En días pasados, a raíz de un intercambio de caricias virtuales que
sostuve con mi colega Manuel Iglesias (llegados a los cincuenta nos ponemos
ñoños), y empujado por una oportuna intervención de mi querida Aleisa Ribalta, recordé una anécdota que quiero
recrear para mis lectores, especialmente para aquellos que leen poemas como
poseídos por un inclemente demonio que los fuerza a semejante deriva. Mi
com-pasión con vosotros es enorme, amigos. Aceptadme este cuento en prosa que
pretende aliviaros de imagen musical, aunque su asunto precisamente ronde la
producción, exposición, venta y consumo de poesía.
Manolo y yo comenzamos hace unos años una gira mundial que nos llevó a
numerosos escenarios con un espectáculo que combinaba canciones y poemas,
titulado (el nombre fue cosa suya; río…) Tierra, mujer y guitarra. Nos habíamos
conocido cenando en casa de la cantante María Salgado y el poeta Fernando Escudero, su marido. A los postres, María,
una gran amiga, sabedora de que Fernando
detesta leer su obra en ocasiones tales, me pidió que leyera algo de la mía. En
fin, ante María, que es un ángel, no puedo negarme a nada, así que abrí uno de
mis libros (ella, que los tiene todos, ya me los había acercado sin que apenas
se notara) y comencé a leer. Me pareció raro, pues no considero que una alegre
sobremesa sea ocasión ideal para la poesía, y siempre se me enreda la lengua
cuando leo después de unos cuantos vinos, pero lo cierto es que Manolo mostró
un especial interés por mis poemas. Yo, que en casa de músicos trato de
resultar lo más musical posible, estaba leyendo los más bailongos, y él apenas
se sujetaba separado de su guitarra. Está claro que aquella parte de mi obra lo
inducía al musiqueo. El caso es que apenas habían pasado dos meses de nuestro
primer encuentro “mariano”, y ya el bueno de Manolo tenía tres poemas míos
musicalizados; ya había ideado nuestra gran gira.
A veces solos, a veces acompañados por C.M. (un hombre muy formal y serio
que seguramente no querrá verse involucrado en esto), actuamos en muchas
plazas: sedes consistoriales / bibliotecas / casas de cultura / librerías /
salas de teatro... En fin, nunca reunimos a más de doscientas personas, ni
cobramos más de ochocientos euros en total, pero sus canciones y mis poemas
estuvieron intimando durante un par de años con el público de lugares tan
lejanos entre sí como Valoria la Buena / Boecillo / Portillo / Urueña /
Valladolid / Salamanca / Zamora / León… León, tierra de grandes poetas. En esta
ciudad tuvimos la experiencia más memorable, esa que pretendo contar a mis
amigos y lectores, especialmente a los adictos a la poesía.
Resulta que Manolo, un traficante incorregible de cualquier cosa, también
de libros, incluso de poemarios, a quien se le metió en la cabeza trabajar en
paralelo por mi Premio Cervantes y su consagración musical, conocía a don
Alfredo, un buen hombre y cabal funcionario que dirigía y dirige la Biblioteca Pública
de León. No debió costarle mucho trabajo convencerlo de que la ciudad y su
Biblioteca necesitaban nuestra actuación, porque don Alfredo le dejó claro que
no podía pagarla, y de lo que no cuesta (se dice por aquí) lléname la cesta.
Así que el Director puso fecha rápidamente al estreno leonés. Y como
experimentado gestor cultural, conocedor de la curia que solía participar de
tales eventos, pensó en enero. No es baladí esta elección, porque como todos
(ahora, incluso yo) saben (sé), durante el invierno los ancianos persiguen las
actuaciones que se ofrecen en sitos cerrados y con calefacción para ausentarse
de casa por dos o tres horas, y en ese intervalo no gastar energía
calentándola. Supuestamente, en invierno la asistencia de público a estos actos
está garantizada.
Casi todo estaba preparado cuando Manolo pidió a César
(mi editor, Difácil) dos cajas de uno de mis libros (Penúltima espira) que
contenían cada una alrededor de cien ejemplares. A esto sumamos otro buen
número de ejemplares de tres títulos más que ya tenía publicados entonces, y
que metimos en elegantes bolsas de plástico para el affaire leonés.
Aparecimos en la
Biblioteca Pública de León una fría tarde de enero, con un
recital perfectamente ensayado y unos trescientos libros por vender. Manolo me
había asegurado que triunfaríamos, que lo venderíamos todo, pues la prensa
local se había hecho eco de la actuación, y la Biblioteca tenía un
programa cultural muy seguido en la ciudad.
