miércoles, 18 de junio de 2025

LA OVEJA FEROZ SE DESMAQUILLA

 


                                                                                          Cabecita, cabecita,                                                                                                                             tente en ti, no te resbales,                                                                                                                                   y apareja dos puntales                                                                                                                                 de la paciencia bendita.                                            

                                                                                                    Cervantes                                                                   

 

Miguel y Carmen eran una pareja muy especial. Aun en La Habana de los setenta (un lupanar en eclosión), y cuando apenas contaban con quince añitos, resultaban excesivos en varios órdenes. Tenían no sé cuánto de adictos al sexo, no sé cuánto de cínicos, no sé cuánto de diabólicos… El peor era él. Un chico del montón, medio rubio (rubianco, dirían allí), ni feo ni guapo, con las orejas un pelín lanzadas al vuelo y los ojos verdosos. Poco más. Y sin embargo, debía ser un fenómeno con las chicas. En el barrio contaban que de niño su madre lo hacía mirar por una rendija a su hermana mayor mientras follaba con su cuñado (vivían en la misma casa), y que por eso aprendió muy pronto a dar placer a las mujeres. A Carmen la tenía enviciada con lo que fuera aquello que le ofrecía. Pero Miguel era también un cobarde. Era lo que allí se conocía como un trajinao. Y en un campamento de la llamada Escuela al Campo (¿a comienzos del setenta y siete?), decidió ofrecer sexo con su novia a los matones de turno para quitarse de encima una cantidad de trabajo extra insoportable: lo obligaban a hacer sus camas, a lavar su ropa (incluidos calzoncillos y toallas), a hacer guardia por las noches para cuidar sus pertenencias, a hacer todo tipo de recados… Le quitaban parte de la comida y hasta lo amenazaban con sodomizarlo. Así que Miguel utilizó a Carmen para liberarse de tales cargas. Y Carmen aceptó. Me consta que aceptó sin revirarse. Por las noches, durante unos cuarenta días, la parejita y los matones, que fueron aumentando en número poco a poco, se internaron en un matorral próximo al campamento, y todos, de uno en uno, tuvieron sexo con Carmen. Contaban que ella lo consentía sin rechistar a condición de que su novio fuera el último y la saciara a fondo. Aquello debía operar como una suerte de teletai para ingresar de pleno derecho en la bacanal más rara de la que tuve conocimiento nunca: eran niños inexpertos, pero espantosamente perversos.

No supe por qué, creedme que entonces no supe del todo por qué, desde que Pedro Sánchez emergió a los primeros planos de la política nacional española, su forma de actuar me recordó a Miguel. Durante más de cuarenta años me olvidé por completo de aquellos chicos (nunca más los vi cuando dejé el barrio), pero de pronto… Enseguida lo comenté con algunos de mis familiares y amigos. «Cómo exageras», me decían. «Este tipo, en mi barrio, habría sido tratado como Miguel, os lo aseguro», les contestaba. Y me esforzaba en explicarles cuáles son los rasgos psicológicos que hermanan a todos los Migueles del mundo. El caso es que yo había salido espantado de la socialdemocracia a partir de la experiencia con Zapatero (un don Nadie que no me recordaba especialmente a nadie), y que de pronto tropezaba con “Miguel” en los telediarios. Y no porque Sánchez tuviese ningún parecido físico con él, de eso nada, sino porque… Insisto: no sabía bien por qué. El asunto quedó entonces en los oscuros dominios de lo vislumbrado. Ahora la experiencia me da la razón. Ponedle el cuño: en mi barrio, en los años setenta, Sánchez habría sido tratado como Miguel. Se habría rendido. Habría sido muy obediente. Y nada más atisbar la primera oportunidad, habría intentado zafarse el yugo, segurísimo, haciéndose chivato, metiéndose en la Juventud Comunista, participando en los Actos de Repudio que organizaba el Régimen contra los desafectos que pretendían abandonar el país; en fin, huyendo del barrio en brazos del Estado. ¿Lo habría conseguido?          

