miércoles, 17 de enero de 2024

LA ANIQUILACIÓN EN VERSIÓN DE FRANCISCO DOS SANTOS

 


                                                 

                                                                    El silencio de Dios está lleno del discurso del hombre.

                                                                                                                    Corinne Enaudeau

 

Llevo algunos días volviendo una y otra vez sobre la obra “Aniquilación” de Francisco Dos Santos. Siempre disfruto mucho con las invenciones de este magnífico artista (diseñador, dibujante, poeta), y en esta ocasión, por más que el título de la serie tuviese cara de perro, no ha sido diferente. Francisco no ha logrado ponerme a temblar de miedo con sus dramáticas escenas. Digo dramáticas y no trágicas con toda intención, porque si a estas láminas le quitamos el marchamo literario, el caos que contienen pudiera referir lo mismo a la muerte que al nacimiento. Es más, yo quise ver y vi estas hermosas imágenes como instantáneas de un caos genitor, y no de un caos exterminador. No un final. Un recomienzo. ¿Por qué? Aquí debía detenerme. Lo sé. Pero me pasa lo de siempre: cuando me impulso no sé parar ni siquiera ante muros envolventes. No debía preguntarme nada. «Esto me gusta y se acabó», debía decirme. Sin embargo, si se cree tener herramientas razonadoras sobre algún asunto, y asimismo se padece el vicio de escribir para ordenar las ideas que esas herramientas levantan de manera despótica ante el sujeto-crédulo… Montaigne dijo: bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Lo dijo cuando ya era tarde, cuando había invertido mucho en cabalidad inteligente, pero seguro que aun así le dio tiempo a detenerse frente a umbrales carísimos. Me pasa a mí, por ejemplo, con la música. No quiero saber más de música. Sólo quiero escucharla. Consideraría un enemigo a cualquiera que tratase de endosarme conocimientos de solfeo o armonía.                                                    Ya, pero estás láminas tan sugerentes de Francisco…

Dos ideas ajenas se alternaron en mi cabeza desde que vi la serie por primera vez. Había estrellas fugaces. Caían como si del cielo estuviera lloviznando lumbre, dijo Rulfo refiriéndose a la festiva resonancia celeste de un funeral. El aura alzaba chispas de la tierra, dijo Leopardi refiriéndose a los tiempos en que todavía no se había completado la ruina de Italia hasta el punto en que sobre su tumba, inmóvil, se sentase la Nada. En estas láminas de Francisco, ¿llovizna lumbre del cielo, o saltan chispas de la tierra? Puede que la pregunta no sea ociosa. O puede que sí. Porque en ambos casos ¿no se apunta a un fenómeno restaurador? Si la aniquilación de Francisco viene del cielo y lo hace con lumbre fría, es decir verde-azulada, ¿no será su motor un azufre reparador del que resurjan, no sólo Lot y su fértil ebriedad, sino también sus hijas y después sus nietos: padres de los moabitas y los amonitas? Bueno, los moabitas y los amonitas nos gustarán más o menos, pero son hombres, no maquinitas transhumanas… Y si la aniquilación de Francisco viene de la propia tierra, de la que un aura universal hace saltar chispas, y todos esos azules y turquesas son devueltos por el mar al Cielo, que los recibe y los luce, ¿no será que el propio Cielo acepta tomar cartas en el asunto para que todavía la nada no se siente, inmóvil, sobre la tumba de la humanidad? Por muy caribeño que yo sea, en ningún caso imagino un escenario apocalíptico con esa rumba de colores altivos. Si los cuatro jinetes del apocalipsis atravesaran semejante escenario, ellos y sus caballos afortunadamente saldrían bailando lambada.

Que Francisco se vea (nos vea) sujeto de aniquilación con esos ojos luminosos demuestra que es merecedor de un don invaluable: el del Arte con mayúscula. Merecedor, digo, de producirlo y recibirlo. Estas láminas son mucho más sensitivas que razonantes o discursivas. Y como siempre sentiremos más de lo que sabemos (Escohotado), son arte del bueno a pesar de lo que pudiese lastrarlas el discurso: nada, no las lastra nada. Ninguno de los pesados pensadores del Fin, ninguno de los sesudos nihilistas de pro, pudiera imaginar una aniquilación tan gozosa y prometedora. Sucede que el arte no resuelve problemas, ensalza misterios. Y esto de ser o dejar de ser… El ser no es un problema, es un misterio, dijo Verneaux aludiendo a ideas de Marcel. La existencia es un agujero en la realidad objetiva, dijo Jaspers. Y si lo es la existencia, cómo no va a serlo la esencia. Todo lo referido a que seamos o dejemos de ser, incluso inmersos como estamos en un recoveco histórico enfangadísimo, acechados, además, por la inteligencia artificial, seguirá siendo eso: un misterio: un agujero, no sólo en la realidad objetiva, sino también en la consciencia. Así que el inconsciente de Francisco se aprovecha del hueco en la consciencia (la suya y la nuestra) para levantar ante nosotros una aniquilación de tez morena y ojos azules. Vamos, un bellezón que lejos de asustarnos nos atrae.

Jamás encargaría a un artista como Francisco una serie de láminas realmente apocalíptica. Pensaría en artistas con menos luz, menos numen y menos sentido del humor. Es decir, no pensaría en artistas, sino en productores o reproductores de conceptos encadenados a sí mismos. O podría pensar en racionalistas bobos, de esos capaces de concebir aquella Venus de Ayn Rand que surge de la escotilla de un submarino. Pensaría, seguro, en los expertos armadores de discursos humanos, demasiado humanos tal vez, que muy altaneros ellos se creen capaces de llenar el atronador (ese sí que me aterra) silencio de Dios.



Las láminas se pueden ver y comprar pulsando el siguiente enlace: 

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miércoles, 27 de diciembre de 2023

AHOGADOS EN MERCURIO, DE FERNANDO DEL VAL

 



El molinero ladrón de viento hace buena harina con la tempestad.

                                                                                                                                     G. Bachelard

                                                                                                         

 

Acabo de leer Ahogados en mercurio, de Fernando del Val. ¿Debía sujetar este entusiasmo aniñado? ¿Debía limitarme a decir: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor»? …En una carta a Jorge Guillén, Américo Castro, a quien Jorge había pedido opinión sobre algunos poemas propios, confesó: El escribir sobre poesía es la tarea más insensata que pueda uno realizar, sobre todo estando ahí el poeta, que por otra parte… tampoco podría hacer sino repetir sus versos. Insisto, ¿debía limitarme a decir: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor»? No puedo. A ver si al menos logro enfocar mi ánimo para hablar lo justo. Que esto es una reseña, aunque el corazón y el hígado me pidan mucho más. Tiempo habrá para discursos cardiacos y hepáticos que publicaré o no. La verdad es que el libro no me necesita para nada. La verdad es que al libro le sobran los voceros, le sobra cualquiera que pase de ser un simple y agradecido nuncio. No obstante…    

Hace mucho tiempo que esperaba este libro. Y hace mucho tiempo que esperaba de Fernando un libro como éste. Lo esperaba de él, porque es uno de los pocos poetas del ámbito hispano que está listo para escribir algo así. ¿Cómo? Impecable en lo formal, meridiano en lo sustancial, y para salvar lo anterior de su propio veneno, cargado de poesía. Razón poética. Verdad poética. Imagen poética. Poesía. Poesía que provoca en el lector un aluvión de emociones inteligentes. La entiende l’alma, el corazón la siente, / aquélla docta y éste vigilante, que diría Quevedo. ¿Es ésta la única poesía que importa? Por supuesto que no. Tiene que haber poesía para todos los gustos, pero hay tanta de la otra… Como dijo Forkel para explicar que Bach no escribiese canciones: estas encantadoras florecillas del arte nunca perecerán; ninguna necesidad hay de dedicarse a cultivarlas con especiales cuidados, porque la naturaleza las produce espontáneamente. Fernando está a lo que tiene que estar.

Ante un libro como éste se agolpan en mi cabeza los motivos para el elogio.

El libro es perfecto musicalmente hablando, porque aunque en teoría abre numerosos caminos en tal sentido (los poemas prescinden de signos de puntuación), los versos están diagramados y encabalgados de una manera tan sólida, los espacios “silentes” están tan bien colocados, que apenas puedes tomar un camino: el que marca el autor, que es, además, el que te permite cantar con él sin incómodos tropezones. Esto del verso libre es una ilusión, un camelo más de los poetas que parecen decir al lector: «siéntete cómodo, podrás leerlo a tu manera», mientras fijan la música en una partitura de piedra. No existe el verso libre en la buena poesía. Aquí la libertad, como en cualquier otro terreno, pasa por entender lo necesario y disfrutarlo sin complejos. Sólo hay margen en estos poemas para que el lector escoja el tempo en que quiere leerlos. Nada más. Aunque tampoco. No, tampoco. El tempo también viene tatuado en la buena poesía. Los tempos otros son como calcomanías. Eso. Y eso lo desconocen incluso algunos poetas, que leyendo sus poemas los niegan, lo que quiere decir que los escribieron bajo un ataque de amusia. No es el caso de Fernando, claro.

