En
épocas como la actual o la de los Gracos, hay dos clases de idealismo, ambos
fatales: el reaccionario y el democrático. El primero cree en la reversibilidad
de la historia; el segundo en el fin de la historia. Pero para el inevitable
fracaso que ambos vierten sobre la nación en cuyo sino tienen poder, es
indiferente que haya sido sacrificado el país a un recuerdo o a un concepto.
Oswald Spengler
Uno
de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún
padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es,
aproximadamente, lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por
acuerdo de voluntades. Al revés, todo acuerdo de voluntades presupone la
existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede
consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad
preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por tanto,
jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta
delante de los bueyes.
José Ortega y Gasset
Hoy me propongo “manosear” un poco la
idea de España. (“Manosear” su idea,
digo, porque su penosa realidad la padezco a diario). Quiero hacerlo con
especial cariño y reseñando tres libros excelentes. Los tres de autores
francófonos. Los tres traducidos por Máximo Higuera. Los tres publicados entre
2008 y 2018 por la editorial Trifaldi. Cómo me gustaría que llegasen a un
público amplio, sobre todo joven, sobre todo español. En fin, es cierto que los
buenos libros, incluso los de crónicas son (y menos mal que lo son), además de
un inventario de hechos “objetivos”, un reverbero de conceptos y también de pasiones
subjetivas; pero los que voy a recomendaros ahora tienen en común algo muy
especial: recogen tres miradas foráneas (detenidas, incisivas) sobre una España
decadente que se busca a sí misma debatiéndose entre el alma y el espíritu,
entre el corazón y la cabeza; aquella España que, entre 1808 y 1902, se asoma en
varias ocasiones al vecindario para ver qué se cuece de puertas afuera, sin
atreverse todavía a abandonar del todo la casa: un enorme y magnífico palacio
venido a menos. Los libros de que os hablo son: “Un boticario francés en la
guerra de España”, de Sabastien Blaze de Bury, “A través de las Españas”, de
Auguste Meylan, y “La coronación de Alfonso XIII”, de Gaston Routier. El
primero, una crónica novelada sobre la Guerra de Independencia (1808-1814),
escrita por un boticario castrense francés (¿republicano y napoleónico? / ah…),
que participa en ella desde la retaguardia, o desde la prisión, según se tercie.
El segundo, una crónica sobre la Tercera Guerra Carlista y la Primera
República, escrita por un periodista suizo, republicano de pro, que entonces trabajaba
como corresponsal de guerra para un diario francés. El tercero, una minuciosa
semblanza sobre la España de finales de XIX y principios del XX, escrita, con
la excusa de “cubrir” la coronación de Alfonso XIII, por un periodista y
erudito también francés, hispanófilo y monárquico. Os podéis imaginar, seguro,
qué plato se puede cocer con estos tres ingredientes. No digo que no puedan
leerse estos libros por separado, sin que lleguen a conectarse sus lecturas, pero
juntos constituyen una terna de valor incalculable.
La puerta por la que se asoma España en
1808 no abre al oeste, al Atlántico, a lo que quedaba de una hispanidad totalizadora,
tan ensanchada como destartalada e inviable; abre al este, esto es, a una
Europa “ilustrada” y todavía hostil que había decretado el comienzo de la
civilización occidental sobre las fértiles heces de su alta cultura, y que para
hacerlo había acuñado y agitado (urbe et orbi) una palabra mágica: revolución, y otra: ilustración, y otra: democracia.
La dicha puerta levantina no fue abierta por un amo de llaves, entiéndase un verdadero
hombre de Estado, ni por un conserje nacional, ni siquiera por un aventurero
con licencia para hacer tal cosa, y mucho menos por una mano comunal de orgánicas
vibraciones. De la puerta, que no abatía hacia dentro, sino hacia afuera, tiró
Napoléon mientras empujaba Godoy, el picha-dulce en la corte bufa de una
monarquía de broma, un traidor sin aparentes cartas para jugar en el trile
histórico, que, sin embargo… España, que en Trento había dicho: ¡NO!, se asomó entonces
a un paisaje nuevo, a su insinuante perspectiva, como lo haría una demente
milenaria a un dios recién nacido: asustada y esperanzada, medio presta medio reacia
a la promesa rejuvenecedora. Ah, España, retuerzo el sentido de lo que dijo Lope
a “su Juana”, e introduzco la duda razonable: ¡Oh, pinturas del cielo milagrosas! / ¿Quién vio jamás transformaciones tales: / beber cristales y volverse
rosas? Claro, a toro pasado, todos somos Manolete.