Llegamos y tuvimos que aparcar en un callejón contiguo al edificio,
situado entre éste y un solar yermo deficientemente vallado. Unos cincuenta
metros había entre aquel improvisado aparcamiento y la entrada a la Biblioteca. Claro ,
el cantautor y el poeta tuvieron que acarrear a hombros los instrumentos
musicales, el equipo de sonido y, lo que es peor, el pesado cargamento de
libros destinados a la venta. El frío atemperó el esfuerzo físico, pero la
imagen de aquel ambicioso tráfico de cajas y bolsas no resultaba demasiado
halagüeña. La salita donde actuaríamos (vaya sorpresa), con capacidad para unas
sesenta personas, presagiaba lo peor: cada asistente, en el supuesto caso de
aforo completo, al final de la actuación debía comprar unos cinco libros para
descargarnos y compensar la gratuidad del recital. En fin, no podrían llegar ni
siquiera a sesenta personas, al menos satisfechas, porque en medio de aquel
reducido espacio, el arquitecto (qué pena de colega, Dios lo perdone) había
dejado un enorme pilar de hormigón armado que prácticamente inutilizaba un
cuarto de las butacas posibles. Qué trabajo para colocarnos en el escenario
calculando los mejores ángulos, para disponer las mesas de apoyo en que
situaríamos el equipo de sonido y el cargamento poético. Tal vez por todo ello,
Manolo, que confiaba a ciegas en el éxito de aquel recital, cometió el peor
fallo imaginable: colocó los libros sobre una mesa situada detrás de nosotros,
en el fondo del escenario, dejando la única puerta de la sala libre de reclamos
comerciales y comprometedora presencia poética.
Antes de comenzar la actuación, Manolo, como siempre hace, recordó al
público que teníamos libros a la venta con los poemas que se leerían, que
podrían comprarlos a un precio módico. Unas treinta personas lo escuchaban. Su
promedio de edad rondaba los setenta años, y su exagerada puntualidad (llegaron
media hora antes de lo necesario) venía a demostrar la dicha teoría del imán
calefactor.
La actuación fue un éxito. Cada canción y cada poema fueron generosamente
aplaudidos. Nos pareció a ambos que la gente se la pasó muy bien. En ese
sentido resultó realmente reconfortante. Pero habiendo terminado, aun cuando
todos se acercaban a felicitarnos y agradecernos, y en tanto nosotros estábamos
entre ellos y los libros, les fue muy fácil escapar sin hacer el esperado
desembolso. Les había encantado el recital, pero nadie habló de llevárselo
impreso y encuadernado. Cuando Manolo quiso darse cuenta (yo en esos trances
soy nulo) el multitudinario público había desaparecido sin llevar libros
consigo.
Hasta aquí todo más o menos normal. Nunca he vendido más de veinte
ejemplares de mis libros en ningún recital, y en más de uno he vendido menos de
cinco. Don Alfredo se mostraba apenado por lo sucedido (lo hacía sinceramente,
creo yo), a la vez que lamentaba que no se hubiera llenado la sala para
disfrutar de lo que él consideraba una actuación muy especial. Doné varios
libros a la Biblioteca.
El Director lo agradeció amablemente antes de invitarnos a
picar algo en un bar cercano. Comenzamos a recoger los andariveles. Aquella vez
se nos hizo especialmente pesado al tener que desandar los más de cincuenta
metros que había entre la sala y el mal llamado aparcamiento con todas las
cajas de libros, íntegras, a hombros. Lo hicimos dignamente; sin alegría, pero
sin excesiva amargura. Hasta aquí todo más o menos normal, insisto.
Pero durante el último paseo que di entre coche y escenario, cuando subía
la pequeña escalinata que da acceso a la Biblioteca , se me acercó una mujer de unos
cuarenta años que había escuchado el recital; la única persona que no alcanzaba
los sesenta, seguro. Estaba aparentemente entusiasmada, incluso excitada, y me
regaló elogios de todo tipo. Sin embargo, su despiste era tal, que hizo un
comentario para ella desafortunado, pues dijo: «qué pena que no tuvieras tus
libros aquí para poder comprarlos, me habría encantado hacerlo». Madre mía, a
la sazón Manolo pasaba por allí. Venía de cerrar el maletero del coche que ya
guardaba de nuevo todas las cajas. Era de noche. Hacía un frío atroz, pero mi partenaire acometió a aquella chica
con unas ganas tremendas y un oficio implacable: «¿Qué dices? ¿No viste las
cajas que estaban encima de la mesa? ¿No me escuchaste…? Estás de suerte.
Tenemos libros para ti. Sígueme».