Desde que Sánchez llegó a la presidencia del gobierno español, el molesto recuerdo de Miguel se hizo acompañar por una, no menos molesta y recurrente, cita de Joyce. (Mira que juntar estas cosas. Qué puedo hacer. Llamadme loco si queréis, pero os juro que así fue). La cita, insoportable cuando aterriza en la realidad, reza: la gente aguantaba que le mordiese un lobo, pero lo que verdaderamente le sacaba de quicio era que le mordiera una oveja. Ay, cómo jode que te muerda una oveja, cómo jode. Si en los años ochenta me hubiese encontrado con Miguel en otro escenario, digamos que convertido en un “respetable” Secretario General del Partido en el Comité de Base de mi centro laboral, y éste hubiese intentado obligarme a hacer horas de trabajo voluntario, habría sentido lo mismo que siento hoy cuando veo a Sánchez, un miserable, un cobarde, un cínico de libro, alguien inmoral, sin ningún tipo de principios, un buscavidas de poca monta que en mi barrio hubiese tenido que negociar su reposo al estilo de Miguel, despachar los ripios de España como si fuese un lobo. Al menos a Miguel le habría dado una tunda de palos y le habría recordado quién era. Pero a Sánchez… Qué impotencia, Dios mío. Sí, me saca de quicio. Sabes que es una oveja. Sabes que te está mordiendo una puta oveja. Sientes que la herida pudre, que te roe, que te carcome, y… Puesto a perder un país (el mío) por segunda vez, preferiría una y mil veces que me lo arrebatase un hombre-lobo, qué sé yo, alguien capaz de exponer su vida en el intento. Pero, ¿perderlo a manos de esta infame versión de Miguel? Se perdona a quien teme a un león en las tinieblas (Dante). No tiene perdón quien teme a una oveja a plena luz del día, y encima, se deja morder por ella.

¿Cómo ha podido España caer en manos de semejante escoria? (¡Pueblo!, si formas rebaño, soporta a los pastores y a los perros, dicen que dijo Pitágoras). ¿Cómo ha podido aquel país que conocí en el noventa y dos convertirse en éste? Creo que tengo la respuesta, pero tendría que escribir tanto que me inhibo, al menos ahora y en este formato. El caso es que aquí estamos, comidos a mordidas ovinas. Incluso ahora, cuando la oveja feroz se desmaquilla, cuando se comprueba que no aúlla, que bala; cuando va perdiendo los dientes ante las cámaras de televisión, muerde con las encías. Ajjj… Se reúne con los matones (digamos matones si comparados con él, pero ovejas también, y muy ovejas) para entregar a su Carmen (no la de Miguel o la de Mérimée, claro, sino la vuestra, la mía) en una bacanal para el destace final. Y tiene que oír de sus verdugos algo parecido a aquella advertencia que hiciera Catulo a un muchacho con el que intimaba: cuidadito en desdeñarme / o en mostrarte soberbio, perla mía, / que si no rendirás cuentas a Némesis. / Es terrible esta diosa: no la ofendas. Y tenemos que oírlo nosotros también. Y me retuerzo, no de dolor, de rabia, de pena. Y me preocupo cada día más. Y me viene a la mente un lamento de Petronio, a quien parafraseo: Ay, Fortuna, ¿es que te sientes vencida por el peso de España, y que no puedes sostener por más tiempo esta grandeza perecedera? ¿Hasta dónde lo dejaremos llegar? ¿Hasta cuándo nos dejaremos mordisquear por semejante borrego? Pongamos pie en pared, coño. «Ya lo hicimos», me dicen los colegas de PIE EN PARED.

Estoy muy cabreado. La verdad es que este texto no salió de la nada, no se me ocurrió de pronto, así como así. Confieso que escribo aguijado por el sueño de anoche. Esto de meter en mis sueños al Sánchez enmiguelado pasa de castaño oscuro. Ni siquiera tuve el aliciente de que apareciera en escena Carmen ejerciendo de ménade erotizante. No. Soñé que el miserable presidente de España, ya destituido, se había mudado a mi antiguo barrio. Allí, el primer día, se encontró de frente con los Canelos, los reyes locales de la gonorrea, el ladronaje y el navajeo. «¡Cuidado!, aquí donde me veis, fui el capo de la mafia española», les dijo con voz de furcia mientras se meaba en los pantalones. Pero los Canelos, como antes hicieron los masones, los nihilistas, los decadentes todos, los extremistas vascos y catalanes, los expansionistas bereberes, los globalistas, los comunistas y los integristas islámicos, lo calaron de primeras. Se dieron cuenta de que era de rodillas fáciles y… No tenía ninguna Carmen que ofrecer, el pobre. Su otrora mujer vivía en La República Dominicana. Él había huido de España y sólo allí lo recibieron. …En Madrid, las ovejas, falsamente feroces y recién esquiladas, buscaban sombra vieja y abrevadero nuevo. En La Habana, las calles jugaban a la pelota con el lloriqueo.



lunes, 12 de mayo de 2025

LEÓN XIV EN SU ENCRUCIJADA HISTÓRICA

 



 

Si dejas un poste blanco en paz, pronto será negro. Si quieres que sea blanco, tendrás que pasarte la vida dándole manos de pintura; es decir, se requiere una revolución constante […] Se requiere una vigilancia casi sobrenatural por parte del ciudadano debido a la horrible velocidad con que envejecen las instituciones humanas.

