Portada diseñada por Francisco dos Santos
Cuando Francisco dos Santos me pidió un texto para presentar esta magnífica edición del Cantar de Mío Cid, incluida en la Colección Clássicos de la Editorial Lumme, supe que podría hacerlo, sólo, si era capaz de entender y refrendar su utilidad. Las dos únicas preguntas que me hice en aquel momento fueron: ¿realmente hace falta reeditar esta obra?, ¿por qué? No tardé mucho en responder afirmativamente a la primera; tampoco en decidir que mis esfuerzos debían dirigirse a ensayar una respuesta a la segunda para ofrecerla a los lectores. Entonces, ¿por qué una edición más de este poema? Y una razonable coletilla a la pregunta: ¿por qué leerlo o releerlo, según el caso, ahora? Todo lo que escribiré aquí buscará responder a esto ante quienes me acompañen con una mano en la falleba. Ojalá sea capaz de inquietarlos lo suficiente, de estimular sus muñecas hasta que abran o reabran la milenaria puerta, entren. Mi modo no será el filológico ni el histórico, sino el poético. No podré evitar molestas y necesarias contaminaciones, pues vivo y escribo concretamente en este planeta, en este tiempo histórico; mas intentaré cavar en el poema y su periferia como si lo hiciera en una mina de verdad poética. No hay mina exenta de grietas o filtraciones, lo sé, pero la veta es la veta.
Nada nos hace más falta en estos momentos que encontrar vías adecuadas para activar nuestro anquilosado pensamiento mítico. Para ello, y a falta de mitos contemporáneos con suficiente músculo, es muy aconsejable visitar de vez en cuando la despensa. No con una vocación netamente arqueológica, que poco nuevo nos aportaría, y mucho menos con la peregrina intención de hacer aterrizar los mitos, según convenga, en la actualidad histórica, algo tan humano como enfermizo, y a la larga condenado al fracaso, sino con verdadero interés en movilizar nuestra imaginación. La operación es difícil, primero, porque para el hombre postmoderno, relativista y escéptico, ni siquiera los intereses propios resultan fiables del todo, y después, porque tal ejercicio demanda una asepsia casi sobrehumana en los terrenos ideológico y político. Aun así, creo que merece la pena intentarlo. Claro, llevamos tanto tiempo bajo el imperio excluyente de la razón, que desmontar su colmo positivista parece imposible. Sin embargo, hasta la artrosis más severa e incurable puede aliviarse con el tratamiento adecuado. Tengamos fe. Avancemos.
El Cantar de Mío Cid es una epopeya, esto es, un surtidor mitológico. Todavía tiene gran capacidad, si bien leído, (como poema, no como crónica) para estimular nuestras ganas de alta verdad poética. Sólo esto bastaría para recomendar su lectura. Ah, pero la carga mitológica del Cid Campeador se ha contaminado con la historia, (murió para quienes cayeron en esa trampa) y en sus complejos brazos prende o apaga tendenciosamente. Esto último aconseja, cuando menos, otras dos operaciones: el deslinde entre mito y acontecimiento, la actualización de ambos. Porque un buen mito, si vivo y sano en el imaginario colectivo, puede ayudarnos mucho a (re) conocernos, a reponer las ganas de mitificar, a mejorar como seres humanos, social e individualmente; pero el mismo mito convertido en pornográfica momia o fantasmal correcaminos, expuesto a la impostura y el politiqueo, puede ser muy peligroso. Entonces la lectura o relectura de este extraordinario poema conviene, tanto por el incentivo mitificante que comporta, como por lo recomendable que es, aunque resulte árida, su revisión actualizada. Todo ello con el fin de que la carga simbólica que late en él no se dé a la mala vida, y, mucho menos, a la mala muerte. Dijo Ortega: “los hechos deben ser el final de la educación: primero mitos, sobre todo, mitos (…) El mito es la hormona psíquica”. Totalmente de acuerdo. Siempre creí que detrás de este pensador apenas se escondía uno de los mejores poetas de su generación. Sin embargo, en otro texto el mismo autor se refirió al sumo cantar castellano (cosa rara en alguien tan escéptico) en estos sonantes términos: “Cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos, nuestro peso moral aumenta”. Bueno, hasta aquí podemos llegar a regañadientes. Pero si Darío, en apariencia impelido por un encantamiento de similar estirpe, nos dice: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”, deberíamos activar las alarmas.
