del
mismo nombre, lámina 83); 2. Cultismos
que se mezclan con palabras de raigambre más coloquial (“…entre nenúfares y
asfódelos, entre chopos y abetos…”, en El jardín, lámina 101); 3. Sintaxis relajada que puede llegar a
cierta distorsión (“niño flor azul /
caballo- / ciego / hombre día árbol viaducto
araña-cielo y/ el árbol del cual
nadie jamás sabrá qué raíz corre abajo”, en “un hombre atraviesa pájaro”,
lámina 89); 4. Huída de la simetría simple,
fuerte contraste métrico entre versos de un mismo poema o de una misma estrofa,
y encabalgamiento radical; todo ello en busca de un ritmo roto y complejo
(poema “glosa”, ya citado anteriormente, lámina 88); 5. Utilización de plecas para separar versos en poemas que se
diagraman como prosa (“último poema/ todos los/ adornos/ del cuerpo/ retirados/
la cuadratura del cuarto exacta como un cubo de vidrio/ entre sus ojos un árbol
florece”, en “último poema”, lámina 84)… En fin, al menos en la traducción al
castellano, aparecen también algunos amagos de aliteraciones, y hasta
cacofonías, como se puede ver, por ejemplo, en el poema en prosa que se cita en
el párrafo anterior (“último poema”): “la cuadratura del cuarto”, o en el poema
“La ballena”, lámina 94: “Cara cacariza”. En ningún caso, sin embargo, se trata
de errores propios de un poeta de trazo grueso, sino de recursos que responden hábilmente
a una vocación camaleónica que, si bien cuida con esmero la forma, nunca la
abstrae con frivolidad de su ámbito semántico.
Francisco se muestra escueto en
unos casos, demasiado en otros, sin complejos siempre. Surrealista o barroco si
hace falta. Lo mismo dispara una larga retahíla de nombres, como en el relato
poético Ira Duerme: “Carro. Perro. Mujer. Niño. Sirena. Comercio. Risa.
Ciempiés. Raíz”, que una secuencia de adjetivos, como en el poema en prosa La
casa: “perro grande, amarillo, feroz”. Lo mismo nos sorprende con neologismos
tan eficaces como “venenoantídoto”, que con imágenes que envidiarían los
surrealistas franceses, como las que aparecen en el excelente poema en prosa
Dieffenbachia
Árboles.
Sombras de árboles. Árboles. Muchachos alrededor de una cobra que bufa.
Bufonerías. El hombre curvado. La poda. Las hierbas malas. En el condado de
Melena hay un campanario, cúpula negra de acero recubierta de ramas, donde el
gallo rojo canta. Junto a los setos, que cortan a su izquierda, perros devoran
el becerro blanco. Restos de muerte. Hay quien patea los perros. Hay quien trae
el arma para la misericordia. Un grito en el sueño. Un joven alado se levanta.
¿Un grito en el sueño? ¿Un joven alado se levanta? Ya ven, puede que me haya
equivocado antes. Quizás a Francisco le sean dados algunos sueños verdaderos.
Quizás sus nombres falsos encuentren un substrato propicio para fructificar en aras
de una realidad nueva donde vuelvan a caber las imágenes con centro. No lo sé,
pero en cualquier caso, estamos ante un humanista capaz de lograr que la imagen
de todos los tiempos reposte en el suyo para seguir camino. Un humanista
(poeta, pintor, dibujante, editor) cabal, que deja la ropa en el apodyterium antes de entrar a los baños
públicos. Así, desnudo ante todos, es como mejor se lidia con el artificio;
según Gracián: el único remedio eficaz contra la perversión de la naturaleza.
Después de haberme perdonado el prólogo, si es que lo hacen, demórense
leyendo esta antología. Sobre todo los que “no tuvimos una educación esmerada,
(los) que robamos nuestras bibliotecas”, celebramos haberlo hecho, y gracias a
ello estar preparados para el especial Banquete, cuando damos con estas joyas.
Este libro no hay que robarlo, es perfectamente asequible. Además, y al hilo de
lo dicho al comienzo, su edición, casi toda bilingüe, representa la posibilidad
de un nexo más, y no uno cualquiera, entre quienes hablan portugués y
castellano. Aprovechémoslo.
La alta calidad poética de esta obra, su amplio espectro formal y
temático, y su compromiso con la vanguardia más honesta y creíble, la hace un magnífico
renovador de sueños. “Un no rompido sueño” (Fray Luis de León) es lo que
necesitamos, ahora más que nunca. En esta antología, los sueños, aunque a ratos
cuestionados (cómo evitarlo) son acariciados, incluso sobados, pero no resolvidos. Sobre todo por eso, el libro
constituye una prueba más de que la poesía latinoamericana está viva; de que, a
pesar de todo, respira… respira… y mientras lo hace, también, por qué no,
funciona.
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