                                              Chesterton (contraponiendo el verdadero                                                                        conservador al conservador integrista)

 

El poste que hereda León XIV, sin embargo… No es que pardee, o que esté inclinado (casi tumbado), o que esté tunelado por polillas y termitas; que todo eso, también. (Si la cosa parase ahí, pudiese bastar con la receta de Chesterton: mantenimiento constante que lo alejase de la transfiguración, noticia incontestable de la transmutación definitiva). No. El poste que hereda el nuevo papa (digamos todavía poste) necesita algo más que un mantenimiento intenso y perseverante. No es su blancura, es decir, su lustre accidental, lo que está en juego, sino su esencia misma: su mismísimo ser-poste. Un poste es, sobre todo, duramen en y para la sobrevida. ¿Debemos seguir llamando así al bálago cenizo que dejó Francisco I a León XIV? El camino (no empedrado, pedregoso) que en los últimos quinientos ocho años siguieron los guardas del poste para ir a repintarlo, quebró de sopetón hace doscientos treinta y seis, y otra vez hace sesenta y seis, y otra vez hace doce (seis más seis). En cada una de esas feroces curvas, los guardas fueron derramando la pintura blanca. Y lo que es peor, fueron perdiendo el norte hasta perder de vista el propio poste: pilar en el zaguán de la Gloria: la Historia. 

Hace unos días escuché decir a un sacerdote, en medio de una homilía, que la elección del nuevo papa no podía tomarse como algo político porque no lo era. Esta idea, que entiendo bien en tanto desiderátum teológico, es absurda cuando aterriza en la Historia. ¿Fue alguna vez apolítica la elección de un papa, si exceptuamos la primera? (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia). ¿Puede serlo ahora? Respondo no a ambas preguntas. Y añado: ahora menos que nunca. La Iglesia que dejó Francisco I está metida hasta el cuello en el pozo histórico-político. Y no sólo es imposible que la Iglesia opere fuera de ese pozo, ya que, para empezar, constituye (y representa a) un Estado, el Vaticano, sino que lo hizo con singular afán durante el último papado, porque supeditó lo concerniente a la fe cristiana al juego político, y, lo que es peor aún, lo hizo guiñándole el ojo al relativismo en boga, colocándose la mayoría de las veces al lado de los ateos y los más fervorosos perseguidores y asesinos de cristianos en Occidente: los comunistas. Así que la híper politizada Iglesia católica no está en condiciones de elegir a un papa bajo la inspiración del Espíritu Santo (no hay peor sordo que el que no quiere oír), si Éste no apunta, también, y puede que de manera especial, al jefe del Estado Vaticano, más que al sucesor del vicario de Cristo. (Ya sé que son uno y el mismo, que su distinción es meramente funcional, pero es que ahí está el peligro, en que se confundan el orden y la relevancia de ambas funciones). La Iglesia actúa en la Historia, que como decía Spengler, no es «historia de la cultura» en el sentido antipolítico que tanto aman los filósofos y doctrinarios de toda civilización […] sino todo lo contrario: es historia de razas, historia de guerras, historia diplomática; el sino de las corrientes vitales en figura de hombre y mujer, de estirpes, de pueblos, clases, Estados, que en el oleaje de los grandes hechos se defienden y se atacan unos a otros. Así de obvio. Así de crudo. Insisto, la Iglesia actúa en la Historia, en esa Historia real que sin anestesia nos describe Spengler. El papa, además de su guía espiritual (supeditado sólo a Cristo), es su estratega en jefe. Casi nada. Toda su estrategia, y cada una de sus tácticas, deben estar al servicio de Dios y de la fe cristiana (la católica, por supuesto). Y son los dogmas de fe, basados en la Biblia (Viejo y Nuevo Testamento) y recogidos en las doctrinas establecidas por los grandes santos, padres y doctores de la propia Iglesia, los que han de marcar el camino. ¿O me equivoco? Si un papa quiere poner en solfa todo ello, inventándose un nuevo cuerpo doctrinal al margen de la tradición, a expensas de los caprichos del poder temporal, muy especialmente del poder temporal contrario a la fe cristiana, ¿se puede considerar un verdadero pastor de los fieles? ¿O en tal caso su designación responde a una prueba de fe? Entiendo que Dios está al tanto de esto. No sabemos cuáles son sus razones para permitir algo así. Conocemos el fin de su Plan Maestro, pero no cada uno de los medios que utilizará para desarrollarlo. Además, «Francisco I fue elegido bajo la inspiración del Espíritu Santo, sí, pero los cardenales, que como el resto de los hombres gozan de libre albedrio, pudieron hacerle caso o no. El libre albedrío de la criatura excusa al Creador en este asunto», me dirán algunos. No sé. San Agustín dijo: El liberum arbtrium es la facultad de la razón y de la voluntad por medio de la cual es elegido el bien, mediante auxilio de la gracia, y el mal, por la ausencia de ella. La gracia anda, o no, por ahí. Su ausencia pudo determinar la elección de un papa como Francisco I. ¿Habrá regresado al cónclave que eligió a León XIV? El tiempo dirá.

