Capilla del Hermano Klaus. Arquitecto Peter Zumthor.
Fotografía descargada de Pinterest. Autora: Hélène Binet
A los espíritus eminentemente
visuales, aquellos que alimentan su imaginario sobre todo con estímulos
regalados al ojo, un par de buenas fotografías de la Capilla del Hermano Klaus,
de Zumthor, podría bastarles para dar por resuelto el complejo tema que plantea
este trabajo: arquitectura y mística. Puede que no precisaran ni siquiera
visitar el lugar. Lo resolverían, además, de forma contundente, a través de un
estupendo ejemplo. «Es esto. Lo veo, ergo lo creo», se dirían a sí mismos. (Pienso, claro, en espíritus
visuales de sobreentendida inclinación empírica, y sin embargo finos). Y en
este caso no andarían mal encaminados, porque la dicha capilla es lo más
oportuno de cuanto conozco en la arquitectura occidental de todos los tiempos
(aceptemos aquí, de momento, el término arquitectura
sin matices que aludan a tipo o escala) para ejemplificar la posible ligazón
entre un ejercicio tan complejo como el arquitectónico, y un impulso religioso,
teológico, tan especial como el místico. Resulta muy raro que este pequeño
edificio haya sido creado a comienzos del siglo XXI, por ahora obediente
epígono del XIX y el XX, esos siglos casi nulos, por no decir nefastos de cara
a la espiritualidad humana. Pero ahí están la capilla y su autor, Zumthor, un
tipo del XX que parece venido del Alto Medioevo, si no de los albores del
Creciente Fértil con una imaginación vedada al hombre ilustrado. Una
imaginación, que, quizás por anacrónica, logra imponerse al enorme cargamento
técnico y discursivo con que atravesamos nuestro tiempo. Cargamento, sin
embargo, tan enfadoso como leve, porque lejos de lastrarnos para bien, nos
empuja a ir como pollos sin cabeza y de propulsión a chorro, como correcaminos
insatisfechos que tripulasen un asteroide ciego.
A los espíritus visuales puede que
les bastara con lo dicho en el primer párrafo, pero no a los demás. Los
auditivos, que en este texto identificaré toscamente con los no visuales, es
decir, con los que nutren su imaginario también, y en primer lugar, con otras
percepciones, sean éstas sensoriales (oído, tacto, gusto, olfato) o no; esos
espíritus no visuales, digo, se quedarían inconformes con un par de fotos;
acaso querrían visitar la capilla para sentir in situ sus verdaderas potencias antes de homologarla como
arquitectura nacida de una experiencia cuasi mística, capaz de provocar, o de
ayudar a provocar por sí misma otras experiencias de igual índole; querrían
visitarla, qué menos; querrían conocerla, seguro, acuciados por las dudas y las
preguntas.
Y es que la arquitectura, a priori,
resulta demasiado visual y material para sostener, incluso para albergar una
actividad espiritual que reniega expresamente de su posible explicación y de un
trato cercano con la materia. Basten aquí de momento, y como anticipo, una
anécdota atribuida a San Juan de la Cruz, y unas palabras atribuidas a Santa
Teresa de Ávila. En ambos casos digo atribuidas,
porque no constan en el cuerpo cierto de lo escrito por los santos. Puede que
hayan llegado a nosotros a través de la tradición oral, o como parte de los
relatos asociados a los procesos de beatificación y canonización de ambos, o
quién sabe si a lomos del falso realismo narrativo a que nos tiene
acostumbrados José Jiménez Lozano, mi fuente en este caso. De cualquier manera,
y habiendo hecho la pertinente advertencia, las reproduzco porque no son extrañas
a la vocación mística en general, y sí muy expresivas de la dificultad que
encierra hablar de arquitectura y misticismo. Jiménez Lozano pone en boca del
santo de Fontiveros aquella recomendación
[…] hecha a los frailes que habían
acudido a ver con curiosidad un hermoso edificio: «No hemos venido a ver, sino a no ver». El mismo autor refiere que en una ocasión dijo la
santa carmelita y descalza: Tenemos un
cielo en el patio, mucha cosa. Casi nada… Si el impulso místico en
apariencia huye de la experimentación arquitectónica común, y estima excesiva
la propia bóveda celeste como techo de un patio conventual, ¿qué relación
podemos imputarle con la arquitectura? Dije que bastarían por ahora estas dos
muestras de conflicto, pero… Es que aunque parezca suficiente y resolutivo,
interesa no ceñirse a los propios místicos y sus incondicionales para poner en
duda la amistad arquitectura-misticismo; interesa hacerlo además desde el talento
opuesto, desde sus nada extáticas antípodas. Metamos entonces en el ajo a dos
neoclásicos pre-ilustrados: La geometría
deja al espíritu como lo encuentra, dijo Voltaire. El matemático aprecia el valor y la utilidad del triángulo, el místico
le rinde culto, dijo Goethe. ¿Entonces?...