UN BOTICARIO FRANCÉS EN LA GUERRA DE ESPAÑA, DE
SABASTIEN BLAZE DE BURY
Como ya dije, este libro es una
crónica novelada sobre la España de principios del XIX, inmersa en su guerra de
independencia frente a las tropas napoleónicas. Blaze de Bury tiene diecinueve
años cuando llega al país, en enero de 1808, como oficial de farmacia al
servicio del ejército francés. Es un chico cultísimo, botánico de vocación y
amante de las artes, especialmente de la música y el teatro, pero también de la
literatura, que está al tanto de todo lo que las vanguardias europeas están
produciendo en su momento. Es un ilustrado antimonárquico. Su libro bosqueja, y
en ocasiones pinta con todo detalle, la vida rural y ciudadana en España, especialmente
en Madrid y Cádiz, muy especialmente en Sevilla: costumbrismo, cultura, religión,
política, economía, ocio… Lo hace, claro, desde la poco ingenua perspectiva de
un joven que abraza las ideas de la Ilustración, cargado (puede que
sobrecargado) con todas las “luces” del siglo en el que nació. Llega a una
España anacrónica, si mirada desde su óptica y medida con el rasero del tiempo
histórico francés, que le produce un fructífero desconcierto, y decide escribir
lo que ve, lo que vive. Durante seis años de aventuras y penurias (recorrió el
país de punta a cabo como militar, como prisionero, incluso como donjuán)
recogió cuanto experimentó en este libro, que, según se intuye a partir de sus
propias quejas, fue su único “botín de guerra”, pues, aunque regresó pobre y
sin gloria alguna a su país, debió venderlo muy bien allí en múltiples
ediciones. Su obra encaja a la perfección en el típico libro de viajes tan socorrido y famoso en el XIX entre los turistas
europeos, sobre todo ingleses, y las agencias que los ponían en circulación.
Blaze de Bury a su manera desvela las
claves que desencadenaron y resolvieron aquella guerra. Se detiene en el Madrid
de 1808, del que recoge múltiples impresiones más allá de lo puramente
político-militar. Cuenta con detalles la llamada “Revolución de Aranjuez”, en
la que cae Godoy y sube al trono Fernando VII. Cuenta las múltiples tretas que
urdió Napoleón para engañar al incauto rey de España y hacerlo llegar a Bayona.
Y también cuenta lo que sucedió en la revuelta del dos de mayo en la capital.
Explica cómo y por qué el pueblo español, que según él recibió a los franceses
como amigos y héroes (ya que les agradecía la caída de Godoy, en la que, sin
embargo, poco tuvieron que ver de forma directa), termina odiándolos a muerte.
¿Amigos y héroes? No sé, no sé… La
primera vez que una serpiente ve a una mangosta, siente que es un encuentro
fatal para ella. (Michaux). ¿Primera vez? No sé, no sé… Recordad
aquello que dijo el rey de Francia cuando tuvo noticias del Tratado de
Tordesillas: antes de aceptar ese
reparto, quiero que el papa me muestre en qué cláusula del testamento de Adán
se dispone que el mundo pertenezca a españoles y portugueses. Tenía razones
el monarca galo para dudar de aquel reparto. Como también las tiene la mangosta
para atacar a la serpiente, y esta última, para defenderse.
En fin, de Bury cae prisionero, y en
tal condición recorre media España hasta llegar a Cádiz, donde, incluso desde
su precaria situación, comienza a destacar (creámosle) como donjuán. Relata
todo lo que vive en aquella peripecia: desde las escalas del viaje hasta su
hospitalización en la ciudad, y, por supuesto, los pormenores de su
encarcelamiento en los pontones de Cádiz,
incluidos sus varios intentos fallidos de huida, y también el que finalmente resultó
exitoso. No tiene desperdicio su relato por todos los datos que recoge sobre el
día a día en Cádiz y los pormenores de la guerra, sobre la vida militar, tanto
en el ejército español como en el francés, sobre la influencia de la
intervención inglesa en la contienda… Pero tampoco tiene desperdicio la
vertiente novelada de su trabajo, que se hace especialmente notable a partir de
su llegada a Sevilla, ciudad en la que vive varios años, estando ya en libertad,
y que abandona apesadumbrado cuando las tropas francesas tienen que retirarse,
porque, según confiesa él mismo, se siente medio francés medio sevillano.