Mío Cid, cantar de gesta castellano
Como es sabido, los cantares de gesta medievales tienen su origen entre los pueblos germánicos, en el período de sus grandes migraciones. De linaje vikingo, son hijos de la barbarie, ese estado tan propenso al heroísmo y la valoración del alma individual del héroe por encima del espíritu de su época. Debo aclarar que cuando hable aquí de lo bárbaro, lo haré siempre en el sentido más grecolatino posible, sin atender a modernas derivadas ideológicas. Sin embargo, (perdónenme la contradicción) obviaré el origen puramente lingüístico del término (bárbaros: los que balbucean, los que no saben hablar), y, por supuesto, prescindiré del cariz peyorativo con que éste nació en aquel entorno político.
No podemos hablar con propiedad de un cantar de gesta medieval, si no entendemos que este tipo de poema nace completamente ajeno a la política en su acepción más honda y primigenia, o sea, entendida como el entramado normativo que rige la vida en la polis. Para griegos y romanos, los bárbaros eran justamente aquellos que vivían al margen del enorme y afinado aparato jurídico-administrativo que exigía la convivencia en la polis. Se trataba en muchos casos de grupos nómadas, que operaban bajo una ética y una moral nada simétricas a las que se hacen imprescindibles en las sociedades urbanas de ascendencia mediterránea. La barbarie, así entendida, como estadio intermedio entre el salvajismo y la civilización, donde los conceptos de libertad y justicia pocas veces trascienden el marco personal, y que, como mucho, se extienden al clan y la tribu, está detrás del tipo de heroísmo recogido en los cantares de gesta, sobre todo en los que dieron origen al género.
Hecha la anterior aclaración, vale decir que el héroe, frente a cualquier tiempo histórico y orden social, lo es precisamente por apartarse de cuanto resulta norma en su entorno, por alumbrar un ethos propio, sui géneris y heterodoxo, que interesa por resultar extra-ordinario. El héroe verdadero, sin embargo, como todo símbolo, pierde eficacia cuando se racionaliza, cuando se involucra en la historia. Decía Jünguer: “El héroe pertenece al ámbito mítico y no sale de él, no entra en la historia. Esto sucederá únicamente en aquellos raros momentos en los que las fuerzas míticas pasan a ser históricas”. Pero es que en puridad las fuerzas míticas dejan de serlo justo en ese trance, que suele terminar, además, con un gran poema épico. Abundaba Jünguer: “El poema épico evidencia el sellado de una época a partir de la cual ya no surgirán nuevos héroes; la edad heroica llegó a su fin”. El Cantar del Mío Cid, como veremos después con más detalle, se inserta perfectamente en lo antes explicado. Hablamos de un poema, no de una crónica; de un protagonista que asienta su heroísmo en la verdad poética, no en la correspondencia de su ejecutoria con la verdad histórica. Hablamos además de un poema que cierra un período con ciertos rasgos bárbaro-épicos. Y todo esto es así, por mucho que haya pesado a Menéndez Pidal, y pese a quienes, todavía hoy, dan por buenas sus románticas conclusiones.
Camila Henríquez Ureña, en su ensayo “Edad Media europea”, nos recuerda que el cantar de gesta en su origen “era arte aristocrático: trataba de los hechos y aventuras de una nobleza guerrera, reflejaba su afán de gloria, su orgullo de casta y los conceptos morales que esa clase exaltaba”. Y como corresponde a una autora marxista, abunda: “Pero la boga de los cantares de gesta entre la nobleza decayó, porque esa poesía épico-heroica dejó de satisfacer los gustos de la clase dominante a medida que la vida de los antiguos guerreros se transformaba en la de la caballería cortesana, más sedentaria y palaciega (…) Perdido el favor de las cortes, los cantores tuvieron que ir en busca de un público más amplio, en calles y plazas, posadas y ferias, lugares de reunión populares, o seguir la ruta de los peregrinos que se dirigían a algunos lugares venerados”. Está muy dicho que el cantar de gesta desembarca en el Condado de Castilla, luego Reino de Castilla, León, Asturias y Galicia, proveniente del norte y centro de Europa, después de una escala fructífera en el Reino Franco. Parece que a Castilla llegó esta manifestación sintomática de la barbarie heroica habiendo dejado atrás su primera etapa, insertada de pleno en la segunda, o sea, dirigida a un público relativamente amplio, en alguna medida ya “democratizada”. Y parece que lo hizo en un corto período de tiempo; de un tiempo que se cantaba y cerraba a la vez.
