lunes, 8 de junio de 2015

El castellano en estado de gestación





    La luna nueva salió en Alejandría
    llevando entre los brazos a la vieja.

                                            Seferis


Hace unos días visité de nuevo a mis amigos de la Fundación Jorge Guillén. Allí leí unos poemas y tomé un par de cafés para redondear una charla amena y sustanciosa. Como siempre, pregunté por las novedades de su catálogo. Como casi siempre, resultó haberlas. Pero esta vez me estaban esperando con una sorpresa especial. Noté en sus ojos esa vibración que suele acompañar a la complicidad cuando ocurre pletórica, gozosa. Ellos sabían perfectamente que aquel librito amarillo (Soliloquios y otros apartes, de Willinton Triana, Colección Maravillas Concretas) me interesaría mucho. A ver qué te parece, dijo Antonio, este nuevo descubrimiento, y, sin abundar en datos, leyó dos o tres de sus poemas. Me fui entusiasmado. Llegué a casa. Leí el libro de un tirón, y aquí estoy para darles muy buenas noticias.   

Willinton Triana, poeta de origen colombiano residente en León, tiene sólo diecinueve años. Y sin embargo, cuenta ya con una voz poética muy poderosa. Me atrevería a decir que hasta ahora no tuve la suerte de encontrar algo así en nuestra poesía. No se trata, sólo, de una alegre y bien perspectivada precocidad. Hablo de un poeta en progresión, cómo no, pero con un primer libro que ya quisieran para sí muchos otros que triplican su edad, y son fijos en el palmarés de los concursos más célebres, en sillones de cátedras y academias. Espero no hacerle daño a este muchacho con lo que voy a decir. Si llego a conocerlo personalmente, yo mismo le ofreceré una buena pista de aterrizaje que le evite perniciosos mareos, pero ahora debo ser honesto. Su poesía importa mucho. Y esto a los diecinueve es muy reseñable, cuando menos, por infrecuente.        

Empiezo por el nombre del autor que aquí resulta premonitorio: Willinton Triana. Esta extraña forma de nombrar, tan manida en la América Latina de las últimas décadas, raramente encuentra acomodo en el alma adecuada. El poeta tal vez lleve nombre de futbolista bogotano, de acuerdo, pero en su caso, haberse llamado de otro modo hubiera coartado el acarreo de varios significados adjuntos, porque el Willinton (pueblo de Connecticut, en la costa este de los Estados Unidos) y el Triana (barrio de Sevilla, España) se ajustan perfectamente a una vocación compleja, la suya, que incluye la búsqueda en las vanguardias con origen en el norte de Europa, pero siempre sujeta a la tradición mediterránea, latina, española. Aquí lo Willinton dispara, en la misma medida que lo Triana ampara. Y es que la poesía de este chico, como iremos viendo después, sin renunciar a la indagación fuera de casa, hace el recuento último a los pies de su hoguera, con todos los ángeles y demonios propios en derredor, obrantes, insertos en el caudal de la tradición. Porque este libro es un soplo de aire fresco, sí, pero no llega del cielo. Se procura con un fuelle secular, tan ajado como resistente, tan sobado y puteado como diligente.    

Desde la misma dedicatoria, que es, además, prólogo y primer poema, las cosas quedan muy claras. El posterior desarrollo del libro es hábilmente indexado en ella como una franca declaración de intenciones: renovado barroquismo, sostén dialéctico y metafísico, (también mitológico) chispazo surrealista, desinterés por la moda, agudo sentido del humor…

Leída la dedicatoria, y aunque avisado por ella, las sorpresas se van sucediendo poema a poema. La poesía de Willinton ocurre ajena a la juventud de su autor, a cualquier otra circunstancia que pueda presuponer acotación. Sencillamente se planta en el siglo XXI con la tradición por garante. Y entonces me pregunto: ¿pero de verdad este poeta tuvo tiempo de leer todo lo que aquí aparece avalándolo, o ello le fue regalado en la intuición y el talento? Poco importa. El caso es que lo mejor de nuestra poesía, desde Manrique a Juan Ramón, con toda su complejidad incluida, asoma aquí válidamente renovado. Lean, por ejemplo, estos versos extraídos de diferentes poemas:

Me pidió que quebrara
el verso,
que lo sangrara,
y a cambio me enseñaría
cómo matar a un bardo.

¿Qué cuánto? Qué sé yo, quizá once
como espacios intercostales tengas
donde pueda enredarse un tonto hueso mío.

Ha como veintiocho años que te extraño.
¡Ah!, veintiocho años que siquiera tengo.

Menos mal, Amor, que eres lodo fértil
donde hacer el alborozo para este núbil cerdo.

Mujer, mujer,
esas verdades no se escupen
en un vaso frágil.

Sé la mecha
de una explosión concentrada de azar reprimido.

