viernes, 10 de diciembre de 2021

EMILIA, PEPE FERNÁNDEZ PEQUEÑO Y MANUEL GARCÍA CARTAGENA... QUÉ TRÍO

 



Tantas razones para odiar a Emilia
o de cómo usar la realidad en una novela

 

Manuel García Cartagena

 

 

En uno de sus libros, titulado El mito y el hombre, el sociólogo francés Roger Caillois, amigo de Borges y de América Latina, escribió una frase con la que seguramente estarán de acuerdo muchas de las mujeres aquí presentes, sobre todo si se me permite parafrasearla de esta manera: «lo que en el animal es una conducta, en los hombres es una mitología» (Caillois, R.: 1938; cap. II, I, p. 70). Por mi parte, aprovecharé la mecánica analógica de este postulado de Caillois parafraseado por mí para dejar establecido el punto de vista a partir del cual me propongo compartir con ustedes durante un breve rato mi experiencia de lectura de la magnífica novela titulada Tantas razones para odiar a Emilia, del extrañamente entrañable (o tal vez sería mejor decir el entrañablemente extraño) José Fernández Pequeño. Mi punto de vista es el siguiente: lo que en algunos caribeños constituye una conducta, para otros caribeños no es más que literatura.

Favorece bastante a este propósito el hecho de que, en nuestra época, cada uno de nosotros puede por fin emplear el adjetivo caribeño sin tener que dar demasiadas explicaciones. ¿Se imaginan ustedes lo que habría significado intentar explicarle a un público dominicano de hace, digamos, cuarenta años, que Osvaldo Bretones, el personaje principal de esta novela es un artista visual de origen cubano que, cuando vive en la República Dominicana, se las arregla como puede para disimular su cubanía, a pesar de que sabe de muerterismo, de espiritismo y de santería cubana tanto o más que un orisha o un babalao? O peor aún, en una sociedad donde todavía se discute si Junot Díaz o Julia Álvarez son o no son dominicanos, ¿podría alguien comprender que, si uno arroja por el balcón a José Fernández Pequeño, este último preferirá caer de canto con tal de no dejar ver ninguna de sus dos caras predilectas, es decir, ni la de dominicano por vocación y por decisión, ni la de cubano por nacimiento, terquedad o destino manifiesto?

Dejando a un lado estas cuestiones, y como no es este ni el lugar ni la hora para ponerse jurídicos, pasaré por alto el hecho de que, en nuestro descafeinado presente posmoderno, el empleo del término caribeño como designador genérico nos proporciona un atajo que nos lleva directamente al olvido de nuestras respectivas especificidades, dejando contento a todo el mundo, como el jamón serrano, y haciéndonos olvidar que el verdadero sueño de todo colonizador consiste en lograr que sean sus propios colonizados quienes se colonicen los unos a los otros.

Por todo lo anterior, en los minutos que siguen, me escucharán hablarles de un amigo al que aprecio y que, casualmente, es también un escritor al que admiro llamado José Fernández Pequeño, y no de un cubano, ni de un dominicano, ni de un cubano-dominicano.

Ciertamente, ya otro cubano llamado Antonio Benítez Rojo nos había advertido sobre el hecho de que las islas caribeñas son «islas que se repiten» en el sentido post estructuralista que hace que toda repetición implique necesaria y simultáneamente una diferencia y un aplazamiento. Y en mi opinión, fue precisamente a esta différance, para llamarla con el vocablo que inventó Jacques Derrida, a lo que Fernández Pequeño apuntó y acertó con una precisión milimétrica en esta novela.

Como la de la mayoría de las novelas, la ficción que nos construye Tantas razones para odiar a Emilia se puede resumir en una metáfora. Y en este caso, la metáfora es casi la misma que la de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Así, si el escurridizo tema de la identidad individual y colectiva atraviesa numerosos planos de la ficción que se cuenta, es sobre todo porque la principal apuesta de esta ficción consiste en recordarnos a todo momento que eso que llamamos “nuestra vida” no es a fin de cuentas otra cosa que una larga y casi siempre aburrida ficción que, para colmo, se ve constantemente interceptada, pespunteada, pisoteada y casi fundida por y con una serie interminable de ficciones ajenas.

A la construcción de este efecto de disolución de la oposición entre lo real y lo ficticio contribuye de manera ejemplar el mismo esquema de la novela de Fernández Pequeño. En dicho esquema se alternan, por un lado, capítulos narrados en primera persona del singular en los que se cuenta el devenir del ya mencionado artista visual Osvaldo Bretones, y por el otro lado, capítulos narrados en tercera persona omnisciente en los que se cuenta lo que le sucedió a ese otro personaje llamado Marcos Soria Creek, un magnate de las telecomunicaciones en Santo Domingo, quien, al despertarse una mañana, luego de una noche de parranda y celebración, descubre presa del más auténtico espanto kafkiano que ahora su espíritu se halla alojado en el cuerpo de otro hombre y que, por esa razón, ya no podría seguir disfrutando de ninguno de los privilegios propios de su antigua condición.

Este es, al menos, el esquema opositivo de los capítulos de la primera parte de la novela, durante la cual, el artista llamado Osvaldo Bretones, quien es toda una celebridad en el mundillo de la plástica caribeña, se encuentra fuera de la República Dominicana participando en un seminario sobre arte caribeño que se desarrolla en un territorio que lleva el nombre de lo que para mí no es más que una marca de vinos: Terre du Soleil. Como la primera mención de este territorio ficticio aparece al lado de otros topónimos reales como el que designa a las islas San Martin y Guadalupe, este truco le permite al autor hacerle un guiño a un lector hipotéticamente concebido como alguien que desconoce la geografía política de las islas caribeñas y su complejo tinglado de relaciones coloniales, postcoloniales y transcoloniales. Como quiera que sea, esas oposiciones terminarán con el retorno de Bretones al país dominicano al final de la primera parte de la novela.