La mujer palideció, pues se había metido ella sola en un pequeño lío,
pero resignada siguió a Manolo callejón abajo hasta el coche. Por suerte, una
farola cercana evitaba que la zona fuera del todo impenetrable y permitía
intuir la cerradura del maletero. Manolo lo abrió en el acto y comenzó su
agresiva labor comercial. En seguida me llamó: «Jorge, ven, que tendrás que
firmar libros». Yo me sentía, lo juro, poco menos que un atracador. La escena
era completamente surrealista, porque el sitio era el menos indicado para
firmar y vender un libro, y porque la otrora entusiasta señora no mostraba
ninguna determinación ante la posible compra. Manolo no cejaba. Finalmente la
clienta accedió a llevarse uno. No recuerdo cuál, pero sí que debí firmarlo
apoyado en el techo del coche y bajo una farola de luz amarilla, en medio de
una niebla que progresaba amenazante. Parecía que todo había acabado, pero
Manolo no soltaba presa: «¿Cómo que uno solo?, Jorge
será reconocido no tardando como uno de los grandes poetas del XXI», le decía
insistentemente a su víctima mientras yo moría de vergüenza. «Déjalo, Manolo»,
iba a interrumpirle, cuando lo escucho citar a Marvell: Si Mundo y Tiempo
hubiéramos bastante, no fuera esta esquivez, Señora, crimen. Dios mío,
pensé, hasta dónde puede llegar este hombre. Yo conocía su gusto por la poesía
inglesa del siglo diecisiete, sabía que lee religiosamente a Done y a Herbert,
que prefiere la poesía metafísica del barroco inglés, antes, incluso, que la
conceptista del Siglo de Oro, pero atreverse a utilizar tales recursos frente a
una desarmada señora, que ya para entonces había confesado que ni siquiera era
de León, que estaba de vacaciones en casa de unos familiares y se había
acercado a la Biblioteca
a pasar un rato…
Manolo le vendió dos libros más. No sé cómo pude firmarlos. No veía.
Tenía las manos heladas. Estaba avergonzado. Y don Alfredo comenzaba a
llamarnos desde la acera, detenido a unos veinte metros callejón arriba. Apenas
puse firma y fecha. En ese momento fui incapaz de coger el dinero. Lo hizo
Manolo (luego me lo dio, por supuesto, es un tío muy legal) que había “salvado”
la jornada. Algo es algo. No nos íbamos con las manos vacías. Teníamos para
gastos.
Partimos con don Alfredo al bar, y cuando tomamos consciencia de lo que
había pasado comenzamos a reír a carcajadas. Riendo comimos y bebimos con el
Director de la Biblioteca ,
a quien no contamos todos los detalles del episodio, claro. Allí estuvimos
hasta entrada la madrugada. El buen hombre pagó la cuenta. Nos despidió
descargado al comprobar nuestra simpática alegría. Se dio por disculpado ante
el fiasco comercial del recital y nos repitió lo bueno que le había parecido.
Manolo, que vende libros profesionalmente, y visita con frecuencia a don
Alfredo, dice que éste siempre le pregunta por mí, que más de una vez le ha dicho
que espera tener algún día presupuesto para invitarnos de nuevo y pagarnos lo
que merecemos.
Ya en el coche de regreso a casa (conducía Manolo, lo aclaro por si acaso
no ha prescrito el delito, pues habíamos bebido) no parábamos de reír. Manolo
literalmente asaltó a la vacante señora por haber cometido el sano error de
presentarse a un recital poético-musical, e impostar su interés ante un
depredador de sangre nabatea. Dios mío, cómo pude firmar aquellos libros. Sólo
el agitado diafragma me salvaba de pensar seriamente en todo lo acontecido
desde que llegamos a la
Biblioteca aquella tarde. Reímos sin parar hasta que nos
detuvimos en una gasolinera. Mientras Manolo llenaba el depósito de gasóleo con
el dinero que a duras penas habíamos sacado de la última operación poética, yo
fui al baño de un pequeño bar cercano. Ante su puerta, medio impidiendo el
acceso, estaba sentado un anciano borracho y mal vestido, a todas
luces dedicado a la mendicidad. Le pedí permiso. Me preguntó: «¿me das algo,
por favor?», y añadió: «aunque me
veas así, soy poeta». Lo miré
demoradamente. El hombre debió entender que no le creía. Entonces, señalando
una farola muy parecida a la que iluminaba el callejón del “atraco” leonés, y
bajo la cual descansaba amodorrado un gato pardo, dijo con una dicción y un tempo
perfectos: «Siempre que veo un gato al
sol me recuerda a la humanidad».
Amanecía. Le di al viejo poeta cinco euros y le apreté la mano. Entré al
baño. Salí. Regresé al coche. Abrí el maletero. Tomé un ejemplar de cada uno de
mis libros y se los dediqué todos: «Al
poeta, su gato, su sol y su humanidad, de…». Pero cuando regresé al bar
para entregárselos, el mendigo se había esfumado. Conté a Manolo lo ocurrido.
Me preguntó: «¿será suya la frase?». «No, es de Pessoa», le contesté. Y no reímos más aquella madrugada.
Pero lo hemos vuelto a hacer en
estos días al recordar el pasado trapicheo poético…
Oye, Manolo, y la pobre vacante, nuestra única clienta leonesa, ¿cómo
se llamaba? ¿Habrá leído aquellos libros alevosamente vendidos, nerviosamente
firmados? Y estos otros dedicados al viejo poeta-mendigo, que conservo con una
mezcla de respeto y compasión, ¿cuánto valdrán ahora?
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