Pero ¿por qué en la Castilla de los siglos XI y XII? Bueno, si se observa en el mapa de la península ibérica la correlación de fuerzas entre islam y cristianismo del VIII al XI, se podrá ver una evolución que comienza con la aparición al norte de un pequeño Reino Astur completamente aislado en las montañas y contra el mar, bajo la relativa amenaza de un fuerte Califato Omeya, continúa con el surgimiento de la Marca Hispánica de cara al Imperio Carolingio, y llega a la proliferación de varios y pequeños reinos o condados (Pamplona, Navarra, Portugal, Galicia, León, Castilla, Aragón, Barcelona) enfrentados al Emirato de Córdova. Llegados al siglo XI, mientras el islam descompone su gran emirato a favor de los decadentes Reinos de Taifas, el cristianismo, que tuvo sus propias “Taifas”, evoluciona hacia reinos mayores y más fuertes. O sea, ambos mundos se mueven en dirección contraria. El cristianismo puja hacia la concentración de poder. El islam hace justo lo contrario: se divide y debilita. En este proceso, Castilla pasa de ser un simple condado vasallo de León, a ser el más pujante de los reinos; ese que ya en el siglo XIV (Castilla y León) domina el cincuenta por ciento de la superficie peninsular.
El Cantar de Mío Cid al parecer se escribe en el siglo XII, cuando Castilla está enfrascada en la Reconquista, cuando supera su despoblación endémica y se repuebla en dirección a las futuras ciudades (del castrum, la civitas y la villae, a la villa de las Plena y Baja Edad Media) con la mirada apuntando al Mediterráneo y el Atlántico; cuando ya tiene una lengua (el ahora llamado español medieval) en uso y expansión. Y, según bien nos dice Henríquez Ureña, la obra es un canto a “esta clase inferior de nobles, los hidalgos infanzones, a quienes va dirigida la intención encomiástica del poema”. Estos hombres duros y sus seguidores jugarán un papel importante en la Castilla de los siglos (entonces) venideros y necesitan sus mitos. No sólo el Cid Campeador calza en tal urgencia heroica con sus Colada, Tizona y Babieca, también lo hacen, por ejemplo, Fernán González o el muy famoso Bernardo del Carpio que llega a arrebatarle a Roldan su Durandarte. Estamos a punto de desembarcar en las Novelas de Caballería. Ya se adivina, al fondo, a Cervantes. Y aunque la Novela Picaresca nos haya mitificado posteriormente al antihéroe español, bien nos dice Carpentier que “un pueblo puede divertirse largamente con sus antihéroes, pero no se reconoce en ellos”.
Nos encontramos, pues, ante un mito necesario. Surge en el momento y el lugar adecuados, cuando se precisan estremecimientos de este tipo, en los que el pathos se demasíe y ponga en movimiento a las fuerzas más sordas, pero también más potentes y creativas de la sociedad. Según nos dice Goethe por boca de su Fausto: “Lo que más hace estremecer al hombre es casi siempre lo que más le conviene”. Pero insisto, el Cid Campeador vale como mito en tanto no meta su pie en el convulso estanque de la historia, en tanto no se exponga a su terrible sumidero. Repito ahora con Kierkegaard: “Cualquier intento de considerar el mito de manera histórica muestra ya que la reflexión ha despertado, y mata al mito”.
Mío Cid, ¿poema o crónica?