Un análogo juego con el valor nominal de las marcas identitarias es el que permite al autor emplear como signos de la ficción, a la manera de Dante Alighieri, los nombres reales de una lista de amigos que el mismo Fernández Pequeño ha cifrado en 23 integrantes en un post reciente que figura en su muro de Facebook. Si se tiene en cuenta el hecho de que, de esos 23 nombres, 18 corresponden a personas dominicanas como, por ejemplo, Luis Arambilet, Juan Freddy Armando, Taty Hernández, Pedro Antonio Valdez, Polibio Díaz, Pascal Meccarielo y Rubén Lamarche, sería posible formular algunas hipótesis acerca de la intención que movió al autor a adoptar esta estrategia. Sobre este particular, sin embargo, lo importante es señalar, para los fines de esta presentación, el valor ambiguo que adquieren casi todas esas referencias en la novela, puesto que, sin tratarse propiamente de efectos de real, el hecho de que, en el plano de la ficción, algunos de esos nombres funcionan como nombres de difuntos permite considerarlos como dispositivos de deslizamiento de la ideología hacia el interior de la historia contada. Esta interpretación queda reforzada cuando se constata que, en otros casos, dichos nombres se inscriben en el relato como signos polémicos de un real extra literario que tiende a convertirse en el blanco del trabajo irónico del narrador.

Para que puedan hacerse una idea del tipo de procedimiento al que me refiero, quisiera citar un fragmento que aparece en el cuarto capítulo, titulado «El caos y los Alpes teóricos». En el contexto de esta cita, Osvaldo Bretones se encuentra caminando bajo la lluvia junto a un grupo de visitantes como él de la Hacienda Brévion, una licorera donde se fabrica un exquisito ron caribeño, de manera que lo que se narra en ese pasaje del texto son las percepciones y pensamientos de este personaje:

«La curadora de Aruba hace un gesto y me le uno bajo la sombrilla. Bueno, lo de bajo la sombrilla es un decir, porque la gordura de ella necesitaría mínimo tres sombrillas como la que pretendemos compartir. La chilena avanza delante de mí, aprovechando la circunstancia para abrazar al artista colombiano por la cintura. Tiene (la chilena, claro) un monono culito austral, respingado y duro, cubierto por un pantalón sin cinto que parece todo el tiempo en trance de caer. Mientras ella camina, la pretina desciende poco a poco, con expectante lentitud, se equilibra en la zona más pronunciada de sus nalgas, el último y desesperante punto de sostén, el obstáculo postrero y empeñoso... Tan atento voy al pantalón de la chilena que la voz me hace dar un salto:

—¿Te acuerdas? Lo de Emilia y tú fue también amor a primera vista... la de sus tetas.

Es Pedro Antonio otra vez, que avanza a mi lado pisando con un cuidado excesivo, como si en lugar de fango el sendero estuviera cubierto de mierda, él no fuera un muerto más que muerto, y realmente sus plantas necesitaran pisar el suelo. Pero en algo tiene razón, debo admitirlo. Los hombres, todos los hombres, nacimos sin las herramientas para contrarrestar la sabia ambigüedad femenina, ese trecho letal entre lo que se anuncia y lo que será realmente entregado...

—¿Qué pasa? –pregunta la curadora de Aruba con sus labios carnosos vibrando cerca de mi oído derecho.

Ella no ve a Pedro Antonio caminando a mi lado y tampoco tengo forma de explicarle» (p. 65).

Como ya dije antes, Pedro Antonio y otros personajes con nombres de personas reales participan en la historia con una función de difuntos, mientras que otros aparecen como referencias extraliterarias al mundo social y cultural real. Sobre este particular, el prólogo de la novela, firmado por Evelio Traba, suministra al lector algunos datos acerca de José Fernández Pequeño que sin duda le proporcionarán un punto de partida para la justa comprensión de este tipo de procedimientos, frecuentes en su novela. Así, según Traba, Fernández Pequeño perdió:

«[…] hasta el último resquicio de seriedad […] al entrar en contacto con la piara de soñadores que levantaron la Casa del Caribe en el Santiago de Cuba de 1982. Allí se le unieron la magia de los sistemas mágico-religiosos de la negritud cubana (en particular el muerterismo congo) con el espiritismo heredado de un Bayamo donde hasta las cotorras entraban en trance al caer del aro» (p. 12).

No diré nada sobre esta supuesta «pérdida de la seriedad» de José Fernández Pequeño, pero sí me permitiré señalar como un trabajo sumamente serio el que este autor le confiere al humor en su novela. Y cuando digo trabajo del humor no me refiero para nada a la mítica relación entre el chiste y el inconsciente freudiano, sino a las múltiples implicaciones o efectos político-ideológicos del humor en la escena de la cultura. Ese es, en efecto, el objetivo principal de las numerosas instancias del texto en las que el novelista despliega su talento en el manejo de la ironía con una puntualidad casi quirúrgica. Ejemplo de esto último es el pasaje en el que Osvaldo Bretones, mientras rueda en el Fiat de una crítica de Barbados que lo lleva de regreso a su hotel, se sorprende a sí mismo «añorando los baches de las carreteras dominicanas, las sombras que hacen verónicas entre los vehículos en marcha para ofrecer en venta cualquier cosa, los carros ruinosos que se atraviesan a una velocidad increíble, violando hasta las leyes más elementales de la física» (p. 107), o aquel otro en el que se nos dice que a Marcos Soria Creek le resultaba chistoso contemplar la actitud nerviosa de un vicedecano ante la decana de la institución donde laboraba «como ocurría siempre que disfrutaba a un intelectual atrapado entre su ego y la inutilidad de su creída sabiduría» (p. 127).