Confieso que dudé si atender o
declinar la amable invitación que me hizo a escribir sobre esto, la colega y
amiga, doctora en arquitectura y profesora de la UMNAM, María Elena Hernández.
Dudé porque de primeras el asunto parece muy complejo, y porque no vislumbraba
con claridad si tendría sentido traspasar el punto en que estamos ahora: la
aparente colisión entre arquitectura y mística. Claro, explicar una colisión
sin más es una tarea de muy escasa carga positiva para mi gusto. Pero entonces
me vinieron a la cabeza algunos casos concretos que apuntan a la superación del
dicho conflicto: la propia Capilla de Zumthor en primer lugar, y después los
patios de Barragán, el cementerio judío de Praga, la cabaña de Thoreau, la celda
teresiana, la estancia cisterciense, la columna de Simón Estilita… entre muchos
otros. También recordé ejemplos motivadores al margen de la tradición mística
judeocristiana: los palacios nazaríes de La Alhambra, por ejemplo, el Palacio
Imperial Katsura… Como mi espíritu no es ahora mismo demasiado visual, esos
fenómenos que de alguna manera ofrecen forma arquitectónica a la esencia
mística o tendente a, no son bastantes para que dé por resuelto el asunto, pero
sí para que lo investigue. No soy tan pragmático como para pensar con James que
a la verdad la hacen verdadera los
acontecimientos, pero tampoco tan diletante, como para obviar los
acontecimientos si no se avienen a un sistema previo que los explique y acoja
sin demasiadas tensiones.
Para comenzar la pretendida
investigación debíamos convenir qué entenderemos aquí por mística, y qué por
arquitectura. Ah, pero entonces surge otro problema no menor. Creo saber qué es
la arquitectura (soy arquitecto). La ejerzo, gozo y sufro a diario, después de
haberla estudiado durante muchos años; pero no tengo ni idea de qué es la
mística. Y a esta noticia, ya mala en sí misma viniendo de quien pretende
hablar de la materia que desconoce, le surge un tumor súper maligno: nadie sabe
con mediana solvencia qué es la mística. No lo supieron ni siquiera ellos, los
místicos, quienes experimentaron sin entender, ni poder expresar cabalmente,
aquello que los teólogos, los lingüistas y demás teorizantes, llamaron a
posteriori experiencias místicas. ¿Y
cómo investigar un par en supuesta interacción si una de sus dos entidades
resulta ininteligible? ¿Cómo relacionar algo que se puede medir y pesar en sus
aspectos cuantitativos, que se puede definir y explicar en sus aspectos cualitativos;
con algo ajeno… no sólo ajeno, sino contrario a la definición y la medida? No
queda más remedio que ir pensando en voz alta, escribiendo al dictado de las
dudas, agarrando y fijando en la pantalla del ordenador cualquier migaja que
precipite de tal experimento, a ver si al final, con suerte, podemos sacar algo
en limpio. No queda más remedio que hacerlo, pero advierto que cada vez que le endose
una preposición a la mística estaré caminando sobre tembladeras.
