Ayer escuché a
Gamoneda en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid.
Leyó algunos pasajes de su último libro publicado: La prisión transparente.
Resultó tan persuasivo como de costumbre. Su medida lentitud no impide que las
imágenes se desmanden en las prisiones ajenas. Gamoneda jamás me aburre, porque
escuchándolo recibo siempre, y en mi lengua (qué privilegio), las últimas
noticias del único acontecimiento que bajo cualquier circunstancia considero noticiable:
el avatar psicológico que marca el paso del hombre histórico por la garita de
su tiempo. Y si vienen de Antonio, como si lo hacen de cualquier otro gran
poeta, no recibo estas noticias sobrecargadas de leves anécdotas o graves sentencias,
sino igualmente alimentadas por la inteligencia y la imaginación; así, toda ciencia trascendiendo, catapultadas
en pos de la verdad poética, la legendaria, la única verdad que se sostiene más
allá de su primer altercado con la palabra. La palabra común y perezosa, quiero
decir, cuyos dudosos padrinos, o escuderos, según se mire: los sentidos y los
conceptos, tan remisos ellos a negociar francamente con el sumo enredo que
afecta al hombre, lo empujan más y más a la solución perecedera, al alivio engañoso
y eventual; ese que tanto sirve para construir máquinas y carreteras, y tan
poco, sin embargo, para insuflar ganas en los espíritus y las almas apetentes. Apetentes
no sólo de obras, sino también, y en primer lugar, del combustible idóneo para
su motor obrante.
Ayer lo escuché y
hoy lo leí. Sobre ello quiero hablarles. La lectura de este libro, de estos
tres libros reunidos, para ser preciso, es uno de esos placeres que los amantes
de la poesía no debemos callar. Leer a Gamoneda es leer una vez más, abriendo
sus mejores páginas recientes, el Gran Poema que venimos escribiendo a miles y
miles de manos, desde que, a través del lenguaje, nos comunicamos los unos con
los otros en la historia. Él mismo rescribe una y otra vez, con un afán de
perfección innegociable, la misma “estrofa” para ese Poema-Uno. Lo hace desde
que dio con el terrible agujero de nuestro tiempo, taladrado, sobre todo, por
el nihilismo y el existencialismo. Esto ocurrió, al menos de cara a sus
lectores, a mediados de los años setenta del siglo pasado, y fue incoado poéticamente
en Descripción de la mentira, uno de los libros que mejor reflejaron en nuestra
lengua aquella angustia existencial que entonces alcanzaba su colmo en
Occidente, y por ello sentenciaba el fin de un ciclo ascendente (digamos moderno,
sólo para simplificar), y el comienzo de otro decadente (digamos postmoderno,
con igual licencia). Desde Descripción de la mentira, libro en que pudiéramos
decir, con Lorca, y manipulando la intención de su enorme verso para que nos venga
bien aquí: la muerte puso huevos en la
herida; desde aquel libro, digo, hasta el momento, y con una relativa (relativa,
subrayo) excepción en Cecilia, el poemario que dedicó a su nieta, Antonio da
vueltas a varios pares dialécticos que en su caso adquieren una doble dimensión metafísica
y psicológica: todo y nada / lleno y vacío / existencia e inexistencia / memoria
y olvido; pares que distingo para seguir su discurso poético, pero que en el
fondo son uno y apuntan a las mismas y últimas preguntas, esas que no se formulan
abiertamente, pero que, en mi opinión, provocan en Antonio la verdadera chispa
desencadenante: ¿Tiene sentido la vida? ¿Cuál es su sentido si lo tiene? Y la
poesía, ¿qué pinta en todo esto? ¿Es ella el vehículo idóneo para que nos preguntemos
tales cosas, para que las indaguemos y las presentemos a los demás envueltas en un fardo
memorioso?
