Wabi, reverencio el surco que deja a su paso…
José
Kozer
I
La torii de Nikkō Tōshō-gū,
santuario levantado en el XVII para dar merecido cobijo al espíritu del shōgun
Tokugawa Ieyasu, lleva un tiempo cambiando de color. Adquirió una capacidad
iridiscente que tiene igual de preocupados a guardianes, fieles y funcionarios
de la Prefectura. Una
detallada pesquisa descartó que sobre ella se estuvieran proyectando imágenes
desde algún secreto lugar. Se revisaron las copas de todos los cedros que
conforman el magnífico bosque circundante, los tejados de cada uno de los
templos y demás edificios próximos. Nada. La energía que provoca el efecto luminoso
tiene una fuente interna. La torii es
de bronce, ¿cómo puede pasar esto?, se preguntan todos. Por las mañanas aparecen
leves destellos azules sobre el kasagi
y el shimaki. Por las tardes el
pórtico al completo cambia de color varias veces, sin que se puedan relacionar
los intervalos cromáticos con un fenómeno desencadenante de naturaleza atmosférica
o humana. No sucede siempre. Nada permite acotar el hecho para facilitar su
sometimiento a una cadena causal con base científica. Se trata de la
manifestación numinosa del kami, está
claro, pero ¿por qué así… ahora?
II
Eugenio, mulato achinado (mitad japonés, mitad habanero) en abril del 85
se fugó de la embajada cubana en Tokio, donde llevaba más de veinte años
trabajando como traductor en la Oficina
Comercial. Unos días antes de su desaparición, quedó por la
mañana en el vestíbulo del flamante Akasaka Prince Hotel con Pepín (su sobrino,
ingeniero eléctrico invitado por la
UNESCO a la Exposición
Internacional de Tsukuba) para conducirlo a las dependencias
del consulado y presentarlo al cónsul, quien debía leerle la cartilla en todo
lo concerniente a su estancia en Japón, que, aunque nada tenía que ver con el
gobierno de Castro, sería controlada por éste.
Pepín lo aguardaba con una cajita en la mano, cuidadosamente envuelta en
papel periódico, ventilada a través de unos agujeros de pequeño diámetro.
Después del primer abrazo, (los hombres no se conocían personalmente) y antes
de la puesta al día en los asuntos familiares, Pepín entregó el encargo a su
tío, que le pagó con su mejor sonrisa, su apretón más intenso y demorado. No la
abrió en el hotel. Fueron a un restaurante cercano, y mientras comían paella,
pues al recién llegado el resto de platos le parecían muy extravagantes, Eugenio
comprobó que dentro del cofrecillo de cartón, entre humus y trozos de seda roja,
estaba la lombriz que esperaba. La sobremesa fue larga. Después de tranquilizar
a Pepín, (no se comería al anélido, ni dejaría que nadie lo hiciera) tuvo que
explicarle, aunque fuera sesgadamente, el porqué de su rara petición.
III
Kenta, el abuelo de Eugenio, llegó a La Habana en 1921. Solo. En aquel momento nadie pudo
explicarse cómo lo hizo. Era muy joven y parecía pobre. Aunque él jamás lo aceptó,
y torcía el gesto con la simple mención de semejante hipótesis, se sospechó que
huía de las guerras imperiales que a la sazón libraba su país contra Corea y
China. Kenta era de Nikkō, una pequeña localidad japonesa que actualmente forma
parte de la Prefectura
de Tochigi. Poco más se supo a su llegada.
En su nueva ciudad casó con Aleja, guapísima negra de la barriada de
Lawton que tocaba el piano como una diosa y siempre vestía de impecable blanco.
De aquella relación tampoco conocemos mucho, pero sí que Aleja dejó la carrera
musical, y Kenta dedicó el resto de su vida a un pequeño negocio vinculado con
las artes de pesca. Tenía en su patio una potente cría de lombrices que vendía
como carnada a pescadores profesionales y deportistas.
Eugenio, único nieto del comerciante nipón, heredó directamente el patrimonio
de su abuelo. Su padre nunca se interesó por negocios al menudeo, y emigró a
New York en los años cincuenta abandonando a su familia. Cuando murieron los
abuelos Kenta y Aleja, el patio de la casa familiar, sede de su decadente
actividad comercial, quedó en manos del joven Eugenio.