ARQUITECTURA Y MÍSTICA. RELACIÓN
POSIBLE
La RAE dice que la arquitectura es el arte de proyectar
y construir edificios. Estoy de acuerdo. Y podemos precisar: es el arte que resuelve
(concreta en un edificio o cosa de tipo parecido) una anticipación venturosa
(el proyecto). Porque puede haber arquitectura levemente anticipada en la
imaginación sin que medie un proyecto formal, o anticipada en el canon vernáculo
que establece la tradición; pero la arquitectura sin anticipación alguna, sea
ésta más o menos compleja, más o menos picajosa, se distanciaría tanto de la
vocación edificante de la humanidad, que demandaría una nueva definición. La
ausencia de un plan previo, como diría Fernando Salinas (no es literal): nos
igualaría a la abeja y la hormiga, simples constructoras que no necesitan anticipar
nada para crear el panal y el hormiguero, pues proceden por mero instinto con
un infalible y matemático resultado donde señorea la invariante. Por otro lado,
el hecho arquitectónico no puede concluirse a sí mismo en el proyecto, que
siempre es un medio, nunca un fin; porque si lo hiciera, la propia
arquitectura, nonata, claudicaría en favor del dibujo, la pintura, el collage,
la fotografía, la escultura… Y en tal caso estaríamos hablando de otra cosa,
claro; como mucho, de un escapista y engañoso sucedáneo.
Entonces tenemos un objeto, el arquitectónico,
que se fragua en dos fases: anticipación y concreción. En la primera fase hay
bastante margen para que la imaginación pugne con la inteligencia, para que
defienda a la idea cuanto sea posible de su inevitable caída al concepto. En
los primeros estadios de esta fase, que son los más intuitivos y creativos, el
arquitecto, sobre todo cuando aborda temas sacros o de marcado carácter
simbólico, pudiera (y debiera) sentirse impelido por un espíritu renuente a los
movimientos estrictamente razonantes y calculadores; un espíritu abierto, digo,
que permita la aparición de una actividad más apegada a la parte irracional
(que no sólo sensorial) del alma. Si el arquitecto tuviese tendencia a lo
místico, la idea generatriz de su proyecto pudiera quedar marcada por ello. Y
aun si no la tuviera, pero de oídas se acercara a lo que se entiende por
mística, tal vez fuera capaz, por qué no, de impregnar algo de su inefable
no-sustancia en esa primera idea informe. Informe, digo, porque no hablo de
imágenes visuales que llegan in-formadas, es decir, con el certificado de
defunción redactado, a falta, sólo, de que firme el forense. Hablo de
imágenes-idea que llegan de no se sabe dónde en busca de forma mental primero,
de airosa representación luego. Claro, cualquier impulso de este tipo que
implique a la mística, muy poco frecuente en la historia de la arquitectura
occidental, quedará en última instancia mediatizado por la fatal reducción de
las ideas a los conceptos. Porque la arquitectura es una disciplina de marcado
carácter conceptual, donde lo material, lo útil y lo económico siempre tienen voz
y voto, y por eso, aunque nos pese a algunos arquitectos, el resultado de
nuestro trabajo nunca se podrá considerar como arte puro. El Schiller esteta
dijo en este sentido:
Decimos que un edificio es perfecto, cuando
todas sus partes se rigen según el concepto y la finalidad del conjunto, y su
forma ha sido determinada puramente por su idea. Decimos, sin embargo, que es
bello, cuando no necesitamos la ayuda de esa idea para reconocer la forma,
cuando parece que ésta surge, espontáneamente y sin intención, de sí misma, y
que todas las partes se delimitan a sí mismas. Por ello un edificio (dicho sea
de paso) no podrá ser jamás una obra de arte completamente libre, ni alcanzar
nunca un ideal de belleza, porque es materialmente imposible en el caso de un
edificio, que necesita de escaleras, puertas, chimeneas, ventanas y
calefacción, pasarse sin la ayuda de un concepto y, por lo tanto, ocultar la
heteronomía.
Si nos atuviésemos, sólo, a lo dicho hasta
aquí, mucho nos costaría creer que la mística pueda tener plena cabida en la
concepción arquitectónica; y mucho menos creeríamos que pueda tenerla en la
concreción de la cosa arquitectónica, donde el margen para ello es muy menor;
donde, por enconado que haya sido y sea el pugilato entre la inteligencia y la
imaginación, las cartas están echadas. La inteligencia pretenderá racionalizar
al máximo un proceso intervenido por cálculos y mediciones de todo tipo. La
imaginación hará lo contario: defenderá la idea genitora (que como es lógico,
ansía una representación fiel, por cándida) de una muerte segura a manos del concepto-asesino-de
símbolos. Podrá haber desencuentros y hasta bronca entre ambas, pero insisto,
en arquitectura, si exceptuamos algunos tipos de ejercicio muy concretos que la
hacen caer a la escultura, la balanza se inclinará siempre a favor de la
inteligencia; que si es fina, podrá suscitar, cuando más y en el mejor de los
casos, emociones inteligentes, nunca emociones ingenuas y libres del todo que
surjan de un completo desasimiento del alma frente lo que no sea en puridad Amor.