El libro optimiza los recursos expresivos. Los optimiza. No abusa de ellos, pero tampoco los evita. Fernando es un poeta castellano. Con esto quiero decir, no que nació en Castilla (se puede ser un poeta castellano habiendo nacido en Manila), sino que escribe con nivel y plomada en el tumbo de la lengua. Es un poeta del centro, no de la periferia. Sin embargo, no se deja batir por esa ventaja-desventaja, porque no pasa la poesía por un cernidor de retórica hasta desnaturalizarla. En este libro el ajuste retórico nunca impacta en la línea de flotación de la poesía. Manda la imagen, que exige la retórica justa, la óptima. Dar en el clavo con esto es crucial, porque hay poetas castellanos que llegan a la antipoesía, no contra el lirismo, no en rebeldía frente al canon, no usando la burla, el sarcasmo, el humor negro, sino huyendo de la retórica hasta convertir lo que escriben en insulsa prosa. Magra, sí, pero no poética. No es el caso de Fernando, claro.

El libro es vertical cuando se posiciona frente a los vicios que en la actualidad descabellan la cultura occidental. Aquí ya no hay equidistancia que valga. Fernando ajusta cuentas hasta consigo mismo. Tonterías, las justas; es decir: ninguna. ¿Hay en este libro pesimismo? Sí. Pero se trata de un pesimismo luminoso. Porque en las entrelíneas del diagnóstico, la poesía abre mil caminos de tratamiento. Tratamiento que apunta siempre a la confianza del hombre en sí mismo, a la fe. No religiosa. O sí. Fe. …la hierba no crecía / había perdido la fe. …la fe evita el rodeo / une los mares distantes / la duda es método / siempre que no ciegue el camino. Aquí los apósitos no son de mercurio. Ni siquiera se trata de meros apósitos. Aquí se le pone tope al escepticismo razonante. El libro es todo él un canto contra la mansedumbre del hombre occidental frente a los agentes que cercenan sus piernas. Fernando le ha visto las orejas al lobo y toma las precauciones que aconseja la lectura de estos versos de Lope: con la noche corrió una vez desnudo, / y, dándole una echada de ventaja, / cuando se quiso levantar no pudo. ¿Noche y oscuridad? Por supuesto, siempre que la vela no esconda la salida en la caverna; siempre que lejos de esconderla, la aclare. En fin:         


¿Contra un hombre que se pretende a sí mismo ahistórico, y que sin embargo trata de reescribir la historia para convencerse de que debe reducirse al animal?

            Página 30 

 

¿Contra la falta de fe y el miedo paralizantes, que desembocan en lo políticamente correcto?

            Página 32                                                                                                                                            

                                      un día su madre le pidió

que vaciara los bolsillos

 

cayeron

un dios menor

y tres argumentos mayores

 

[silentes

por miedo

a no decir

la frase

correcta]                                                                                                                


¿Contra la falta de confianza y la parálisis cobarde?

            Página 34

el sol se echó a temblar

cuando leyó la tempestad

y vio

acostada

su figura

junto a bosques

y jaguares

compartiendo cama

con el siglo veintiuno

 

¿Contra el exceso bobo (o no tan bobo) en el derecho positivo?

            Página 38

pasado mañana

la piedra

exigirá sus

derechos

y tú

se los darás

 

¿Contra el nihilismo?

            Página 37

todo tiene márgenes

relieve

ángulos

[…]

salvo la voz de la ausencia

el rugido del no ser

 

¿Contra la cultura de la cancelación?

            Página 39

 

¿Contra la cobardía de los decadentes?

            Página 40

el hombre teme que el futuro

                se disfrace de destino

y el porvenir le aceche con olas de nueve metros

el pasado mientras tanto

le atormenta con la felicidad

[la nada no tiene centro        dijo leonardo

la vida humana     a veces     parece que tampoco]

 

¿Contra el periodismo ignorante y sectario?

            Página 43

 

¿Contra el cientificismo ciego?

            Páginas 66 y 67

el científico deseó saber

cuánta sangre

había

por el suelo

calcular su perímetro

pero la forma de la muerte es tan caprichosa

       que no pudo tomar medidas tan drásticas

 

el ojo fino de la lluvia

advertía el gorjeo de los pájaros astrónomos

[…]

las aves importan

mientras nadie

las sobrevalore

 

¿Contra la vocación de inmanencia (¿chamánica?) negadora de la trascendencia, y contra el racionalismo destructivo?

            Página 83

sin sujeto no hay objeto

sólo       pesadillas de la razón


El libro contiene todo esto, pero es lo contrario a un ensayo. Como dije antes, la excelente versificación (música perfecta / recursos expresivos óptimos / imagen poética de alto vuelo) salva a la sustancia poética de empantanarse en sí misma. En este libro el qué es meridianamente claro y necesario, pero es el cómo lo que marca la diferencia. Por ejemplo, tanto como pueda decirnos un ensayo sobre el tiempo, o más, nos dicen estos versos: [el tiempo es] cobijo de eternidad / en los mejores casos. ¿Se puede apuntar mejor y con menos palabras a lo confortable que resulta la trascendencia? Aunque se sea a ratos pesimista, ¿se puede decir mejor que el hombre es un ser estrellado y que el cielo es parte de su morada, que cuando se dice: Somos una estrella que desea salir del cielo?  Somos una estrella y existimos en el cielo. Y somos nosotros quienes, inexplicablemente, queremos abandonar esencia y existencia. Ante esta demoledora certeza, Fernando levanta un magnífico portón poético que invita a tomar otro camino. Sí, el molinero ladrón de viento hace buena harina con la tempestad. Ante el rugido del no ser que hace temblar al poeta, reconforta saber (con toda intención citaré a una escéptica impenitente como Virginia Woolf) que, si se arrumban la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación, hay cálidos huecos en el corazón del rugido.

 

El libro está exquisitamente editado por la Fundación Jorge Guillén en la colección Maravillas concretas. Ya sabéis: «corred, corred a leerlo muy despacio, por favor».



miércoles, 16 de agosto de 2023

SOFÍA

 






















¿Qué iroqueses te soñaron, negri-

ta mía, junto a tu hermano rubio

(ese godito), en Jackson Heights re-

volviendo mundo?      ¿Acaso vienes

a plantar una hermosura antigua en

el huerto que Helena dejó a Marilyn, y

Marilyn sembró de rizos amarillos

tallados con rulos plásticos?      ¿O

vienes, matriarca en ciernes, a escu-

pir América en la cara fría (y negra 

y blanca y cobriza y amarilla    y triste

y pálida y menguada…) de los ame-

ricanos?      ¿O simplemente te pre-

sentas con tu cargazón hispana (ole

tus breves espaldas) en Queens, New

York, para sostener la pizca de sal

mediterránea en la cresta de la ola

que se abisma (¡ahora sí, ya!) por la

cloaca occidental de Occidente?    Ah,

mi cielo, perdona al viejo preguntón

que quiso ver en el guiño asiático de

tu primer oteo una señal de…      ¿esperanza?

(¿No era oriental aquel niño betlemi-

ta?).     Perdona el calentón. Templa

mis disparates… Un bebé. Eso eres.

Como si fuera poco…      El mundo es

cada día nuevo para los que nacen.     

¿Ves, Sofía, qué nuevos los ojos de

mamá, los de papá? Parecen hechos

hoy mismo con semen de unicornio

y luz de estreno. ¿Y los de Óliver? Pa-

recen proyectos, no de ojos, de estre-

llitas sin órbita tasada en una galaxia

nonata.         Qué nuevos la nana y el

bramido del tren. Y la cincha de amor

a tus costados…            Qué nuevos

el calostro que aroma su rastro: ma-

má, y el tacto de sus hombros: papá,

y la risa del tío, y la voz (así, como la

oyes, mi niña, así de dulce sabe el

arroz con leche) de abuela.            En

un mundo naciente (ocultos, desaseo

y carcoma) todo es primicia a saborear

despacio en el espacio. ¿Qué pinta el

tiempo en tus indagaciones?

                                                        Cero.           

           El tiempo es una avería (La Irre-

parable) para cuando surjan, ay, muy

distintas ganas o desganas. (¿Me lees?

Ya estás en él. De cuajo).      Ahora (el

tiempo es una trampa, bien, pero po-

demos trampear en el poema su lineal

obcecación) toca juego. Juguemos, por

qué no, a imaginar el viaje al día (éste:

hoy) en que lees al abuelo.     

          En el puente de un navío blanco

(cuatro manos tensas al timón), Sofía

desordena los juguetes que Óliver dis-

puso cartesianamente. Ella llora en

inglés y brama en castellano. Él, que

ordena en ambos idiomas, mientras

puede evita la zaragata. Un silencio

monocorde, umbral del estallido, avi-

sa a los timoneles: «Esta niña no vi-

no a templar gaitas. Ni en el puente.

