Para Sonia
Díaz Corrales
Hace unos días, mi amiga Sonia me introdujo en la obra de
Alessandro Baricco. Me recomendó, para empezar, una novela y un ensayo de este
autor italiano. Sonia sabe que en general no soy un lector afanoso de mis
contemporáneos, pero también sabe que lo soy, y mucho, de aquellos que llegan
bien recomendados. Así que me dijo…
…Le entré a Baricco por la narrativa (Tierras de cristal), y continué con Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación. La novela, magnífica.
Arquetípica, diría yo, si en referencia a lo que pudiéramos llamar narrativa al dente para modernos y postmodernos,
falso realismo de alto nivel para crédulos e incrédulos. Baricco escribe muy bien.
Su forma de contar puede complacer a lectores de diverso tipo. Siguiendo la
clasificación que establece el propio autor en el ensayo antes mencionado, se
pudiera decir que su obra se atiene a una receta igualmente eficaz de cara a
lectores anticuados que todavía respiren con pulmones, o a otros, modernísimos,
que ya lo hagan con branquias. O sea, Baricco pudiera interesar a mutantes fríos,
tibios o entusiastas. Este autor viene de un mundo viejo que agoniza, pero ha
olisqueado la trufa que no adivinan los perros callejeros por jóvenes que sean;
escarbó, la encontró; sabe cómo añadirla a un plato que se puede zampar
con las manos o degustar con una cubertería de la casa Christofle.
La novela, buenísima, pero no abundaré en ella. Hablaré brevemente
del otro libro: Los bárbaros. Ensayos
sobre la mutación. ―Es que te
envuelve, te marea, lo dice todo tan bien que te consigue, me dijo Sonia
cuando lo comentamos. Y lleva razón mi amiga. Baricco tiene talento y oficio; sabe
escribir, pero, sobre todo, es un hombre inteligente. La inteligencia, según
Pérez de Ayala, implica darse cuenta.
Baricco se da cuenta de las señales que emite el mundo en que vive. Se da
cuenta de cuáles son los síntomas de su aguda liquidez, de cómo evolucionamos
en él, de quiénes constituyen su vanguardia y quiénes su retaguardia. Si quieren
un diagnóstico lúcido (lúcido por intuido, y también por razonado) de lo que
está pasando en Occidente; un diagnóstico, digo, escrito desde la inteligencia,
no desde una trinchera meramente intelectual, lean este ensayo.
Sin embargo (ay, sin embargo) Baricco, que en este trabajo también
rastrea, consigue y describe la trufa; que en los terrenos comunicativo y estilístico
resulta muy convincente; no quiere, o no puede explicarnos el verdadero origen
de este organismo en tanto hongo; no termina de relacionarlo con su raíz-nodriza;
no nos da su nombre científico. Y entonces yerra al nombrarlo. Y lo que bien no
se nombra, bien no se define, bien no se conoce, aunque se intuya, se experimente…
Su ensayo tiene un error de partida muy importante. Baricco llama bárbaros a
quienes jamás podrían serlo; precisamente a los antibárbaros por excelencia, a los
decadentes, a los que corroen la civilización hasta hacerla pedir a gritos la
cura radical que supone la barbarie. Pero el
error nunca es puro; si lo fuera, sería verdad, nos dice Croce. Y por eso
el ensayo es tan valioso, porque a pesar de su mal de fondo, reza un rosario muy
nuestro de calamidades (calamidades, yo en esto no ando con chiquitas) y lo
hace con naturalidad, ingenio, gracia, poesía…
Baricco nos viene a decir que el hombre líquido (Bauman) es
en realidad un bárbaro. Luego nos cuenta, entre otras muchas cosas, que este
bárbaro del patio es un mutante, prácticamente un pez que ya respira con
branquias; que es un velocista, que se mueve horizontalmente, que jamás se
detiene, se eleva o se sumerge en algo, que detesta el fondo de las cosas
porque ama, en ellas, sólo las puntas que las relacionan con otras; que apenas se
interesa en las secuencias de eventos fugazmente conectados entre sí, que
apenas quiere conocer en los hechos, su potencial repercusión en otros, su
capacidad para el encadenamiento impresionista; que no se esfuerza en conocer
la esencia de lo experimentado, porque la experiencia, para este bárbaro, sólo
tiene sentido si sometida a la velocidad y a la superficie, al movimiento
continuo. Baricco nos habla de un bárbaro que practica el surfing sobre un océano viejo y profundísimo, que ya no le dice
nada si su materia no aparece impresa-borrada-impresa, ad infinitum, en las crestas de sus olas. Una especie de Proteo peliculero,
muy dotado para la mascarada, y capaz de navegar a la vez que ama / baila /
canta / come / excreta… Sí, todo simultáneamente, en un instante también
líquido y poliforme, el mismo que precisa para escribir veinticinco WhatsApp
y despachar otros tantos microrrelatos.