Así que tenemos una arquitectura con
suerte imaginada en sus inicios, pero en última instancia razonada, limitada a
sí misma en sí misma, hecha cosa, y más o menos cargada de cosas que facilitan
su aprehensión y su uso; frente a una actividad espiritual que desprecia las
cosas. El alma de San Juan de la Cruz pide a Dios que aparte sus semblantes plateados: las cosas y sus
representaciones, para que le sea posible volar hacia Él: ¡Apártalos, amado, / que voy de vuelo!, le dice. Este místico no
quiere cosas que medien (estorben) en su movimiento ascendente de estirpe
contemplativa, amorosa y volitiva. Para su ímpetu trascendente, las cosas
pueden ser medios, pero siempre son obstáculos. Y cuando son medios, lo son en
los limitados términos que establece Wittgenstein
incluso para las palabras en mística. Para el pensador vienés, lo místico es lo
indecible, pues aquello que no se puede
hablar hay que silenciarlo. Quizás las palabras carezcan aquí de sentido, quizás
constituyan, como mucho, una escalera que hay que tirar tras haberla escalado. Es
la escalera que hecha cosa nos devuelve a San Juan de la Cruz, a su secreta escala disfrazada; y que hecha
palabra nos aboca a la gran frustración del santo frente a los mensajeros: no saben decirme lo que quiero, se
queja. ¿Será la arquitectura cuando toca
la tecla buena, o sea, cuando desaparece en el trance crucial y definitivo,
eso, una suerte de escalera por la que sólo se sube, uno de los medios para?
Ah…
El caso es que cuando el místico
logra unir su alma individual con el principio divino, se supone que se
encuentra fuera del tiempo y el espacio, que se funde con la divinidad, y
haciéndolo, participa de lo eterno y ubicuo. ¿Cómo podría aceptar entonces el
coserío humano plagado de limitaciones? Volvamos a Schiller:
Para determinar una forma en el espacio, hemos
de poner límites al espacio infinito; para imaginarnos una variación en el
tiempo hemos de fraccionar la totalidad del tiempo. Así pues, llegamos a la
realidad sólo mediante limitaciones, a la posición o situación real, sólo
mediante negación o exclusión, y a la determinación, únicamente suprimiendo
nuestra libre determinabilidad.
En un espacio arquitectónico
determinado y determinante, que de alguna manera pauta el tiempo (porque la
arquitectura no es sólo espacio, sino también tiempo comprimido, que diría Bachelard; tiempo invitado a la pausa,
sometido al tempo espacial, digo yo), la mística puede encontrar serias
dificultades para desarrollar en plenitud sus potencias, si no logra el
desasimiento total que anule a la propia arquitectura que le sirve de escenario
terrenal, por mucho que se haya valido de ella en un sentido u otro. La
arquitectura determina un lote espacio-temporal que el místico debe amortizar o
saldar, si no batir, en su huida del espectáculo mundano en aras de alcanzar el
objetivo último: conocer, aunque sea incapaz de expresar, la esencia y la
existencia (el ser) de la realidad divina. A esa lucha contra el espacio y el
tiempo humanos (históricos o psicológicos) que de alguna manera acota, también,
la arquitectura, se refiere Silesius cuando dice: 1. No eres tú quien está en el espacio, el espacio está en ti: recházalo,
he aquí ya la eternidad. 2. Tú mismo
haces el tiempo: su reloj son los sentidos; detén la inquietud y se acabó el
tiempo.