Incluso en épocas complejas para el pequeño negocio, (ya en los sesenta el
régimen cubano los repudió primero y los persiguió después con eficacia)
Eugenio mantuvo el suyo. Vendía todo tipo de artilugio para pescar, incluidas
las carnadas vivas de siempre. Cuando lo destinaron a trabajar en Tokio, dejó el
negocio a su hermana, Akane, la madre de Pepín, quien forzada por la vigilancia
castrista, y un poco también por su marido, (aunque contrario al gobierno, coqueteaba
con él por conveniencia) lo fue reduciendo poco a poco. En ausencia de Eugenio,
Akane mantuvo sólo unos pocos clientes de mucha confianza. Pepín nunca se
vinculó con el asunto de la pesca. Iba para ingeniero. No le interesaban las
casuchas ruinosas del patio, los cacharros y redes que en ellas había, aquellas
bateas de tierra podrida, donde, de vez en cuando, trabajaba su madre.
IV
Akane preparó la cajita con una delicadeza nipona, como si sirviera el
té. En ella introdujo una lombriz muy rara: rubia, medio transparente, de un
linaje especial. A Pepín, que jamás reparó en las lombrices, no era su apariencia
lo que más le preocupaba, sino los controles aeroportuarios. Nunca había salido
de su isla, pero había escuchado muchas historias con relación a los decomisos en
las aduanas de los aeropuertos. Temía que le impidieran salir de Cuba con
semejante carga. No sabía qué podía suceder con ella en la escala mexicana, o a
su llegada a Tokio. Su madre le pidió que llevara el encargo en el equipaje de
mano, con mucho cuidado, como si fuera un pequeño útil de trabajo o un
medicamento. Compungida le preguntó si lo volvería a ver. El chico le aseguró
que regresaría.
V
En el 64, recién llegado a Tokio procedente de La Habana, Eugenio conoció a
una gimnasta rusa que abandonó su equipo olímpico para quedarse en Japón. Años
más tarde se casó con ella. En la embajada cubana no vieron con buenos ojos que
se uniera a una reconocida desertora del “Paraíso”. Alguna perreta
protagonizaron los más integristas, pero el asunto Irina, al parecer ya medio
olvidado por los propios soviéticos, se había enfriado bastante cuando Eugenio
la llevó a su casa.
Irina murió a comienzos de los setenta debido a una rara enfermedad, sin
un diagnóstico preciso. Eugenio albergó siempre las peores sospechas con
relación a sus causas, pero no pudo hacer nada al respecto. No habían tenido
hijos. Irina era estéril. Otra tara. ¿Casual? El caso es que Eugenio vivía muy
solo en Tokio cuando apareció Pepín con aquella lombriz rubia.
Antes incluso de que su sobrino regresara a La Habana (estuvo un mes
recorriendo Japón) Eugenio desapareció. Jamás volvió a su puesto de trabajo. Nadie
supo de él hasta que el propio Pepín lo encontró, veinte años más tarde, en el
penal de Fuchu, Tokio. A Eugenio se le relacionó con un crimen en Utsunomiya.
Fue declarado culpable de matar a un exfuncionario soviético; alguien que
trabajó durante muchos años como diplomático de su país en Japón, y que después
de la desaparición de la U.R.S.S.,
se quedó en aquella ciudad ejerciendo como fotógrafo profesional.
VI
Pepín, que desde mediados de los noventa no vivía en Cuba, en el 2005 regresó
a Japón para buscar a Eugenio, porque su madre, muy enferma en La Habana, le contó por
teléfono algo que el tío había obviado en aquella intensa (y extensa) sobremesa
del 85. Pepín quería más datos sobre el origen de Kenta, su bisabuelo; quería
saber más sobre la lombriz que había llevado a Tokio en los ochenta.
Eugenio también se moría. Tenía cáncer. Había rogado que lo dejaran terminar
sus días en la cárcel porque nadie lo esperaba afuera… Pocos detalles obtuvo Pepín
de su tío. Pero éste le contó lo más sustancioso: ambos tenían sangre de
"príncipe". Kenta descendía del mismísimo Ieyasu. Era uno de los guardianes de su
Santuario cuando tuvo que huir de Nikkō por haber matado, sin intención de
hacerlo, a un curioso extranjero que profanó, también sin empeño alguno, el
parterre sagrado donde vivía, especialmente atendida por el joven, la lombriz
rubia, entonces considerada una suerte de intermediario ante el kami por muchos seguidores sintoístas
del célebre shōgun.
Kenta empujó al curioso (un historiador inglés especialmente autorizado
por el emperador a investigar en los santuarios de Nikkō) para que no siguiera
mal pisando. Desafortunadamente, el hombre se golpeó la cabeza con la roca donde
se cree habitaba el espíritu del kami.
Murió al instante. Kenta tenía diecinueve años. Se avergonzó. Se atemorizó. Huyó.