Ya respondí esta pregunta, pero debo explicarme. Como buen lezamiano, creo sinceramente que la imagen es la causa de todo asunto humano que trascienda lo meramente biológico. También es, por supuesto, “la causa secreta de la historia”. No tan secreta ya, para quienes entramos en las catacumbas de la verdad poética de la mano del maestro habanero, pero sí para la mayoría de quienes viven, ajenos, sobre su rasante. Y no sólo Lezama nos regala este hallazgo en un siglo (el XX) de modesto vuelo poético en lengua castellana, (sí, ya sé, fue su siglo de plata; sonrío) también Castoriadis se atreve a formularlo en estos términos: “el imaginario es el principio creador y no el reflejo, ni la representación de algo. Lo imaginario es la facultad originaria de plantearse o representarse algo que aún no es, que nunca estuvo ni estará en la percepción (...) el imaginario crea la realidad”. Si el imaginario crea la realidad, es obvio, también crea la historia. Pero una cosa es entender que el mito tiene un factor esencial como chispa desencadenante y combustible de la historia, que es lo que nos quería decir Jünguer que pasa en ciertos “períodos raros”, y otra muy distinta que pueda sobrevivir a su inmersión en ella. Esto último es imposible.
El Poema de Mío Cid debió estar muy vivo en los siglos XII y XIII. (Las últimas investigaciones sugieren que posiblemente fue escrito a finales del uno o principios del otro) Debió circular por la península, también referenciado en otras obras, hasta el siglo XVI. Todavía Cervantes menciona al héroe en algunos pasajes de su Quijote (principios del XVII). A partir de entonces, caen en un profundo olvido el poema y su protagonista hasta que, en 1779, Tomás Antonio Sánchez los lleva a la imprenta por primera vez. Sin embargo, no es el siglo de las luces el momento idóneo para que luzca este tipo de mito. El poema pasó un tanto desapercibido hasta que los espíritus románticos del XIX pusieron sus ojos en él. Algunos de ellos con verdadero entusiasmo poético, otros con un interés más documental que literario. Hubo entonces afectos y desafectos. Pero los mayores desacuerdos surgieron en el terreno histórico, porque por muy romántico que fuera el siglo XIX, fue también un siglo positivista, donde la ciencia en ocasiones pretendía resolver, incluso, en el terreno de la poesía.
En 1763 se identifica a Pompeya emergida del subsuelo, fruto de las excavaciones que se habían comenzado unos años antes. Este descubrimiento, que corona de gloria al neoclasicismo entonces imperante en Europa, dispara también el romanticismo que vendría a sucederlo con base en el gran poder sugestivo que tenían aquellas ruinas. En 1789 estalla la revolución francesa. Diez años después accede al poder Napoleón. Pocos años más tarde, en 1807, se produce la invasión napoleónica a la península ibérica. En 1808 comienza la guerra de independencia española. En 1810 se declaran en guerra contra la Metrópoli las primeras provincias americanas. En 1812 se aprueba la Constitución de Cádiz. En fin, el tránsito del XVIII al XIX fue para España un período muy convulso que marcó el declive definitivo del Imperio. Fue el siglo XIX, por su cariz romántico, y por el hundimiento del proyecto imperial que en él alcanza su clímax, un momento tan propicio como delicado para que apareciera en escena el mito del Cid Campeador.
Tal vez por todo ello, Menéndez Pidal, perteneciente a la sufrida Generación del 98, a finales del XIX y principios del XX se vio tentado a rescatarlo, pero no sólo como héroe mitológico, sino, y especialmente, como relevante figura histórica, decisiva en la Reconquista y el consecuente logro de una gran España. Con tal fin, indagó con detenimiento el lado histórico del personaje y llegó a escribir varias obras sobre el asunto, entre ellas, “La España del Cid” y unas extensas notas para acompañar la reedición del poema en 1913. Menéndez Pidal quería demostrar a toda costa que el cantar, además de poseer una considerable calidad literaria, era prácticamente una crónica, pues se basaba en hechos históricos protagonizados por personajes del mismo tipo. En cuanto a la excepcionalidad literaria de la obra, encontró el investigador español menos problemas que en lo relativo a su ortodoxia histórica y a la altura (romántica) del espíritu de su protagonista. Menéndez Pidal se apoyó en los antecedentes creados por hispanistas muy destacados como Southey, Hallan, Ticknor, Schlegel y Wolf, pero asimismo se dio de bruces con las opiniones contrarias de otros especialistas tan célebres como los anteriores: Curtius, Spitzer, Madeu, Dozy y Van Praag. Para responder a este último, que defendía a Dozy, llegó a escribir una “Postdata a la España del Cid”. Sus tesis tuvieron gran influencia entre los estudiosos hispanohablantes de la época. Incluso la ya citada Henríquez Ureña, una autora dominicano-cubana y marxista, acepta como inamovibles las ideas del sabio peninsular.