Todo lo dicho hasta el momento nos
invita a relacionar mística con ascetismo, y por esa vía nos invita también a
relacionar mística con arquitectura de gran espiritualidad y mínima
materialidad. Repito, sé lo que son la arquitectura y el ascetismo, pero no sé
lo que es la mística, empotrada toda ella en el más oscuro misterio, por más
que el alma que experimenta con éxito el trance místico, soldada finalmente a
la divinidad, logre iluminar la oscuridad, transfigurarla. Porque esa oscuridad
iluminada y transfigurada queda presa en un inteligible íntimo (cosa de Dios y
del alma que entra en contacto directo con Él), que al resultar inefable, se
convierte en ininteligible para los demás. No sé nada sobre misticismo, pero
resulta obvio que donde la pulsión mística es contenido principal, el
continente arquitectónico que le atañe apunta siempre al logro de una alta
tensión espiritual con la menor cantidad de materia posible. ¿Por qué? Puede
que la contención material de la arquitectura propicia y propensa a la mística,
su levedad y su distanciamiento de las cosas, dificulte su propia cosificación;
y de esa manera facilite que el alma que en ella mora, si en pleno movimiento
trascendente, llegue al desasimiento total necesario de las cosas con menor
esfuerzo. Con relación a esto nos dice Jiménez Lozano utilizando a San Juan de
la Cruz como ejemplo:
Es obvio que Juan de la Cruz está
fascinado por la belleza, y lleno de temor a la vez de que esta belleza de las
formas embeba los sentidos y cautive la memoria y el amor de la Belleza
infinita. Es el mismo drama de Bernardo de Claraval […] agravado si cabe. Dice
Juan de la Cruz: «Mucho derogan a la fe las cosas que
se experimentan con los sentidos», y pone esta cautela para el hombre
espiritual: «En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o
tocare, no haga archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje
luego olvidar, y lo procure con eficacia […]; de manera que no le quede en la
memoria alguna noticia ni figura de ellas, como si en el mundo no fuesen».
Si como dije al comienzo, la mística
y la arquitectura parecen colisionar a priori, tal vez sea porque la radical
vena contemplativa y poética de algunos místicos así lo sugiere. Es el caso de
San Juan de la Cruz, sin dudas. Pero hay otros místicos más complejos (o acaso
más simples, no sé bien) que asientan la contemplación sobre una actividad
fundante, edificante, incluso constructora. Ahí están, por ejemplo, Santa
Teresa y, sobre todo, Bernardo de Claraval.
Antonio Piedra, en un magnífico
ensayo titulado La Santa Espina, una
morada luminosa, que recomiendo con ganas a todo el que quiera profundizar
en el tema que aquí se trata, dice que Bernardo de Claraval es un místico constructor. Ya no sólo un
arquitecto, sino también un constructor. Vaya golpe a la mística puramente
contemplativa; golpe, sí, que Santa Teresa apoya cuando dice: Dios me libre de gente tan espiritual que
todo lo quiere hacer contemplación perfecta. En un texto que escribí para
celebrar lo que descubrí en el referido ensayo de Piedra, dije (las cursivas señalan
citas del autor recogidas por mí, y las comillas tipográficas señalan citas del
propio san Bernardo recogidas por él):
Bernardo de Claraval es un místico,
no hay dudas (por un lado habla de «paraíso claustral», y por otro dice que «este mundo tiene sus noches y no
pocas»), sin embargo, su misticismo aparece siempre contaminado de
intención actual, de un tempranísimo empirismo que lo empuja a construir
obsesivamente, a colonizar para dotar de casa apropiada a la común heredad.
Aquí el impulso cultural aparece siempre acompañado de su contrario dialéctico,
el civilizador. Sí, construye mirando a la Ciudad de Dios agustiniana, pero también
atendiendo a su experiencia sensorial, con el cincel en una mano y la plomada
en la otra. Tanto la forma de vida que escoge para sus monjes, como los lugares
donde enclava sus monasterios, están impregnados de pragmatismo porque «la fuente no sube al lugar que sea más alto que el sitio
donde nace». Esta dualidad místico-pragmática es
algo muy novedoso para su época, para todas las épocas, diría yo.