Willinton no persigue sombras informes en la deconstruida actualidad. Las caza donde pueden integrarse en figura cierta, las in-forma a la luz poderosa de su tradición, y las entrega re-proyectadas por las luces de su siglo. Todo esto hace sin complejo alguno. No viene a España para rebuscar en esa triste acumulación de nada que se llamó Poesía de la Experiencia, ni va a Colombia para hacerlo, por ejemplo, en el autodestructivo Nadaísmo. Willinton toma en ambas orillas del idioma lo que supone su base constituyente, su fiable tuétano, y con esa materia, (insisto, no sé cómo es capaz) levanta una primera obra realmente poderosa.

En el fondo de este libro palpitan desde Manrique a Juan Ramón, pero lo hace especialmente el barroco. Resultan claros, por inconscientes que puedan ser, los apoyos en Quevedo y Góngora, incluso en Gracián o Sor Juana. Si añadimos a los citados versos de Willinton, estos:

Soy gris con tendencia a oscuro
y luzco no mejor la prenda alba.
               
Vivo verano los días todos…

y los ponemos en paralelo con estos otros de Góngora, Quevedo, Sor Juana, o, incluso Cervantes: 

halló hospitalidad donde halló nido
de Júpiter el ave.
Góngora

Sola en ti, Lesbia, vemos ha perdido
el adulterio la vergüenza al Cielo…
Quevedo

Firma Pilatos la que juzga ajena
Sentencia, y es la suya. ¡Oh caso fuerte!
Sor Juana

… es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Cervantes

queda claro lo antes dicho. No quiero hablar sin más de otra vuelta de tuerca al Neobarroco, tan vivo todavía en América Latina, para no someter la poesía de Willinton a semejante horma, pero está claro que aquí las formas no son simplonas. Y no lo son, porque la sustancia que formalizan tampoco lo es. Como ya dije, y explicaré más adelante, la poesía de este muchacho está cargada de dialéctica, metafísica y mitología. Es relativamente compleja (que no complicada) porque es ambiciosa, porque pretende dar forma a temas que importan. Resulta en ocasiones “oscura” (comillas también en letra para que queden acentuadas) porque maneja imagen de alta calidad. Y no es viciosamente sucinta.

En este punto podría extenderme mucho. Ya lo hice en otras ocasiones. Pero prefiero apoyarme en una brillante cita de Mauricio Serrahima para cortar y aclarar camino: “La función de la claridad no es impedir que se digan cosas complejas, sino decirlas claramente, la concisión cuando se substantiva, llega a ser un obstáculo para la precisión, y se juzga entonces la mesura por las dimensiones en lugar de hacerlo por las proporciones…”
                                                          
Willinton no teme a nada que no sea la Nada. Entonces emergen los padres barrocos con su inconfundible bordón, y ocurre el milagro: la poesía parece nueva (acaso lo es, si esto es posible) y al mismo tiempo nos pertenece, porque nos trae la nueva luna en brazos de la vieja. Sí, esta poesía es felizmente nueva y nuestra. Pero si tuviera que elegir entre ambos atributos, optaría por el segundo, porque estamos ante una obra que atiende a los dones asentados en nuestra lírica por la decantación esencial a que fue sometida en su Siglo de Oro, especialmente en la mejor poesía de Góngora. Veamos cómo lo explica Lorca: 

“Góngora huye en su obra característica y definitiva de la tradición caballeresca y de lo medieval para buscar, no superficialmente como Garcilazo, sino de una manera profunda, la gloriosa y vieja tradición latina. Busca en el aire solo de Córdoba las voces de Séneca y Lucano. Y modelando versos castellanos a la luz fría de la lámpara de Roma, lleva a su mayor altura un tipo de arte únicamente español: el barroco. […] Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes. […] Y no busca la oscuridad. Hay que repetirlo. Huye de la expresión fácil, no por amor a lo culto, con ser un espíritu cultivadísimo: no por odio al vulgo espeso, con tenerlo en grado sumo, sino por una preocupación de andamiaje que haga la obra resistente al tiempo. Por una preocupación de eternidad.”

Willinton participa a su manera aquella obra de rehabilitación constituyente. Y no sólo en lo formal, sino también, y en la misma medida, en cuanto a la sustancia poética que la sostiene. Porque su poesía, como ya dije, está cargada de argumentos dialécticos, metafísicos, mitológicos… Ah, pero se aleja de lo puramente discursivo con esa pericia que permite reconocer a los buenos poetas. Aquí el pensador jamás devora a su partenaire. Ofrece todas sus armas (de nuevo muchas, para la edad del autor) pero las somete siempre al arbitraje último del poeta: el único que puede desmarcase de los segmentos abstraídos de la realidad con fines cognoscitivos muy particulares, para trabajar en su compleja totalidad. Willinton es un autor que piensa finamente. A estas alturas, ¿cabe suponer otro tipo de poeta, si pretendemos algo más que ritmo y color? Lean, por ejemplo, estos versos:

A propósito de la vida:
vira, como electrón en movimiento,
con prepotente pasmo.

Ser […]
el acto en potencia más fácil de tratar.

“Yo” es sustantivo sin fundamento,
adjetivo adyacente al absurdo.

Excéntrica y, no obstante, ay,
tan fácil de ignorar.                       

