IV
La lengua de la cabra revolvía el charco.
Lo penetraba. Las ondas rompían
la tersura de la lámina, agitaban las
entretelas del barro.
Cada lengüetazo de la bestia, una
convulsión
en el reflejo del joven, que rodilla en
tierra,
se masturbaba sin goce aparente. Era
hermoso, perfecto.
No había árbol ni pájaro a la vista (el
azor no cuenta,
ya no volaba) ni tiradores, ni fauces al
acecho
en los bajos de aquel caldo para
gusarapos.
Sólo el joven erotizaba la escena. Su
muñeca
aceleraba cuando su reflejo perdía
nitidez
sobre el manto líquido que había elegido
para el trámite onanista. Mientras
la lengua de la cabra batía el agua, el
azor
complicaba las cosas: se bañaba.
El joven, desesperado, se buscaba sin
fortuna
en lo que ya era un potingue biótico,
revuelto,
con nula capacidad reflectante.
Su muñeca aceleraba sin éxito.
La esperma se resistía. La cabra, saciada
la sed,
no comprendía su empeño. Era perfecto. Parecía
venir de otro tiempo. ¿Qué procuraba?
La cabra no lo comprendía, pero intuyó
que debía intervenir. Se acercó.
Se interpuso entre el joven y el charco.
Le mostró las ancas, la vulva, las ubres,
que después de mucho tiempo sin ser
exigidas,
comenzaban a inflamarse. Nada.
El joven no la miraba. Seguía
persiguiéndose
en el agua (aquel mejunje, digamos agua).
El azor secaba sus plumas.
Estaba al margen (de momento)
aunque algo le anunciaba paritorio. El chico
no era común. Tenía un halo
desencadenante.
La cabra dejó de escuchar el corno. (Paréntesis).
El joven cotizaba al alza en su interés.
Nunca supo de nadie que se masturbase
viendo su propio reflejo en el agua
estancada, putrefacta.
La cabra se insinuaba. Tal vez
el Tiempo estuviese preparando nuevos
estatutos
contra los tiradores. Estatutos pajareros.
Sueña.
Las pezuñas enterradas no evitan la
deriva.
El chorro espermático de aquel
solitario
podría llegar a fecundar el charco. Ni
charco
ni joven eran comunes. La cabra
berreaba.
Su ubre en progresión inflamatoria. El
azor
buscaba cundeamores. Estaba nervioso.
El joven se perdió a sí mismo. No se
veía reflejado
en aquel ojo de agua, pardo. La cabra
siguió insinuándose. Sus mamas negras
goteaban. Su trasera, toda ubres y
vulva.
El joven detuvo la mano, y quién sabe
si
La cabra, espasmódica. Sonó un disparo.
No había pájaros. ¿Entonces?
El chico como si nada. Su pene se
distendía.
Sólo miraba al charco. Se esperaba en
él.
La cabra supo que había llegado el
momento.
El corno dio una nota altísima
que por primera vez captó el azor. Éste
daba saltitos. Quería su lomo-cabra.
La cabra lo evitó. Rampó sobre el
charco.
Descorchó sus mamas. Un chorro doble de
calostro
brotó veloz. Impactó en el mísero hoyo
que comenzó a espejear. Una suerte de
atolón,
blanquísimo, emergió en el centro,
repuso al joven (su imagen / la de su
rostro)
frente a su vista. El joven, de
rodillas,
otra vez se masturba. El corno en pausa.
(…) La escena se dilata…
El azor ya trepó al lomo de la cabra,
exhausta.
Pero se baja. De nuevo intuye paritorio.
(Voy
a tener un hijo, dijo la muerte)
El joven acelera. Entonces sus ojos
se alocan ante el espejo lácteo. Sigue.
La cabra desea que el muchacho eyacule,
tanto,
como quiso que disparasen al pájaro sin
pico
que hacía espirales alrededor del árbol
donde estuvo atada media vida. Ocurre.
La pausa cede. El corno arrecia.
El joven se desvanece. Un grupo de
chicas,
que nadie había visto, graba la escena
con sus teléfonos.
Al instante la imagen impacta los
satélites,
que la devuelven, puntuales, a
Es una flor amarilla. Eso queda. Sólo.
Ni joven, ni cabra, ni azor. Las chicas
huyen.
Dejan sus pertenencias, pavorosas.
La cabra quiere que el azor limpie la
escena,
que peche la situación. (El corno suena).
Pero el azor es vegetariano. Picotea la
flor
que únicamente captan las pantallas de
los artefactos.
Un grupo de buitres caracolea, saltando.
La muerte ajena los apeó. A ellos nadie
dispara.
Los teléfonos vibran, vibran… Se apaga la
flor
en sus frontales negros. Pronto
llegarán
los sumos registradores, los buitres
del acotejo.
No entenderán. Son narcisistas de oficio.
Amén.
…Los animales drenan su narcosis.
Parten. Nada queda,
sino diana y perdigón. Y decomiso de la
flor que deja
la perfección que muere de rodillas.
concho, qué bueno, Jorge, excelente, un placer leerte. Abrazos
ResponderEliminarGracias, amiga. Mi locura no tiene la perenne y soberbia fertilidad que tiene la tuya, pero a veces... Un poco loco sí que... En fin. Como poeta y como loco, me pongo a tus pies, reina mía. Besos
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