Y es que uno de los múltiples aciertos de esta novela de Fernández Pequeño es el soberano desparpajo con el que la voz narrativa deconstruye por medio del humor el edulcorado discurso de una época como la nuestra, la cual insiste estúpidamente en sacrificar la libertad creadora en el altar de lo políticamente correcto, bajo el supuesto de que esto último es más rentable desde el punto de vista mercadológico. Mientras no se comprenda que, como decía el recordado Tzvetan Todorov: «La literatura es un medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad» y que por eso precisamente es ideología, ya que «Toda literatura ha sido siempre ambos: arte e ideología», no se podrá apreciar la tremenda seriedad que presupone el hecho de contar la trágica historia de nuestras sociedades caribeñas en clave humorística, puesto que es precisamente ahí donde la flecha de la imaginación hunde su punta en el acorazado corazón de lo real.

Sobre este particular, en efecto, se podría escribir una gran cantidad de ensayos que contribuirían a poner en evidencia el tremendísimo error que vienen cometiendo los planificadores del sistema educativo dominicano al insistir en amputar a nuestros estudiantes la oportunidad de adquirir una auténtica formación en contenidos de literatura, precisamente en el momento en que numerosos escritores caribeños perpetran un espectacular salto cualitativo luego de abandonar los viejos patrones expresivos propios de una anquilosada mentalidad colonialista y de asumir como suyo el camino en que se funden «el mito y el archivo», tal como lo teorizó magistralmente otro cubano llamado Roberto González Echevarría, quien, a principios de este siglo, examinó la relación entre el poder y la forma narrativa y concluyó postulando su ya famosa teoría de la narrativa latinoamericana.

Ejemplo flagrante de la recuperación del archivo de formas socioculturales a cargo de Fernández Pequeño en esta novela es el siguiente extracto del cuarto capítulo de la segunda parte, titulado «El imperio de las sinrazones». Este capítulo se presenta al lector como un parte periodístico que da cuenta de la supuesta “desaparición” del señor Marcos Soria Creek y, entre otras fuentes de dicha noticia, se menciona al:

«[…] poeta y funcionario del Ministerio de Cultura León Félix Batista, el que aseguró haber sido testigo de cómo el doctor Soria Creek salía de Doll House, el conocido club capitaleño de strippers, observación para la cual el señor Batista dice haber dispuesto de mucho tiempo, pues se encontraba atrapado en el habitual congestionamiento vehicular que se produce en la avenida 30 de Marzo a las seis y media de la tarde» (pp. 241-242).

Quienes no conozcan personalmente a Fernández Pequeño podrían pensar que este profesor universitario, editor y auténtico celebrity cultural en nuestro medio no tenía por qué saber con precisión que, en la época en que operaba, el Doll House se hallaba ubicado en el número 557 de la avenida George Washington, y no en la calle 30 de Marzo. Sin embargo, no solamente esta interpretación no es la única posible, sino que, como ya he dicho, el efecto humorístico que el autor busca producir en la mayoría de las ocasiones en que se vale de nombres de personas reales resulta aquí flagrante, en vista de que, en este ejemplo, la ironía tiene por blanco directo la supuesta “explicación” que da el personaje que lleva el nombre del poeta León Félix Batista acerca de las circunstancias en que vio a Soria Creek salir del Doll House, sobre todo a partir de la referencia a su condición de «funcionario del Ministerio de Cultura».

Como ya se habrán percatado muchos de ustedes, lo que Fernández Pequeño ha escrito en Tantas razones para odiar a Emilia es varias veces mucho más que una excelente novela, pues se trata de algo así como una cátedra sobre el uso correcto de la realidad en una obra literaria. Tal vez, si las áreas de Humanidades de nuestras universidades dominicanas no se hallasen bajo la triple tiranía del neopositivismo científico-tecnológico y estadístico, la psicología conductista y una forma de empirismo bastante alejada de la corriente filosófica que lleva ese nombre, nos sería posible aspirar a que alguien ubicado en alguna de las instancias decisionarias del sector educativo y cultural se percatara del tremendo poder liberador que tiene la literatura ante la acción reductora de esas fábricas de cabezas seriales y reducidas que son en la actualidad nuestras aulas universitarias. Sin embargo, como este tampoco es el momento de ponerse patéticos, me contentaré con realizar, antes de finalizar, algunos comentarios sobre el personaje de Emilia.

Lo primero que vale la pena decir es que, de todos los personajes de la novela, Emilia es paradójicamente la que tiene la menor carga semiótica, a tal punto que uno llega a preguntarse si es realmente un personaje del relato o si es simplemente una referencia del texto. A esto contribuye grandemente la imprecisión con que este personaje aparece designado unas veces con el nombre de “Reina” y otras con el de “Emilia”. Esto último podría carecer de importancia si no fuera porque es Emilia la que figura en el título de la novela y no el otro personaje femenino que se destaca en el relato de la primera parte, al cual el narrador le niega de manera sintomática el privilegio de un nombre propio y se refiere a ella mediante el curioso designador la artista nacional.

En realidad, el mismo relato nos explica cuál es la naturaleza de la dificultad que parece afectar la representación del personaje de Emilia. Esta explicación, sin embargo, no es la que se infiere a partir de la repetición, en la página 143, de la misma idea que ya habíamos leído la página 65: «La culpa la tiene Dios, que nos envió a las mujeres sin el manual de instrucciones necesario para entender cómo funcionan», sino otra de consecuencias más profundas sobre el esquema de valores que se trabaja en la novela.

Es el mismo relato, decía, el que pondrá de manifiesto la causa que determina la aparente indefinición de Emilia, personaje que, por lo demás, se encuentra en el centro de una relación triangular entre, por una parte, su amante, el artista Osvaldo Bretones, y por la otra, el magnate Marcos Soria Creek, a quien el narrador presenta en la primera parte como su marido, aunque, hacia el final de la novela, el mismo personaje se encarga de subvertir este valor con el que atraviesa prácticamente toda la novela. Como se sabe, el efecto-sorpresa es muy frecuente en cierto tipo de producciones culturales destinadas al consumo masivo, pero siempre es oportuno recordar que la misma vida social, cultural y política de nuestras sociedades caribeñas también es sorprendente, y de hecho, más a menudo de lo que uno quisiera.