Y estos otros:

procurando zanjar el dilema de ser
en calidad de cedro,
en calidad de niña gitana,
en calidad de cuásar con resaca de quimeras y sed de cielos…

Yo cedo existencia a los estorninos…

Así se las gasta este joven poeta, que se mueve, según conviene al poema, de los presocráticos a Platón con pasmosa facilidad; que si es necesario tira de la metempsicosis, con base en el orfismo y en Pitágoras, sí, pero sostenida también en la reminiscencia platónica; que desembarca en Antístenes, Zenón o Epicuro, pero asimismo los evita pavorosamente si pitan “peligro”, y todo ello, con una solidez que sobrecoge.

y tengo, además, los ojos
llenos de denunciaciones,
cansados de tanta vida malgastada.

expirada está la garantía de ataraxia
y estragado el calostro de las ménades.
[…]
soy polilla carcome nadas.

Willinton, además, maneja la mitología bíblica con soltura, (tras este libro está muy presente, por ejemplo, el Cantar de los Cantares) como también hace con la mitología grecolatina. Esto no es ninguna tontería. Su vocación es ecuménica. Y aunque recién comienza a escribir, ya aparecen mezclados, pero también sopesados Oriente y Occidente. Ya se ponen en su sitio a Troya y a Roma, David y Melibea, Edith y Ofelia… buscando tanto sus puntos comunes (el filón genésico en nuestra ecléctica cultura) como sus particularidades en un entramado ético muy específico. Todo ello, en ocasiones filtrado en la mejor tradición de la lengua castellana:    

Lloró Pleberio e insistió en su llanto
–Aye! Melibea has left you–,
aun sabiendo que no habría
más hermoso planto que David
plañendo a Absalón su hijo,
oh traición amada.

A esta precoz solvencia en cuanto a sustancia y forma poéticas, tenemos que añadir otros síntomas de inusitada madurez: el descaro y el sentido del humor, que se dejan ver de muchas maneras y en muchos de los poemas. Lo hacen a través de fructíferos “juegos” con el lenguaje, que, con elegancia y chispa en similares proporciones, llegan incluso a la traza surrealista, siempre inserta en la tradición de la lengua castellana.  

Nos encontramos, por ejemplo, con nombres que asumen una función verbal. Un hallazgo verdaderamente prodigioso en lo formal, que en este caso trae aparejado una altísima capacidad significante. Otra prueba (la mayor quizás) de la increíble madurez de este joven poeta:

…la del amor azorero
que atila y nabucodonosora
la parte y el todo de las almas. 

(Nótese aquí, además, como el pueblo romano y el judío tienen un enemigo común)

Nos encontramos con posibles cacofonías, que, por intencionadas dejan de serlo y funcionan a la perfección en su entorno poemático:

de tez atezada

Vivo en vano verano

Con valentía y acierto se emplean palabras que están en franco desuso, como “azorero”,
“denunciaciones” o “furiente”.

Se llega incluso a romper por sorpresa un soneto, (Resquemor antiguo, se llama) en una operación tan heterodoxa como sugerente.

Se manejan imágenes surrealistas de gran eficacia:

Un proceso parecido me erigió a mí
grano de café colombiano.

En fin, aparecen en este libro una cantidad de recursos loables en cualquier caso, pero muy en especial cuando hablamos de la primera obra de un poeta, no sólo núbil, como él mismo declara, (recuerden: “Menos mal, Amor, que eres lodo fértil / donde hacer el alborozo para este núbil cerdo”) también imberbe. Tal vez el poema que mejor resume todo lo que vengo explicando en los últimos párrafos, sea éste que les copio entero:

SE ANUNCIA…

Púber individuo casi español
–si trascendental le resultara–
de tez atezada, se consagra
a cualquier actividad que comprendiese,
aun si cabe someramente,
la exaltación de la belleza
en las cosas cotidianas
que atestiguan nuestra existencia.
A poder ser con contrato indefinido.
Garantizo experiencia suficiente
en la necesidad de amar que todo
lo soporta, discreción o nivel elemental
de la ironía y la originalidad
–posiblemente–
ya inventada por uno que bien calla.

No debo extenderme más. Seguramente quedó claro el porqué de mi entusiasmo con este libro y su autor. El castellano está en perenne estado de gestación. Su matriz no fue roída del todo. En el “debe” de este feto, algunos problemas formales de tipo menor,  algunas rimas descontroladas, tanto consonantes como asonantes, algunas citas inapropiadas… Tonterías de ese tipo que resultan aquí menos que pacotilla. En el “haber” todo lo dicho, que no es poco.

Parafraseando al mismo Willinton, deseo que las metáforas lo sazonen con ventura. Parafraseando a Pitágoras, le aconsejo: sigue por ahí, poeta, porque si llegaras algún día a formar rebaño, tendrías que soportar a los pastores y los perros. Y citando a Quevedo termino: Tranquilo, me digo, “…tiene la encina en los tizones / más séquito que tuvo en hoja y fruto”. 



  

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