lunes, 8 de febrero de 2021

TRES LIBROS-LENITIVO (O NO) PARA UNA ESPAÑA ENFERMA

 



En épocas como la actual o la de los Gracos, hay dos clases de idealismo, ambos fatales: el reaccionario y el democrático. El primero cree en la reversibilidad de la historia; el segundo en el fin de la historia. Pero para el inevitable fracaso que ambos vierten sobre la nación en cuyo sino tienen poder, es indiferente que haya sido sacrificado el país a un recuerdo o a un concepto.

                              Oswald Spengler

 

Uno de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es, aproximadamente, lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de voluntades. Al revés, todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes.

                                      José Ortega y Gasset

 

 

Hoy me propongo “manosear” un poco la idea de España. (“Manosear” su idea, digo, porque su penosa realidad la padezco a diario). Quiero hacerlo con especial cariño y reseñando tres libros excelentes. Los tres de autores francófonos. Los tres traducidos por Máximo Higuera. Los tres publicados entre 2008 y 2018 por la editorial Trifaldi. Cómo me gustaría que llegasen a un público amplio, sobre todo joven, sobre todo español. En fin, es cierto que los buenos libros, incluso los de crónicas son (y menos mal que lo son), además de un inventario de hechos “objetivos”, un reverbero de conceptos y también de pasiones subjetivas; pero los que voy a recomendaros ahora tienen en común algo muy especial: recogen tres miradas foráneas (detenidas, incisivas) sobre una España decadente que se busca a sí misma debatiéndose entre el alma y el espíritu, entre el corazón y la cabeza; aquella España que, entre 1808 y 1902, se asoma en varias ocasiones al vecindario para ver qué se cuece de puertas afuera, sin atreverse todavía a abandonar del todo la casa: un enorme y magnífico palacio venido a menos. Los libros de que os hablo son: “Un boticario francés en la guerra de España”, de Sabastien Blaze de Bury, “A través de las Españas”, de Auguste Meylan, y “La coronación de Alfonso XIII”, de Gaston Routier. El primero, una crónica novelada sobre la Guerra de Independencia (1808-1814), escrita por un boticario castrense francés (¿republicano y napoleónico? / ah…), que participa en ella desde la retaguardia, o desde la prisión, según se tercie. El segundo, una crónica sobre la Tercera Guerra Carlista y la Primera República, escrita por un periodista suizo, republicano de pro, que entonces trabajaba como corresponsal de guerra para un diario francés. El tercero, una minuciosa semblanza sobre la España de finales de XIX y principios del XX, escrita, con la excusa de “cubrir” la coronación de Alfonso XIII, por un periodista y erudito también francés, hispanófilo y monárquico. Os podéis imaginar, seguro, qué plato se puede cocer con estos tres ingredientes. No digo que no puedan leerse estos libros por separado, sin que lleguen a conectarse sus lecturas, pero juntos constituyen una terna de valor incalculable.

La puerta por la que se asoma España en 1808 no abre al oeste, al Atlántico, a lo que quedaba de una hispanidad totalizadora, tan ensanchada como destartalada e inviable; abre al este, esto es, a una Europa “ilustrada” y todavía hostil que había decretado el comienzo de la civilización occidental sobre las fértiles heces de su alta cultura, y que para hacerlo había acuñado y agitado (urbe et orbi) una palabra mágica: revolución, y otra: ilustración, y otra: democracia. La dicha puerta levantina no fue abierta por un amo de llaves, entiéndase un verdadero hombre de Estado, ni por un conserje nacional, ni siquiera por un aventurero con licencia para hacer tal cosa, y mucho menos por una mano comunal de orgánicas vibraciones. De la puerta, que no abatía hacia dentro, sino hacia afuera, tiró Napoléon mientras empujaba Godoy, el picha-dulce en la corte bufa de una monarquía de broma, un traidor sin aparentes cartas para jugar en el trile histórico, que, sin embargo… España, que en Trento había dicho: ¡NO!, se asomó entonces a un paisaje nuevo, a su insinuante perspectiva, como lo haría una demente milenaria a un dios recién nacido: asustada y esperanzada, medio presta medio reacia a la promesa rejuvenecedora. Ah, España, retuerzo el sentido de lo que dijo Lope a “su Juana”, e introduzco la duda razonable: ¡Oh, pinturas del cielo milagrosas! / ¿Quién vio jamás transformaciones tales: / beber cristales y volverse rosas? Claro, a toro pasado, todos somos Manolete.