Dicho esto, el contexto en que aparece el siguiente fragmento que les leeré es el de una conversación entre los dos hombres que se han compartido el amor de Emilia, es decir el artista Bretones y el antiguo magnate Soria Creek, ahora transfigurado en otro hombre. Al cabo de una larga lista de situaciones problemáticas, Soria Creek acepta asumir su nueva condición y se abre por completo a su rival de la manera siguiente:

«—Mire, nunca he tenido que contar esto antes. A nadie. Aparte de Reina y de mí, solo dos personas entre quienes participaron en la movida están vivas y nunca dirán una palabra al respecto. Sí, Reina y yo estamos casados, pero ella no es mi mujer. Es mi hija.

Pónganse en el lugar de Osvaldo. ¿Cómo reacciona ante esto alguien que ha dedicado gran parte de su vida adulta a repudiar los radios, los televisores y cualquier otro de los muchos aparatos creados por el ser humano para rendir culto a la tontería? ¿Cuántas veces en su vida se había burlado él de los culebrones y los melodramas cuyos argumentos arrasaban la sensibilidad de la gente barata con giros por el estilo de este que ahora escuchaba?» (p. 313).

Según me han dicho, es de sabios callar a tiempo. Sin embargo, como a nadie le conviene llamarse sabio a sí mismo, trataré al menos de confundirlos a ustedes callando aquí el resto de la explicación que Soria Creek le ofrece a Osvaldo Bretones, y me contentaré con recordarles que, según el punto de partida que declaré en el inicio de esta lectura, lo que para algunos caribeños constituye una conducta, para otros caribeños no es más que literatura. Solo quienes lean hasta el final esta novela de José Fernández Pequeño podrán comprender cuál es la conducta humana y caribeña que en este caso se ha convertido en literatura. En cambio, dejen que todo el mundo sepa que esta noche se ha puesto en circulación en la ciudad de Santo Domingo una novela titulada Tantas razones para odiar a Emilia, la cual está escrita a partir de un profundo conocimiento de los intríngulis internos de las sociedades cubana y dominicana, en particular, y caribeña en general, y que, en esta presentación, quien les habla solo ha querido motivarlos a que compren y lean esta novela, puesto que los únicos libros que existen como tales son aquellos que son leídos.

 

Texto leído durante la presentación de la novela en Santo Domingo, República Dominicana, el 30 de septiembre de 2021.

 

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miércoles, 24 de noviembre de 2021

ADIÓS, 2021



La luz, recién hecha, atraviesa tus

ojos, impacta en los míos, me habla

(ya habla, tan bebé ella) de cosas

que no entiendo. Por ejemplo: qué

hoja trebolada, en qué otoño, de

qué árbol de Queens manumisa, con-

viene a un corazón hipnótico para

prolongar su curso. O qué cervatillo,

de qué bosque de Ellenville huido, en

qué bosque de Ellenville hallado, a

qué salto bestial predispuesto, con-

viene al dicho corazón para estre-

llarse. Estrellarse, digo, contra un cielo

blanco. La luz recién hecha, Óliver, a

ti, de qué te habla, a ver.      ¿Acaso

también de este hombre, foco de

sombra (mírame, hijo, mírame) que

tus ojos emancipan de sí?



lunes, 8 de noviembre de 2021

LAS POSESIONES DEL NÓMADA

 



Seis años atrás me vi obligado a mudarme. Lo hice estoicamente. Sí, sí, todo lo estoicamente que pude, pero… Dejé mi antigua casa en el verano del 2015, y en el invierno (2015-2016), arrinconado ya en mi nuevo despacho, escribí “Las posesiones del nómada”. Se trata de un poema… Iba a decir raro, pero me corrijo a tiempo. Los adjetivos filosos, aquí, no me competen. Es un poema largo (mil versos en diez actos de cien versos cada uno / ¿veis?, largo, en este caso, es un adjetivo romo) que protagonizan una cabra y un azor. Hace poco comencé a releer este poema y pude llegar hasta el final sin excesivo desasosiego, cosa que no siempre me pasa con lo que escribo. No descarto ofrecerlo en algún momento a un editor capaz de acreditar un nivel de cordura igual o inferior al mío: muy modesto, quiero decir. De momento, se me ha ocurrido publicar un acto (el cuarto). En las aventuras de esta cabra y este azor, que son muchas, se incluye el encuentro con un Narciso del veintiuno. Qué cosas tan extravagantes produce el nomadismo ¿no?: en las cabras, en los azores... en los poetas.

                      IV

La lengua de la cabra revolvía el charco.

Lo penetraba. Las ondas rompían

la tersura de la lámina, agitaban las entretelas del barro.

Cada lengüetazo de la bestia, una convulsión

en el reflejo del joven, que rodilla en tierra, 

se masturbaba sin goce aparente. Era hermoso, perfecto.

No había árbol ni pájaro a la vista (el azor no cuenta,

ya no volaba) ni tiradores, ni fauces al acecho

en los bajos de aquel caldo para gusarapos.

Sólo el joven erotizaba la escena. Su muñeca

aceleraba cuando su reflejo perdía nitidez

sobre el manto líquido que había elegido

para el trámite onanista. Mientras

la lengua de la cabra batía el agua, el azor

complicaba las cosas: se bañaba.

El joven, desesperado, se buscaba sin fortuna

en lo que ya era un potingue biótico, revuelto,

con nula capacidad reflectante.

Su muñeca aceleraba sin éxito.

La esperma se resistía. La cabra, saciada la sed,

no comprendía su empeño. Era perfecto. Parecía

venir de otro tiempo. ¿Qué procuraba?

La cabra no lo comprendía, pero intuyó

que debía intervenir. Se acercó.

Se interpuso entre el joven y el charco.

Le mostró las ancas, la vulva, las ubres,

que después de mucho tiempo sin ser exigidas,

comenzaban a inflamarse. Nada.