Blaze de Bury va soltando juicios
sobre los españoles que encajan a la perfección en su visión de “ilustrado” y
romántico francés. Los españoles son celosos / encubiertos / vengativos /
orgullosos / vanos / sobrios / recios / amantes del contrabando / arrogantes /
audaces / desconfiados / indolentes / silenciosos / imprevisores… y, sin
embargo, también son valientes y honestos, pues tienen un gran sentido del
honor. Eso sí, creen que el trabajo es motivo
de vergüenza y están contra la industria y el espíritu mercantil. Es
curioso, porque tales faltas las endosa en exclusiva a los varones. Las
mujeres, sobre todo las andaluzas, son maravillosas. El autor no se explica
cómo esos hombres pueden llegar a merecer tales mujeres. Vaya… Los españoles
tienen un teatro espantoso, y en música apenas pasan de la ubicua guitarra y la
impertinente zambomba. No tienen apenas útiles domésticos. Carecen hasta de
platos y vasos en sus mal dotadas casas. Su dieta, una verdadera desgracia:
pobrísima en variedad y en calidad. Su cocina, súper básica. Y si esto dice de
los españoles, esperad a leer lo que dice de los portugueses, pobres. Ellos, los
franceses, claro…
Se puede incluso afirmar que los
españoles de estas regiones deben su progreso y civilización al contacto con los
militares franceses. Sin dejarme arrastrar demasiado por el amor propio
nacional, diría que los españoles tienen un buen concepto de los franceses y
que adoptan rápidamente nuestras costumbres y usos. Esta sola razón bastaría
para civilizar a una horda de salvajes.
¿Qué os parece?... En el libro hay
que saber distinguir la crónica de la novela. No es difícil para un lector
atento y preparado, porque el autor es un narrador ingenuo en cuanto a técnicas
literarias se refiere; pero puede serlo (difícil, digo, y añado: peligroso)
para otro lector que no lo sea. Hay que saber digerir todo lo que tiene que ver
con el discurso meramente político, y para ello conviene tener cierto fondo de
lectura. En cualquier caso, el discurso imperial francés que despliega de Bury no
tiene desperdicio, sobre todo si puesto en boca de don Cayetano, un cura andaluz,
inquisidor y francmasón a la vez (ay, Dios), propietario y esmerado lector de
libros prohibidos por el Santo Oficio para el que trabaja (ay, Dios), y que,
por cierto, de retirada con las tropas invasoras anda por España como si del
patio de su casa se tratase, presto a encontrarse con el autor en cualquier
arriate para decirle justo lo que éste necesita oír en cada momento. Leed
algunas de las cosas que le dice don Cayetano a de Bury:
Los franceses han querido ir
demasiado aprisa. Vuestra estancia en España ha sido demasiado larga y
demasiado corta; habéis tenido tiempo de destruir, y no habéis tenido tiempo de
reconstruir.
Estoy de acuerdo. En lo de la prisa,
digo. De hecho las prisas vienen marcando las disputas entre afrancesados y no
afrancesados (hunos y hotros / serpiente y mangosta) desde que
Napoleón puso su ojo pleno de cesarismo en España. Doscientos años ya de
correcorre, sobre todo de la mangosta, que apenas lee en el horizonte: razón, ilustración, ¡REVOLUCIÓN!
Ah, las prisas, las prisas… Cuidado con
ellas. Mirad que después… Los hombres
aman deprisa y odian muy lentamente. (Byron).
España dejaría de ser un imperio, el
Imperio, pero no tocaba a Francia sustituirla en tal rol. Qué le vamos a hacer.