Pero los mitos, como ya vimos, se malogran en la historia, que, según Benn, muchas veces “sobrevive al Niágara/ y se ahoga en la bañera”. Hoy sabemos que Menéndez Pidal se equivocó en varias cosas. Se ha escrito con amplitud sobre ello, mas debo recomendar a quien se interese en este asunto, un ensayo de Luis Rubio titulado “De nuevo sobre el Cid”, que se opone con firmeza a las tesis de Menéndez Pidal. El recientemente desaparecido historiador y profesor de la Universidad de Murcia, apoyado en las investigaciones de varios estudiosos y en la suya propia, viene a demostrar que el Cid, en lugar de ser una figura histórica de crucial importancia para su tiempo, “mal que nos pese decirlo, no constituye más que un mero episodio, un personaje marginal, en la historia del siglo XI y de España”. Pero además, queda bastante claro que el infanzón castellano, lejos de apoyar sin fisuras la Reconquista que lideraba con éxito Alfonso VI, la dificulta, retrasándola en varios de sus frentes. Rubio se extraña además ante la ausencia del Cid en las principales fuentes árabes de la época: “La elocuencia evidenciadora de la gran calamidad”, de Ben Alcama, “Tesoro de las excelencias de los españoles”, de Ben Bassam, y las “Memorias” de Abd Allah, último rey zirí de Granada. También critica la mansa obediencia con que Menéndez Pidal atiende a las fuentes cristianas: “Historia Roderici”, “Carmen Campidoctoris”, y el propio “Poema de Mío Cid” para dibujar románticamente la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar.
Si atendiéramos al poema como posible crónica, cosa que desaconsejo sin titubeos, no dependeríamos de ningún comentarista para entender que el Cid era, también, un buscavidas tramposo, en tratos con el mejor postor para salvar el pellejo y acumular riquezas: “fer lo he amidos, de grado non avrié nada”, dijo el héroe pícaro a Martín Antolínez, antes de pedirle que preparara las dos arcas con arena para engañar a sus acreedores judíos. “Por lanças e por espadas avemos de guarir”, le dice a Minaya en una de las ocasiones que lo envía de mensajero a Castilla. Sin embargo, quien asentó el mito en su poema, fuera juglar o culto literato, afortunadamente no pudo interponer escrúpulo alguno a estos rasgos, hoy reprochables en nuestro marco ético, pero no entonces y referidos a alguien que discutía a la alta nobleza los dones regalados en la sangre, para poner en valor aquellos ganados con el esfuerzo y el talento individual. Como ya dijimos, el Poema de Mío Cid canta a una época con vestigios bárbaro-heroicos, que además cierra. Su protagonista, como todo héroe se comporta según una ética heterodoxa, que precisamente por serlo, resulta atractiva para quienes deben recibir el reconfortante mensaje de clase. Pero también da señales que permiten atisbar la distensión del talante autónomo que en origen lo mueve, sobre todo, cuando acude al Rey para resolver un asunto de honor, en lugar de cortar la cabeza sin miramientos a quienes lo deshonran. Aquí el alma individualista y heroica va cayendo, cribada, hacia el espíritu de una época por venir. A lo largo de todo el poema es visible la dicha evolución. Su protagonista se debate entre una rabiosa autonomía y una progresiva adhesión al marco normativo de su época, que apunta hacia otros formatos más ambiciosos con destino último en la monarquía absoluta.
