Se advierte
que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le
encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copia entera;
que en tal caso tan ladrón es como Caco.
Cervantes. Viaje del Parnaso.
(Privilegios, ordenanzas y advertencias
que Apolo
envía a los poetas españoles)
Magister dixit… ¿Magister
dixit? Sonrío… Nunca fui criticado directa y abiertamente, (directa y
abiertamente, subrayo) por citar a otros autores en mis textos. Como mucho,
enfrenté acusaciones de erudito, hechas, creo, sin mala intención, por algunos
amigos despistados. Erudito, no caco. Vaya error. No soy lo primero, y sí lo
segundo. No soy erudito si comparado con quienes en verdad lo han sido, lo son.
Soy lo segundo, irremediablemente, pues cacos somos todos los que lidiamos con
este montón de memoria que nos avasalla.
Los cacos torpes roban las ovejas
a Heracles y se esconden con ellas sin tener en cuenta que balan; o ni siquiera
se esconden, porque no saben lo que han hecho; y entonces van por ahí tan
orondos, con los animales robados como si fuesen propios, hasta que son cazados,
lo que suele suceder muy pronto. Los cacos habilidosos no roban las ovejas al héroe;
vigilan sus frutos, y cuando pueden, se aprovechan de su lana y de su leche.
Los cacos finos, que son los menos entre los habilidosos, con la lana sustraída
inventan un tejido nuevo, y de esa manera se la apropian; y con la leche
producen queso, uno también nuevo que recuerda al de oveja y sabe a… En fin,
hacen obras de arte… ¿Arte? Sí, arte, eso que todo el mundo sabe lo que es, y
que por tanto huelga explicar. (Esta idea se la robé a un caco fino italiano,
que a su vez se la robó a no recuerdo quién). Los cacos geniales, que son muy
pocos entre los finos, no sólo se apropian (como todos, menos los torpes) la
lana y la leche que han sabido sustraer a las ovejas buenas, sino que lo
reconocen sin tapujos: Los malos artistas
copian. Los buenos roban, dijo Picasso.
Yo no creo ser un caco torpe, y
mucho menos genial. Si algo delata mi medianía, es que cito a los autores cuyas
ideas manoseo para que no parezca que lo hago descaradamente. (Sólo la
genialidad ampara al descaro. Si volvemos a Picasso, por ejemplo, sólo la
genialidad medio ampara a sus Meninas: una serie de cuadros, a ratos mediocre e
innecesaria. Innecesaria, digo, porque la pintó cuando ya había acumulado
tanto, que no necesitaba robarse más a sí mismo). Yo robo y doy fe de ello,
como si haciéndolo quedara eximido de culpa. Qué cándido. Cuando conscientemente
no puedo evitar el uso de una idea que no ha brotado en mí toda ella, o sea,
casi siempre, tampoco puedo evitar certificar su origen. No haría falta,
créanme, porque las ideas buenas, que en la historia de la humanidad son unas
pocas, han sido requeterobadas, sin ninguna declaración atenuante, por los más
grandes sabios y artistas. De hecho, la sustancia de esas “tres o cuatro” ideas
que de verdad valen la pena, es más o menos la misma desde que el hombre pasó
del estado natural al civil. Desde entonces, casi todo el margen está en la
forma que se les puede dar, poco más. Así que la historia de nuestra vieja conversación (esto de la tertulia
sin fin es también una idea saltarina, muchas veces robada) sería una interminable
retahíla de certificaciones, si los creadores de otros tiempos hubieran tenido
mis complejos, que hay que achacarlos, pienso, al terco postromanticismo que me
(nos) embarga todavía hoy.
Hasta finales del siglo XVIII estuvo
en vigor la licencia que por boca de Cervantes diera Apolo a los poetas
españoles. La misma que en su día expidiera el dios olímpico a Safo o a
Virgilio, a todos. ¿A quién se le hubiera ocurrido en Atenas, llamar ladrón a
Sófocles por escribir Electra después de que Esquilo abordara ampliamente el
drama de la casa de Atreo en la Orestíada? ¿Quién se hubiera atrevido en Ferrara
a increpar a Ariosto, porque volviera sobre el tema de Orlando (Roldán) una vez
más? ¿Quién, en Madrid, a Quevedo, por su parodia sobre el dicho héroe…? Esto,
sobre los asuntos a tratar, pero incluso en la forma…
Hace un tiempo comentaba con mis
amigos, los poetas Fernando del Val y Luís Enrique Valdés, aunque por separado,
varias de las deudas que han contraído algunos grandes autores con otros que
les antecedieron, sin que dieran los deudores ninguna explicación al respecto.