Baricco detecta a este mutante,
descubre su modus operandi, dibuja
con precisión su obra demoledora, acierta con su psicología, pero equivoca su
nombre. Lo llama bárbaro. Y esta confusión es esencial, porque implica asignar
al decadente una misión contra natura. El decadente no es un bárbaro. Todo lo
contrario. El decadente es quien prepara el terreno para que el bárbaro devore
los despojos de su civilización. El bárbaro no nace en la civilización que
demanda su proceder higiénico. El bárbaro es ajeno a ella, no la participa en
ningún sentido, viene siempre de afuera, no tiene ningún lazo con la sociedad
que está llamado a descabellar. El bárbaro que nos atañe a nosotros no ha
nacido en el Londres del XIX, ni en la California del XX; nuestro bárbaro nació,
quizás, en las montañas de Kandahār (Afganistán), en las madrasas de Pakistán; o,
quizás, quién sabe, en la selva de El Congo. El bárbaro no nace en la
civilización que lo necesita para regenerarse. La civilización es hija de la barbarie y
nieta del salvajismo (Ortega), y nunca al
revés. Este error de Baricco, insisto, es grave, porque al confundir al decadente
con el bárbaro, se despreocupa del segundo, y supone al primero un impulso positivo
que jamás podrá tener. El homo televisivo, el parroquiano de Google, aquel Proteo
ingrávido que surfea alegremente sobre un mar pesado y tempestuoso, cuyas
profundidades le importan un comino, jamás podrá refundar la civilización que
colma. Este sujeto es la fina escoria que produce el apogeo de su mundo, y está
llamado a preparar el camino para que actúe el bárbaro. Así que, intentar
comprender las maniobras del decadente para sumarse a ellas con una mezcla de
resignación y mansedumbre, sosteniendo la peregrina esperanza de penetrarlas y gravarlas
con la memoria que él aborrece, es, cuando menos, cándido. Es peligrosísimo,
además.
No puedo acompañar a Baricco en ese viaje, porque hacerlo es como afilar la espada de Alejandro frente al nudo de Gordias, como herrar el caballo de Alarico, como accionar la llave de la Kerkaporta, para que Mehmed II la penetre, y una vez adentro, haga y deshaga a su antojo; es como dar patente de corso a los verdaderos bárbaros, como ponerse en cuatro ante ellos y confiar a la morfina la función analgésica. Tiene razón Baricco cuando reconoce que nada detendrá el movimiento fofo y putrefacto de los decadentes (él los llama bárbaros). También tiene razón cuando reconoce que a estas alturas de la película, todos padecemos cierto grado de decadencia (él dice barbarie). Pero no la tiene cuando supone a los decadentes una energía constructiva que merece la pena entender y aceptar.