El joven no la miraba. Seguía persiguiéndose

en el agua (aquel mejunje, digamos agua).

El azor secaba sus plumas.

Estaba al margen (de momento)

aunque algo le anunciaba paritorio. El chico

no era común. Tenía un halo desencadenante.

La cabra dejó de escuchar el corno. (Paréntesis).

El joven cotizaba al alza en su interés.

Nunca supo de nadie que se masturbase

viendo su propio reflejo en el agua estancada, putrefacta.

La cabra se insinuaba. Tal vez

el Tiempo estuviese preparando nuevos estatutos

contra los tiradores. Estatutos pajareros. Sueña.

Las pezuñas enterradas no evitan la deriva.

El chorro espermático de aquel solitario

podría llegar a fecundar el charco. Ni charco

ni joven eran comunes. La cabra berreaba.

Su ubre en progresión inflamatoria. El azor

buscaba cundeamores. Estaba nervioso.

El joven se perdió a sí mismo. No se veía reflejado

en aquel ojo de agua, pardo. La cabra

siguió insinuándose. Sus mamas negras

goteaban. Su trasera, toda ubres y vulva.

El joven detuvo la mano, y quién sabe

si la Historia por un rato. El corno, parentético.

La cabra, espasmódica. Sonó un disparo.

No había pájaros. ¿Entonces?

El chico como si nada. Su pene se distendía.

Sólo miraba al charco. Se esperaba en él.

La cabra supo que había llegado el momento.

El corno dio una nota altísima

que por primera vez captó el azor. Éste

daba saltitos. Quería su lomo-cabra.

La cabra lo evitó. Rampó sobre el charco.

Descorchó sus mamas. Un chorro doble de calostro

brotó veloz. Impactó en el mísero hoyo

que comenzó a espejear. Una suerte de atolón,

blanquísimo, emergió en el centro,

repuso al joven (su imagen / la de su rostro)

frente a su vista. El joven, de rodillas,

otra vez se masturba. El corno en pausa.

(…) La escena se dilata…

El azor ya trepó al lomo de la cabra, exhausta.

Pero se baja. De nuevo intuye paritorio.

(Voy a tener un hijo, dijo la muerte)

El joven acelera. Entonces sus ojos

se alocan ante el espejo lácteo. Sigue.

La cabra desea que el muchacho eyacule, tanto,

como quiso que disparasen al pájaro sin pico

que hacía espirales alrededor del árbol

donde estuvo atada media vida. Ocurre.

La pausa cede. El corno arrecia.

El joven se desvanece. Un grupo de chicas,

que nadie había visto, graba la escena con sus teléfonos.

Al instante la imagen impacta los satélites,

que la devuelven, puntuales, a la Historia.

Es una flor amarilla. Eso queda. Sólo.

Ni joven, ni cabra, ni azor. Las chicas huyen.

Dejan sus pertenencias, pavorosas.

La cabra quiere que el azor limpie la escena,

que peche la situación. (El corno suena).

Pero el azor es vegetariano. Picotea la flor

que únicamente captan las pantallas de los artefactos.  

Un grupo de buitres caracolea, saltando.

La muerte ajena los apeó. A ellos nadie dispara.

Los teléfonos vibran, vibran… Se apaga la flor

en sus frontales negros. Pronto llegarán

los sumos registradores, los buitres del acotejo.  

No entenderán. Son narcisistas de oficio. Amén.

…Los animales drenan su narcosis. Parten. Nada queda,

sino diana y perdigón. Y decomiso de la flor que deja

la perfección que muere de rodillas.  

 

                       


lunes, 27 de septiembre de 2021

JIMÉNEZ LOZANO RESPONDE A FERNANDO DEL VAL

 



JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO: “NADIE TE DEBE UN PREMIO”

 

Hablaba como escribía, con la punta fina del alma. Y desordenado, a imagen de su pensamiento. Era su manera de alcanzar la perfección. Disertaba sobre la marcha… y sobre montañas de libros. Al citar, no lo hacía de memoria, sino adaptando lo dicho al discurso para ofrecer un testimonio oral de lo escrito. El concepto que tenía de la belleza no era voluptuoso. La metáfora estaba prohibida. El núcleo de lo que sigue es un fragmento de las conversaciones mantenidas entre 2016 y 2018 con el objeto de armar un libro que hablase del mundo de ayer desde el mundo de hoy. El origen fueron precisamente mis entrevistas a otros autores para TURIA. Los encuentros discurrían en Alcazarén, Valladolid, “a la hora de costumbre”, las cinco de la tarde; indistintamente en invierno y en verano. Tres horas sin descanso que finalizaban con un paseo.

 

-¿Qué tal el verano? ¿Escribiendo?

-No. Quemando papeles. Y corrigiendo. No he escrito nada. Doy por concluida la opera omnia.

-No.

-Sí. En este país, ¿para qué vas a escribir? Lo que siento es no haberlo visto antes.

-¿No se escribe para la posteridad?

-Yo creo que la posteridad es peor que la actualidad.

-Concedo que nadie se acuerda de Valera. Es como si ganar los libros de texto llevara a perder la calle.

-La calle está perdida siempre, y si te mueres, más. En otra época, cualquier chico sabía más que su padre y escribía más que su padre y, por supuesto, leía. Hoy, el último labriego sabe dónde está Cuenca y sus chicos no. Y si les das un atlas, lo ponen del revés.

-El deterioro de la educación, ¿por qué?, ¿por intentar dar cabida a todos?

-Sí [hace una pausa]. Esto es lo de Dostoievski: todos iguales en la servidumbre. El país no tiene solución. Tampoco otros. Hace tres años, una profesora estadounidense me comentó que una alumna suya quiso hacer un trabajo sobre España. “Yo encantada. Le pregunté de qué y me respondió que de Bárbara Rey. ‘¿Y quién es esa?’. ‘Una especie de cantante’. Le expliqué que en la universidad no se solía hablar de cantantes”. Ya no hay cultura, hay culturas, y en ese plural termina cabiendo todo.

