Ayer, catorce de febrero, a mi mujer y a mí nos dio por salirnos del plato: invitamos a nuestro hijo menor y su novia a celebrar la fecha junto a nosotros y lejos de casa. Sabíamos que la soprano Angelica de la Riva daría un concierto en el Ateneo de Madrid interpretando a Puccini. De la Riva vale cualquier esfuerzo siempre, pero junto a Puccini, Madrid y san Valentín de Roma… Qué lujazo. El Ateneo… Bueno, por razones que no vienen a cuento (pido perdón a quien toque), este lugar, aun con tantas buenas obras en su haber, me hace pensar en Azaña y la masonería. Bah, ¿qué imagen, por problemática que sea, no pueden deshacer juntos, insisto, de la Riva, Puccini, Madrid y san Valentín de Roma?… Ella, portentosa, finísima, con una voz que se mueve entre la seda y el cristal como si la seda y el cristal fuesen simples accidentes de la Sustancia-una. ¿Acaso no lo son? Y Madrid (ah, Madrid, cordero de Dios que quitas el pecado de España), cada vez más amada y más necesaria y más mía. Y Puccini, ese creador de grandes melodías, con su verismo tibio, su romanticismo y sus guiños al colectivismo (nadie es perfecto) expresados a través de la música, el drama y la tragedia. Y san Valentín de Roma, pobre, muerto por casar a los soldados romanos en nombre de Cristo, o sea, por arrebatárselos a Luperca un día antes de que desatase de nuevo su libido y celebrase, con las tetas podridas, su achacosa hegemonía en el centro del mundo. Sí, costó mucho amor y mucha sangre que Cristo hablase latín, como costó mucho amor y mucha sangre que hablase después castellano. Sin embargo, una vez que se puso… Qué bien lo hizo, ¿no?… En fin, que me distraigo… No hay dudas, anoche mi mujer y yo nos salimos (y cuánto) del plato: ida y vuelta a Madrid; esto es: cinco horas de viaje para dos de concierto. Pero valió la pena. Mucho.
Desde que apareció de la Riva en el
escenario y liberó las primeras notas, supe que habíamos acertado. Supe que
llegaría muy pronto a los túes con aquella voz tan inocente y sabia a la vez,
tan entrenada y poética, tan exquisita y cercana. ¡Cómo canta esta mujer! Y qué
suerte carecer de herramientas para juzgarla con frialdad técnica. Qué suerte sentirme
incapaz de abrir un sumario a sus cuerdas y recursos vocales, para después pedirme
permiso de cara a su disfrute (cosa, esta última, que me pasa frente a los
creadores literarios, frente a todos los artistas visuales). Qué suerte poder quedarme
en ese plano donde la música sobrepuja la matemática y entra en el alma como un
ariete, con su industria de emociones al punto, para, obtenidos o no los
parabienes de Apolo, refocilarse en las cuadras de Dioniso y procurar un
verdadero paréntesis en el tiempo psicológico. Hay que cantar muy bien, y digo
más, muy lindo, para causar tal efecto en el público. Porque cantar, cantamos
todos, es obvio, y no obstante… Parafraseando a Alfonso Reyes, digo que hasta
los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, pero eso no es cantar.
¿A que no? Cantar es esto otro, lo que hizo ella: bajar la luna llena del
cielo, meterla en la sala de conciertos, y subir al público en el columpio desde
el que se venera su cara oculta. Cantar no es aullar por instinto, no. Tampoco
es desafiar inteligentemente a la inteligencia. Cantar es sernos fieles a nosotros
mismos (qué somos, si no seres imaginativos que cantan) y movilizar la
imaginación con la inteligencia de nuestra parte. Hay que aprender a hacerlo, por
supuesto. Y estar por encima de lo aprendido. Y estar también por debajo de lo
pretendido para que no mermen las ganas. Aprender a cantar. Pretender llegar,
cantando, al corazón de los hombres. No basta un aparato fonador súper
adiestrado. Sólo un corazón en vilo puede llegar con éxito a otro corazón. Claro,
cuando se pretende el con-sentimiento de almas complejas y a la vez delicadas,
bien viene contar con la anuencia de Dios. Cantar como lo hace de la Riva es,
también, empinarse con humildad para buscarse y apoyarse en Él. …Ay, ahora, enrolados
como estamos en la marcha triunfal de la vulgaridad universal (Jünguer), marcha
trompetera y ciega que se ufana de haber alcanzado y colonizado el coño hundido
y gris del mundo (Joyce), qué falta nos hacen artistas como ella.