[…]
Como venimos hablando de un
vanguardista de pro, de un humanista adelantado a su tiempo, no debe
sorprendernos a estas alturas que Bernardo nos hable en el XII de «la grandeza de la materia», ni que intente supeditarla a las necesidades del
hombre. Nos dice Antonio: El primer
sillar básico de este marco humanista consiste para Bernardo en instalar
arquitectónicamente «la mole corpórea»
del hombre biológico, según propia expresión, en su misma naturaleza: exactamente
«en la forma humana» sin otros
aditamentos que, aunque salida del barro para poblar una «vasta soledad» que es la tierra, sea pura fenomenología no
«sólo perceptible al oído, sino también visible a los ojos, palpable a las
manos, fácil de llevar en mis hombros». Ya lo dijimos, Bernardo es la
conjunción perfecta entre el místico y el empírico: como un místico constructor que renueva la cimentación del humanismo
trascendente, lo define Piedra.
Desde esta nueva perspectiva las
cosas mejoran. La investigación cambia de signo y adquiere carga positiva. En
nuestra ayuda llegan los místicos fundadores y constructores. Ellos nos
permiten perseguir una posible relación entre su aliento trascendental y la
arquitectura, sin tanto riesgo como el que encierra hacerlo a través de los
místicos puramente contemplativos.
La vocación mística colisiona de
entrada con la arquitectura obesa, adiposa, fofa, y más aún con la amanerada;
pero no toda la una (la mística, sea lo que sea ésta) tropieza en toda la otra
(la arquitectura). Como he dicho varias veces: para mí el lugar, incluido el arquitectónico, es cantidad espacial significada, también por el tiempo. El lugar así
entendido es un concepto que trasciende en el plano semiótico a los conceptos de
espacio, local, sitio y enclave. El alma mística necesita un
Lugar donde su movimiento trascendente no encuentre trabas añadidas a la Gran
Traba: el difícil acceso a la divinidad para poder participar de ella. Ese
Lugar no puede ser grosero, ni siquiera ordinario. Debe ser capaz de acompañar
a la potente imaginación del místico; debe ser un medio más en apoyo de su
trasiego espiritual, debe poder ser primero captado y después batido por el
alma en vuelo, sin interferencias nocivas. Y como bien dijo Bachelard: el espacio captado por la imaginación no
puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y a la
reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con
todas las parcialidades de la imaginación.
Claro, el espacio arquitectónico
adecuado para el místico en acción no podría ser el mismo si hablamos de San
Juan de la Cruz y Angelus Silesius, que si hablamos de San Bernardo y Santa
Teresa. (No sé por qué me asalta ahora aquella observación tan aguda de Ortega:
un mismo edificio sobre la larga estepa
manchega presenta a Don Quijote rostro de castillo y hace a Sancho una mueca de
venta). Pero en cualquiera de los casos, el espacio donde ejerce el místico
tiene que ser… ¿qué?, ¿cómo?... Puede que la mejor forma de ensayar una
respuesta sucinta esté en la reinterpretación interesada de dos versos
contenidos en el Salmo 117. Donde el salmista hace una alusión alegórica a
Israel, hagámosla nosotros a la imaginación del místico, y de paso, aguijemos
la nuestra: La piedra que desecharon los arquitectos / es
ahora la piedra angular.
Qué bueno, la piedra desechada, es la que pide a gritos convertirse en alegoría, gracias por este lujo, amigo.
ResponderEliminarQué lujo el que me doy teniéndote al otro lado, poeta. Gracias. Mi abrazo tendido.
ResponderEliminarEl Unico problema es que el místico, cuando entra en trance, desaparece los muros y es quizás la palabra que cuenta o el testigo quien aprecia las piedras. Han cambiado esas piedras, el místico también se ha desmaterializado en la luz. El místico convierte cualquier arenilla en catedral de Dios, la menor brisa en coro de Angeles. Besos, muy buen ensayo, querido jORGE
ResponderEliminarGracias, poeta, por lectura y comentario. Esto de la mística es algo bien complejo. Mira lo que llega a decir Miguel de Molinos, el quietista: "Se ha de despegar y negar de cinco cosas el que ha de llegar a la ciencia mística: la primera, de las criaturas; la segunda, de las cosas temporales; la tercera, de los mismos dones del Espíritu Santo; la cuarta, de sí misma; y la quinta se ha de despegar del mismo Dios. Esta última es la más perfecta, porque el alma que así se sabe despegar es la que se llega a perder en Dios, y sólo la que así se llega a perder es la que se acierta a hallar". Muchos besos para ti.
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