-El ruido haciéndose más mundanal.

-Hoy me encontré con un chico por la calle y le pregunté: “¿Cómo se dice Reconquista en inglés?”. ¡No tenía ni idea! Es verdad que para un inglés el término reconquista es tan genérico que dificulta su empleo. Las ciudades se han reconquistado cien veces, pero sólo hay una Reconquista. El caso: si quiero hablar de ella, ¿cómo lo hago? Habrán tenido que importar el concepto.

-El comercio funcionó sin saber el idioma.

-El comercio hoy está mal visto. Hay un presupuesto según el cual debemos acabar con los ricos, con las patrias y con las religiones. Como mucho cabe una religión única. Y se quiere que Europa sea un país. Les va a costar con los franceses. Van a fracasar. La victoria de Trump ha sido una advertencia. Acaba de decir que no está para experimentalismos sexuales, y que si alguien los quiere los pague de su bolsillo. En los papeles oficiales se tiene que llamar a las cosas por su nombre, y si una persona ha muerto no decir que se ha ido.

-¿El eufemismo ha llegado para quedarse?

-Es una revolución. No tiene enmienda. Que los modernos -digo modernos porque son de ayer, no por otra cosa- piensen que lo que ha producido su época, la modernidad -agotada tan pronto- contradice lo anterior es una respuesta de tipo religioso. El marxismo no ha sido otra cosa, el nazismo tampoco.

-Respuestas religiosas… ¿porque son vividas de manera religiosa?

-Ahí está, porque son la negación del pensamiento. En el catolicismo y en el protestantismo cabe discurrir. Aquí no: las categorías son las que digan ellos. Y no van a durar. A los chicos, que son como todos, les ha parecido una cosa nueva, pero empiezan a desencantarse. ¿Cuánto va a durar esto? No lo sé. Lo que sé es que este aguijón les ha dejado sin pies. Estar contra todo es una postura religiosa. Absurda.

-Y el agnosticismo, ¿qué le parece?

-El agnosticismo consiste en negar a un dios malo para poner a un dios bueno. Su esencia viene representada por la idea de que el ser o es malo o ha hecho alguna cosa mal. Por lo tanto, hay que negarlo; luego ya levantaremos nosotros un mundo con nuestros argumentos. Así han operado los marxistas desde que nacieron.

-El marxismo dice que el hombre nace bueno, que son las circunstancias.

-Ya, lo de Rousseau, pero eso es difícil de mantener porque las circunstancias de algunos fueron aristocráticas y se hicieron chekistas. Eso es como cuando el Papa dice que el terrorismo viene del hambre. Oiga, no: el que tiene hambre, quiere comer, y las bombas no alimentan. Luego, igual, como deporte… pero, ordinariamente, lo que quiere es comer otra vez.

-El islam no tiene que ver con el terrorismo, pero el terrorismo que está habiendo es de origen islámico, hay mucho escrito. Repasando El mudejarillo, encontré el término salamilla. Fui a su significado concreto y di con un artículo suyo de 2002 en el que defendía el derecho de las mujeres a llevar velo.

-En el mundo moderno no sabemos lo que es la libertad. Decían Chateaubriand y Dostoievksi que la libertad es cosa de aristócratas.

-Y Nietzsche, me suena.

-Puede ser. También se ha dicho que el ateísmo es aristocrático, pero eso viene de Robespierre. Pues no. La libertad no tiene que ver con la clase, es una cosa de vida antigua. Puede que la igualdad sea de demócratas, pero la libertad no es de aristócratas. La salamilla no es más que un velo, el mantón célebre de toda la cuenca mediterránea. ¿Y por qué la salamilla? Primero, porque el valor erótico, hablando claro, era la blancura. Fueron los americanos los que trajeron el moreno como signo de riqueza -o sea, de estar todo el día al sol-. Nadie dio importancia a la prenda. Es más: hay una disposición del alcalde de Arévalo -le hablo de tiempos de don Juan II-, en la que éste avisa de que llega el calor, va a ser mayo y, respaldado por el imán, pide que nadie tenga escrúpulos en quitarse el velo. No es verdad que sea una imposición religiosa, es una costumbre del que vive en el campo. En Marruecos, la salamilla continúa en las zonas rurales, no en la ciudad. Son los europeos los que le dan importancia a esta prenda y hablan del dominio sobre las mujeres.

-Concediendo que pueda haber uso político, ¿no algo de sumisión?

-Si sumisión igual hay. ¿Y qué? De la mujer insumisa no hablamos. Que puede serlo y llevar velo. La cosa es no ser sumiso. Tampoco un hombre debe serlo con otro hombre. Está de moda hablar del velo y de los delitos de odio. Que no me vengan con ésas, por favor. ¿Cómo yo puedo evitar odiar una cosa? Y cómo, por odiar, voy a cometer un delito. Si es…

-… ¿humano?

-¡Humano de primer orden! Tengo que odiar cosas.

-¿Igual que amar, odiar?

-Pues claro. En el momento en el que apartamos la racionalidad, queda un mundo distorsionado.

-¿Y qué piensa de un país laico como Francia, que prohíbe los símbolos en los espacios públicos?

-Le voy a decir que eso no es ser laico. Este año preguntaron al Consejo de Estado si se podían montar belenes en los escaparates. El Consejo de Estado no se atrevió a decidir y consultó al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Finalmente se ha dicho que lo único intolerable es el secularismo debido a que se comporta como una religión que impone a los demás su modo de pensar. Si una religión no se impone, arreglado.

-Entonces, ¿qué es ser laico?