Como ya dije, de la Riva cantó a
Puccini. Lo hizo en formato camerístico, acompañada del pianista Sergio
Kuhlmann, y por momentos del tenor Miguel Borrallo, ambos excelentes, por
cierto. (La voz de Borrallo también me abdujo desde su aparición en escena. Qué
timbre tan hermoso, madre mía: plata engarzada en cuarzo). Con el dicho
formato, de la Riva interpretó primero canciones, y después arias y duetos de algunas
óperas del maestro de Lucca: La Boheme / Manon Lescaut / Madama Butterfly /
Tosca. Ya sabéis: romanticismo y postromanticismo en estado puro. Drama y
tragedia llevados en ocasiones al paroxismo: aventura / amor / sexo / abandono
/ rapto / celos / traición / suicidio / bohemia / soberbia / crueldad / astucia
/ venganza / destierro / muerte… (¿Quedó debiéndonos la diva alguna historia
con final feliz? Río…). Pero al margen del montaje operístico, purgada la maquinaria
teatral del género en lo que respecta a los muchos personajes, los coros, buena
parte de los recitativos, la iluminación, el vestuario, la ambientación, la puesta
en escena, el libreto, la orquesta y su foso… todas aquellas pasiones disminuyen su retórica y ganan en nivel de abstracción, concentrando en la
voz (ya importan menos el texto y la lengua en que se cante) lo esencial de
la tensión en juego. También influye, por supuesto, la capacidad de los cantantes
de cara a la interpretación gestual, pero es sobre todo la voz, en virtud de su
voltaje (acaricie o galvanice, musite o zumbe), en virtud de la capacidad que
tenga para encauzar y resolver por sí misma, con muy pocas muletas o muletillas
operísticas, la carga emocional del aria o el dueto, la que propicia o no que
el público se meta en situación.
Anoche de la Riva lo bordó. Estuvo espléndida
en todos los órdenes. Estuvo siempre al volante de la función. Vestida de un rojo
carmín que en ocasiones la iluminación tornaba en rojo escarlata, en una sala
muy del diecinueve, bien iluminada y decorada, bien escalada para el formato
camerístico, con una acústica cómplice y arropadísima por Kuhlmann (magnífico
pianista) y por Borrallo (insisto, lo de Borrallo también fue apoteósico, vaya Nessum
dorma y Recondita armonia que se marcó este hombre), de la Riva se mantuvo a un
gran nivel expresivo y comunicativo de principio a fin sin necesidad de apelar
a vulgares recursos histriónicos. Nada de excesos en este sentido. Lo justo. Todo
en su sitio todo el tiempo. Y sin embargo, cuánta emoción en el aire. (¿Os
sueno romántico? Pues sí). A la altura de Morire, ya mi mujer y yo habíamos
acercado las manos. A la altura de O suave fanciulla, ya estábamos entregados a
la cantante. Habían desaparecido el público, Madrid, Puccini (él, no su música,
claro) y san Valentín de Roma. No hubo Ping, Pang y Pong que nos advirtiesen de
peligro alguno. De la Riva nos llevaba en volandas a no sabíamos dónde. Nos
dejábamos llevar. Como diría el poeta: Amar es vivir despreocupado. Punto. Despreocupados,
más aún, felizmente rendidos, llegamos al final. Y de ahí al bis: O mio babbino
caro, que de la Riva se sacó (casi se arrancó) de muy adentro para inoculárnoslo
en la zona menos descifrable de la sesera. Y después de los muchísimos aplausos,
mientras poco a poco arriaba el subidón, no sé por qué sonó el gong en mi
cabeza y recordé aquel primer enigma con que Turandot desafió a Calaf: «En la
noche oscura vuela un fantasma iridiscente que despliega las alas sobre la humanidad.
Todo el mundo lo invoca, mas desaparece con la aurora antes de renacer en el
corazón, para morir de nuevo cada día». «La esperanza», respondió
Calaf. ¡Bingo!
¡Bravo, Angelica! Gracias por la esperanza (mortal, pero resucitada en cada encuentro con la verdad) que nos regalaste. Estoy seguro de que al final del camino, con la partitura de la gran coda ante los ojos, podrás cantar, no como la desdichada Tosca, sino satisfecha, bien recompensada por Dios y por los hombres; no en clave trágica, sino plena de luz viva: Vissi d'arte, vissi d'amore. Entonces, estemos donde estemos, como ayer en Madrid y hoy en Pucela, aplaudiremos.