¿Y no es político esto? ¿No es histórico? Yo de teología sé muy poco, pero me doy cuenta, creo, de las cosas obvias. Dios no se reveló al hombre prehistórico, se reveló al hombre histórico. Encarnó en su hijo, y a través de Él, hecho hombre se presentó en la Historia, se sumergió en ella. En la Historia se humanizó para que, avisados, pudiésemos participar conscientemente de la Divinidad, y hasta intentar fundir nuestra alma con Ella, como pretenden, por ejemplo, los místicos. Para que lo blandiera en la Historia, Dios le dio al hombre el libre albedrio. Si hubiese querido otorgar y retener tal potestad en la prehistoria, es decir, al margen de la polis, para uso de hombres iletrados, agrupados en hordas, clanes o tribus, la “película” hubiera sido bien distinta. Pero no. Entonces Jehová dijo a Moisés: Sube a mí al monte, y espera allá, y te daré tablas de piedra, y la ley, y mandamientos que he escrito para enseñarles (Éxodo 24: 12-13). Dios escribió en piedra para hombres históricos y, por ende, lectores, que no vivían en estado natural, sino en estado civil, y que fueron puestos por Él a vivir en estado ético-moral y hasta estético. Dios descendió a la Historia, y tratando de poner orden ahí (aquí), nos dejó tan inmersos en la política como recelosos de ella. El Cristianismo fue quien grabó fuertemente en el corazón del hombre, que el individuo tiene sus deberes que cumplir, aun cuando se levante contra él el mundo entero; que el individuo tiene un destino inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío, dijo Balmes. Aun cuando se levante contra él el mundo entero, ¿de acuerdo? ¿Incluye esto al papa? Por supuesto. Hace poco escuché decir a un historiador que hablaba de los jesuitas, que La compañía siempre promovió el libre pensamiento (no el libre examen luterano contra cualquier autoridad, hasta ahí no llegó, claro), la libre posibilidad de cuestionamiento de las doctrinas de la Iglesia con un límite infranqueable: la autoridad última del papa para validar o invalidar cualquier “hallazgo” que produjera el ejercicio de tal licencia. Enseguida me pregunté: «¿Y qué pasa entonces si el mismo papa es jesuita, y por eso ejerce la licenciosa capacidad de pensar por sí mismo con relación al cuerpo doctrinal de la Iglesia, siendo, a la vez, la última autoridad validante o invalidante de sus conclusiones? ¿Será capaz de autocensurarse cuando esas conclusiones, las suyas, resulten meras ocurrencias y estén enfrentadas a la tradición católica? ¿O no? Y en este último caso, ¿se atreverá a cargar en la cuenta del Espíritu Santo tal disparate? Ah…

La elección de León XIV ha sido súper política. No hay más que ver cómo estaban pendientes de ella todos los ateos y comunistas del mundo. Ahora está por ver qué hace el nuevo sucesor de Pedro con su bálago cenizo. ¿Lo adorará? ¿Le adosará un rodrigón anticristiano? ¿O se pondrá manos a la obra, orando y actuando, para re-transmutarlo en poste? Si Dios quiere, este papa tendrá muchos años de ejercicio por delante. Ojalá tome nota del inmenso abismo que se abre bajo sus pies, bajo los nuestros; y lejos de arrodillarse cobardemente ante el saldo heredado, levante la cabeza, se erija en jefe del tribunal de cuentas, y entienda que lo que nos estamos jugando es la total y definitiva bancarrota. No debe tener miedo a la apocalíptica visión del bálago cenizo, sino al revés, debe abrazarse a lo que queda en él de poste. Debe reconstruirlo, y también pintarlo y repintarlo, claro, para que vuelva a ser eso: un poste blanco: un punto fijo en la marea relativista que nos bate y disuelve. Cuando todos van hacia el desorden, no parece que nadie vaya a él. Sólo el que se detiene puede hacer notar la marcha de los otros como un punto fijo, dijo Pascal. Cuando el poste de la Iglesia católica no se postraba ante las herejías o la falta de fe, actuando en la Historia y utilizando herramientas de muy diverso tipo, celebró incontables concilios espirituales y doctrinales en los que, sin embargo, incidió sin miramientos en la política. En ellos, por ejemplo, se limitó la brutalidad de la esclavitud, igualando ante los ojos de Dios al amo y al esclavo; se mitigó la mendicidad, se impidieron los infanticidios, se dictaron las famosas Treguas de Dios, que comenzaron por implantarse durante fines de semana y terminaron implantadas durante años, etcétera.