Lo harían los ingleses y sus “crías”, para los que Napoleón trabajó
minuciosamente sin saberlo. Y después llegarían los rusos. Ya veis, las
ensoñaciones imperiales francesas tendrían su corrección precisamente en dos de
los países menos “ilustrados” de Europa: España y Rusia. Ah, franceses: pecadores,
imperiosos, imperialistas, estatistas, centralistas y eurocéntricos los que
más, sembraron su prisa en los afrancesados del patio. Y ahí andamos todavía… «¡So,
soooo!…», habría que repetirles una y otra vez, pero no escuchan. Porque la
Ilustración y sus luces pretendieron (y lograron) que lo abstracto sorbiera el
alma a lo concreto; pretendieron (y lograron) que una idea simplona echase su
manto sobre la realidad. Pero la realidad no es simple porque está colmada de hechos
y de memoria, está transida de humanidad. Así que la Idea, su Idea, hija en
origen del racionalismo puro y duro, enraizado y entronizado chez Descartes, acabará con Europa;
mientras chinos, rusos y demás falsos concomitantes, la tuercen y retuercen a
su antojo y se ríen de sus incondicionales: los afrancesados: nosotros.
Insisto, este libro es una joya. Y
digo más: es de una actualidad rabiosa. Lo es para un lector español, para otro
francés, para cualquier lector europeo, para cualquier americano. A partir de
él, podría impartirse un curso avanzado sobre las bondades y los pecados de una
revolución como la francesa, y de un imperio decadente como era entonces el
español. ¿Su encontronazo? Duro, cómo no. Y también irresuelto. Lo pagamos
durante el XIX y el XX. Y lo estamos pagando todavía.
Aconsejaría acompañar su lectura con
la de los otros dos libros que os recomiendo hoy, pero también, por ejemplo, con
Ortega (un afrancesado cauteloso), con Unamuno (un vitalista cristiano nada
racionalista y español hasta el tuétano), y con Croce (un neoidealista y
vitalista muy lúcido que tenía a España bien calada). Añado que estaría bien
acompañarlo asimismo con la lectura del propio Bergson, por incluir a un
francés ¿renegado?, que partiendo del positivismo, tan de su casa, llega a
ajustarlo severamente, tanto, que lo desmonta.
Los franceses nos han impuesto el
imperio de la razón ¿A qué precio? Bueno, tan razonantes ellos, tan hechos al
núcleo franco-alemán que parece entender el resto de Europa como mera
periferia, no pudieron evitar las derrotas de Napoleón, las dos guerras
mundiales del XX. Necesitaron que en la segunda de estas guerras, rusos,
ingleses y norteamericanos, todos “periféricos”, les devolviesen la patrie que habían entregado
vergonzosamente a sus socios y deudores de pensamiento. Ah, y tampoco pudieron
evitar, se siente, que fuesen el castellano y el inglés los idiomas llamados a
comerse el mundo.
A TRAVÉS DE LAS ESPAÑAS, DE AUGUSTE MEYLAN
Auguste Meylan, periodista y escritor
suizo, viaja dos veces a España (1873 y 1874) enviado por el periódico francés Le Siècle para informar sobre la guerra
civil en el país: la tercera guerra carlista. Sus viajes coinciden, además, con
la Primera República, la llamada Revolución del petróleo y la Rebelión cantonal,
esto es, con el encarnizado enfrentamiento entre federales moderados y
radicales, entre ambos y conservadores. La semilla francesa, que desde 1808
germina por toda España; sí, aquélla, la revolucionaria, la de las prisas,
entonces florece y frutece a tutiplén. España, que ya no es un gran imperio, que
ya no es esclavista, espera (¿ruega?) el permiso de los ilustrados y los
industriosos del mundo para acceder a la modernidad. España tiene la cara jana.
Medio país ya es civilizado, progresista, europeo, democrático, romántico… (ser
diverso, ser indefinido e inacabado es algo esencial a la vida romántica, dijo
Santayana); ya camina con ciega firmeza hacia el anarquismo y el socialismo,
batiéndose a muerte contra la Iglesia y la monarquía, donde se apertrecha y
defiende el otro medio país, el conservador, el reaccionario. España es
republicana. Como diría Joyce: una manzana
encunada en una tembladera. Un país con nuevas leyes. Leyes que son verdaderas, pero ya no son reales
(Spengler).
A lo largo de su transformación hasta
la fecha de marras, la oruga sufrió tres guerras civiles: la propia guerra de
independencia (que en alguna medida lo fue, por aquello del afrancesamiento
contagioso) y las dos primeras carlistas. Cuando llega Meylan, la oruga está
inmersa en otras dos guerras civiles a un tiempo: la tercera carlista y la de
Cuba. Y todo por llegar a mariposa, por ingresar como miembro de pleno derecho
en el mariposario europeo y atlántico. (Ah, ¿cuánto tiempo viven las mariposas?).