Pero si se trata de
una vuelta más a la misma tuerca (ahora me adelanto a la pregunta que
pudieran hacerse ustedes): ¿qué interés tienen estos tres libros? Para
responder a ello escribo esta breve reseña. Especialmente en los dos primeros,
La prisión transparente y No sé, ambos constituidos por poemas unigénitos que internamente
se estructuran en actos intitulados, Gamoneda demuestra que sus demonios
arrecian. En su caso, la vejez no parece otorgar la tregua que tal vez pretendiera
atisbar con el rabillo del ojo, aunque en voz alta dijera hace ya muchos años,
en Arden las pérdidas, otro libro cardinal para la poesía contemporánea en
castellano: Así es la vejez, claridad sin
descanso. Sí, La prisión transparente comienza con el verso: Estoy cansado. Pero a mi juicio, detrás
de este verso, o delante, aunque se omita su expresión caligráfica, se puede leer
también: Estoy cabreado. Antonio es
cada vez más reo del feroz pugilato que libran, entre su frontal y su parietal,
la consciencia y la inconsciencia, la claridad y la oscuridad, la memoria y el
olvido. Antonio sabe demasiado, aunque todo lo sepa socráticamente. La claridad
no le permite descansar y lo empuja a visualizar el vacío desde una distancia
inhumana por humanísima. El color blanco que antes se asociaba al final: heridas blancas, animales blancos, geografía
blanca… ahora amarillea. El amarillo, presente también en toda su obra,
en este libro (estos libros) trasmuta para denunciar el cabreo y la confusión
ante ese final y los recursos disponibles para cantarlo (¿ahuyentarlo?): nubes amarillas, estética amarilla,
hipérbaton amarillo. Sí, la herida blanca destila un pus color azufre, y en
algunos giros, salvando las distancias, claro, Antonio puede recordarnos
levemente, quién lo iba a decir, a Lautréamont con su recelo ante lo demasiado
poético. Antonio no es uruguayo, no escribe en francés, no es romántico ni
surrealista, pero detecta amarillez en sitios aparentemente destinados a la
blancura. Sin dudas ya maduró del todo la angustia que se nos presentó púber en
Descripción de la mentira.
Pero Antonio sigue en forma. Ante tales evidencias, sabedor de que nada es verdad y todo es cierto, de que todo es / certidumbre vacía,
de que el pensamiento / es inútil por
mucho que en Pascal leamos que es lo que dignifica al hombre; sabedor también de
que en ciertos casos, / la verdad se excede a sí misma, el poeta
promulga, pues, ineludible la fábula.
La caña pensante arquea hacia un
relativismo radical (¿cómo evitarlo?) donde sólo la fantasía, el juego, la
inocencia y el amor ¿insensato?, parecen capaces de apaciguar el dolor de una vida perversa con su inclemente y
progresiva transparencia. Entonces Antonio juega. Juega, por ejemplo, a correr la cortina que separa, dicen, la vida y la
eternidad. Él sabe que no hay tal cortina, pero juega con su posibilidad
imaginada. Y Antonio ama… yo / amo. / No
/ lo comprendo y / no necesito / comprenderlo: / sucede. / Insensatamente.
El poeta ama atenido a lo platónico y a lo concreto. Posa su amor, por ejemplo,
en la memoria de María de los Ángeles, a quien dice: pronuncia suavemente / tu espantoso hiato, / pero ven, / ven
infinitivamente / hasta que adviertas que ya descanso, no sé, que ya descanso /
ajeno / a la sintaxis. El homúnculo
pipiante de Celan parece decirle a su amada: La muerte que me quedaste debiendo / la llevo a término. Antonio
ama a María de los Ángeles, pero con Góngora sabe que sólo del amor queda el veneno… Y es que todas las mariposas pardean
y gastan aguijones cuando la nada acecha.