Ni en la cocina. Ni…».    Cuando Óliver

estalla, hace rato los juguetes están

en cubierta bajo un sol achicharran-

te: «Ni de noche ni de día puedo con

ella. ¿Por qué la quiero tanto?»    El

barco apenas sale de la bahía (cabo-

taje / bojeo). El sol se divierte en cu-

bierta. Sofía regresa al puente: «Ma-

má, papá, alejaos de la costa».       La

silueta de la ciudad, que embabelada

pretende rascar (qué bien visto) el

cielo, pierde al contraluz y en la dis-

tancia (todo es espacio) talla y porme-

nores. Llueve. Un albatros, que llega

de no se sabe dónde y huye de no se sa-

be qué (todo es espacio), anuncia

ventisca. Óliver fue siempre de sangre

ágil, especialmente sensible a los re-

lámpagos. Sofía sabe (la sangre, cómo

sabe la sangre) que el meteoro vie-

ne cargado de algo novedoso (todo es

espacio). «¿Qué trae?», se pregunta

sin saber que lo hace.            Cuando

la tormenta muestra su eléctrica den-

tadura, el albatros gira, enfila el cua-

drante menos cierto del horizonte y...

     Óliver... ay, ay, que lo tripula… «¡No!»,

gritan los timoneles. «¡No!», grita Sofía,

ni en inglés ni en español. «¡No. No!»,

grita con las manos, mientras agarra

a Óliver.        «¡Qué trae! ¡Cómo lastra!».

Él tampoco lo sabe. Pero del lomo del

albatros baja con el tiempo a lomos.

(Cinco años ella. Siete él). Tiempo, Sofía,

lo que nadie entiende. ¿La finita fuga del

espacio al infinito? ¿El juego más terri-

ble de los números?...       «Regresad a

la ciudad, mamá, papá. ¿No pesa dema-

siado el tiempo para este velerito?».   

         El paisaje de Queens, ya mordido

por el relojeo, es un catálogo de vivido-

res (santos / santones / inocentes / bobos / ácratas /

golfos / crápulas / currantes / vagos /

lilas…) que funcionan, o no, bajo im-

pulsos colectivos.      Apenas quedan

almas en el cajón de sastre que esca-

pen al asexuado vaivén de los emble-

mas, los eslogans. Sofía (¿qué hará la

pubescente Sofía en este jolgorio de

los muertos vivos?...     ―jugamos, ¿re-

cuerdas?) se ha hecho lectora. Abre

un librito. Lee: Crotora la cigüeña. El

ciervo… Se detiene. Hojea: ¿Qué iro-

queses te soñaron, negrita mía… «No.

Todavía. ¿En papel?». Lo cierra y de-

vuelve al polvo. Hay polvo en esa bal-

da. Un polvo tal vez demasiado locuaz

para ser polvo. Sofía lee otras cosas. Por

ejemplo, la obra de Stevenson mag-

níficamente digitalizada por una edi-

torial pequeña con sede en su calle; o

la mirada encendida de ese amigo de

Óliver, que tan a menudo tardea en

casa los días de diario…                   Ah,

pero si el tiempo aparece en escena es

para circular, para correr incluso. Y va

cada vez más rápido...     Sofía estudió,

digamos, enología (por qué no enología)  

y ahora vive en la antigua casita de

los abuelos en Boecillo, que Óliver, ar-

quitecto, rediseñó para uso de los primos. El Norte

de Castilla: La enóloga Sofía Tamargo y

el empresario vinatero para quien tra-

baja se casan el próximo sábado por el

rito católico... (Ja… Compréndase que

chilabas, tarbushes, hiyabs y demás com-

plementos de tal guisa, campean en una

España aspada por el islamismo). ...Un

cura robótico, sujeto a la inteligencia

artificial, oficiará la ceremonia, a la que

asistirán… (Negrita mía, qué abuelo tan

loco, ¿no?).             Y de pronto Sofía, la

matriarca atezada que los iroqueses so-

ñaron junto a su hermano rubio (ese

godito), en Jackson Heights revolvien-

do mundo, devuelve a la Meseta su reto-

ño. (―Mamá, papá, cuántas vueltas da

la vida). Entonces, ya madre, un domingo

regresa a su librito: Crotora la cigüeña.

El ciervo… Y esta vez lo acaba:        Yo,

recostado contra el viento y contra el

espacio soleado y contra abril y contra

un mediodía lleno de campanas, en tu

nombre termino con Faulkner… ¿Y tú?

                                  Tuyos son el reino y la última palabra.



martes, 1 de agosto de 2023

FRAGMENTO DE LA NOVELA "A CONTRATIEMPO"


 