Meylan llega a un país que él no comprende bien (nadie lo comprende del todo,
tampoco los nacionales), siendo un republicano convencido, alguien que no se
explica cómo media España no ve las obvias ventajas que ofrece la República,
cómo se aferra a su religión y su monarquía, cuando la una y la otra son también
banderizas, meras caricaturas de sí mismas. Se encuentra con un país que cuenta
con los tres principales agentes de modernización y “progreso”: 1. La masa “sindicada”,
que ya no integra a hombres y mujeres bien criados, sino a “elementos” tendenciosamente
instruidos; que ya no es orgánica, sino que pretende ser y estar organizada. 2.
Un sistema partidista. 3. La prensa que lo sustenta a la vez que lo pudre. ¿Cómo
es que no funciona todavía la maquinaria democrática? Como él es un republicano
centralista, tampoco comprende bien el lío territorial, que en el País Vasco,
Navarra y Cataluña, se mezcla perniciosamente con el enfrentamiento general entre
afrancesados y no afrancesados. Meylan no comprende bien estas cosas, pero las
vive en directo. Y como es un hombre culto e inteligente, no sólo las vive,
también las investiga y describe con especial eficacia. No es un hombre
imparcial. Es un republicano. Sin embargo, es asimismo un periodista serio y
avezado, y curioso, y de fina puntería. Fijaos que el título de su
libro-crónica ya no se refiere como el de Blaze de Bury a España, sino a las Españas.
Ah. Ay.
Su crónica es impagable. Como la de
Blaze de Bury y la de Routier, de la que os hablaré más adelante. No se
conforma con los asuntos políticos y militares, sino que atiende al
costumbrismo, el arte, el ocio, las fiestas patronales…, o sea, en mayor o
menor medida, según el caso, a la forma de vida de cada región o ciudad que
visita, entre otras: Cataluña (Barcelona, Mataró, Arenys, Manresa, Martorell…),
Valencia, Madrid, Burgos, País Vasco (Vitoria, Bergara, Zumárraga, Tolosa, San
Sebastián, Irún, Mondragón, Fuenterrabía…), Navarra (Pamplona, Vera…), Zaragoza,
Guadalajara, Andalucía (Córdoba, Sevilla, Cádiz…), Cartagena, Tánger, Tetuán
(sí, incluso Marruecos), Alicante, Santander, y, claro, Bilbao, con la batalla
de Somorrostro como plato fuerte, de la que Meylan es testigo directísimo.
Meylan es también un negociador hábil
y astuto. Por eso consigue cartas de recomendación del mismísimo Castelar, con
quien se entrevista personalmente en Madrid, para moverse en territorio republicano,
a la vez que obtiene, de fuentes muy distintas, un salvoconducto carlista para
moverse con garantías (las garantías posibles en un escenario de guerra de
guerrillas, claro) a lo largo del territorio controlado por las tropas del
pretendiente, don Carlos. Esto le permite acceder a sitios donde se maneja la
información crucial, aquellos donde se conocen de primera mano las
tribulaciones de actores protagonistas como el propio Castelar, Asensi, Sagasta,
Pi y Margall, Salmerón, Martínez Campos, Pavía, Primo de Rivera o Serrano; y
también a sitios donde los soldados simplemente viajan en tren, leen los
periódicos (que son falsos partes de guerra y soflamas a la vez), y se disparan
unos a otros sin saber muy bien lo que hacen, o, mejor dicho, por qué lo hacen.
Imaginaos: deslumbrados y manipulados por la prensa, qué iban a saber, los
pobres.
El libro está repleto de magníficas
anécdotas y semblanzas. Semblanzas tan dispares en cuanto a los personajes que
describen, que van desde la que hace sobre Castelar, hasta la que hace sobre el
cura y general Santa Cruz, eminente bandolero del bando carlista. No tengo
espacio aquí para hacerle justicia a esta crónica. Lo confieso. Me limitaré a
añadir una serie de citas “sueltas” extraídas de ella, que espero sean lo
suficientemente sugerentes como para avalar lo que digo y abrir vuestro apetito
lector:
[Cataluña]. Buen pueblo, industrioso,
valiente y animoso, que se siente superior y que mira con ojo burlón a sus
compatriotas de otras provincias.