La iglesia no puede flotar en un medio apolítico. (No puede, ¿eh?, no es algo opcional). Ello implicaría regresar a La Tebaida de los anacoretas: santos y mártires que, para vivir de espaldas a la Historia, se exiliaron de ella y se instalaron en el desierto, habitando cuevas o permaneciendo a la intemperie, incluso, sobre capiteles de columnas. Esto sería hoy una aberración estéril. Ni siquiera en los albores del cristianismo fundante, aquello duró mucho tiempo, porque la noticia de la vida ejemplar que llevaban esos hombres hizo que muchos otros los imitasen y se reuniesen con ellos, en lo que fue el embrión de las Órdenes (instituciones) religiosas, que devueltas a la Historia y a la política por la propia Iglesia que las abrazó, constituyeron uno de los gérmenes de la civilización occidental. Hoy, la reaparición de los ermitaños no traería consigo noticia de comienzo, sino de fin. De ahí su esterilidad. De ahí su inconveniencia. La iglesia no puede flotar en un medio apolítico. Pero lo que no debe hacer en ningún caso es abandonarse a la política servilmente, y haciéndolo, abandonar a Dios y a sus fieles. El poste blanco-punto fijo no puede ser inmutable, no puede permanecer ajeno a su tiempo histórico, pero tampoco (mucho menos) puede hacer dejación de su “carga”. No puede dejar de ser un pilar en el zaguán de la Gloria.        

La encrucijada histórica de León XIV es evidente. De un lado, el bien: el poste moribundo (bálago cenizo) que necesita una rehabilitación integral, que demanda valentía y trabajo. De otro lado, el mal: también un bálago, pero pintado de colorines tornasolados, que invita al relativismo, el trile, la cobardía, la dejadez y la comodidad. ¿Bálago cenizo a reparar en dirección al poste, o bálago de colorines a acariciar en dirección a…? ¿Bien o mal? No valen los trucos de magia maniqueos. (El mal es el bien pervertido, dijo Paracelso). Por otro lado, sería muy de burro permanecer quieto hasta morir, siguiendo el ejemplo que recoge aquella paradoja del burro de Buridán. En el escenario actual, no hacer nada, pasar sin molestar a nadie, es equivalente a dejarse morir. Hace doscientos años, dijo Byron: la sociedad es ahora (ya lo era entonces, imaginad cuánto lo será hoy) una horda educada e integrada por dos tribus poderosas, los molestos y los molestones. La Iglesia no pude integrarse cabizbaja en la primera tribu, debe capitanear la segunda, debe volver a ser el contrapoder que siempre fue con relación al poder político, más aún si éste se empeña en destruirla, como paso necesario para destruir la cristiandad, es decir, para destruir la civilización occidental. En fin, como la historia no es ciencia, es poesía; no es matemática o crónica, es drama, y, sobre todo, tragedia; lo que ocurre en ella es poéticamente trágico. Sin embargo, la tragedia puede ser muy útil, y hasta promisoria, cuando no termina en sí misma representada un domingo en el teatro, cuando no se cierra en una muerte intrascendente, sino que se abre a un futuro reparador. Ojalá que León XIV reciba la gracia divina y dirija su libre albedrío hacia el bien. Lo contrario sería… Con la muerte corrió una vez desnudo, / y dándole una echada de ventaja, / cuando se quiso levantar, no pudo, dijo el poeta con un pie en la vida, y el otro, cómo no, en la Historia.



viernes, 2 de mayo de 2025

"CONVERGENCIAS", DE JOSÉ KOZER

 





ATEO: No trascenderé. MUERTE: No doleré.     Miente la muerte (esa consorte voluptuosa), lo saben. «¡Demasiado rojo, demasiado!», gritaron al ateo mientras tomaba color en el sector pensante. «Recuerda aquellos emperadores que empurpurados sucumbieron a la sangre (roja, sí, pero santa) de los mártires»... Los demás no se explican cómo pudo entregar tanto por tan poco, cómo pudo enviciarse con el rapé del demonio. Su yo fáustico, una empresa suicida. Su recelo ante la Terna Redentora, un tumor que madura.     Cordero de la Revolución Mundial que quitas la esperanza del mundo, ¿por qué arrebujas con tu pomposo pellejo a este infeliz ilustrado? ¿No ves que le teme, que resulta tan sarcástico como el manto de un gigante sobre un ladrón enano?

 


Así me las gasto con el ateo que oficia en mi asamblea íntima, el que repta bajo mis sábanas, y también entre las páginas de muchos libros amados. Una y otra vez, el ATEO: No trascenderé. Una y otra vez, la MUERTE: No doleré. Una y otra vez, YO: Ay, cómo mientes, cabrona.

Acabo de terminar la segunda lectura de Convergencias, de José Kozer. Un poetazo ateo, distinguido cantor, aunque numerario de una raza infernal de deicidas, a quien la muerte mintió durante mucho tiempo. Él, que no es tonto, y mucho menos ingenuo, fue levantando acta de la farsa que nuestra Gran Hermana escenificaba a diario; pero hace unos cuantos años que ya resulta demasiado: «Vale, ganaste», le dice en días aciagos de mansedumbre terapéutica. «Se acabó, hija de puta. Ve a echar piojos a otra parte. No te asomes a mi ventana», le dice en días de residual rebeldía, cuando la Bichona aspavienta y se carcajea con su dentadura negra detrás de los cristales; esto es, detrás de los ojos; esto es, en la mismísima caja de resonancia. En ambos casos, la caja resuena. Y cuánto.