UN BOTICARIO FRANCÉS EN LA GUERRA DE ESPAÑA, DE 

SABASTIEN BLAZE DE BURY

Como ya dije, este libro es una crónica novelada sobre la España de principios del XIX, inmersa en su guerra de independencia frente a las tropas napoleónicas. Blaze de Bury tiene diecinueve años cuando llega al país, en enero de 1808, como oficial de farmacia al servicio del ejército francés. Es un chico cultísimo, botánico de vocación y amante de las artes, especialmente de la música y el teatro, pero también de la literatura, que está al tanto de todo lo que las vanguardias europeas están produciendo en su momento. Es un ilustrado antimonárquico. Su libro bosqueja, y en ocasiones pinta con todo detalle, la vida rural y ciudadana en España, especialmente en Madrid y Cádiz, muy especialmente en Sevilla: costumbrismo, cultura, religión, política, economía, ocio… Lo hace, claro, desde la poco ingenua perspectiva de un joven que abraza las ideas de la Ilustración, cargado (puede que sobrecargado) con todas las “luces” del siglo en el que nació. Llega a una España anacrónica, si mirada desde su óptica y medida con el rasero del tiempo histórico francés, que le produce un fructífero desconcierto, y decide escribir lo que ve, lo que vive. Durante seis años de aventuras y penurias (recorrió el país de punta a cabo como militar, como prisionero, incluso como donjuán) recogió cuanto experimentó en este libro, que, según se intuye a partir de sus propias quejas, fue su único “botín de guerra”, pues, aunque regresó pobre y sin gloria alguna a su país, debió venderlo muy bien allí en múltiples ediciones. Su obra encaja a la perfección en el típico libro de viajes tan socorrido y famoso en el XIX entre los turistas europeos, sobre todo ingleses, y las agencias que los ponían en circulación.

Blaze de Bury a su manera desvela las claves que desencadenaron y resolvieron aquella guerra. Se detiene en el Madrid de 1808, del que recoge múltiples impresiones más allá de lo puramente político-militar. Cuenta con detalles la llamada “Revolución de Aranjuez”, en la que cae Godoy y sube al trono Fernando VII. Cuenta las múltiples tretas que urdió Napoleón para engañar al incauto rey de España y hacerlo llegar a Bayona. Y también cuenta lo que sucedió en la revuelta del dos de mayo en la capital. Explica cómo y por qué el pueblo español, que según él recibió a los franceses como amigos y héroes (ya que les agradecía la caída de Godoy, en la que, sin embargo, poco tuvieron que ver de forma directa), termina odiándolos a muerte. ¿Amigos y héroes? No sé, no sé… La primera vez que una serpiente ve a una mangosta, siente que es un encuentro fatal para ella. (Michaux). ¿Primera vez? No sé, no sé… Recordad aquello que dijo el rey de Francia cuando tuvo noticias del Tratado de Tordesillas: antes de aceptar ese reparto, quiero que el papa me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo pertenezca a españoles y portugueses. Tenía razones el monarca galo para dudar de aquel reparto. Como también las tiene la mangosta para atacar a la serpiente, y esta última, para defenderse.

En fin, de Bury cae prisionero, y en tal condición recorre media España hasta llegar a Cádiz, donde, incluso desde su precaria situación, comienza a destacar (creámosle) como donjuán. Relata todo lo que vive en aquella peripecia: desde las escalas del viaje hasta su hospitalización en la ciudad, y, por supuesto, los pormenores de su encarcelamiento en los pontones de Cádiz, incluidos sus varios intentos fallidos de huida, y también el que finalmente resultó exitoso. No tiene desperdicio su relato por todos los datos que recoge sobre el día a día en Cádiz y los pormenores de la guerra, sobre la vida militar, tanto en el ejército español como en el francés, sobre la influencia de la intervención inglesa en la contienda… Pero tampoco tiene desperdicio la vertiente novelada de su trabajo, que se hace especialmente notable a partir de su llegada a Sevilla, ciudad en la que vive varios años, estando ya en libertad, y que abandona apesadumbrado cuando las tropas francesas tienen que retirarse, porque, según confiesa él mismo, se siente medio francés medio sevillano.     