[En La Mancha]. Esta España es un
país de contrastes: virtud y vicio, sombra y luz, fertilidad y esterilidad,
inteligencia y embrutecimiento.
España no ha querido tener más reyes
inútiles que gastaran en fiestas el tesoro del país, ha expropiado a los reyes,
pero en cambio la Federal ha querido extirpar hasta el más mínimo recuerdo de
estos reyes y ha despojado completamente los palacios se Aranjuez de los
muebles suntuosos que contenían. Los excesos son siempre abominables. (¿Excesos
abominables? No, qué va, para nada. Recordad lo que decía Robespierre: el gobierno de la revolución es el
despotismo de la libertad contra la tiranía).
[España]. ¡Buen pueblo!, pensé yo, si
pusiera tanta paciencia en su organización como pone en suicidarse, no dejaría
de convertirse en la primera nación del globo.
Los vascos tienen en general una
expresión del rostro seca y dura que coincide con su carácter; son duros,
egoístas, y la experiencia de la guerra prueba que son crueles, pero de una
valentía ejemplar.
[En el País Vasco]. Las personas para
quienes la vida militar es un honor se enrolan con entusiasmo bajo la bandera
blanca de don Carlos, por amor a su país y por el odio hacia los castellanos,
andaluces u otros españoles, a los que detestan cordialmente.
El clero en esta insurrección ha
desempeñado el mismo papel que en 1808, en 1820 y en 1833: fanatiza a las masas
y aprovecha su enorme influencia para empujar al país hacia nuevas
complicaciones de las que nadie puede prever el fin.
[Los montañeses vascos]. Don Carlos es
para ellos el único y verdadero rey regular, los otros son impostores; la
república es para ellos una triste broma.
[Habla un mendigo aristócrata]. En mi
familia, señor, nadie ha trabajado jamás.
Los marroquíes desenterraban a sus
antepasados para vender los huesos a las refinerías de azúcar en Málaga.
[Telegrama del alcalde socialista de
un pueblo andaluz]. “Al ministerio del interior, Madrid. La partición de
tierras ha tenido lugar hoy, sin provocar el menor incidente. Tenemos la
intención de sacar a subasta las tierras propiedad del duque de Wellington” […]
¡Adorable ingenuidad! ¡Que las tierras habían sido repartidas sin el menor
incidente! Sólo habían olvidado una cosa estas buenas gentes, y era convocar a
los propietarios.
[Batalla de Somorrostro]. “Negros guiris”, gritaban los carlistas, y los republicanos les contestaban: “¡Carcas!”.
LA CORONACIÓN DE ALFONSO XIII, DE GASTON ROUTIER
Gaston Routier era tal vez el más
culto y erudito de los tres cronistas que reúno en esta reseña múltiple. Al
parecer era economista, además de periodista y diplomático. Incluso puede que
haya sido espía, según cuenta Pío Baroja que le contaron a él. El caso es que,
con razón o sin ella, durante la Primera Guerra Mundial fue condenado a muerte
en Francia por traición a la patria en favor de Alemania. Era germanófilo, y lo
que más importa aquí y ahora: hispanófilo y monárquico. Casi nada. Routier era
un gran conocedor de la historia de España, y del papel que jugaron en ella las
diferentes dinastías a partir de los Trastámara.
Cuando llega al país en 1902, con la
excusa de “cubrir” la coronación del joven Alfonso XIII, España llevaba un
siglo de odio y guerra entre los hunos y los
hotros: la serpiente y la mangosta. Definitivamente se había contraído,
perdiendo las últimas provincias de ultramar. Y los que nunca navegaron
honestamente con el imperio, ni siquiera al amor del imperio, sobre todo
catalanes y vascos, llevaban décadas forcejeando para evadirse de su naufragio,
aunque fuese a través de alguna anexión, tan “oportuna” como estrambótica y
espuria, de algunas de sus provincias a los Estados Unidos. Sí, hasta esa
posibilidad cupo en algunas de las cabezas más pragmáticas, y a la vez más fantasiosas,
por increíble que parezca.
