I
Lautaro nació en La
Puya. Sus padres provenían de Las Cañitas. Se mudaron para acercarse
al trabajo cuando se pusieron al servicio (jardín y cocina) de la acaudalada familia
Suárez, que a finales de los ochenta se estableció en Arroyo Hondo. El niño no
encajaba en el barrio. No jugaba a la pelota ni a las bolas. Repudiaba los
hábitos de las pandillas callejeras. Cuando no estaba en el colegio, apenas
salía de casa; quedaba al cuidado de su abuela, una mujer mapuche muy poco
integrada en la cultura del país y dueña de unos cincuenta libros. Sayen, se
llamaba.
Sayen casó en el 45 con Felipe Arnau, diplomático dominicano de origen
francés que trabajó para el régimen de Trujillo, y estuvo destinado en Chile
entre los años 39 y 46. Al finalizar este período, su marido regresó a Santo
Domingo. Sayen viajó con él. Ni en “los buenos tiempos” se adaptó a su nueva
tierra. Mucho menos a partir del 61. Cuando el país se zafó la terrible dictadura
del Chapita, los Arnau lo perdieron todo; Felipe, incluso la vida. Sayen y
Berenice, la madre de Lautaro, tuvieron que comenzar de cero. Desclasadas y
pobres, madre e hija comenzaron a rodar hasta que Berenice casó con Pedro James, peón de jardinería que vivía en Las
Cañitas. Unos dicen que Pedro desciende
de un predicador norteamericano que llegó al país a principios del XIX; otros,
más suspicaces, creen que su origen se pierde entre los facinerosos que
acompañaban al mismísimo Drake. Él, en cualquier caso, era un hombre convencional…
pobre y convencional. Poco tardó Berenice en hacerse a su horma, amén la
influencia de Sayen en sentido contrario.
Lautaro James Arnau era un bicho
raro. Leía. Quería ser escritor. Con esos vicios, nombre y apellidos, parecía condenado
a salir de La Puya
nada más entrar en la pubertad. Mientras sus padres trabajaban para los Suárez,
Sayen asumía su cuidado. Le hablaba especialmente de historia; más
especialmente aún, de la historia de América. Con doce años, Lautaro podía
disertar sobre Caupolicán o Cortés con la misma solvencia. En el asiento de una
vieja butaca colocada a un lado de su catre, donde nunca se sentaba nadie, (era
imposible) tenían un puesto fijo los principales Cronistas de Indias. Su obra
preferida: La araucana, de Alonso de Ercilla.
El joven, que también apreciaba
la ficción en prosa, había leído más de una vez las dos obras de Víctor Hugo
que atesoraba su abuela: Los miserables y Nuestra Señora de Paris. Con quince
años ya soñaba escribir su primera novela, y quería localizarla en una
catedral. Sayen, que desde la muerte de su marido llevaba un diario, para
entonces había escrito en él: Este cabro
será un gran novelista.
II
El cardenal y arzobispo lo “rebautizó”
como Lau. (Lautaro le parecía un nombre muy poco cristiano, de compleja ascendencia.
No español, pero tampoco con origen en una voz quisqueyana) Su eminencia había
conocido en vida al abuelo Felipe, a quien además debió algunos favores. Aceptó
que el joven entrara en la
Arquidiócesis para colaborar en ella a cambio de la manutención.
Le sorprendían su ambición por conocer y sus ganas de escribir. Lau obtuvo
permiso para inspeccionar los entresijos (históricos y espaciales) de la Catedral de Santo
Domingo. Lo hizo durante varias semanas, pero claro, había en el edificio muy
poco ámbito novelero. Ni sótanos, ni sotabancos de importancia, ni otros recovecos
donde ambientar una buena historia. El edificio es discreto en todos los
sentidos, pequeño y completamente exento, al aire por sus cuatro costados. Una
muestra del pragmatismo que pesó sobre la primera época colonizadora, aun en la
construcción de sus más importantes templos.