Llegó a Tokio para pedir protección a la rama más influyente de su familia
materna. Poco más se sabe de aquello. Pero Eugenio, que retenía los datos clave
de la historia, esta vez en un japonés clásico, le contó que el joven (su
abuelo Kenta) fue escondido en la embajada polaca. Debió llegar a Polonia meses
después. Y con unos judíos locales que emigraban a los E.E.U.U., embarcó en un
trasatlántico con destino a… Era verano y 1921. Kenta debió quedarse
ilegalmente en Cuba aprovechando una escala de aquel barco en La Habana.
No se sabe cómo pudo enamorarse (si es que lo hizo) de Aleja, por qué
casó con ella; tampoco cómo se las arregló para llevar la lombriz rubia hasta su
isla adoptiva. Nunca se vendió allí ningún ejemplar de su prole: lombrices intensamente
doradas, rarísimas. La distinguida cepa medraba en una batea independiente (la
mejor atendida) y sólo Kenta se ocupó de ella mientras fue válido para hacerlo.
Se acercaba el carcelero para dar por concluida la visita, cuando
Eugenio, aferrado al brazo de su sobrino, (tal vez intuyó que no lo vería de
nuevo) le confesó dos cosas de muy distinta índole: Mató a ese hijo de puta ucraniano
porque supo que envenenó a Irina por órdenes de la
KGB. Nunca se arrepintió. Y en el 85,
cuando se evadió de la embajada, llevó la lombriz traída de La Habana a los pies de la torii de Nikkō Tōshō-gū. La dejó bajo
los cantos próximos al pilar izquierdo… Ya casi sin tiempo para hacerlo, (el
guardia había descargado gravemente la mano sobre su hombro) le pidió a Pepín que
fuera al Santuario, que tratara de comprobar si la lombriz había logrado
prosperar allí. Le pidió también que si apreciaba algo que pudiera relacionarse
con su presencia, volviera y se lo dijera.
VII
Pepín no hizo caso a su tío. Era muy escéptico al respecto: ¿Podía una
lombriz, por muy especial que fuera, vivir casi un siglo? Entonces ya residía
en Miami, donde trabajaba como ingeniero en la filial floridana de la Lawton Company.
Había comprobado lo que le importaba: era descendiente de un guerrero nipón. No
tenía tiempo para otra cosa. Además, ¿qué efecto puede provocar una lombriz albina
sobre un pórtico de bronce? Ninguno. Seguro. Los ingenieros no participan
fenómenos paranormales, no se atienen a tales pamplinas.
Pepín es escéptico con todo lo ajeno al cálculo, pero no vive tranquilo.
Teme por su salud mental y la de sus hijos. Cree que arrastran una propensión
genética a la magia y el oscurantismo. En su familia materna, casi todos fueron
de alguna manera rehenes de la singular lombriz del bisabuelo. Y los que no,
estuvieron siempre a expensas de la caprichosa voluntad de los orishas.
La última vez que habló con su madre por teléfono, poco antes de que
muriera en La Habana,
Akane deliraba como poseída por la terca pasión familiar. También en japonés, (los
mayores preferían hablar en este idioma antes de morir) le contó que estaban
sucediendo cosas raras en la batea del almácigo. Sí, aquélla, donde todavía
tenía y cuidaba algunos ejemplares de la cepa mestiza, en ocasiones
tornasolaba. Por las mañanas cambiaba de color varias veces. Por las tardes
emitía unos destellos azules. También había observado que, cuando esto sucedía,
las piedrecillas que aún permanecían en el altar de la abuela Aleja como ella las
había dejado, se movían. Los dientes de tiburón temblaban…
(la lombriz)
Sin cesar traza en la tierra
el rasgo largo, inconcluso,
de una enigmática letra.
el rasgo largo, inconcluso,
de una enigmática letra.
Aquello de Carpentier: "Un día los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema." y esto tuyo, me hacen pensar en el efectivo poder que los santeros dan a las lombrices de tierra contra el vencimiento de enemigos,los dolores de cabeza y otros males inconfesables del cuerpo y también al bejuco lombriz, de tallo resplandeciente. Bonito cuento, hermano, atravesado de unos misterios ocultos que sabes que me encantan. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, amigo, por lectura y comentario. Ambos inteligentes, como siempre. Besos.
ResponderEliminarMe ha gustado tremendamente cómo lías todo, lo relacionas en un acto de magia que no vemos. Acaba de sorprenderme en la ventana de mi habitación (cerrada) un fulgor extraño, tornasol y hermoso, que se arrastra hacia el techo del mundo y se va lejos serpenteando por el cielo. Muchas gracias por compartir estas historias.
ResponderEliminarGracias a ti, querida amiga. Y qué bueno que lleguen esos fulgores a tus preciados ojos. Besos.
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