La poesía de Kozer no defrauda nunca, ni en sustancia ni en forma. No se trata de un quejío al son de una bandurria. Qué va. Aquí, hasta los pasajes más jeremíacos aparecen galvanizados por un lenguaje y una música punzantes, desafiantes. Incluso la melancolía, la tristeza o el abatimiento, por más que sean (o parezcan) axiales y apunten a una rendición sin contrapartida, en la propia poesía se alzan contra sí mismos, triunfan sobre sí mismos en un ajuste de cuentas estético que pone a bailar al diccionario en pleno con “armonías imposibles”. Sí, la poesía de Kozer puede bailar hasta las profecías más quejicas de Jeremías. Como diría Chacel: puede bailar hasta El discurso del método. Hasta El manifiesto dadaísta, añado yo.       

Perderán los dientes el pelaje recuerdo de                                                                                             siglos hacinados entre                                                                                                             sales aromáticas pan                                                                                                               seco comerán bazofia                                                                                                                 de intestinos vísceras                                                                                                                 de cerdo, sus uñas y                                                                                                                       sus patas la entraña                                                                                                                       o morir como perros en                                                                                                               tal caso embalsamadlos.

Los que sean capaces de leer poesía, es decir, los que puedan cantar con el autor sus versos, notarán que esta música no la canta bien cualquiera. Yo, que sólo canto en castellano, repaso la partitura, la ensayo, y cuando la clavo, alcanzo un placer adictivo. No encuentro muchos antecedentes de ritmos tan especiales en nuestra tradición poética. Ni siquiera registrando en la vanguardia de los setenta del veinte. No sé, puede que aparezcan en poetas como Justo Alejo, por ejemplo.      

Pero aquí el gozo estético no se limita a lo musical. La escenificación del pugilato entre la imaginación y la inteligencia, cuando llega a estas cimas, es también muy placentera. La poesía de Kozer revienta los marcos semánticos y semióticos (de raíces más o menos aristotélicas) que nos propone la poesía de andar por casa. Y haciéndolo, penetra un territorio órfico donde lo meramente racional es contrapesado con lo no racional, e incluso, por qué no, con lo irracional productivo. Kozer que, por muy escéptico que sea, todavía es capaz de sorprenderse ante estímulos humanísimos, agita cabreo, ironía, mofa… y sirve… Se dice: «bah» y encoge los hombros. Se ríe de nosotros, de él mismo. Parece una broma, y sin embargo… ¿Que comete alguna falta de ortografía metafísica? ¿Que comete algún error de sintaxis teológica? No estoy en condiciones de apuntarlo. Cuando soy parte del ditirambo y voy detrás del corifeo, no me las doy de peripatético. Pero si así fuese, ¿qué?, a ver. De eso se trata, ¿no? Como todo gran poeta, Kozer escribe poemas, no redacta discursos ni triangula silogismos.  

Nosotros pocos, crasos, quizás demasiado                                                                                          altivos escapamos a                                                                                                              tiempo de tierras                                                                                                                eslavas, nuestras                                                                                                                    armas defensivas                                                                                                                      eran de cartón piedra,                                                                                                                    resorteras, hachas de                                                                                                            yagua, espadas de                                                                                                                madera blanda de                                                                                                        blandengues hebreos.

Mis hijas se alzan (¿en armas?) cada una un                                                                                          batallón se aproxima                                                                                                                      a sus zonas erógenas,                                                                                                                sonrío, me llevo las                                                                                                                    manos al bajo vientre                                                                                                                    no encuentro el saco                                                                                                                    roto de aguas.                                                                                             

Cuando leí por primera vez el libro (en uno de sus poemas el poeta dice sobre lo que escribe: poema o / dibujo, / no tiene anatomía) escribí a Kozer: No sé si tus poemas tienen o no anatomía (yo juraría que sí), pero lo que tienen, seguro, es un aliento mestizo (meridiano y diagonal / recto y curvo) que sopla sustancia existencial de forma esencial. Después de la segunda lectura, no sólo me reafirmo en esto, sino que lo repito en público con la esperanza de que algunos de mis lectores se animen a leerlo (Covergencias / José Kozer / editorial libros de la resistencia / Madrid / 2025).