Ante la frustración del
prometedor literato, Su eminencia, que le había tomado afecto, tenía muy buenas
relaciones con la Iglesia
española, y, además, era de origen conquense, logró que el obispo de Cuenca becara
a Lau durante seis meses, prometiéndole a cambio una novela ambientada en la
catedral de aquella ciudad. Su excelencia reverendísima, ilusionado con el
retorno de la inversión, desde España corrió con los gastos e hizo los trámites
legales necesarios. Sayen se opuso en primera instancia a que su nieto se
alejara de casa por tanto tiempo. Ya le molestaba bastante que le hubieran
hurtado su nombre completo, y, hablando en plata: le preocupaban los indicios
de pederastia que señalaban a muchos curas, y que sobre todo afectaban (o así
se creía entonces) a la
Iglesia de los países ricos. Sin embargo, la mujer terminó consintiendo:
El futuro literario de su nieto miraba a Cuenca.
III
Sayen lo preparó todo en pocos
días. Sospechó que su nieto estaba en peligro cuando dejó de llamarla durante
un mes. Pidió dinero prestado a los Suárez, se apoyó en la Arquidiócesis de
Santo Domingo para lograr el visado, y se presentó en la catedral de Cuenca
como abuela y representante legal de Lautaro. Su eminencia reverendísima no la
recibió. Lo hizo uno de los canónigos. Éste le explicó a la anciana que Lau
hacía mucho tiempo no salía del “apartamento de arriba”, (así llamaban a unas
estancias ubicadas en lo alto del templo, cerca del campanario) que al chico había
que llevarle hasta la comida, que escribía obsesivamente, y que ni siquiera el
obispo estaba al tanto del asunto abordado en su novela.
Sayen apenas podía subir aquellas
escaleras. Llegó exhausta. Tocó a la puerta y pegó la oreja. Lau tardó en abrir.
Tenía un aspecto penoso, pero se abrazó a su abuela con ímpetu y le pidió
perdón por el silencio que la había obligado a un viaje tan largo y costoso. En
la habitación contigua descansaba Alberto, el sobrino del obispo. Lau lo
presentó como su ayudante. El chico tenía mejor aspecto que él, pero también lucía
unas llamativas ojeras. Ambos parecían anémicos. Lau no preguntó por sus padres.
Tampoco se interesó mucho por los detalles de la estancia de Sayen en Cuenca.
Estaba como poseído por el trabajo. Le explicó a su abuela que no podía
acompañarla a conocer la ciudad, que tenía mucha labor por delante y sólo dieciocho
días para darle fin. El obispo le había dejado claro que los seis meses de beca
no eran prorrogables, y que Alberto tenía que quedar liberado con prontitud
para realizar sus funciones habituales.
IV
Sayen estuvo en Cuenca una
semana. Como andaba escasa de dinero, evitó los hoteles. Alquiló una habitación
en un piso cercano a la catedral y ocupado por los dueños. En esos días hizo
amistad con aquella familia. A su través indagó todo lo que pudo sobre el
obispo y su sobrino. Lo escuchado no resultaba muy alentador. Cuando se
despidió de su nieto, la segunda vez que lo vio, (no hubo más que hola y adiós
en aquel viaje) le dijo que si Pedro
y Berenice llegaban a enterarse de su convivencia con el otro muchacho, serían
capaces de lo peor. No logró averiguar nada sobre lo que escribía Lau. Éste le aseguró
que leería pronto la novela terminada. La tenía que mostrar primero al obispo, pero
después, a nadie más antes que a ella. (Alberto no contaba, pues era
prácticamente coautor). La mujer regresó preocupada. Su Lautaro, para entonces Lau, ya no
era un niñato con pájaros en la cabeza, sino un joven independiente que compartía
días y noches con otro en dudosas circunstancias. Un escritor, quizás.
V
El obispo de Cuenca no se acercó
al banco donde estaban, cabizbajos, Pedro
y Berenice. Cuando acabó la misa, mandó a llamar a Sayen y se encontró con ella
en la sacristía. Había viajado a Santo Domingo para asistir al funeral de su
sobrino, pero, sobre todo, para intentar hacerse con el original de la novela
de Lau; en su opinión, el tipo de obra que menos convenía a la Iglesia en aquellos
momentos. El prelado entendía que el pago de la beca al autor, muerto éste, le
otorgaba todos los derechos sobre la obra. Así se lo dijo. Sayen, tan abatida como
colérica, le lanzó un escupitajo a la cara. Hijo de la gran puta, le espetó.