Blaze de Bury va soltando juicios sobre los españoles que encajan a la perfección en su visión de “ilustrado” y romántico francés. Los españoles son celosos / encubiertos / vengativos / orgullosos / vanos / sobrios / recios / amantes del contrabando / arrogantes / audaces / desconfiados / indolentes / silenciosos / imprevisores… y, sin embargo, también son valientes y honestos, pues tienen un gran sentido del honor. Eso sí, creen que el trabajo es motivo de vergüenza y están contra la industria y el espíritu mercantil. Es curioso, porque tales faltas las endosa en exclusiva a los varones. Las mujeres, sobre todo las andaluzas, son maravillosas. El autor no se explica cómo esos hombres pueden llegar a merecer tales mujeres. Vaya… Los españoles tienen un teatro espantoso, y en música apenas pasan de la ubicua guitarra y la impertinente zambomba. No tienen apenas útiles domésticos. Carecen hasta de platos y vasos en sus mal dotadas casas. Su dieta, una verdadera desgracia: pobrísima en variedad y en calidad. Su cocina, súper básica. Y si esto dice de los españoles, esperad a leer lo que dice de los portugueses, pobres. Ellos, los franceses, claro…

Se puede incluso afirmar que los españoles de estas regiones deben su progreso y civilización al contacto con los militares franceses. Sin dejarme arrastrar demasiado por el amor propio nacional, diría que los españoles tienen un buen concepto de los franceses y que adoptan rápidamente nuestras costumbres y usos. Esta sola razón bastaría para civilizar a una horda de salvajes.

¿Qué os parece?... En el libro hay que saber distinguir la crónica de la novela. No es difícil para un lector atento y preparado, porque el autor es un narrador ingenuo en cuanto a técnicas literarias se refiere; pero puede serlo (difícil, digo, y añado: peligroso) para otro lector que no lo sea. Hay que saber digerir todo lo que tiene que ver con el discurso meramente político, y para ello conviene tener cierto fondo de lectura. En cualquier caso, el discurso imperial francés que despliega de Bury no tiene desperdicio, sobre todo si puesto en boca de don Cayetano, un cura andaluz, inquisidor y francmasón a la vez (ay, Dios), propietario y esmerado lector de libros prohibidos por el Santo Oficio para el que trabaja (ay, Dios), y que, por cierto, de retirada con las tropas invasoras anda por España como si del patio de su casa se tratase, presto a encontrarse con el autor en cualquier arriate para decirle justo lo que éste necesita oír en cada momento. Leed algunas de las cosas que le dice don Cayetano a de Bury:

Los franceses han querido ir demasiado aprisa. Vuestra estancia en España ha sido demasiado larga y demasiado corta; habéis tenido tiempo de destruir, y no habéis tenido tiempo de reconstruir.

Estoy de acuerdo. En lo de la prisa, digo. De hecho las prisas vienen marcando las disputas entre afrancesados y no afrancesados (hunos y hotros / serpiente y mangosta) desde que Napoleón puso su ojo pleno de cesarismo en España. Doscientos años ya de correcorre, sobre todo de la mangosta, que apenas lee en el horizonte: razón, ilustración, ¡REVOLUCIÓN!  Ah, las prisas, las prisas… Cuidado con ellas. Mirad que después… Los hombres aman deprisa y odian muy lentamente. (Byron).