-Que los católicos pongan su escuela sin que le importe al Estado. Lo que hay que defender es que nadie obligue ni prohíba. Yo, que tengo fama, en el sentido modesto, de haber dedicado muchos escritos a la libertad, creo que el problema se soluciona de esa manera. Que a ver si se pone en práctica de una vez, y dura. Porque ya estaba en el siglo XIII: recuerdo una prohibición establecida por un rey escocés, al que Roma contestó por medio de Guillermo de Ockham: “Recuerda que tú eres sucesor de Pedro, no de Carlomagno”. Así de simple. ¡Entonces eran honorables! Nosotros somos muy complicados para la libertad.

-¿Y para la tolerancia?

-Igual o peor. La tolerancia la inventaron unos señores que no tenían ninguna, de gorro y palmatoria. Pensaban que el origen de la religión era fantástico, y que encendías una luz y se iba sola. Aquí ha habido cristianos y judíos sin guetos. Los barrios respondían a oficios: la judería era un barrio, o sea, un oficio; judería no tiene que ver con que hubiera judíos. En Ávila está clarísimo que no todos lo eran. En las casas vivían tintoreros abajo y labradores arriba -aunque labradores judíos había pocos, eran más bien tenderos-. Un señor compartía casa con un judío, la mujer del primero le pedía aceite y se invitaban. No es posible creerse los cuentos que relataban en 1411, en Londres. Aquí hasta se inventaron un proceso y llevaron a tres a la hoguera. Cuando, cuatrocientos años después, se dejó de creer, ¿qué pasó?: que mataban a un niño, cogían una hostia consagrada y hacían un veneno.

-Antisemitismo no ha habido, entonces.

-Antijudaísmo, si lo quiere. Lo que ha habido es persecución de conversos. Respondiendo a su pregunta, la tolerancia nace de la convivencia, que no es necesario predicar. Como te impongan el respeto a los otros, uy, dios… Es mejor que el respeto nazca natural, fruto del contacto, que compruebes, mediante observación, que el otro es igual que tú. Que tiene brazos y piernas, que no tiene rabo. Como esperes a moralizar… estamos perdidos. Eso ya se sabe que es así. En resumen: las culturas pasadas fueron más libres que la actual.

-Usted ha destacado en más de un sitio -en Ávila (1988), en la Guía espiritual (1984), etcétera- que cristianos, moros y judíos convivieron sin dificultad.

-Sí.

-Sabe que hay otra visión.

-Siempre hay otras visiones, e intereses por parte de quien las profiere. Al igual que hay momentos y momentos dentro de la convivencia entre las tres religiones.

-¿No tres culturas?

-Es que no eran tres culturas, no había tal separación. Eran tres formas de vida, cada una con su fe. ¿Momentos malos? No exageremos.

-El siglo XX vio dos guerras mundiales.

-Pues claro que sí. Pero de eso no se dan cuenta. El medievo fue más armónico de lo que se nos quiere hacer creer. E importante: las tres formas de vida se dieron bajo el paraguas del cristianismo. Hasta el siglo XV no hay prueba sino de que se vivió libremente y en concordia.

-La Inquisición está limitada a los conversos.

-Eso es. La Inquisición, que se llama castellana para más narices, porque se inventa en Medina, y que es terrible, está hecha contra los conversos. Nada más.

-Creo que Teófanes Egido dice que también combatió a protestantes.

-… si uno era protestante o astrólogo daba igual. Hablo de la peor inquisición, de la institución política, no de la episcopal, que existe hasta la Edad Media y tiene, como todas las cosas procesales, sus defectos y sus barbaridades: creía en brujas… bueno, qué le voy a contar. Pero la Inquisición va a judaizar. Y exagera tanto la cosa que convierte el no comer torrezno en signo de fe mosaica. Paco Rico niega que los torreznos sean los duelos y quebrantos del sábado.

-Y lentejas los viernes.

-[ríe] Con las lentejas no hay problema, mientras no echemos al plato más de lo que toca. Pero con los duelos y quebrantos sigue habiendo debate. Yo creo que hay suficientes pruebas para relacionar las dos cosas. El árabe comía cerdo con duelo en el alma y quebranto en el corazón. A mí no me agrada discutir, pero me han obligado a hacerlo hasta en la Sinagoga del Tránsito. Acudamos al caso de Luis de Pinedo. Este hombre recoge chistes y anécdotas que luego publica en un libro. Estamos en el siglo XVI. Ahí tenemos el caso de un cristiano, me parece de la provincia de Soria, que recomendó su sobrino a un judío, para que le ayudase en las cuentas y en la contribución. Al año, o año y pico, el soriano le pregunta: “¿Qué tal mi sobrino?”. “Estupendo. No se harta de cristiandad”. Es decir: no se harta de comer jamón, ¡evidente!... de jamón ¡o de torreznos! Lo dice en buen plan, ¿eh?, tampoco se queja. Y parece un chiste, pero no lo es. Dice más de lo que dice.

-El asunto, ¿se cerrará algún día?

-No lo sé. Dicen que todavía “no está bien investigado”. ¿Y qué es eso de la investigación?: pues buscar las llaves y hallarlas, o encontrarlas por el camino. Tenerlas. Puede que las busques aquí y estén allí. No importa. Lo que habrás de comprobar, una vez tengas unas en la mano -da igual si te las dan-, es si entran en la cerradura. Si no entran, no son. Evidente. Pero si entran, no veo razón para decir que no son. ¡Pues no hay manera con los profesores!, sobre todo con los de Literatura. Tampoco hay manera de convencerlos respecto de las influencias. La señorita Luce López-Baralt tiene un libro, que se ha hecho famoso, sobre san Juan de la Cruz en el que dice que ya había un poeta persa hablando de un pájaro en el tejado. San Juan era de Fontiveros. Y en Fontiveros, como en Alcazarén, hay muchos pájaros en los tejados. Pero además era clérigo y tenía obligación de rezar el ciento dos, y el ciento dos dice: “Estoy como un pájaro con el pico abierto sentado en el tejado”. ¿Que coincide san Juan de la Cruz con un árabe? Pues tanto gusto. Es más fácil que se le ocurra a él que pensar que sabía árabe, ¡cómo coño va a saber árabe! Y persa, menos. ¿Cuántos sabían persa? ¿Cuántos saben persa hoy? Si es que son bobadas.