VI
Pedro
y Berenice los echaron de casa. Lau y su amigo eran pareja, estaba claro. El
“pájaro español” o “la españolita”, le llamaban a Alberto en el barrio. Sayen,
la única que apoyaba a su nieto, les buscó cobijo en casa de unos haitianos que
sabía muy solidarios. En dos cuartos, con un total de veinticinco metros
cuadrados de superficie, convivían cinco personas; siete, contando a los “refugiados”.
Poco duró el frágil amparo.
Encontraron sus cadáveres a orillas del río Isabela, lejos de casa, en un
matorral próximo al sitio en que éste se une con el Ozama, junto a un mínimo claro
donde suelen improvisarse irregulares peleas de gallos. Un sitio peligroso, sin
dudas, al que jamás habrían ido por voluntad propia dos jóvenes como ellos.
Aparecieron violados y apuñalados, desnudos, con una bola de trapo color rosa
en la boca. Los identificó Sayen, que haciéndolo subiría el segundo y
definitivo escalón de su odio al extremismo dominicano. A Felipe lo mataron por
razones políticas, A Lautaro…
Ya sin tiempo para regresar a su
Chile natal, la anciana tuvo fuerzas todavía para repudiar a Berenice, retirarle
la palabra a Pedro, y unirse al insipiente
movimiento a favor de los derechos que debían asistir a los homosexuales,
condenados por la sociedad dominicana desde siempre, incluso jurídicamente en
los tiempos de la España Boba.
Dos objetivos quedaban a Sayen por cumplir en vida: luchar contra la estupidez
homófoba, y publicar la novela de su nieto.
VII
Alberto, que había recibido a Lau
encendido, (el chico era tan guapo como raro y misterioso) no tardó ni dos días
en meterlo en su cama; ni cuatro, en subir al “apartamento de arriba”. A la
semana de conocerlo, totalmente instalado junto al becario, en perfecta
comunión psíquica y carnal con él, estaba lo bastante entusiasmado como para regalarle
la sustancia más novelable que hubiera podido imaginar el primerizo autor: una
carta de Teresa dirigida a
Alonso de Ojeda, que supo sustraer a su tío del cofre donde
guardaba sus más preciadas pertenencias.
Por esa carta supo Lau que Teresa
vivió emparedada desde 1497 hasta su temprana muerte en 1506, en las mismas
habitaciones donde lo habían instalado. La carta estaba fechada en enero de ese
último año y dejaba bien claro que su autora, aunque joven todavía, estaba
gravemente enferma, a punto de morir. No se sabe si su emparedamiento fue
voluntario o forzado, tampoco su apellido, pero sí que Teresa era miembro de
una familia muy bien posicionada en Cuenca, que tuvo una relación ilícita con
Alonso de Ojeda, y que por ello terminó sus días recluida en la catedral.
La carta tiene una extensa
compilación de datos personales e históricos. Nunca salió del “apartamento de
arriba” en vida de Teresa. Ella pensaba hacerla llegar a Alonso, entonces en Las
Indias, a través de Diego Hurtado de Mendoza, a quien parecía estimar mucho. (Sí,
ese Diego Hurtado, el padre y abuelo de Andrés
y García respectivamente, los hombres que, como el propio Ojeda en aquellos
momentos, tanto tuvieron que ver unos años más tarde con el proceso de
colonización de América). Alguien se cruzó, no obstante, para impedir que la misiva
llegara a correo y destino, más aún, que saliera del recinto donde fue escrita.
En ella, la moribunda le confesaba a Ojeda que nunca lo había olvidado. Aunque con recato y elegancia, rememoraba pasadas ardentías. Le exponía los detalles de su íntimo encierro y de su enfermedad. Pero también aludía a los hechos que estorbaban su retiro y mermaban su paz espiritual. Hablaba de las cosas raras que ocurrían en unas pequeñas estancias cercanas a las suyas, a las que llamaba Dependencias del Diablo. En ellas vivía el campanero con esposa y dos hijas. Teresa le contaba a Alonso sobre los ruidos que venían de allí casi todas las noches. Le decía que a los intensos gemidos mujeriles se sumaban extrañas crepitaciones, latigazos, carcajadas, y también voces de excitados varones que creía reconocer cuando escuchaba misa por el ventanuco que a tal fin tenía junto a su cama.