España dejaría de ser un imperio, el Imperio, pero no tocaba a Francia sustituirla en tal rol. Qué le vamos a hacer. Lo harían los ingleses y sus “crías”, para los que Napoleón trabajó minuciosamente sin saberlo. Y después llegarían los rusos. Ya veis, las ensoñaciones imperiales francesas tendrían su corrección precisamente en dos de los países menos “ilustrados” de Europa: España y Rusia. Ah, franceses: pecadores, imperiosos, imperialistas, estatistas, centralistas y eurocéntricos los que más, sembraron su prisa en los afrancesados del patio. Y ahí andamos todavía… «¡So, soooo!…», habría que repetirles una y otra vez, pero no escuchan. Porque la Ilustración y sus luces pretendieron (y lograron) que lo abstracto sorbiera el alma a lo concreto; pretendieron (y lograron) que una idea simplona echase su manto sobre la realidad. Pero la realidad no es simple porque está colmada de hechos y de memoria, está transida de humanidad. Así que la Idea, su Idea, hija en origen del racionalismo puro y duro, enraizado y entronizado chez Descartes, acabará con Europa; mientras chinos, rusos y demás falsos concomitantes, la tuercen y retuercen a su antojo y se ríen de sus incondicionales: los afrancesados: nosotros.

Insisto, este libro es una joya. Y digo más: es de una actualidad rabiosa. Lo es para un lector español, para otro francés, para cualquier lector europeo, para cualquier americano. A partir de él, podría impartirse un curso avanzado sobre las bondades y los pecados de una revolución como la francesa, y de un imperio decadente como era entonces el español. ¿Su encontronazo? Duro, cómo no. Y también irresuelto. Lo pagamos durante el XIX y el XX. Y lo estamos pagando todavía.

Aconsejaría acompañar su lectura con la de los otros dos libros que os recomiendo hoy, pero también, por ejemplo, con Ortega (un afrancesado cauteloso), con Unamuno (un vitalista cristiano nada racionalista y español hasta el tuétano), y con Croce (un neoidealista y vitalista muy lúcido que tenía a España bien calada). Añado que estaría bien acompañarlo asimismo con la lectura del propio Bergson, por incluir a un francés ¿renegado?, que partiendo del positivismo, tan de su casa, llega a ajustarlo severamente, tanto, que lo desmonta.

Los franceses nos han impuesto el imperio de la razón ¿A qué precio? Bueno, tan razonantes ellos, tan hechos al núcleo franco-alemán que parece entender el resto de Europa como mera periferia, no pudieron evitar las derrotas de Napoleón, las dos guerras mundiales del XX. Necesitaron que en la segunda de estas guerras, rusos, ingleses y norteamericanos, todos “periféricos”, les devolviesen la patrie que habían entregado vergonzosamente a sus socios y deudores de pensamiento. Ah, y tampoco pudieron evitar, se siente, que fuesen el castellano y el inglés los idiomas llamados a comerse el mundo.

 

A TRAVÉS DE LAS ESPAÑAS, DE AUGUSTE MEYLAN

Auguste Meylan, periodista y escritor suizo, viaja dos veces a España (1873 y 1874) enviado por el periódico francés Le Siècle para informar sobre la guerra civil en el país: la tercera guerra carlista. Sus viajes coinciden, además, con la Primera República, la llamada Revolución del petróleo y la Rebelión cantonal, esto es, con el encarnizado enfrentamiento entre federales moderados y radicales, entre ambos y conservadores. La semilla francesa, que desde 1808 germina por toda España; sí, aquélla, la revolucionaria, la de las prisas, entonces florece y frutece a tutiplén. España, que ya no es un gran imperio, que ya no es esclavista, espera (¿ruega?) el permiso de los ilustrados y los industriosos del mundo para acceder a la modernidad. España tiene la cara jana. Medio país ya es civilizado, progresista, europeo, democrático, romántico… (ser diverso, ser indefinido e inacabado es algo esencial a la vida romántica, dijo Santayana); ya camina con ciega firmeza hacia el anarquismo y el socialismo, batiéndose a muerte contra la Iglesia y la monarquía, donde se apertrecha y defiende el otro medio país, el conservador, el reaccionario. España es republicana. Como diría Joyce: una manzana encunada en una tembladera. Un país con nuevas leyes. Leyes que son verdaderas, pero ya no son reales (Spengler).