Las prisas genitoras, aquéllas que incoó
Pepe Botella arrinconando a la Iglesia y la monarquía borbónica en nombre de la
Ilustración cesarista, se habían hecho mayores de edad y habían aumentado
considerablemente su capacidad de aceleración. Además, los afrancesados habían
recibido otro chute de abstracción proveniente de Alemania y de la Rusia pre-soviética, en cuanto
a la concepción de un posible Estado ideal y de un posible no Estado. Ya los programas de Bakunin y Marx (anarcocolectivismo
y comunismo científico) campeaban por toda Europa, incluida España. Ya
Nietzsche había enterrado a Dios y pronosticado al superhombre, que junto al
hombre nuevo y al hombre masa, este último, concretísimo y operativo,
conformaban un ejército imbatible que marchaba en pos de colmar la civilización
occidental, de colmarla y rematarla, quiero decir. Y no era ya la democracia la
única forma moderna viable para el Estado occidental sistemáticamente razonado,
ni siquiera era ya la mejor opción para una parte de la ciudadanía de muchos de
los países europeos, pues esa prerrogativa debía compartirla con la Dictadura
del Proletariado. Tampoco era la economía liberal burguesa la única receta para
llevar riqueza y bienestar a la mayoría, pues la Dictadura del Proletariado
traía en brazos una economía estatal, centralista y planificada que, en última
instancia, abogaba por la desaparición del comercio y de la economía
capitalista, no sólo de la crediticia, también de la dineraria. Dicho simple y
groseramente: abogaba por el trueque, los grandes almacenes comunales, los
vales de cambio y las mansas colas para hacerlos valer. De la Rusia que Pedro
el Grande (vaya loco, no por gusto algunos lo consideran el abuelo del
bolchevismo) “occidentalizó” sin miramientos a finales del XVII y principios
del XVIII a través de su Gran Embajada y
lo que resultó de ella, llegaban entonces señales de probable concreción de aquella
invención marxista (no pura invención, pues ya Platón, Moro, Burton, Bacon,
Campanella y Fourier, por ejemplo, habían husmeado en el mismo laboratorio) que
tan bien encajaba con la idiosincrasia de una parte del pueblo español.
Recordad lo que detectó de Bury un siglo antes: creen que el trabajo es motivo de vergüenza y están contra la industria
y el espíritu mercantil.
Routier llega a una España que ama a
pesar de todo. Realza su grandeza. Gusta de sus costumbres y de su sistema
político: la monarquía, a la vez que señala preocupado los que considera sus
peores vicios y peligros. En el haber español, una vida urbanita plena y
moderna que identifica sobre todo con Madrid: En Madrid se vive, mi querida prima, como en todos los países
civilizados, asegún los medios y los gustos de cada cual, un poco como se
quiere, y mucho como se puede […] Estamos en una ciudad más bien de ocio,
placer y lujo, antes que en una villa comercial o en un hormiguero industrial.
También en su haber, una monarquía que él cree capaz de renovarse para asumir
el control y fijar el rumbo de una sociedad extraviada, con enormes retos por
delante: España atraviesa un período
crítico; que se abre a las ideas modernas de progreso y libertad; nada sería
más negativo que lo hiciera a ciegas y sin discernimiento. En su despegue debe
ser conducida con mesura y ponderación; el progreso no debe confundirse con la
relajación de costumbres ni la corrupción de las almas, la libertad no debe
convertirse en libertinaje. Mucho esperaba Routier de aquella monarquía que
encabezaría un adolescente educado finamente, pero a fin de cuentas criado con
mamá, por mamá. La regente debió ser una mujer válida en varios sentidos (Andrés
Mellado llegó a decir sobre ella: es una
madre antigua, comparable a la madre de los Gracos; podríamos decir que en el
gobierno actual sólo hay un hombre, y es ella), pero como estadista resultó
ser muy cándida. El mismo Routier dice de ella: La Reina, además, esperaba que un país como Estados Unidos tuviese
algún miramiento por ella misma, por una madre que defiende los derechos de su hijo,
por un trono sobre el que se encuentra un niño protegido por una mujer.