En ella, la moribunda le confesaba a Ojeda que nunca lo había olvidado. Aunque con recato y elegancia, rememoraba pasadas ardentías. Le exponía los detalles de su íntimo encierro y de su enfermedad. Pero también aludía a los hechos que estorbaban su retiro y mermaban su paz espiritual. Hablaba de las cosas raras que ocurrían en unas pequeñas estancias cercanas a las suyas, a las que llamaba Dependencias del Diablo. En ellas vivía el campanero con esposa y dos hijas. Teresa le contaba a Alonso sobre los ruidos que venían de allí casi todas las noches. Le decía que a los intensos gemidos mujeriles se sumaban extrañas crepitaciones, latigazos, carcajadas, y también voces de excitados varones que creía reconocer cuando escuchaba misa por el ventanuco que a tal fin tenía junto a su cama.
Esta carta fue un maná para el
joven escritor. Su novela, llamada precisamente Las dependencias del diablo, y
cuya protagonista es Teresa, se desarrolla sobre todo en una catedral, como había
deseado siempre; pero a la vez hilvana una historia ocurrida entre Cuenca y
Santo Domingo, donde jerarcas de la
Iglesia, nobles, militares y aventureros de todo tipo van desde
las más oscuras alcobas a los grandes escenarios de la época, igualmente
poseídos por afanes relacionados con poder, gloria, dinero y sexo.
Lau describe una relación
vehemente entre Teresa y Alonso. Sospecha que pudo ser incestuosa. Sospecha
también que su desvelamiento, no sólo llevó a Teresa a emparedarse, sino que
tuvo algo que ver con que Alonso embarcara junto a Colón hacia Las Indias. En
un arranque de fantasía creadora, y dando muestras de un loable sentido del
humor, el joven llega a imaginar una disputa entre Alonso y Américo con
relación al nombre que debían poner al país que descubrían para Occidente.
Mientras el florentino decía Venezuela (pequeña Venecia), el conquense decía
Terezuela (pequeña Teresa). Américo debió esgrimir razones de conveniencia
histórica para imponerse… En fin, la historia, que no se sospecha a sí misma,
relacionó los palafitos del Orinoco con las casas flotantes del Véneto. Teresa,
la pobre, tuvo que esperar por Lau unos quinientos años para abandonar su anonimato.
No sabemos qué le dijo el obispo de
Cuenca al becario después de conocer su obra, pero a juzgar por las molestias
que se tomó para obtener y retener el original una vez que lo supo muerto, no
debió aprobarla en ningún sentido.
VIII
Cuando Sayen terminó de leer Las
dependencias del diablo, pocos días antes de que mataran al autor y su
cómplice, escribió en el diario: Ya me
puedo morir. Y añadió unos versos de La araucana:
Esta cuesta
Lautaro había elegido
para dar
batalla, y por concierto
tenía todo su
ejército tendido
en lo más
alto della descubierto…
La mujer había cumplido los
setenta y ocho… Poco tardó en reconsiderar su apunte, sin embargo. Hasta los
noventa sostuvo la vida (en perenne estado combativo) y protegió el manuscrito
de aquel libro… Lo leí. Sé donde está, quien lo guarda. Perdonen que no lo airee.
Me inhibiré de hacerlo mientras no sea publicado. El diablo es un gran lector. También
de cuentos. Jamás se distrae. Y aunque pernocte en los cuartos más licenciosos y
divertidos de la casa de Dios, a todas horas, en todas partes obra, hiede.
La carta de Teresa fue foto… ―Calla, Jorge...
Callo.
Jorge, siempre me divierto yendo por esos laberintos donde metes a tus personajes. Esta vez en especial me ha gustado la ligazón entre presente y pasado, entre historia y ficción. Buen desempeño.
ResponderEliminarGracias, amiga. Me alegra mucho que así sea. Te abrazo.
ResponderEliminarSí, el diablo es un gran lector.
ResponderEliminarMuy bueno tu texto.
Gracias y bendiciones
Gracias a ti, amiga, por lectura y comentario. Un gran abrazo desde Castilla.
ResponderEliminar