A lo largo de su transformación hasta la fecha de marras, la oruga sufrió tres guerras civiles: la propia guerra de independencia (que en alguna medida lo fue, por aquello del afrancesamiento contagioso) y las dos primeras carlistas. Cuando llega Meylan, la oruga está inmersa en otras dos guerras civiles a un tiempo: la tercera carlista y la de Cuba. Y todo por llegar a mariposa, por ingresar como miembro de pleno derecho en el mariposario europeo y atlántico. (Ah, ¿cuánto tiempo viven las mariposas?). Meylan llega a un país que él no comprende bien (nadie lo comprende del todo, tampoco los nacionales), siendo un republicano convencido, alguien que no se explica cómo media España no ve las obvias ventajas que ofrece la República, cómo se aferra a su religión y su monarquía, cuando la una y la otra son también banderizas, meras caricaturas de sí mismas. Se encuentra con un país que cuenta con los tres principales agentes de modernización y “progreso”: 1. La masa “sindicada”, que ya no integra a hombres y mujeres bien criados, sino a “elementos” tendenciosamente instruidos; que ya no es orgánica, sino que pretende ser y estar organizada. 2. Un sistema partidista. 3. La prensa que lo sustenta a la vez que lo pudre. ¿Cómo es que no funciona todavía la maquinaria democrática? Como él es un republicano centralista, tampoco comprende bien el lío territorial, que en el País Vasco, Navarra y Cataluña, se mezcla perniciosamente con el enfrentamiento general entre afrancesados y no afrancesados. Meylan no comprende bien estas cosas, pero las vive en directo. Y como es un hombre culto e inteligente, no sólo las vive, también las investiga y describe con especial eficacia. No es un hombre imparcial. Es un republicano. Sin embargo, es asimismo un periodista serio y avezado, y curioso, y de fina puntería. Fijaos que el título de su libro-crónica ya no se refiere como el de Blaze de Bury a España, sino a las Españas. Ah. Ay.

Su crónica es impagable. Como la de Blaze de Bury y la de Routier, de la que os hablaré más adelante. No se conforma con los asuntos políticos y militares, sino que atiende al costumbrismo, el arte, el ocio, las fiestas patronales…, o sea, en mayor o menor medida, según el caso, a la forma de vida de cada región o ciudad que visita, entre otras: Cataluña (Barcelona, Mataró, Arenys, Manresa, Martorell…), Valencia, Madrid, Burgos, País Vasco (Vitoria, Bergara, Zumárraga, Tolosa, San Sebastián, Irún, Mondragón, Fuenterrabía…), Navarra (Pamplona, Vera…), Zaragoza, Guadalajara, Andalucía (Córdoba, Sevilla, Cádiz…), Cartagena, Tánger, Tetuán (sí, incluso Marruecos), Alicante, Santander, y, claro, Bilbao, con la batalla de Somorrostro como plato fuerte, de la que Meylan es testigo directísimo.

Meylan es también un negociador hábil y astuto. Por eso consigue cartas de recomendación del mismísimo Castelar, con quien se entrevista personalmente en Madrid, para moverse en territorio republicano, a la vez que obtiene, de fuentes muy distintas, un salvoconducto carlista para moverse con garantías (las garantías posibles en un escenario de guerra de guerrillas, claro) a lo largo del territorio controlado por las tropas del pretendiente, don Carlos. Esto le permite acceder a sitios donde se maneja la información crucial, aquellos donde se conocen de primera mano las tribulaciones de actores protagonistas como el propio Castelar, Asensi, Sagasta, Pi y Margall, Salmerón, Martínez Campos, Pavía, Primo de Rivera o Serrano; y también a sitios donde los soldados simplemente viajan en tren, leen los periódicos (que son falsos partes de guerra y soflamas a la vez), y se disparan unos a otros sin saber muy bien lo que hacen, o, mejor dicho, por qué lo hacen. Imaginaos: deslumbrados y manipulados por la prensa, qué iban a saber, los pobres.          

El libro está repleto de magníficas anécdotas y semblanzas. Semblanzas tan dispares en cuanto a los personajes que describen, que van desde la que hace sobre Castelar, hasta la que hace sobre el cura y general Santa Cruz, eminente bandolero del bando carlista. No tengo espacio aquí para hacerle justicia a esta crónica. Lo confieso. Me limitaré a añadir una serie de citas “sueltas” extraídas de ella, que espero sean lo suficientemente sugerentes como para avalar lo que digo y abrir vuestro apetito lector:    

[Cataluña]. Buen pueblo, industrioso, valiente y animoso, que se siente superior y que mira con ojo burlón a sus compatriotas de otras provincias.