Uff… Lloré como un gilipollas esta mañana. Tú, ya lo sé, Superman, no lloras, o al menos no solías llorar. Recuerdo que un día en casa de Carmen, la cantante, le dijiste a un compatriota, puede que a Juanma o a Toni, no estoy seguro, que tú jamás en la vida te habías deprimido, que no sabías qué era la depresión. Dios mío, qué estupidez. Qué propio de ti. También recuerdo la mirada que te clavó Inma. «¿Que nunca te has deprimido, dices?», te preguntó delante de todos poniéndolo en dudas, como es lógico, y dejándote en ridículo. Me viene a la memoria aquel lema que nos hacían repetir a diario en la escuela por las mañanas: sólo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie. Qué mal gusto, Dios mío. Qué horteras, los muy hijos de puta. De pie, sí, colocados por orden de tamaño en filas de aprendices a formar filas como corderos o soldados (¿no son la misma cosa en última instancia?), éramos adoctrinados en los actos matutinos, muy temprano por la mañana, nada más entrar en aquella especie de pre-madrasa leninista: el colegio cubano. Nunca fuiste un comecandela, Pepe, ya lo sé. Eras anticastrista, lo sé. Pero te dejaste calar, quién no, por… No sé, no sé… doscientos años de ilustración positivista son demasiados. Hacen mella en cualquiera. Aquello (lo de tu entusiasta comentario en casa de Carmen y la reacción de Inma) sucedió unos meses antes del accidente. Y lo peor es que hasta entonces puede que en realidad no te hubieses deprimido muchas veces. Tú, un ganador, una máquina infalible de pensar, un imán para él éxito… ¿te ibas a deprimir? ¿Por qué? Esa noche yo empecé a preocuparme por nosotros. De veras, Pepe, no creo que la hubiésemos retenido por mucho tiempo. Por tu culpa, claro. Una mujer como ella no podía pasar toda su vida junto a un mequetrefe como tú. ¿Hijos? No sé, no sé… Ella quería tenerlos, sí, quería tres. ¿Quería tenerlos contigo? Y tú, ¿de veras los querías? No me extrañaría que cuando dijiste aquella memez en casa de Carmen, Inma ya tuviese algún amante. ¿Qué crees, que sólo nosotros podíamos tener amantes? Yo no, tú, imbécil, que no sabías contener a tu animal, ni siquiera navegando al amor de una mujer como ella. Qué podía hacer yo, coño, si es que me tenías postergado, reprimido. Tú llevabas dinero a casa, no yo. (Aunque ella cobraba más que nosotros, no sé cómo te las arreglabas, oye, para que pareciese que lo proveías todo). Tú ganabas los casos y el dinero. Tú soltabas discursos por doquier. Tú sabías de todo. Tú te ibas de fiesta con ella. (Yo estaba, pero no). Tú, ah, el gran follador, te la follabas. (Yo estaba, pero no). Yo, ¿qué hacía, a ver, qué hacía yo?... Veía venir el golpe y me acojonaba sin ser capaz de decírtelo. (¿Cómo hablarle a un sordo, o, peor aún, a alguien que no quiere oír?). Inma comenzaba a aburrirse de nosotros por culpa tuya. Sí-sí, por tu culpa. A mí, por triste que me resulte decirlo, apenas me conocía. Lo reconozco. Y si me hubiese conocido en aquella época, habría notado que, en el fondo, bien en el fondo, yo estaba mucho más enamorado de ti que de ella. Cómo me avergüenza. No confesártelo, qué va. Me avergüenza no haberme dado cuenta, darme cuenta cuando ya… Te lo digo ahora porque estoy tan lejos de aquel embobamiento contigo, como de poder recuperar la juventud para deshacerte y rehacerme minuciosa, pulcramente. Ella tendría que saberlo. Tendría que conocerme y sentir cuánto la amo. Tendría que saber incluso cuánto la amaba entonces, aunque estuviese enamorado de ti, enredado en tu inconsciente: mi viva imagen: yo mismo. Aquél. Otro. Ahora tendría que sentirse amada por alguien como yo, alguien que se ha liberado y vive en tus antípodas… Me importa un pito si sigues siendo tan fanfarrón y comemierda. Me importas un pito, José. Un ser humano que no llore, que no se deprima, es una caricatura de quien podría y debería ser; es apenas una máquina biológica. Una máquina de cojo, si no de nulo rendimiento emocional. Alguien así no puede amar, no puede amarse más allá de lo poco que consiguiese en un vulgar patinazo narcisista. Alguien así ni siquiera es en plenitud un organismo. (Los organismos, aun los irracionales, tienden al amor del Creador que todo lo imanta y colma). Alguien como tú es un simple mecanismo aunque sepa reír. Si no eres capaz de llorar, tu risa no tiene sentido. Si no eres capaz de sentir la tragedia, la comedia no es un lenitivo, es el mero baile de la Nada ante sí misma para sí misma. ¿Cómo no se va a deprimir una persona, a ver, fenómeno, con sólo saber (no hace falta más) que su vida es finita y su trascendencia está en juego? Únicamente las máquinas pueden funcionar como tú, desalmado. Insisto, a estas alturas del partido me importa un rábano lo que pienses. Yo siempre fui un llorón. Y hoy por la mañana… Coño, enterré a una niña de dos años. Hoy, si pudiese, aplacaría a mis huestes, les diría: «comérosla despacio, por favor, con todo el cariño del que seáis capaces, sin arrebatos, sin olvidar que es una inocente hija de Dios». Eso les diría. ¿Qué será de esa alma que no ha catado consciencia ni tiempo, que sólo ha vivido inconscientemente en el espacio, que no tuvo oportunidad de enfrentarse a la muerte con todos sus argumentos a punto, de intuirla o medio conocerla antes de experimentarla? Al menos no pecó. Pero qué cojones hago. No, a ti no te cuento más. No te lo mereces. Y no es por no mostrarte mi revés, mi soberana debilidad. Yo soy de cristal. Y hace rato que me rompí ante la vista unánime de los hombres. No moriré de pie, sino postrado ante Él, clamando por reencontrarla. No me importa que sepan que lloro, y que en el entierro de hoy… No. Hasta aquí. Por este camino, contigo, llego hasta aquí. No mereces más. Punto. Ahora bien, no vayas a creer que se me escapa, Joseíto, que por más que alardees de ser un antidepresivo andante, en realidad eres más débil que yo. Te conozco muy bien. Sé que no soportas la soledad. No hay nadie más frágil que el que no sabe lidiar ese toro. Como eres ateo (ah, se siente) y sólo hay hombre y finitud en tu horizonte, o sea, bien poco, la soledad frente al resto de los hombres te espanta. Jódete. He hablado mucho con el cura sobre la soledad. (Por cierto, hoy vino a verme después del rito funerario a pie de tumba. Sobre eso sí que te contaré algo. Ten paciencia). Él y yo podemos hablar sobre la soledad con fundamento, podríamos hasta pontificar sobre ella, pues la hemos experimentado y la experimentamos. (Más yo que él, porque… en fin, él tiene que oficiar y dar los sacramentos en público). En alguna medida nos aliviamos la soledad mutuamente. Tal vez por eso… Cuando se fueron los últimos deudos, el cura vino a mi local, y tras él, de nuevo la señora Eulalia. Yo estaba llorando. Lloro, claro, sin escandalizar. Lloro para mis adentros. Pero puede que alguna lágrima se me escapase, no sé, que escapada a mi control se exteriorizase, e infundiese un tono más grave del común en mí a lo que hiciese o dijese. «Usted manténgase en silencio absoluto, o por primera vez desde que nos conocemos pasaré de lo que diga sin contemplaciones», dije a la señora Eulalia. El cura ni fue al médico para tratarse el mentón ni me denunció. Al revés, se disculpó conmigo. Y yo con él, claro. Me consoló como pudo porque vio que el entierro de la niña me había afectado mucho. ¿Ves?, tenías que tener y perder un hijo para comprobar si eres o no capaz de deprimirte, bocón de mierda. Tendrías que haber visto cómo estaban esos padres. Ya, ya, no tienes hijos, y cómo bien decías antes y supongo seguirás diciendo: quien no se embarca no se marea. Típico de ti. El cura me dijo que debía tener cuidado de no repetir ciertas cosas por mucho que me las hubiesen contado almas amigas. No sé, Pepe, porque este hombre sabe esconder muy bien sus sentimientos cuando quiere, si lo dijo dándome por perdido (por loco, quiero decir) de una puñetera vez, o dando verdadero crédito a mi intercambio con esas almas. (La señora Eulalia, como siempre que del cura se trata, estaba muy nerviosa, pero mantuvo la boca cerrada). Yo no estaba muy hablador. Él sí. Lo dejé que… «Es cierto, Palas, que en el pueblo se está comentando demasiado sobre ti. Estás en el candelero. No. No fui yo quien dio pie a que ocurriese, créeme. O mucho me equivoco, o el Maki, que es un Tirilla (lo sabias ¿no?, es un Tirilla) (cómo se revolvía la señora Eulalia, hay silencios más elocuentes que discurso de senador), debió poner sobre aviso a su familia en relación a tu supuesto cabildeo con los cadáveres. Quizás en su momento sospechó que la urna que le encargaste… No creo que sepa nada sobre las cenizas de Inmaculada. Eso no. Sus sospechas, sin embargo… ¿Seguro que no anduviste en la tumba del Yonki? (Silencio). Ya te dije que estos Tirillas… ¿Viste que no había ninguno en el entierro de hoy? (Silencio). Por favor, Palas, dime algo, hombre». «Sí, lo vi, sí… ¿Cabildeo con los cadáveres, dices?». «Claro, ¿qué les podría importar una niña boliviana de dos años? Los otros son más calculadores. Los dos Morancos que vinieron… (Por cierto, ¿viste que hoy estaban vestidos en plan occidental? / Sí, lo vi, sí). Ésos son más listos. La niña muerta les importa un bledo, pero los bolivianos tienen dos chavales de once o doce años que sí les interesan. Por eso estaban aquí, por eso, por los potenciales clientes, o agentes del tráfico, o ambas cosas; por ir limando la más que posible resistencia de sus padres a que, llegado el momento, se acerquen a sus hijos. Se estaban anticipando. Calculaban. ¿Me sigues? (Yo, callado). Palas, si el Maki y Pascualillo te señalan, estás en peligro. Esa gente primero señala, después apunta y termina disparando». El cura casi siempre habla como cura. Yo no sé hablar como él. No puedo transmitirte su verdadera forma de hacerlo. Tiene ese compás que dota a los curas de cierta superioridad disfrazada de modestia. Sí, ese hablar cadencioso, tardo, espacioso, dulce, afeminado, con un tempo que parece desconocer el tiempo, con un cariz atemporal… Es algo que han aprendido durante siglos y les funciona todavía hoy. A mí el cura me relaja cuando está en plan cura. Y tal vez por eso me exaspera una barbaridad cuando abandona la música artificiosa de su discurso y entra en frecuencia macarra. A la señora Eulalia siempre le molesta el cura, hable como hable. Seguro es verdad que fueron amantes. Este tipo de resentimiento suele tener casi siempre un fondo patético, rigurosamente pasional, quiero decir. Del alma del Yonki no se sabe nada. A la señora Eulalia le pasa con su hijo mayor algo parecido a lo que a mí con Inma, salvando las diferencias de todo tipo (líbreme Dios de no hacerlo) que hay entre Inma y el Yonki. Diferencias abismales. La pobre señora Eulalia lo tenía todo preparado para recibirlo, pero… En el sotocielo no está. En caso contrario, ya tendría que haberse presentado. No lo achaco a que sea un Tirilla. (Hay por aquí varias almas de sus familiares. Tirillas que, por cierto, no fueron santos). No es eso. Aunque soy nulo en teología, pienso que el Yonki en vida vació su alma de cualquier contenido rescatable. Un alma así tiene que ser restaurada a fondo si no eliminada. ¿Qué creías, Pepe, que las almas son inmortales per se? Pues no. Ya sé que no crees ni eso ni lo contrario, ya lo sé, mentecato, puto descreído, es una forma de hablar. ¿Cuánto hace que no lees la Biblia, que ni siquiera la consultas por encima, la hojeas? Porque todas las almas son mías; como es mía el alma del padre, lo es también la del hijo: el alma que pecare, esa morirá. Ezequiel, 18:4. Cierto que cuando Ezequiel lanzó sus profecías Jesús todavía no… Sí, me da pena su madre, no lo niego, pero el Yonki… Qué quieres que te diga, Pepe… No es que fuese yonqui o ladrón, que lo era, es que era quien más y mejor repartía el veneno entre los jóvenes. Cuando murió Anselmo, su padre, el primer Tirilla y esposo de la señora Eulalia, el Yonki heredó su reino y lo elevó al cuadrado, o al cubo. Todos los camellos y consumidores de Fuenterrabal (y también de los pueblos cercanos) que hoy tienen entre veinte y treinta años son obra suya. Él era el puto amo del asunto. Él trajo a los Morancos al pueblo. Cuando se cansó de traficar en directo, pactó con ellos para apartarse a mejor consumir, para ejercer como el gurú local del negocio, su gran inspirador, sin tener que tocar más droga que la que se metiese él mismo. Entonces comenzó a pasarse el día entero colocado, sin interesarse en nada que no fuese fiesta. Ah, el Yonki, qué gran fiestero, qué gran animador del cotarro… El cura me dijo que la próxima semana ya tendrá su propia plazoleta. Plaza Héctor Paniagua Suárez. Con placa conmemorativa y todo. A esta comunidad (recua, debía decir, no comunidad) le falta muy poco (créeme, Pepe, muy poco) para estar en condiciones de exigir que cambien ese nombre por el de Plaza El Yonki. Para qué andar con disimulos. Tiempo al tiempo. No sé si el Maki, otro drogata de mierda, otro Tirilla de mierda, fue capaz de sospechar que la urna que le encargué era para lo que era. Tampoco sé si Pascualillo, que está en modo Yonki hace años, y que apenas es capaz de contarse los doce dedos de las manos, daría importancia a una supuesta sospecha del Maki con relación a mí. Todos piensan que estoy loco. Qué puedo importarles. Cojones, Pepe, cómo me duele la boca. Hoy tengo el día flojo, muy flojo. Ese entierro… Hace un rato me pareció ver a mami sentada junto al estanque. Estaba con un vestido verde que no recuerdo haberle visto puesto en vida. Recordé cómo nos echábamos la siesta a su lado, cómo hacíamos sortijas en su pelo con el índice de la mano derecha. Recordé cómo la pobre mujer evitó que nos extirpasen las amígdalas cuando parecía imposible salvarlas. ¿Recuerdas? Se nos escarranchaba encima (no sé cómo podía, porque pesábamos casi lo mismo que ella), y con un brazo lograba inmovilizarnos, mientras con la mano contraria vaciaba el gotero repleto de argirol en nuestras narices. (¿Recuerdas aquel regusto amargo? ¡Aj!, qué asqueroso). Y no nos soltaba. Qué va. De debajo de la manga (qué bien lo escondía hasta que…) sacaba aquel depresor convertido en hisopillo con cabeza de algodón, untado con miel y quién sabe cuántas cosas más, para dejar su cargamento allí, en el fondo, donde más dolía y falta hacía, adherido a las mismísimas amígdalas. ¡Ajjj! Toque. ¿Recuerdas? Aquel tratamiento se llamaba toque: dar un toque de. ¡Dios! Cuando fui al estanque desapareció. Me senté en el murete de piedras a esperarla por si acaso decidía comparecer otra vez. No lo hizo. Pasado un rato, metí la mano en el agua, y con el mismo dedo que usábamos para ensortijar su pelo, la moví de un lado a otro para ver si la goldfish… Estoy flojo. Mucho. Te parecerá una majadería de mi parte, claro, Caupolicán. Ayer soñé que perdía los dientes que me quedan. Esta noche… ¿con qué soñaré esta noche? Esa niña. Esa niña… Cómo me duele la boca, coño. Debía sacarme todas las piezas que no se me han caído todavía. Creo que iré a pegarme una ducha. Tengo una casita en Algarabía-nueve. ¿Te lo dije? Sí, te lo dije. «¿Y a mí que?», te preguntarás. No debías reaccionar así, pero eres como eres. No te das cuenta del daño que me has hecho. ¿Te parezco flojo? Siempre te lo parecí ¿no? «Palas, hay dos Tirillas y un Sancho muy graves por coronavirus. Se comenta que mañana o pasado mañana…», me acaba de decir Alberto. ¿Tampoco conoces a los Sancho? En fin. Alberto también murió de SIDA, como la Chunga. En su caso, no por promiscuo o heroinómano. Lo mataron en el hospital con una transfusión de sangre contaminada. Eran los ochenta. Ay, los ochenta, los ochenta… A principios todavía estábamos en La Habana. Todavía no habíamos emigrado. Todavía no la conocíamos. (Hoy, mi amor, cuánto te necesito hoy). ―No sé si sentirlo, Alberto. Es la vida. Es trabajo. ―¿Qué te pasa? ―No sé qué hago entre los vivos. ¿Es verdad que follaste con ella? ―Palas, ¿de nuevo con eso? Déjalo, hombre, por favor, déjalo… Fuimos novios en la edad del pavo, nada más. Tonterías… ―Ella tuvo que pedírtelo. ¿Qué edad teníais? ―Yo, quince. Ella, catorce. ―¿Y entonces, qué? ―Palas, duerme un poco, hombre. Mañana puede que tengas faena. ―Sí, voy a darme una ducha. ―Adelante. No lo pienses más. Ve. ―Nunca me has contado en detalles cómo fue tu trance, qué sentiste, qué pasó cuando abrí tu tumba, por qué decidiste venir y quedarte en el sotocielo. ―Para qué explicártelo, amigo. No lo entenderías. ―¿Crees que podré encontrarla cuando…? ―Anda, anda, ve a ducharte. Y aféitate, tío. ¿Cuánto hace que no…? ―Cómo me duele la boca, Alberto. No la boca, toda la cara. ―Anda, ve. Y si mañana las circunstancias no demandan tus esfuerzos desde muy temprano, duerme hasta tarde y ve al médico. ―¿Al médico? ―O ibuprofeno o maría, escoge. ―Alberto, ¿puedes oír a las ranas en el estanque? ―Sí, las oigo, no soy sordo. Anda, ve, anda… ―Cuando las ranas croan, me ducho. Sí o sí. Ja.