Se trata de un libro exigente, pero muy generoso. Devuelve mucho. Aun los que sólo vean adoquines allí donde no encuentran calentita arena de playa, descubrirán briznas y hasta florecillas en las juntas. Entradle. Veréis cómo, a pesar de que el eje del mundo cruja de manera tenebrosa, a pesar de que Caronte merodee por el barrio musitando su réquiem; Kozer sigue tocando su instrumento. (No el arpa apolínea. Tampoco el aulós dionisíaco. ¿El shofar? ¿El sistro?). Si bailáis o no, es cosa vuestra. Yo os aconsejaría que lo hicieses. Quitaos la corbata y los tacones altos. Si os soltáis a bailar con Kozer como niños, con él podréis llegar a decir algún día: «bah, ¿a esto le temía?» La poesía, como la muerte, es lo más tuyo que puede haber en ti. Pero como la tierra se niega a recibir en su seno a los niños (lo dice el poeta escéptico, no yo / ¿una falta de ortografía metafísica? / río…), insisto, como la tierra se niega a recibir en su seno a los niños, no tendréis más remedio que mirar al cielo.     



sábado, 15 de febrero de 2025

ANGELICA DE LA RIVA, PUCCINI, MADRID Y SAN VALENTÍN DE ROMA








Ayer, catorce de febrero, a mi mujer y a mí nos dio por salirnos del plato: invitamos a nuestro hijo menor y su novia a celebrar la fecha junto a nosotros y lejos de casa. Sabíamos que la soprano Angelica de la Riva daría un concierto en el Ateneo de Madrid interpretando a Puccini. De la Riva vale cualquier esfuerzo siempre, pero junto a Puccini, Madrid y san Valentín de Roma… Qué lujazo. El Ateneo… Bueno, por razones que no vienen a cuento (pido perdón a quien toque), este lugar, aun con tantas buenas obras en su haber, me hace pensar en Azaña y la masonería. Bah, ¿qué imagen, por problemática que sea, no pueden deshacer juntos, insisto, de la Riva, Puccini, Madrid y san Valentín de Roma?… Ella, portentosa, finísima, con una voz que se mueve entre la seda y el cristal como si la seda y el cristal fuesen simples accidentes de la Sustancia-una. ¿Acaso no lo son? Y Madrid (ah, Madrid, cordero de Dios que quitas el pecado de España), cada vez más amada y más necesaria y más mía. Y Puccini, ese creador de grandes melodías, con su verismo tibio, su romanticismo y sus guiños al colectivismo (nadie es perfecto) expresados a través de la música, el drama y la tragedia. Y san Valentín de Roma, pobre, muerto por casar a los soldados romanos en nombre de Cristo, o sea, por arrebatárselos a Luperca un día antes de que desatase de nuevo su libido y celebrase, con las tetas podridas, su achacosa hegemonía en el centro del mundo. Sí, costó mucho amor y mucha sangre que Cristo hablase latín, como costó mucho amor y mucha sangre que hablase después castellano. Sin embargo, una vez que se puso… Qué bien lo hizo, ¿no?… En fin, que me distraigo… No hay dudas, anoche mi mujer y yo nos salimos (y cuánto) del plato: ida y vuelta a Madrid; esto es: cinco horas de viaje para dos de concierto. Pero valió la pena. Mucho.                 

Desde que apareció de la Riva en el escenario y liberó las primeras notas, supe que habíamos acertado. Supe que llegaría muy pronto a los túes con aquella voz tan inocente y sabia a la vez, tan entrenada y poética, tan exquisita y cercana. ¡Cómo canta esta mujer! Y qué suerte carecer de herramientas para juzgarla con frialdad técnica. Qué suerte sentirme incapaz de abrir un sumario a sus cuerdas y recursos vocales, para después pedirme permiso de cara a su disfrute (cosa, esta última, que me pasa frente a los creadores literarios, frente a todos los artistas visuales). Qué suerte poder quedarme en ese plano donde la música sobrepuja la matemática y entra en el alma como un ariete, con su industria de emociones al punto, para, obtenidos o no los parabienes de Apolo, refocilarse en las cuadras de Dioniso y procurar un verdadero paréntesis en el tiempo psicológico. Hay que cantar muy bien, y digo más, muy lindo, para causar tal efecto en el público. Porque cantar, cantamos todos, es obvio, y no obstante… Parafraseando a Alfonso Reyes, digo que hasta los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, pero eso no es cantar. ¿A que no? Cantar es esto otro, lo que hizo ella: bajar la luna llena del cielo, meterla en la sala de conciertos, y subir al público en el columpio desde el que se venera su cara oculta. Cantar no es aullar por instinto, no. Tampoco es desafiar inteligentemente a la inteligencia. Cantar es sernos fieles a nosotros mismos (qué somos, si no seres imaginativos que cantan) y movilizar la imaginación con la inteligencia de nuestra parte. Hay que aprender a hacerlo, por supuesto. Y estar por encima de lo aprendido. Y estar también por debajo de lo pretendido para que no mermen las ganas. Aprender a cantar. Pretender llegar, cantando, al corazón de los hombres. No basta un aparato fonador súper adiestrado. Sólo un corazón en vilo puede llegar con éxito a otro corazón. Claro, cuando se pretende el con-sentimiento de almas complejas y a la vez delicadas, bien viene contar con la anuencia de Dios. Cantar como lo hace de la Riva es, también, empinarse con humildad para buscarse y apoyarse en Él. …Ay, ahora, enrolados como estamos en la marcha triunfal de la vulgaridad universal (Jünguer), marcha trompetera y ciega que se ufana de haber alcanzado y colonizado el coño hundido y gris del mundo (Joyce), qué falta nos hacen artistas como ella.