No puedo acompañar a Baricco en ese viaje, porque hacerlo es como afilar la espada de Alejandro frente al nudo de Gordias, como herrar el caballo de Alarico, como accionar la llave de la Kerkaporta, para que Mehmed II la penetre, y una vez adentro, haga y deshaga a su antojo; es como dar patente de corso a los verdaderos bárbaros, como ponerse en cuatro ante ellos y confiar a la morfina la función analgésica. Tiene razón Baricco cuando reconoce que nada detendrá el movimiento fofo y putrefacto de los decadentes (él los llama bárbaros). También tiene razón cuando reconoce que a estas alturas de la película, todos padecemos cierto grado de decadencia (él dice barbarie). Pero no la tiene cuando supone a los decadentes una energía constructiva que merece la pena entender y aceptar.
Nosotros, harina
dócil de un mundo / que nos amasa y nos expulsa (Seferis) debíamos reconocer y censurar nuestra docilidad,
debíamos presentar combate ante los panaderos que preparan el desayuno para los
bárbaros. Seremos finalmente barridos, lo sé, pero habrá que dar la batalla. Y
para hacerlo, no valen paños calientes con los que abanderan la decadencia. No
son bárbaros, insisto, son algo mucho peor, son los que hacen necesaria la
función cauterizante de la barbarie. Montón de vagos de opinión fácil, que
huyen del esfuerzo como del diablo, y que reclaman, a cambio de nada, todos los
derechos que les regala la Suma Democracia.
Supo verlo Lyotard: Sócrates sabía muy bien que tener razón él solo contra todos no era
tener razón, sino estar equivocado, estar loco. De ahí que inventara la mayéutica.
Yo no puedo hacer tanto, pobre de mí, pero creo saber que no estoy loco. Imagino que muchos
piensan como yo. Imagino que Baricco, en el fondo, es uno de ellos. Ah, pero
cuánto cuesta señalarse frente al hombre-masa; hoy día, fuente de la exigua
clientela de todo escritor que pretenda vender más de cincuenta ejemplares de
cualquier obra. Baricco sabe muy bien, por ejemplo, que la Democracia es una de
las causas de la debacle, uno de sus primeros síntomas: ¿Y si el advenimiento de la democracia fuera
una de las primeras señales de la llegada de los bárbaros? ¡Terreno minado!, nos dice el escritor italiano, y se detiene, o avanza muy
poco. A ver quién es el zapador que se atreve…
Claro, el decadente homo tecnológico, ese sí nacido en las
calderas de la Revolución Industrial, la Revolución Norteamericana y la
Revolución Francesa, para ejercer como un virtuoso consumidor repleto de
derechos, no necesita más que presentar su carta de ciudadanía. Y entonces rampará
por el mundo opinando de lo que no sabe, exigiendo los privilegios que la
Democracia consagró para él; siempre que participe, claro está, aunque sea como
público, la coyunda entre la ciencia experimental y la economía de mercado;
esto es, siempre que consuma a espuertas sin preguntarse nada. El decadente
homo tecnológico exigirá, sobre todo, la depreciación de cualquier actividad
humana que trascienda la medianía y lo desborde, que le suponga un esfuerzo de superación
en algún sentido… Si el consumo estúpido es el nuevo Dios, o al menos el agente
que nos iguala ante su presencia y garantiza su igualitaria protección; si
todos tenemos que consumir para ser dignos de este fétido paraíso, ¿por qué no
íbamos a tener iguales derechos en él, estudiemos o no, incubemos o no memoria
de la buena para testar a los hijos… ¿Hijos? ¿Cuántos consumidores caben bajo un
mismo techo? ¿Acaso no los pueden tener quienes tengan menos oportunidad de
consumir? ¿Acaso no son ellos quienes deben pagar su acceso al paraíso
democrático-consumista alistando a sus hijos en el ejército? ¿Ejército?
¿Guerra? ¿Para qué? ¿Para defender un memorioso montón de escombros sin código
de barras que lo actualice…? ¿Reconocen en este alegre consumidor a un bárbaro?