lunes, 24 de julio de 2023

LA TERESA DE ANTONIO PIEDRA. POÉTICA EN VENA




Únicamente los pies de barro dan valor al oro de la estatua.

                                                                                                                                     O. Wilde

 

Acabo de leer UNA HERMOSURA EXTRAÑA. La construcción poética en Teresa de Jesús, de Antonio Piedra. Un ensayo que ha provocado en mí múltiples estremecimientos: racionales, no racionales, ¿irracionales?, poéticos… Este magnífico libro, que deberíamos leer todos y leeremos “cuatro”, es un contundente tratado de retórica, sobre todo de retórica poética, cocinado con los ingredientes que constituyen el centro de la disciplina, y sazonado con las especias que rondan su periferia. Pero no es un tratado levantado en el aire con teorías leves, ni cavado en la roca con teorías graves, sino que se sustenta en un pragmatismo incontestable y luminoso, porque se extrae directamente de la obra de una poeta tan inmensa como irrepetible: santa Teresa de Jesús. Piedra, con mayor o menor éxito (con mucho en cualquier caso, teniendo en cuenta lo difícil del propósito), intenta emular a la santa en aquello que él define como una de sus intenciones primarias: bordear todos los planteamientos teóricos, doctrinales, conceptuales, y hasta los verbales, para llegar incólumes al prodigio que se encuentra en las profundidades del alma […] remover lo dificultoso y pesado para elevar el espíritu. Es imposible ceñirse a tal guion cuando se analiza críticamente una obra literaria en nuestro tiempo, pero Piedra lo intenta y debemos agradecerlo. En su libro (unas 330 páginas) hace y deshace con-fundiéndose con la santa hasta el punto en que ambos discursos, el del ensayista y el de la poeta ensayada, en ocasiones se dan a una ósmosis que a duras penas dirimen las comillas tipográficas. La simetría en ambos discursos no se basa en el uso del lenguaje o de la sintaxis (que también, un poco), se basa, sobre todo, en simétricas ironías, agudezas e “inteligencias retractiles”, esto es, inteligencias que saben cuándo saltar y cuándo agazaparse. Que entre bichos va la cosa. La una, santa. El otro, no. Pero… Teresa tiene tres o cuatro cerebros y dos o tres manos izquierdas, dice Jiménez Lozano citado en el ensayo. Yo podría decir algo parecido de Antonio Piedra y explicarlo, aunque éste no es el lugar para hacerlo. (Por cierto, no se echen atrás cuando vean la imagen de Teresa incluida en la portada del libro. Este ensayo no va de espiritualidad, y mucho menos de pura contemplación. La Teresa súper extática y medio ida que aparece en la imagen no es la que opera aquí). Piedra usa centenares de citas de la santa. Todo lo que escribe no hace más que respaldar (y ser respaldado por) lo escrito por ella. Claro, reordenado (¡vaya trabajazo!) e interpretado por él. Por él traído al siglo XXI. Esa es la cosa. Prologamos un libro cuya existencia se esperaba desde hace siglo y medio, dice Carvajal en el prólogo. Y tanto. Es cierto que lo esperaban “cuatro gatos”, pero ¿cuántos leyeron a Teresa en los últimos cuatrocientos años? Y sobre todo, ¿cuántos la leyeron como lo hizo Piedra?... Lo que hace el ensayista, en primerísimo lugar, es agitar el arponcillo y la carnada desde un andamio verticalmente contemporáneo para que los “cuatro gatos” de su tiempo maúllen, muerdan, traguen, digieran… y excreten lo que excreten, retengan el sustento esencial. Así perviven escritores como Teresa en el consciente colectivo de todos los tiempos: atravesándolo, con la ayuda de autores como Piedra, y afincándose en los “cuatro gatos” de cada pliegue: aquellos palillos de romero seco (los seres humanos para la santa) propensos, sin embargo, al justo riego, y capaces de convertirlo en fértiles ondas vibratorias, o en florecillas perennes, que diría Teresa. Digo en el consciente colectivo, porque los autores como ella, que guardan la llave de la lengua, trabajan en el inconsciente de los hispanohablantes a jornada completa. La santa, como se deduce de lo que explica Piedra, tiene la patente de una forma muy especial de manejar el romance. Se apartó (o la apartaron) del latín, pero a fin de cuentas, como cualquier otro escritor en lengua neolatina, jugó con ventaja, pues lo hizo libremente con monedas bien acuñadas, digo con Javier Marías. Su obra, unida a la de otros grandes autores coetáneos y contemporáneos suyos, trajo el castellano en volandas hasta donde está hoy. Pero ya en el siglo XVII, también gracias a ellos, que estuvieron a la altura de la mejor España, la lengua española estaba tan difundida en Italia (y en Francia, y en Alemania, y en Inglaterra), que los embajadores empleaban intérpretes para hablar ante el Senado veneciano y los españoles no. Todo el mundo se había hecho pueblo español, y el castellano era la lengua más necesaria entre todas las que se hablaban entonces. (Croce). Conocer y entender la poética teresiana, y sostenerla, vivísima, en el siglo XXI, es una forma de agarrarse a lo mejor de la lengua en un momento clave para lo que debía ser, y por desgracia no es su natural desarrollo, a causa de la perniciosa intervención de la ideología que, también en este campo, padecemos en España, en Occidente.