¿Lloramos?... En su debe, el de España, digo, los problemas regionales, el
socialismo rampante (no hablamos aquí de social democracia, sino de marxismo
militante, de antesala del comunismo), el anarquismo terrorista, y el carlismo
enfrentado al alfonsismo. Routier está al tanto del peligro de ruptura total que
enfrenta España, peligro que en aquel justo momento viene, sobre todo, de
Cataluña:
Madrid, ciudad menos poblada y por
así decir nada manufacturera ni industrial, paga más impuestos que Barcelona,
que cuenta un mayor número de habitantes y muchísimas más industrias grandes y
pequeñas […] Cataluña ha sido hasta el día de hoy tratada como la niña mimada
de España; se le ha dado todo y se le ha pedido poco. Comprendo la indignación
de todos los españoles cuando ven que los catalanes silban la bandera de la
patria […] ¡Quieren alentar el separatismo, el particularismo, en nuestra
época, en la que todos los pueblos de la misma raza deben, por el contrario,
unirse y fundirse los unos con los otros, es una aberración!
También está al tanto de lo que
piensan y hacen los anarquistas y socialistas españoles. Dice de los segundos: Persiguen, nada menos, que la destrucción
del gobierno y de la Constitución (la de 1876), sin decir por qué régimen serían sustituidos […] «Bebed y bailad, amigos», debían pensar los
feroces líderes; tal vez repetían la frase de Joseph Prudomme: «Bailan sobre un volcán». En un mitin socialista al que asiste, celebrado el primero
de mayo de 1902, escucha decir a Pablo Iglesias: Los socialistas combaten los republicanos porque se equivocan [ellos,
los republicanos] en las cuestiones
económicas y porque no han acometido la educación de las masas. Reseñando
lo ocurrido en ese mismo mitin, el dos de mayo de 1902 publica El Liberal: El compañero Jaime Vera, en un breve y elocuente discurso, aconsejó que
se luchara utilizando los medios pacíficos para conseguir el triunfo de los
ideales del proletariado, hasta que llegara la ocasión de emplear los medios
violentos. Así estaban las cosas. Sin embargo, a pesar de todos los
problemas que detecta y los peligros que intuye Routier, su amor por el país le
lleva a decir: España es una nación que
despierta a la vida moderna, que se transforma y que no tardará en ocupar
brillantemente su lugar entre las naciones que viven, no de sueños y leyendas,
sino del trabajo, la industria, el comercio, de las ciencias y las artes.
Ya se sabe que el amor es ciego (y cegador), que ciega, incluso, a los amantes
más lúcidos.
Aunque yo haya cargado las tintas en
su parte más política, este magnífico libro es, además, y tal vez en primer
lugar, un retrato hiperrealista de la España de 1902 en su complejidad, muy
especialmente de su capital: costumbrismo, artes, sociedad, educación pública,
fiestas, comercio… Os lo recomiendo sin ninguna cautela, con verdadero
entusiasmo. Como os recomiendo la lectura de los otros dos aquí reseñados.
Propongo los tres libros nada inocentemente. Lo hago con la esperanza de que quienes los leáis podáis seguir pistas y extraer conclusiones útiles de ellos, por más que éstas puedan resultar diferentes o contrarias a las mías. Los tres son de una actualidad escandalosa, porque los principales problemas que atenazan hoy a España son los mismos que la han atenazado en los últimos doscientos años. Volviendo a las palabras de Spengler que aparecen en el encabezamiento del presente texto, los problemas vienen dados porque los hunos pretenden sacrificar el país a un recuerdo, y los hotros, a un concepto. Son los mismos enfrentados a los mismos, quienes tienen hoy sumida a España en un ambiente prebélico. La serpiente ve que se acerca el momento decisivo y sabe que tiene poco que hacer ante la mangosta. La mangosta, que lleva dos siglos musculando y ya tiene talla de elefante, rabia por no haber sido capaz de resolver del todo su disputa después de tanto pugilato (la serpiente era mucha serpiente), y quiere desencadenar el final con la prisa de siempre. Qué animal tan estúpido y arrogante. «¡So, soooo!…». Occidente se balancea al borde del precipicio y España con él. Yo, claro, puedo hacer muy poco, pero lo poco que puedo, hago. Vivo. Estudio. Agradezco. Por eso, por agradecido, a pesar de los pesares, acabo diciendo con Américo Castro: a Dios le salieron mal las cuentas al crear su mundo. La grandeza hispano-judaica ha hecho posible el drama nuestro, una espantosa delicia que no cambio por nada.
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