Nones. Éste es el perfecto prototipo del decadente que tan bien ha descrito
Baricco en su ensayo, aunque trocándole el nombre. Este es el surfista que está
dinamitando el buceo, aunque, como dice nuestro autor, haya estrenado branquias.
Baricco se despacha contra estos decadentes no sin cierto
complejo. Se pregunta, si al hacerlo, no estará cayendo en el error que
cometieron todas las generaciones que lo anteceden al oponer resistencia a la
mutación de su mundo. Es lógico. Si miramos atrás, a cualquiera de los pliegues
de ese atrás, veremos a la
inteligencia en contradicción consigo misma, ejerciendo a la vez sus pulsiones
cultural y civilizadora; veremos al genio intentando en vano controlar las
riendas del ingenio; veremos a los garantes de la Memoria, preocupados por los
incautos que la desprecian… Pero hubo momentos en el devenir histórico, en los que
la aceleración de la decadencia, producto de una fatiga insuperable en la civilización
que la padeció, fue tan definitiva, que debió resolverse con una violenta
intervención de determinada barbarie. Y pongo aquí el adjetivo determinada para demostrar que yo
también soy presa de la decadencia relativista… Pasó en la Grecia helenista, en
la Roma de los siglos IV y V, en Constantinopla, en la Granada del último rey
Zirí. ¿Exageramos cuando comparamos el momento actual de Occidente con
cualquiera de aquellos antes mencionados? Hay que ser ingenuo, más aún,
ignorante, para no ver que Occidente decae aceleradamente, que pide a gritos
una regeneración. Veamos que pasó, por ejemplo, en la última Roma (precristiana
y cristiana, porque el cristianismo, allí, no llegó a tiempo): Falta de fe real
en los dioses. Ecumenismo formal. Relativismo en todos los órdenes. Hedonismo
sistémico. Reacción decreciente frente a una religión en fase ascendente, y muy
invasiva, como la cristiana. Natalidad a la baja. Abortos masivos. Apatía
frente a la guerra. Romanos que no se alistan en el ejército porque ya no alcanzan los ideales para hacerlo. Romanos que reclutan a bárbaros para luchar
contra bárbaros. Permeabilidad en las fronteras. Emperadores extranjeros que
apenas conocen Roma, algunos de ellos jamás la pisaron. ¿Esto os suena o no?
No existe una teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente preparado, de alguna autobiografía, decía Valéry. Puede que esto me esté sucediendo. Puede que los años, el medio y los libros me estén radicalizando. El caso es que no puedo dejar pasar que Baricco llame bárbaros a los decadentes. No son tanto. El caso es que la Democracia se me atraganta cada vez más, si entendida como un nido de mediocres y vagos que surfean divertidos hacia la espada enemiga. A mí, que sufrí en carne propia los excesos de un régimen totalitario durante treinta años, que prefiero enloquecer a volver a caer en sus garras… Ya ven, a veces me paro y no sé qué pensar. Entonces me acecha la salida estoica: Nunca digas respecto a nada Lo he perdido, sino Lo he devuelto (Epícteto). Tal vez eso haga cuando tenga que devolver la capacidad de pensar y de escribir. Mientras tanto, cualquier decadente empedernido será mi adversario, porque estará entregando el futuro de mis hijos y de mis posibles nietos, a los bárbaros. Dicho queda.
Dicho queda: excelente. Muchas gracias, Jorge. Lo mejor de todo esto es la alegría de compartir las ideas y disfrutar de un nivel de pensamiento excepcional. Sonia
ResponderEliminarGracias a ti, amiga. Sigamos compartiendo estos temblores. Abrazos
ResponderEliminar¡BÁRVARO!
ResponderEliminarGracias, amigo, por lectura y comentario. Leo ¡BÁRBARO! aquí como un piropo al texto, pero si no fuera así, lo agradezco igual. Río... Abrazos.
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