El mismo Cervantes, por ejemplo, recreó en El Quijote un recurso presente en el
Áyax de Sófocles, y se quedó tan ancho:
MINERVA.- Yo le
aparté con falsas imágenes que le eché en los ojos, y lo lancé sobre los
rebaños y demás bestias que, mezcladas y no repartidas todavía, estaban al
cuidado de los pastores: cayó sobre ellas, [Áyax] haciendo horrible matanza en los cornudos carneros, que rajaba a
diestra y siniestra. Ya creía que degollaba con su propia mano a los dos
atridas, ya que hundía su espada en otros jefes del ejército. Y al hombre, que
se revolvía en su morbosa locura, le incitaba yo, y lo lancé en las redes de la
desgracia…
Áyax. Sófocles
Cuántas ideas no he visto saltar,
incluso perfectamente formadas (con-formadas, diríamos mejor, ahí puede estar
la clave) de un autor a otro, con las más increíbles escalas intermedias. La
lista sería interminable: de Safo a Séneca, de Séneca a Ortega, de Silesio a
Marx, de san Juan a Silesio, de Esopo a Tagore, de Nietzsche a Guillén… (Ya me
pidió Fernando del Val que hablara algún día específicamente de esto. Lo tengo
a la cola.) ¿Y qué? ¿Qué importancia tiene? Ninguna, tal vez, y sin embargo mucha
si para el hombre romántico o postromántico. Miren cómo lo explica Luis Landero
al propio Fernando, en una entrevista que le hiciera en 2010 el poeta de
Valladolid al novelista de Alburquerque, insertada en un estupendo libro de
entrevistas editado por Difácil, y llamado Si te acercas más, disparo:
Siempre se ha escrito con libertad, fíjese
en que Avellaneda escribe la segunda parte del Quijote. ¿Quién escribe hoy la
segunda parte de Cien años de soledad? Pero, a partir del romanticismo nacen
las palabras individuo y genio, [demos esto por válido aquí para no
enredarnos, ¿de acuerdo?] el escritor se
hace importante y comienza a valorarse la originalidad, consagrada
definitivamente en el veinte. No podemos hacer nada ante esa herencia
romántica: lo que recuerda a otra cosa ya no sirve. Sin embargo, en el siglo
diecisiete, tú escribías un alcalde de Zalamea y yo otro.
Pues claro. Hoy, no obstante, nos
parece licencioso, cuando no excéntrico, encontrar en poemas de Gamoneda versos
de Blanca Varela, y viceversa. Muchos autores, puestos a la defensiva, tienen
que echar mano del término intertextualidad
para justificar determinados “préstamos”. Los cacos torpes pululan por doquier
creyendo que han inventado el agua tibia, y los demás (entre los que, con vuestro
permiso, me autoincluyo) muchas veces dudamos si dar o no expresa fe de las
fuentes. Yo, insisto, casi siempre opto por hacerlo. Y lo hago no sólo por lo
ya explicado, sino también porque así voy tejiendo una trama en la que pretendo
insertar mi pensamiento y mi obra; una trama, a través de la cual, intento
explicarme a mí mismo.
Muchas veces leo críticas contra
el hábito de citar. Las comprendo. En ocasiones las comparto. En ésas, por
ejemplo, en que los comentaristas malos citan a otros tan malos como ellos; o
en esas otras, en las que se advierte una clara vocación de utilizar el argumentum ad verecundiam para forzar la
aprobación del lector. Otras veces, sin embargo, creo detectar detrás de tales
críticas, la incomodidad de quien las hace al hallarse ante una lectura en
estéreo que lo obliga a un esfuerzo que quizás no había previsto. Lo cierto es
que por citar demasiado fue criticado hasta Montaigne. Ved cómo lo dice
Constantino Román:
Los iracundos
filósofos de Port-Royal le colgaron también ese mote odioso, á nadie peor
aplicado sin duda, por el cúmulo de citas en que su obra abunda, sin tener en
cuenta que era costumbre de la época el que todo autor apoyara sus dichos con sentencias
antiguas. Además hay muchas maneras de citar, y la que más se aleja de lo
pedantesco es la en Montaigne habitual, el cual corrobora y afianza sus
personales experiencias con versos de Homero y de Virgilio, ó con frases de
Tácito y Julio César, para realzarlas é imprimirlas en la mente del lector sin
pretender aparecer erudito ni docto, sino penetrando todo el alcance de lo que
siente y analiza.
Bueno, lo que Montaigne pretendió
exactamente al citar a los grandes autores grecolatinos, no lo sabemos, pero
¿acaso pudo evitarlo, él, un caco genial y honesto? No lo creo. Hablamos de un
autor con un estilo nada pretencioso, pero que vivió en una época
preindustrial, donde todavía tenía sentido lo que nos dice hoy aquel verso de
Clara Janés: vanos son los números
excepto el uno.
Quien persiga lo
uno, y para hacerlo hurgue en la historia de la cultura, cite o no cite
expresamente, estará citando para los buenos lectores; quiera o no, estará
robando… y con permiso de Apolo. Siempre, claro, que no obre como mero
papagayo, siempre que in-forme el lance con algo de novedad, y así devuelva lo
robado con una muesca más para sonsacar el interés de los futuros cacos. Cacos,
sed felices, al menos cuando hagáis lo inevitable. Policías, hay cacos a los
que no podréis prender si trabajáis treinta y cinco horas semanales. Tendréis
que patrullar con más esmero, incluso los fines de semana. ¿Estáis dispuestos a
tal esfuerzo? ¿O acaso preferís comprar testigos en la turbamulta para que
avalen la denuncia fácil?
¿Cómo decía
aquello de que a buen entendedor con
pocas palabras…?
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