 

Los peajes

Para traer a la poeta Teresa de Jesús al primer plano en el siglo XXI, Piedra tiene que vivir y obrar en él. Y esto implica que, esté más o menos de acuerdo con sus paradigmas no pueda (y no deba) evitarlos. Sólo si habla desde este podio podrá alcanzarnos a quienes, estemos más o menos de acuerdo con él (el podio) lo sustentamos y padecemos. La presencia operativa de tres de estos paradigmas se hace evidente desde el primer capítulo del libro. Hablo de lo que Higinio Marín llama la vocación dialectizante de nuestro tiempo, y de lo que podemos llamar, en consonancia con esa forma de decir, sus vocaciones victimizante y democratizante.

Higinio Marín explica que, a partir de la reforma luterana, la lógica de síntesis que predominó en Occidente durante muchos siglos para resolver los problemas que suponía la normal evolución de nuestra cultura es desbancada por una lógica de confrontación dialéctica entre contrarios irreconciliables. Explica también que este paradigma se colma con la revolución francesa, y que por eso en los siglos sucesivos se refuerza una suerte de obsesión por negar desde postulados dialécticos (demasiado dialécticos, tal vez) todo antecedente condicionante en la conformación de lo nuevo. Bajo ese ímpetu dialéctico entiendo que Piedra oponga la retórica teresiana a la retórica del tomo. (Hasta que lean el libro, y simplificando mucho, entiendan por tomo el academicismo petulante y excluyente). Ímpetu dialéctico al que no es ajena del todo la propia Teresa (téngase en cuenta que vive buena parte de su vida en plena Contrarreforma), quien llega a decir: Guerra ha de haber en esta vida, porque con tantos enemigos, no es posible dejarnos estar mano sobre mano, sino que siempre ha de haber cuidado y traerle de cómo andamos en lo interior y exterior.

En este ensayo se pone en valor la obra de Teresa (su forma y sustancia poéticas, pero sobre todo su forma) oponiéndola a la obra de los llamados autores del tomo: desde Manrique hasta Dámaso Alonso. Prácticamente todos, claro, porque colocados frente a la especialísima obra de Teresa, ¿quién puede escapar de integrar el tomo en alguna medida? ¿Los no poetas o los antipoetas de los siglos XX y XXI? Yo no consigo obviar aquí aquella sentencia de Petronio: No pueden tener buen olfato los que están metidos en la cocina, y aquella otra de Calderón: Juez que ha sido delincuente, / ¡qué fácilmente perdona! Tal vez por eso, estando totalmente de acuerdo con el fondo de la cuestión que trata Piedra, disculpo el tomo a los sanjuanes, los frayluises y sus epígonos. Imagino (no imagino, sé) que Piedra también lo hace a su manera, aunque en este libro opte por la dialéctica dura para explicar y defender a Teresa, porque él mismo, como todos, carga con su porción de tomo. Sí, con algo de tomo cargamos todos, la verdad, qué le vamos a hacer. Habría que ser santa Teresa para evitarlo, y eso… Tomo, digo, sea éste gongorino, quevediano, italiano, francés, inglés, alemán, soviético o posmoderno. Lean algunas citas de Piedra en el sentido antes dicho:

 

[algo que no podía hacer fray Luis de León y sí santa Teresa] hablar con la misma propiedad de registros lingüísticos que sus ayos le habían enseñado.

 

[sobre Quevedo] un amor de mesa y tiralíneas que nada tiene que ver con el amor vulcánico de Teresa que distingue perfectamente dónde acaba la retórica de la rueca y dónde empieza la realidad trascendente.

 

¿Qué sabemos, sinceramente, del yo de Garcilaso de la Vega, de fray Luis de León, o del propio san Juan de la Cruz? Lo que nos dicen sus biógrafos que muchas veces forman parte interesada de la nómina del tomo, lo que intuimos por sus obras, y por lo que se les escapa en sus versos tan cuidadosos y exquisitos trazados en la oficina del platonismo. De Teresa, prácticamente y de forma directa, lo sabemos todo.

 

Ya sabemos que la santa no compuso liras como san Juan de la Cruz. No lo hizo porque su estética no consumía formas italianizantes, sino los acordes populares, pues es preciso que alguien “guise la comida” como Marta. 

 

Romance en la santa equivale a una opción perfectamente pensada y elegida a conciencia: la forma lingüística del pueblo llano para entenderse. Lo que de paso quiere decir también algo muy importante: que adrede no está en la tradición italianizante, culta, clerical, literaria. Ella está en la vanguardia del siglo XVI.

 

Una persona que solo hilvana endecasílabos con acento en la sexta es muy distinta de quien hace octosílabos como ocurre en el caso de la santa. Son respiraciones, pausas, atropellos, brevedades, solemnidades y precepciones muy distintas.

 

Piedra, sin embargo, pasa la mano a algunos autores que, o son más de su agrado, o en su momento hicieron una crítica a Teresa más ajustada a lo que él considera justo (y yo también, por cierto), o simplemente se inhibieron de juzgarla a la ligera. Por ejemplo, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Federico García Lorca. A Lorca lo cita diciendo sobre Teresa en 1933: flamenquísima y enduendada [como] el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del amor libertado del tiempo. Vaya poeta, Lorca. Claro, en 1926 había dicho esto otro: 

 

[Góngora] Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire. Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes.

 

Uff…

En el repaso que da sobre la crítica a la obra de Teresa en los siglos XVIII y XIX, Piedra nos deja unas líneas que no tienen desperdicio:

 

[en el XVIII] Las formas empezaron a disociarse de la metafísica, los nuevos poetas se desentendieron de los viejos, la mundanidad que adoptan destierra a la antigua e inmediata religiosidad, y la nueva forma de escribir, sometida a la dictadura del buen gusto y de las academias sostenidas, se alejan como distintivo de los significantes simbólicos, de las paradojas eternas, de las realidades históricas, y hasta de las palabras mágicas al considerarlas un puro anacronismo.

 

[en el XIX] Como en la peor pesadilla de los sueños, un tonelaje de consideraciones neurológicas interviene en los fenómenos espirituales reduciéndolo todo a sexo sublimado o sobreentendido, a histeria colectiva, a neurastenias tipificadas, a misantropías monásticas, a un manojo de neurosis obsesivas, y a melancolías perpetuas entre otros fenómenos de perturbaciones psíquicas.

 

Qué bien visto. ¿No encaja esto a la perfección con las ideas de Higinio Marín antes citadas? En el llamado Siglo de las Luces la Ilustración desbocada, que había sido sobrealimentada con reformismo durante más de un siglo, vestía de largo la vocación dialectizante de la que hablaba Marín, para llevarla finalmente al altar con el Estado absoluto de Luis XVI (antes acunado por el cardenal Richelieu y sentenciado por Luis XIV), y celebrar su matrimonio con la revolución francesa. ¿Antecedentes condicionantes? ¿Para estos prohombres inventores de los derechos humanos? Qué va. El desprecio o menosprecio de una obra como la de santa Teresa de Jesús en estos dos siglos (previo y post revolución francesa) está más que justificado. Lo contrario hubiera sido raro. De hecho sigue siendo raro que alguien se detenga en esta obra como lo hace Piedra en pleno siglo XXI. Cosa de lectores y escritores aristócratas, como se verá más adelante.