[En La Mancha]. Esta España es un país de contrastes: virtud y vicio, sombra y luz, fertilidad y esterilidad, inteligencia y embrutecimiento.

España no ha querido tener más reyes inútiles que gastaran en fiestas el tesoro del país, ha expropiado a los reyes, pero en cambio la Federal ha querido extirpar hasta el más mínimo recuerdo de estos reyes y ha despojado completamente los palacios se Aranjuez de los muebles suntuosos que contenían. Los excesos son siempre abominables. (¿Excesos abominables? No, qué va, para nada. Recordad lo que decía Robespierre: el gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía).

[España]. ¡Buen pueblo!, pensé yo, si pusiera tanta paciencia en su organización como pone en suicidarse, no dejaría de convertirse en la primera nación del globo.

Los vascos tienen en general una expresión del rostro seca y dura que coincide con su carácter; son duros, egoístas, y la experiencia de la guerra prueba que son crueles, pero de una valentía ejemplar.

[En el País Vasco]. Las personas para quienes la vida militar es un honor se enrolan con entusiasmo bajo la bandera blanca de don Carlos, por amor a su país y por el odio hacia los castellanos, andaluces u otros españoles, a los que detestan cordialmente.

El clero en esta insurrección ha desempeñado el mismo papel que en 1808, en 1820 y en 1833: fanatiza a las masas y aprovecha su enorme influencia para empujar al país hacia nuevas complicaciones de las que nadie puede prever el fin.

[Los montañeses vascos]. Don Carlos es para ellos el único y verdadero rey regular, los otros son impostores; la república es para ellos una triste broma.

[Habla un mendigo aristócrata]. En mi familia, señor, nadie ha trabajado jamás.

Los marroquíes desenterraban a sus antepasados para vender los huesos a las refinerías de azúcar en Málaga.

[Telegrama del alcalde socialista de un pueblo andaluz]. “Al ministerio del interior, Madrid. La partición de tierras ha tenido lugar hoy, sin provocar el menor incidente. Tenemos la intención de sacar a subasta las tierras propiedad del duque de Wellington” […] ¡Adorable ingenuidad! ¡Que las tierras habían sido repartidas sin el menor incidente! Sólo habían olvidado una cosa estas buenas gentes, y era convocar a los propietarios.  

[Batalla de Somorrostro]. “Negros guiris”, gritaban los carlistas, y los republicanos les contestaban: “¡Carcas!”.

 

LA CORONACIÓN DE ALFONSO XIII, DE GASTON ROUTIER

Gaston Routier era tal vez el más culto y erudito de los tres cronistas que reúno en esta reseña múltiple. Al parecer era economista, además de periodista y diplomático. Incluso puede que haya sido espía, según cuenta Pío Baroja que le contaron a él. El caso es que, con razón o sin ella, durante la Primera Guerra Mundial fue condenado a muerte en Francia por traición a la patria en favor de Alemania. Era germanófilo, y lo que más importa aquí y ahora: hispanófilo y monárquico. Casi nada. Routier era un gran conocedor de la historia de España, y del papel que jugaron en ella las diferentes dinastías a partir de los Trastámara. 

Cuando llega al país en 1902, con la excusa de “cubrir” la coronación del joven Alfonso XIII, España llevaba un siglo de odio y guerra entre los hunos y los hotros: la serpiente y la mangosta. Definitivamente se había contraído, perdiendo las últimas provincias de ultramar. Y los que nunca navegaron honestamente con el imperio, ni siquiera al amor del imperio, sobre todo catalanes y vascos, llevaban décadas forcejeando para evadirse de su naufragio, aunque fuese a través de alguna anexión, tan “oportuna” como estrambótica y espuria, de algunas de sus provincias a los Estados Unidos. Sí, hasta esa posibilidad cupo en algunas de las cabezas más pragmáticas, y a la vez más fantasiosas, por increíble que parezca.