Antonio juega y
ama, pero sobre todo escribe, habla. Nos dice Corine Enaudeau, que el espíritu vive por hablar, no por
encarnarse. No es forma, sino soplo. No tiene la plenitud de un don, sino la
resonancia de un hueco. El espíritu
es voz. Y también nos dice que la
memoria y la imaginación son las obreras de todos los delirios. Antonio desencarna
poco a poco, pero no deja de escribir. Su espíritu anda sobrado de vitalidad y
testarudez. Aunque dice saber que todos
los étimos / están / vacíos, el poeta insiste en acorralar con palabras a
las preguntas de siempre. Ya sea bajo la amenaza de las multitudes pónticas o de las concertinas
del Danubio (¿amarillas ambas?) su memoria y su imaginación, enfrascadas en
un agudísimo conflicto psicológico, urden delirios a destajo, y, gracias a
ello, cunde / la extrañeza. Y donde
cunde la extrañeza, cunde también su estela: la esperanza. ¿Esperanza de qué? Para
él, no sé. Antonio nunca estuvo más preso de la transparencia. Intuyo que ahora
está cabreado porque la geografía del final no es tan blanca como parecía de
lejos. Intuyo que íntimamente repetirá a menudo: Madre: / dame tus manos, lava / mi corazón, haz algo, mientras los sofistas
presocráticos, y Kierkegaard, y Nietzsche, y Heidegger, y Sartre, estallan en
una risotada consonante.
No sé si tenga
remedio la angustia de Antonio. Pero para los lectores de su poesía, para mí, por
ejemplo, que lo reconozco como el mayor maestro vivo del castellano, la única
esperanza pasa porque, a pesar de todo, no pierda la memoria (ni tampoco las fértiles
ganas de perderla, de acuerdo); pasa porque siga atravesando olvido sin éxito, porque su estoy olvidando no llegue a puerto hasta que… Que me perdone el
aludido. Soy egoísta en esto. No seré yo quien demande su apagón intelectual
antes de que sea un hecho su apagón biológico. No seré yo quien me relaje o
fatigue a destiempo, porque sé que su poesía, amen el daño que le haya
ocasionado al poeta la excesiva claridad, está cargada de oscuras victorias.
Victorias pasadas y por venir. Victorias que lo situarán junto a los grandes de
todos los tiempos y todas las lenguas. Victorias que tienen que ver, no con el
registro meticuloso de una zozobra existencial, qué va, esto ya lo hacen otros
muchos, sino con el placer que tanto buscan los poetas y los amantes de la
poesía, por muy razonantes que sean, y que, según Valéry, excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota. Cada
derrota que Antonio le endosa a su soberbia inteligencia vía su exquisita imaginación,
nos place, nos abre un poro vivificador. Y según Ortega, (no es literal) ese poro de ignorancia que dejamos abierto
en el área pulimentada de nuestro espíritu, nos salvará.
Con relación a la
muerte… Bueno, ya sabemos que es patrimonio común de platónicos, cirenaicos, epicúreos,
tomistas y nihilistas… de todos. Pero también sabemos, que si el mundo no hace agua, es porque la muerte no es grieta.
(Tagore).
Antonio, no habrá
grieta bastante para sumir tu obra mientras en nosotros también bulla la imaginación.
Porque a pesar de las calamidades que recoge, destila poesía finamente; esto es:
imagen, fábula, inocencia, juego y amor. Finamente. He ahí la clave. Porque en
la creación literaria, como en cualquier otra manifestación de la fantasía
creadora, la forma es lo único terminante. Que se rían los guardianes del cero.
En tu nada, y a pesar de ellos, a pesar, por qué no, de ti mismo, relincha el
caballo de Odiseo con la panza repleta de memoria incubada. Larga vida a tu
condena, a tu prisión, pase lo que pase con las nuestras. Larga vida, maestro.
Busquen el libro.
Léanlo. Verán que en esta reseña no hice más que asomarme, por un ventanuco muy
estrecho, a sus enormes bodegas.
Muy hermoso homenaje, lo relinkeo por mi espacio, me entro el deseo de adentrarme en sus escritos, abrazos, Jorge, buen domingo.
ResponderEliminarGracias, amiga. Lo mismo te deseo. Besos
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