Con relación a la vocación victimizante de nuestro tiempo, Piedra es también condescendiente. Lo es en este ensayo y con un objetivo muy preciso, quiero decir, porque, como lo fue Teresa, que de víctima nunca tuvo nada, él es un escritor fuerte, incluso duro; puestos a escoger, casi siempre más victimario que víctima. Pero aquí, manejando sus varios cerebros como lo hacía la santa, a ratos la presenta como damnificada, y haciéndolo entronca con el discurso victimista de nuestra época, en la que ser víctima y débil está mucho mejor visto que lo contario. A nadie se le escapa que Teresa, si es puesta frente a los hombres del tomo (hijos de Adán, les llamaba ella con una ironía de altos quilates) como una mujer que tuvo que hacer mil maniobras en la vida y en la literatura para no ser mal entendida, para no ser, incluso, llevada a la hoguera, entrará mejor a los posibles lectores de hoy. ¿Esto lo habría hecho así algún autor del siglo XVIII? Pues no. Ni se le habría pasado por la cabeza. Aunque en el fondo, por muchos cerebros que Piedra haya puesto en funcionamiento, puede que no lo haya premeditado, puede que, simplemente, no haya podido evitarlo. Eso quise decir cuando aludí a la meridiana contemporaneidad de su ensayo. Lean estas citas:

 

No podía ser escritora porque no era letrada, no podía ser letrada porque era mujer, no podía ser mujer en plenitud porque era una monja, y tampoco, ay, no podía ser poeta porque, sencillamente, es lo que le faltaba a una iletrada, a una mujer, y a una monja.

 

¿cómo llamar a la compositora de versos y de prosa lírica si no se consideraba poeta ni quería pasar por tal? […] una simple “romera”. Es decir, una peregrina de la palabra.

 

Claro que esto era así. Claro que supuso grandes dificultades para Teresa. Pero como el mismo Piedra explica o deja caer, según el caso, ella nunca se paró en varas: no querría yo, hijas mías, lo fueseis en nada [seres débiles y mujeriles], sino que parecieses varones, que si ellas hacen lo que es en sí, el señor las hará tan varoniles que espanten a los hombres. Esto es lo que en mi tierra se llama una mujer de pelo en pecho. Teresa se rio de todos los hombres que le pusieron trabas. Lo hizo con una inteligencia y una ironía sin pares. Piedra lo sabe mejor que nadie, lo cuenta mejor que nadie. Puede que sea precisamente eso lo que más le atraiga de la santa: su feminismo raigal y hondo, valiente y medido, nada victimista, que puesto al lado del histérico feminismo actual, parece cosa de otro mundo. Lo es.   

En cuanto a la vocación democratizante de nuestro tiempo pasa algo parecido. Ahí está y no se puede obviar por muy aristócrata que se sea. Teresa era una lectora aristocrática (esto Piedra lo explica muy bien en su texto, aunque no lo diga literalmente), y es también una escritora aristocrática, por mucho que haya huido del tomo. Lo mismo pasa con Piedra, que forma parte de la más alta aristocracia lectora y escritora de nuestro tiempo. No hay más que leer este ensayo para comprobarlo. ¿Cuántos pueden leer a Teresa como él lo hace? ¿Cuántos pueden escribir sobre ello como él? Léanlo y ya me dirán. Sin embargo, los tiempos mandan. Aparentemente se relaciona la aristocracia con el tomo, cosa que no siempre es así, y se le opone una Teresa “democrática”, que escribe para todos con el leguaje de los pobres: Un discurso que, sociológicamente hablando ―y de aquí su modernidad―, se identifique con el estilo de los pobres del momento que solo entienden “la llaneza en el hablar”. Pero en Piedra pasa como en Teresa, que trabajaba con palabras como si fueran hechos y que, además, pesaran exactamente como las onzas en una romana. No se puede leer a la ligera. Y no se puede dar por entendido todo antes de tiempo. Si se lee bien, aparecerán la Teresa y el Piedra aristócratas:

 

La verdadera aristocracia en el arte no sufre las multitudes curiosas y tampoco admite, como razón selecta, que el ruido del claustro genere una batahola parecida a la del mundo.

 

La ignorancia teresiana, a la que tanto acude en su obra, no es una disculpa, sino más bien una concesión retórica […] La ignorancia en la escritura teresiana emerge como un personaje casi alegórico que, paralela y estratégicamente, salta siempre que la argumentación no tiene vuelta de hoja como mujer, o cuando la experiencia mística no tiene recambio en el pensamiento formal del XVI.

 

La aristocracia de Teresa se manifiesta, además, en su hondo individualismo. Lo real para la santa sería todo aquello que circunda al ser y es atribuible a su individualidad, nos dice Piedra, que dedica un capítulo que no tiene desperdicio al yo teresiano y a su forma de representarse. Y también se manifiesta en su vocación trascendente aplicable a la vida y la obra: Porque serán cosas de mucho gusto algún día […] Calla, que vos veréis el provecho que ha de hacer esto que escribo, después que yo muera. Y ¿acaso no es profundamente aristocrático el espanto ante cualquier forma de colectivismo, tanto en la vida como en la obra? ¿Acaso no es aristocrática la vocación de conocerse a fondo, de primar el alma una y sola que se suelda a Dios como único merecedor de tal cosa? ¿Acaso no es aristocrático un yo consciente de sí, que sólo se preocupa por su Criador (yo en Dios, dice la santa), por más que este yo vaya siempre en zapatillas, por muy en ruinas que aparente estar? Ayn Rand, una atea, pero que construyó contra su tiempo un gran sanatorio para tratar el individualismo moribundo del hombre actual, dijo: El único conocimiento directo e introspectivo del hombre que posee cualquiera es el que cada uno tiene sobre sí mismo. / El alma noble se reverencia a sí misma. / Para decir “yo te amo”, primero hay que saber decir “yo”. Esto es pura aristocracia. Y nadie es más aristócrata que Teresa. Por muy autodidacta que haya sido, por muy a ras de suelo que vuele su retórica.

 

El destino alcanzado

Hechas las consideraciones oportunas sobre algunos de los peajes que debe pagar el ensayo a su tiempo; muy por encima, porque no se le debe mirar el diente a un caballo alado, decía Chesterton, debemos entrar de lleno, también por encima, que esto es una reseña y nada más, en lo que pretende, y con éxito alcanza Piedra, que es, sencilla y llanamente encontrar, fijar y comunicar las claves de la construcción poética en Teresa de Jesús. Casi nada. Y esto, nos dice él, poniendo de manifiesto una cuestión capital en Teresa de Jesús como escritora: lo que ella entiende por discurso de mi vida y discurso del entendimiento, a través de los cuales […] planifica una construcción poética personalísima. Más que unos demorados comentarios de texto, se trata en primer lugar de un venturoso trabajo de exégesis y hermenéutica. Exégesis, por su parte expositiva y explicativa. Hermenéutica, por su parte interpretativa y sacra. Porque todo esto, al margen de que el investigador sea agnóstico, se hace en territorio sagrado. Dios, Criador y destinatario del alma de la santa, es para ella EL POETA, por más que para otros, especialmente en nuestros días, pueda ser el poema por excelencia, un poema más, o incluso nada. Por encima de la honrilla de la escritura, de los juegos florales del entendimiento, y de las impresiones amorosas tan cómplices, está la honra y el honor de Dios como razón suprema, nos dice Piedra.

Así que el ensayista relee la obra de la santa renglón a renglón, verso a verso, y de la misma manera lee o relee casi todo lo que han escrito sobre ella los autores de peso, o sea, los del tomo. Pero esa lectura, especialmente la hecha del corpus scriptorum teresiano, está guiada por el objeto de su trabajo con una determinación (cuando lean el ensayo verán qué importante es el término determinación para la santa) y una puntería también teresianas, que realmente impresionan. Leí la obra completa de Teresa, publicada por la editorial Monte Carmelo en formato digital al cuidado de Tomás Álvarez, hace cinco o seis años, más o menos, y confieso que, después de leer UNA HERMOSURA EXTRAÑA, tendré que releerla lo antes posible porque no la leí como Dios y Teresa mandan, aun cuando mi lectura iba dirigida en la misma dirección que la de Piedra. La manera en que él registra esta obra y extrae de ella los datos que necesita para armar su relato no es nada común, está al alcance de muy pocos. Porque no se trata sólo de buscar y encontrar, que ya es mucho teniendo en cuenta la forma discontinua y dispersa en que la santa escribió, sino también de bien interpretar y reordenar en función de. Este ensayo no se aparta en ningún momento de su objeto de estudio. Teresa ofrece innumerables motivos tentadores para hacerlo (otros cedieron ante ellos), pero Piedra no pica. Aquí: construcción poética, construcción poética, construcción poética… Y claro, muy pronto aparecen los hallazgos, las sorpresas… La lectura que hace Piedra está dirigida, además, a encontrar la forma de no escribir palabra que no se corresponda con lo escrito por la santa. Esto no se puede lograr del todo, ya se sabe: la vertiente hermenéutica del trabajo exige interpretación, pero Piedra lo logra en buena medida, en la mayor posible. Por eso puede estar muy tranquilo. Por eso puede decir ante cualquier señalamiento: «ah, no lo digo yo, lo dice ella», y quedarse tan pancho.      