Las prisas genitoras, aquéllas que incoó Pepe Botella arrinconando a la Iglesia y la monarquía borbónica en nombre de la Ilustración cesarista, se habían hecho mayores de edad y habían aumentado considerablemente su capacidad de aceleración. Además, los afrancesados habían recibido otro chute de abstracción proveniente de Alemania y de la Rusia pre-soviética, en cuanto a la concepción de un posible Estado ideal y de un posible no Estado. Ya los programas de Bakunin y Marx (anarcocolectivismo y comunismo científico) campeaban por toda Europa, incluida España. Ya Nietzsche había enterrado a Dios y pronosticado al superhombre, que junto al hombre nuevo y al hombre masa, este último, concretísimo y operativo, conformaban un ejército imbatible que marchaba en pos de colmar la civilización occidental, de colmarla y rematarla, quiero decir. Y no era ya la democracia la única forma moderna viable para el Estado occidental sistemáticamente razonado, ni siquiera era ya la mejor opción para una parte de la ciudadanía de muchos de los países europeos, pues esa prerrogativa debía compartirla con la Dictadura del Proletariado. Tampoco era la economía liberal burguesa la única receta para llevar riqueza y bienestar a la mayoría, pues la Dictadura del Proletariado traía en brazos una economía estatal, centralista y planificada que, en última instancia, abogaba por la desaparición del comercio y de la economía capitalista, no sólo de la crediticia, también de la dineraria. Dicho simple y groseramente: abogaba por el trueque, los grandes almacenes comunales, los vales de cambio y las mansas colas para hacerlos valer. De la Rusia que Pedro el Grande (vaya loco, no por gusto algunos lo consideran el abuelo del bolchevismo) “occidentalizó” sin miramientos a finales del XVII y principios del XVIII a través de su Gran Embajada y lo que resultó de ella, llegaban entonces señales de probable concreción de aquella invención marxista (no pura invención, pues ya Platón, Moro, Burton, Bacon, Campanella y Fourier, por ejemplo, habían husmeado en el mismo laboratorio) que tan bien encajaba con la idiosincrasia de una parte del pueblo español. Recordad lo que detectó de Bury un siglo antes: creen que el trabajo es motivo de vergüenza y están contra la industria y el espíritu mercantil.   

Routier llega a una España que ama a pesar de todo. Realza su grandeza. Gusta de sus costumbres y de su sistema político: la monarquía, a la vez que señala preocupado los que considera sus peores vicios y peligros. En el haber español, una vida urbanita plena y moderna que identifica sobre todo con Madrid: En Madrid se vive, mi querida prima, como en todos los países civilizados, asegún los medios y los gustos de cada cual, un poco como se quiere, y mucho como se puede […] Estamos en una ciudad más bien de ocio, placer y lujo, antes que en una villa comercial o en un hormiguero industrial. También en su haber, una monarquía que él cree capaz de renovarse para asumir el control y fijar el rumbo de una sociedad extraviada, con enormes retos por delante: España atraviesa un período crítico; que se abre a las ideas modernas de progreso y libertad; nada sería más negativo que lo hiciera a ciegas y sin discernimiento. En su despegue debe ser conducida con mesura y ponderación; el progreso no debe confundirse con la relajación de costumbres ni la corrupción de las almas, la libertad no debe convertirse en libertinaje. Mucho esperaba Routier de aquella monarquía que encabezaría un adolescente educado finamente, pero a fin de cuentas criado con mamá, por mamá. La regente debió ser una mujer válida en varios sentidos (Andrés Mellado llegó a decir sobre ella: es una madre antigua, comparable a la madre de los Gracos; podríamos decir que en el gobierno actual sólo hay un hombre, y es ella), pero como estadista resultó ser muy cándida. El mismo Routier dice de ella: La Reina, además, esperaba que un país como Estados Unidos tuviese algún miramiento por ella misma, por una madre que defiende los derechos de su hijo, por un trono sobre el que se encuentra un niño protegido por una mujer. ¿Lloramos?... En su debe, el de España, digo, los problemas regionales, el socialismo rampante (no hablamos aquí de social democracia, sino de marxismo militante, de antesala del comunismo), el anarquismo terrorista, y el carlismo enfrentado al alfonsismo. Routier está al tanto del peligro de ruptura total que enfrenta España, peligro que en aquel justo momento viene, sobre todo, de Cataluña:

Madrid, ciudad menos poblada y por así decir nada manufacturera ni industrial, paga más impuestos que Barcelona, que cuenta un mayor número de habitantes y muchísimas más industrias grandes y pequeñas […] Cataluña ha sido hasta el día de hoy tratada como la niña mimada de España; se le ha dado todo y se le ha pedido poco. Comprendo la indignación de todos los españoles cuando ven que los catalanes silban la bandera de la patria […] ¡Quieren alentar el separatismo, el particularismo, en nuestra época, en la que todos los pueblos de la misma raza deben, por el contrario, unirse y fundirse los unos con los otros, es una aberración!

También está al tanto de lo que piensan y hacen los anarquistas y socialistas españoles. Dice de los segundos: Persiguen, nada menos, que la destrucción del gobierno y de la Constitución (la de 1876), sin decir por qué régimen serían sustituidos […] «Bebed y bailad, amigos», debían pensar los feroces líderes; tal vez repetían la frase de Joseph Prudomme: «Bailan sobre un volcán». En un mitin socialista al que asiste, celebrado el primero de mayo de 1902, escucha decir a Pablo Iglesias: Los socialistas combaten los republicanos porque se equivocan [ellos, los republicanos] en las cuestiones económicas y porque no han acometido la educación de las masas. Reseñando lo ocurrido en ese mismo mitin, el dos de mayo de 1902 publica El Liberal: El compañero Jaime Vera, en un breve y elocuente discurso, aconsejó que se luchara utilizando los medios pacíficos para conseguir el triunfo de los ideales del proletariado, hasta que llegara la ocasión de emplear los medios violentos. Así estaban las cosas. Sin embargo, a pesar de todos los problemas que detecta y los peligros que intuye Routier, su amor por el país le lleva a decir: España es una nación que despierta a la vida moderna, que se transforma y que no tardará en ocupar brillantemente su lugar entre las naciones que viven, no de sueños y leyendas, sino del trabajo, la industria, el comercio, de las ciencias y las artes. Ya se sabe que el amor es ciego (y cegador), que ciega, incluso, a los amantes más lúcidos.

Aunque yo haya cargado las tintas en su parte más política, este magnífico libro es, además, y tal vez en primer lugar, un retrato hiperrealista de la España de 1902 en su complejidad, muy especialmente de su capital: costumbrismo, artes, sociedad, educación pública, fiestas, comercio… Os lo recomiendo sin ninguna cautela, con verdadero entusiasmo. Como os recomiendo la lectura de los otros dos aquí reseñados.

Propongo los tres libros nada inocentemente. Lo hago con la esperanza de que quienes los leáis podáis seguir pistas y extraer conclusiones útiles de ellos, por más que éstas puedan resultar diferentes o contrarias a las mías. Los tres son de una actualidad escandalosa, porque los principales problemas que atenazan hoy a España son los mismos que la han atenazado en los últimos doscientos años. Volviendo a las palabras de Spengler que aparecen en el encabezamiento del presente texto, los problemas vienen dados porque los hunos pretenden sacrificar el país a un recuerdo, y los hotros, a un concepto. Son los mismos enfrentados a los mismos, quienes tienen hoy sumida a España en un ambiente prebélico. La serpiente ve que se acerca el momento decisivo y sabe que tiene poco que hacer ante la mangosta. La mangosta, que lleva dos siglos musculando y ya tiene talla de elefante, rabia por no haber sido capaz de resolver del todo su disputa después de tanto pugilato (la serpiente era mucha serpiente), y quiere desencadenar el final con la prisa de siempre. Qué animal tan estúpido y arrogante. «¡So, soooo!…». Occidente se balancea al borde del precipicio y España con él. Yo, claro, puedo hacer muy poco, pero lo poco que puedo, hago. Vivo. Estudio. Agradezco. Por eso, por agradecido, a pesar de los pesares, acabo diciendo con Américo Castro: a Dios le salieron mal las cuentas al crear su mundo. La grandeza hispano-judaica ha hecho posible el drama nuestro, una espantosa delicia que no cambio por nada.


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