“Y todo el pueblo, a una voz, clamó,
diciendo:
Quítale a éste [Jesús] la vida, y suéltanos a
Barrabás”
Lucas, 23:18
“Total, ¿qué bueno podía estar haciendo un iluminado
como el tal Pedro, (jefe de esos
locos idólatras, primero
en Antioquía y luego en Roma) por ahí, en los confines
del mundo, de bares con Barrabás?”
Atribuido por mí a Nerón
Atribuido por mí a Nerón
(después de ejecutada su sentencia)
Pedro,
la Piedra Mobile en que
Jesús apoya lo que queda de su Iglesia, anda de juerga con Barrabás. Tiempo
tuvo para intimar con Césares,
Gensericos y Alaricos. Y lo hizo, claro, (no se “petrifica” a nadie, así, por las
buenas) pero ahora se ha vuelto macarra. Ya no se emociona con esas historias
que recrean matanzas llevadas a cabo con pulcrísimos rayos, similares drones, o con refinada y lenta ponzoña. Ahora Pedro prefiere oír hablar de la sangre que fluye
prontamente, liberada por la vulgar navaja; como en los cuentos de Borges, pero
sin la cómplice compañía del acordeón. Así que se tomó unas vacaciones lejos
de Roma. Llegó a un pueblito de Judea, pobre, muy pobre; se hospedó en su única
posada, en ruinas, gobernada por un tesorero jubilado del Sanedrín; y salió de
paseo por las tabernas más cutres en busca del célebre indultado.
Barrabás debió estar muerto hace
cuatrocientas vidas, pero sobrevive porque alguien le suministra una misteriosa
pócima hecha a partir de sangre, manteca y uña molida, todas de puerco. Pedro se lo encontró en la barra de un prostíbulo en
cuyo interior abundan los cocoteros de plástico. Barrabás cantaba en arameo
viejas batallas. Poco tardó el Sumo Hacedor de Puentes en percutir sobre el
mostrador para pautar la incomprensible y macabra tonada, dotarla de mejores afinación
y tempo. Barrabás se reía. Pedro también. El coro de putas y bebedores,
herederos de aquellos que pidieron a Pilatos el indulto del asesino, todavía
celebraba la gran hazaña: haber salvado su vida cuando parecía imposible.
En un pequeño intermedio (al gran
jefe le cambian los pañales cada tres o cuatro meadas) Pedro
se dirigió a uno que parecía más lúcido, menos ebrio, y le preguntó por aquel milagro
(el indulto de Barrabás, entiéndase). El hombre le contó que el Sanedrín temía
que Jesús provocara una nueva revuelta seguida de la consecuente masacre romana
contra Judea. Barrabás era un mal menor, hasta cómico. Unos cuantos muertos a
causa de sus cuchilladas, ¿qué podrían suponer ante la alternativa…? Entonces Pedro preguntó por el método utilizado. Quería saber
cómo habían logrado que la gente aclamara al truhan. El hombre le recordó que
cuando Terencio estrenó Hecyra, el público abandonó el teatro al enterarse de
que en el Circo se estaban batiendo un gladiador y un oso. Pedro no parecía del todo satisfecho con la imagen. El
hombre añadió que la comunidad debía estar atontada, pero selectivamente. Le
recordó también que Pompeyo había conquistado Judea un sábado, porque sus
habitantes no quisieron renunciar al sagrado descanso.
Antes de que trajeran a Barrabás
con el pañal medio limpio, el interlocutor de Pedro, que se consideró con derecho a obtener información después de haber ofrecido
tanta, preguntó al representante de Jesús qué hacía allí, y por qué llevaba
aún aquellas ropas tan raras en lugar de un moderno chándal. Éste le contestó que a
ciencia cierta no sabía ni una cosa ni la otra, que lo vestían, que se dejaba
llevar, que estaba allí porque no podía evitarlo: amaba la juerga… ―Te van a crucificar, ¿lo sabes?, apuntó
el tipo, ve pidiendo perdón a tu Padre. Aquí
sólo se permiten los puentes de paja, esos que no aguantan la tos del Jefe si
amanece cabreado... Pero ya Barrabás y su coro cantaban de nuevo. Temblaban
las botellas. Pedro, animoso, una vez más se
ocupaba de la percusión. Las ropas dificultaban su baile, sin embargo, íntimamente, bailaba.
Sólo espero que en la cruz, ya sin sotana, apenas ataviado con un pañal como los que usa su último ídolo, satisfaga las expectativas de quienes todavía creen en su humildad (¡solavaya!) y pida que lo coloquen boca abajo. Que no emule a Jesús en el vertical trance. Pero sobre todo, que no se le vaya a caer, por Dios, tan escaso atuendo, dejando a la vista de todos el mísero mantecado.
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