Pasados apenas trescientos años, en el siglo XV, y en una Castilla muy diferente ya a la del Cid, un gran poeta como Manrique parece añorar aquel heroísmo casi bárbaro como algo positivo de un pasado que a sus ojos empequeñece a su tiempo. Nos dice el poeta en una de las coplas que dedica a la muerte de su padre, hablando del vivir perdurable, o sea, de la gloria: “no se gana con estados/ mundanales,/ ni con vida delectable/ donde moran los pecados/ infernales; (…) gánanlo (…) los caballeros famosos,/ con trabajos y aflicciones/ contra moros”. El Cid no se ganó la gloria luchando sólo contra moros, pues también lo hizo a favor de éstos contra los cristianos; se la ganó en tanto héroe mítico de una Castilla en pujante expansión, donde el pícaro, el guerrero y el forajido, si con talento y coraje, disputaban a la más alta aristocracia el papel predominante como motor de la historia.
Pero de nuevo insisto, aunque pueda resultar ineludible a estas alturas, no es la vertiente histórica del personaje lo que más debe interesarnos aquí. En eso se equivocaron los románticos que la realzaron en el XIX, los trasnochados que lo hicieron, incluso, durante buena parte del XX. No asuman tal error. En este poema, aunque se haga la conveniente revisión actualizada, teniendo en cuenta la compleja entrada en la historia del protagonista, interesa atender, sobre todo, a su poder mitológico como vía para estimular nuestra imaginación. Sé que pido mucho a quienes participan de lleno la cultura hispana, porque les resultará muy difícil abstraer al mito de su pantanal histórico para reponerlo pletórico de verdad poética donde debe estar. Creo que en estos momentos podrían leer con menos riesgo esta obra en La India que en México; que de partida estarían en mejor disposición para acceder limpiamente a su poesía en Madagascar que en España o Perú.
Ciertamente los mitos de este tipo, sean cuales sean las circunstancias de su nacimiento, a la postre necesitan grupos humanos que los sostengan. Hoy son las naciones quienes pueden y suelen hacerlo, con todo el peligro que ello conlleva. Ahí tienen la paradoja: el mito, sobre todo si comparte espacio y tiempo con el personaje histórico, necesita para vivir de un sostén nacional donde seguramente morirá a manos de la historia, pues sus avalistas y detractores le demandarán más y más en este terreno hasta matarlo. Ningún español cree hoy, como seguramente muchos creyeron en el siglo XIII, que el Cid pudiera intuir el futuro en los agüeros, pero la mayoría sin embargo cree saber que Rodrigo Díaz de Vivar tuvo un papel relevante, para bien o para mal, en el proyecto medieval de España. Y ¿de quién habla este poema, del uno o del otro?
A mi juicio es obvio que el poema nos habla del Cid Campeador. Como vemos una película de ciencia ficción, como asistimos a un espectáculo de magia, como leemos La Odisea, La Eneida, Las metamorfosis o La Comedia, como leemos el Cantar de los nibelungos o el de Roldán, con la misma redentora ingenuidad, debemos leer el Poema de Mío Cid. Puede que su poética verista y sus escasos recursos mágicos, obren a favor de su parecido a la crónica, pero no debemos caer en esa trampa. En sus albores, la poesía épica castellana y en castellano se caracterizó por una imagen viril y contenida frente a otra mucho más fantasiosa que utilizaban las poéticas de otros reinos europeos, especialmente la francesa. Ello se ve, por ejemplo, cuando se compara el Cantar de Roldán con el de Mío Cid. En este último, los recursos marcadamente fantasiosos se limitan a la contenida aparición del arcángel Gabriel, y de un león con alma de gato que parece el ibérico precedente de aquel otro cervantino, manso, que se inhibió de libertad y carne ante el temerario Caballero de los Leones.
Y es que la vera fantasía no se nos da en esta obra a través de gesticulantes apariciones, sino con medidas intensidad dramática y tensión poética, a lo largo de toda ella. Sí, definitivamente hablamos de un poema, no de un relato histórico. Disfrútenlo como tal. Giren la falleba. Abran la puerta. Entren. Y entonces agradecerán a Lumme, que, con esta excelente reedición, ponga de nuevo el acento mitológico y poético en un mundo cacharrero que tanto lo necesita si quiere compensar su aridez maquinal y su afán deconstructivista, si quiere recomponer, poco a poco, sin necesidad de reales episodios violentos, un equilibrio humanista para hacer posible la secreta y compleja Armonía que nos arrime a lo que fray Luis llamó: “pío universal de todas las cosas”.
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