Siempre con la diana bien fijada, Piedra comienza por señalar y analizar los antecedentes que explican a la Teresa escritora: niñez / lecturas / crianza…

(Hago aquí un breve paréntesis para remarcar una magnífica sutileza que nos regala el Piedra más teresiano con relación al término Criador, que la santa emplea en lugar de Creador cuando se refiere a Dios. Nos dice él: La santa usa adrede el término «Criador» ―en más de medio centenar de ocasiones―, y no el de «Creador», tan de moda en su tiempo, con la misma intención poética de siempre: buscando la entraña que transfiere la imagen del criador que, amorosamente, da el ser y amamanta a sus criaturas. Cosa ésta no baladí en Teresa. Creo yo que es capital, porque ella fue creada por Dios, pero también criada por Él. Y esto quiere decir que por encima de la educación y la instrucción ―en todos los casos, en todos, mecanismos de adoctrinamiento que ella evitó experimentar fuera de casa―, está la crianza, que es la que transmite a la criatura criada todos los valores esenciales de su cultura. Ella tuvo una crianza cuidadosa en casa, aunque muy pronto quedó huérfana de madre, pero por encima de todo, estuvo siempre a los pechos de su Criador. O sea, que trascendido el Dios platónico, esa Idea que emana ―no crea― ideas o ideíllas, también se trasciende el Dios Creador para llegar al Dios Creador-Criador. Una delicia de resonancias y consecuencias trascendentes. En Teresa y en cualquier otro que haya sido creado-criado por Él).    

Expuestos los antecedentes que explican a la Teresa escritora, Piedra comienza a desgranar las maravillas concretas que se arrumban para desembarcar en la canción más larga, compleja y elaborada, tanto en verso como en prosa o a la vez, compuesta en el siglo XVI. Como el ensayo va, sobre todo, de retórica y de poética, voy a centrarme en ello.   

Piedra nos presenta a una escritora apartada de la producción industrial de su tiempo […] que nunca pretendió con su escritura hacer el verso más original de la historia, y mucho menos conferir estructura poética a la mística. (Me había prometido no traer la palabra mística a esta reseña, pero hacerlo aquí vale la pena). Una escritora que comienza a escribir rondando los 40 años, bajo expreso mandato de hacerlo, cuando ya acumulaba una enorme experiencia como mujer, como monja y como madre fundadora de una Orden religiosa. Piedra explica muy bien cómo entra Teresa en la escritura, basándose, sobre todo, en lo escrito por ella misma en el Libro de la Vida. Recoge sus miedos, sus dudas, y también sus más firmes determinaciones (determinación en Teresa es sinónimo de voluntad, nos aclara Piedra), entre ellas: no apartarse nunca de lo que le dictaba su experiencia. No diré cosa que no haya experimentado mucho, diría la santa. Esto evidencia las sospechas que provocaban en Teresa la filosofía en general y la teología clásica (cosas del tomo), y claro, en tanto que ramas de la filosofía, la dialéctica y la metafísica. Y evidencia también su desprecio por los fondos y las formas en la escritura que no estuviesen transidos por la verdad. Todo ello lo explica Piedra con maestría a lo largo de su ensayo. Sin embargo, quienes en nuestro tiempo no quieran o no sean capaces de leer bien a la Teresa de Piedra, pueden sentirse tentados a confundir la poesía de la santa con lo que se dio en llamar hace unos años en España poesía de la experiencia. Esa bazofia. Ya en la presentación del libro en Valladolid escuché a alguien apuntando en tal dirección. Y claro, el asunto demanda una aclaración urgente, porque confundir estas cosas sería más injusto y ofensivo para la obra de Teresa que todo el desprecio que padeció en los siglos XVIII y XIX juntos. La experiencia que sustenta la obra de Teresa nada tiene que ver con aquella que, sin ser antecedida por la imaginación ni pasar los filtros de la inteligencia, se posa como una ocurrencia más en la mente del poeta fácil, regalado y palabrero. No podemos imaginar a Teresa escribiendo: entré en la cocina y me encontré a sor Esperanza / hacía frío y le dije / compañera, qué frío hace en enero, / ¿viste la nieve en el patio?  ¿A que no? La experiencia en Teresa es cosa muy distinta. Dejemos que nos lo explique el propio Piedra: sería ingenuo hablar […] de la experiencia como de un encontronazo o hallazgo casual, o como dice la propia santa […] como un repique de campanas. Se trata de una determinación racional concreta que ―por verificaciones sucesivas, y no pocas― apuntala cualquier realidad vital, pensamiento, aprehensión, sentido, vivencia interior, o idea, y que en su caso pasan al discurso como una explicación irrebatible. Queda claro.

Al calor de una escritura veraz, con un yo que no admite desdoblamientos, y basada en la más honda experiencia, sensual o no, que huye de las formas convencionales porque no le sirven para captar y comunicar lo que quiere, nace lo que Piedra llama una concepción […] de la obra literaria al natural o a cielo abierto. Y a esta concepción, como es lógico, sólo puede corresponder una retórica particular, completamente novedosa para su tiempo; una retórica que, según Piedra, demanda poca industria, como dice ella, y mucha fuerza. Bien pudo rogar Teresa a este respecto: coloca, Señor, un guardia en mi boca, y un centinela a las puertas de mis labios… (Salmo 140). De esta retórica (no rácana, pero sí medidísima), que está en la base esencial de la poética teresiana en cuanto a su forma, va este ensayo, por más que se refiera a muchas otras cosas también importantes.

El ensayo comienza mostrando a una Teresa que huye de la retórica, que se coloca casi al margen de la misma, en oposición a lo que hacían los autores del tomo. Entonces Piedra se ve obligado a adjetivar: escritura natural / poesía a ras de suelo / acordes populares / retórica al alcance de la mano / retórica cordial / retórica desenfadada / estilo sencillo / palabra sonora, popular, semiautomática y atrapadora / discurso para pobres… En fin, que como la cosa al final tiene que acabar donde debe, porque Piedra de estas cosas sabe mucho, acaba así:      

 

¿Retórica? Claro, cómo no, pero tan bellísima como un proceso alimenticio y tan auténtica que pasó de Teresa directamente a la modernidad poética en cantidad de casos.

 

Retóricamente no hay quien la pille en descubierto. Para escribir solo necesita comunicar lo que siente y que, además, lo comprendan desde la primera de sus monjas a la última “esclavilla” del monasterio.

 

Lo que pretende es materializar su propio discurso y hacerlo visible, por la vía más elemental, y a través de la experiencia que tiene de Dios. Lo que, implícitamente, y como tal discurso, desemboca en los mismos o parecidos recursos retóricos que rechaza.

  

Para llegar a destino (el viaje en este caso tiene múltiples acicates), Piedra ha explicado quién fue Teresa, cuáles fueron los antecedentes que la hicieron escritora, por qué escribió, cómo lo hizo y por qué lo hizo como lo hizo; cuáles fueron sus razones, sus ambiciones, sus limitaciones, sus vacilaciones y sus determinaciones. Piedra se ha empeñado en demostrar que en Teresa se cumple la sentencia de Wilde colocada en el encabezamiento de esta reseña: los pies de barro dan valor al oro de la estatua. Demostrado queda, sin dudas, aunque en el caso de la santa, los pies de barro pesaron lo justo (poco) en su alma voladora, impulsada por un amor imbatible y por una poética en vena. El ensayo no tiene desperdicio de principio a fin. Lo recomiendo sin ninguna cautela. La obra de Teresa (en verso o en prosa) queda perfectamente encuadrada como obra poética, y colocada donde siempre debió estar, al menos, donde debe quedar instalada para los “cuatro” lectores que le corresponden en el siglo XXI. Para mí la lectura de UNA HERMOSURA EXTRAÑA ha sido una magistral lección de poesía. Y mientras la poesía siga siendo lo que siempre fue (que la cosa va mal en este sentido, como en tantos otros), seguiré leyendo los discursos de la vida y del entendimiento teresianos como una de las expresiones poéticas más altas de todos los tiempos. Creeré en ellos con la misma ingenuidad militante que mostraba Ángel Crespo con relación a La Comedia: Seguiré creyendo en el sistema astronómico de Ptolomeo hasta que el de Copernico inspire una obra poética como el Paraíso de Dante. En cuanto a Piedra, de nuevo le doy las gracias. ¡Bárbaro, poeta! Que sepas que imagino a la santa leyendo tu ensayo, esbozando una sonrisilla socarrona y sentenciando: Porque es verdad lo firmo. Teresa de Jesús.