Como ya dije, de la Riva cantó a Puccini. Lo hizo en formato camerístico, acompañada del pianista Sergio Kuhlmann, y por momentos del tenor Miguel Borrallo, ambos excelentes, por cierto. (La voz de Borrallo también me abdujo desde su aparición en escena. Qué timbre tan hermoso, madre mía: plata engarzada en cuarzo). Con el dicho formato, de la Riva interpretó primero canciones, y después arias y duetos de algunas óperas del maestro de Lucca: La Boheme / Manon Lescaut / Madama Butterfly / Tosca. Ya sabéis: romanticismo y postromanticismo en estado puro. Drama y tragedia llevados en ocasiones al paroxismo: aventura / amor / sexo / abandono / rapto / celos / traición / suicidio / bohemia / soberbia / crueldad / astucia / venganza / destierro / muerte… (¿Quedó debiéndonos la diva alguna historia con final feliz? Río…). Pero al margen del montaje operístico, purgada la maquinaria teatral del género en lo que respecta a los muchos personajes, los coros, buena parte de los recitativos, la iluminación, el vestuario, la ambientación, la puesta en escena, el libreto, la orquesta y su foso… todas aquellas pasiones disminuyen su retórica y ganan en nivel de abstracción, concentrando en la voz (ya importan menos el texto y la lengua en que se cante) lo esencial de la tensión en juego. También influye, por supuesto, la capacidad de los cantantes de cara a la interpretación gestual, pero es sobre todo la voz, en virtud de su voltaje (acaricie o galvanice, musite o zumbe), en virtud de la capacidad que tenga para encauzar y resolver por sí misma, con muy pocas muletas o muletillas operísticas, la carga emocional del aria o el dueto, la que propicia o no que el público se meta en situación.

Anoche de la Riva lo bordó. Estuvo espléndida en todos los órdenes. Estuvo siempre al volante de la función. Vestida de un rojo carmín que en ocasiones la iluminación tornaba en rojo escarlata, en una sala muy del diecinueve, bien iluminada y decorada, bien escalada para el formato camerístico, con una acústica cómplice y arropadísima por Kuhlmann (magnífico pianista) y por Borrallo (insisto, lo de Borrallo también fue apoteósico, vaya Nessum dorma y Recondita armonia que se marcó este hombre), de la Riva se mantuvo a un gran nivel expresivo y comunicativo de principio a fin sin necesidad de apelar a vulgares recursos histriónicos. Nada de excesos en este sentido. Lo justo. Todo en su sitio todo el tiempo. Y sin embargo, cuánta emoción en el aire. (¿Os sueno romántico? Pues sí). A la altura de Morire, ya mi mujer y yo habíamos acercado las manos. A la altura de O suave fanciulla, ya estábamos entregados a la cantante. Habían desaparecido el público, Madrid, Puccini (él, no su música, claro) y san Valentín de Roma. No hubo Ping, Pang y Pong que nos advirtiesen de peligro alguno. De la Riva nos llevaba en volandas a no sabíamos dónde. Nos dejábamos llevar. Como diría el poeta: Amar es vivir despreocupado. Punto. Despreocupados, más aún, felizmente rendidos, llegamos al final. Y de ahí al bis: O mio babbino caro, que de la Riva se sacó (casi se arrancó) de muy adentro para inoculárnoslo en la zona menos descifrable de la sesera. Y después de los muchísimos aplausos, mientras poco a poco arriaba el subidón, no sé por qué sonó el gong en mi cabeza y recordé aquel primer enigma con que Turandot desafió a Calaf: «En la noche oscura vuela un fantasma iridiscente que despliega las alas sobre la humanidad. Todo el mundo lo invoca, mas desaparece con la aurora antes de renacer en el corazón, para morir de nuevo cada día». «La esperanza», respondió Calaf. ¡Bingo!

¡Bravo, Angelica! Gracias por la esperanza (mortal, pero resucitada en cada encuentro con la verdad) que nos regalaste. Estoy seguro de que al final del camino, con la partitura de la gran coda ante los ojos, podrás cantar, no como la desdichada Tosca, sino satisfecha, bien recompensada por Dios y por los hombres; no en clave trágica, sino plena de luz viva: Vissi d'arte, vissi d'amore. Entonces, estemos donde estemos, como ayer en Madrid y hoy en Pucela, aplaudiremos.