-¿Y del erasmismo, qué me dice?

-¿Aplicado a Cervantes? ¡Pero cómo va a ser erasmista! Desconocemos su nivel de educación, parece que era alto, pero hablamos de una educación general. Específica no tenía. ¡No sabía ni latín!... y por eso no le lleva el conde de Lemos, que le aprecia mucho, a Italia. Quiso hacerlo, pero entre que era tartamudo y no sabía latín, no hubo manera. Cogió a unos chicos guapos y cultos, que son los hermanos Argensola. ¡Pero si no ofende a nadie! La realidad es la que es. Pues el mundo moderno no puede con ella.

-¿A qué se refiere?

-Al hecho de que no somos iguales. Y de que hay que aceptar con agrado, si es posible, la diferencia. Así sea usted cojo. Esto sólo lo ha comprendido el mundo antiguo. En los pueblos siempre se ha hablado del cojo. No pasa nada. “Es el cojo”. “Ahí va el cojo”. ¿Por qué le va a ofender que le llamen así, si lo es? ¡Si es una individualidad extraordinaria! Pues el mundo moderno lo ve como un insulto o una discriminación. Entonces, tratan de que parezca que no es cojo.

-No olvido a un africano al que colaron en una olimpiada, sin saber nadar. Daba la impresión de que se ahogaba, pero, en vez de socorrerle, le aplaudían.

-Eso es artístico, el colmo del buenismo, que compitan todos. Y así hemos terminado, en la idiotez. Como en el caso del machismo. O sea, ¿que una condición sicológica es un delito? Yo el machismo no sé lo que es. Ahora, ¿un tío que se siente superior a las mujeres? Pues déjele, no cuesta nada. Normalmente el que se cree superior es tonto, pero si así se lo pasa bien, buena gana de llevarle la contraria. ¿Que se ve muy guapo? Pues que vaya al río a mirarse. ¿Y tenemos que hacer un mundo con eso? Es muy serio. Cosa distinta es que sus acciones menoscaben a otra persona, hombre o mujer. ¿Pero que se crea mejor que yo? ¡Adelante! Estamos haciendo un mundo con la desigualdad… ¿Alguien ha pensado que, sin desigualdad, no habría transmisión cultural? Para ser iguales, tendré que enseñar al niño dónde está el Monte Ararat, ¿o no? Le tendré que procurar una enseñanza para eso, para que sea como yo. Los profesores no cobraban en la Edad Media. Era un pecado. El catedrático vivía del beneficio. Por ejemplo, en una catedral podías poner a unos a cantar, y a otros a servir al sacristán. La enseñanza, le repito, parte de la desigualdad. Ahora hay que tener en cuenta al alumno, darle todo masticado, procurar que no se aburra. Y, claro, acaban diciéndole las preguntas del examen… ¿Resultado? El profesor es un payaso y la educación no existe.

-Había algo parecido al usufructo.

-Algo parecido. La estructura social favorecía la propiedad nuda, que es un derecho casi equivalente a la posesión. Dicha estructura favorecía, sobre todo, a la aristocracia y a la iglesia. El labrador rico, nada, vivía en un pueblo y despreciaba la geometría: “Bah, eso es para los profesores”. Formidable. No hemos vuelto a ver eso. El historiador Franz Borkenau echa de menos el materialismo histórico en el marxismo actual. Y tiene razón. De ahí viene el anticlericalismo.

-Usted ve una quiebra en la Revolución Francesa.

-Pero cómo no. Veamos. El pobre hombre del campo trabajaba unas tierras que pertenecían al cura o al aristócrata. Si había mala cosecha, el cura ese año lo pasaba mal… igual que los demás; y si había de sobra, pues mejor para todos. El dueño le pagaba el uno por ciento, que no era nada, pero estaban asegurados del abuelo al tataranieto… hasta que llegó la Revolución Francesa. Con la desamortización, la iglesia y los nobles fueron despedidos con una limosna, pero ¿qué pasa?, que la recibían en el banco, y ahí hubo maldad o fallo, yo creo que un fallo. A ver quién le convencía al campesino de que el cura no era rico. “Va al banco y nosotros no”. Bastante razón. Ve al cura ir al banco y volver con dinero. Una limosna, pero el campesino no lo sabe. La inquina al cura y al noble tiene una motivación económica comprensible. Inquina que se vuelve odio: “Hay que matarlos. Nos están explotando”. Sin darse cuenta de que el cura estaba siendo explotado también. Es un problema que ya va siendo hora de estudiar sin ideas preconcebidas.

-¿Por qué se orilla esa versión?, ¿por interés o por ignorancia?

-Las dos cosas. Sobre todo, por limitaciones humanas. Siempre oímos: “Dijo san Agustín…”. Bueno, eso de dijo… dijo lo que le atribuyen. Él dijo una cosa, eso está claro. Lo que hay que ver es quién tenía delante. Quién le oía y qué sentido podía aplicar a lo que oía. No debemos coger un cadáver de pensamiento, como es un libro, y añadir nuestras cosas. ¿No hay que inventar edificios? Sí. Lo que no hay que hacer es añadir ni interpretar. Ya sabe que ahora los hechos no cuentan, importan las interpretaciones. No le cuento en periodismo. El periodismo es imaginación.

-Me hace pensar en un libro sobre Kafka donde, capítulo a capítulo, relacionan sus cuentos con patologías. Debía de tener veinte o treinta [risas].

-Eso pasa también con las poetas suicidas. Le das un poema a un espabilado y te saca petróleo. Eso se sabe. Pero usted le da uno mío y también encuentra taras. Kafka, un hombre singular, no tiene precio.

-Por fin sabemos de su sentido del humor…

-… si es que es normal que lo tuviese…

-… leía sus textos en cafés y reía a carcajadas.

-Igual le pasa a Dostoievski. Extraen las cartas de su época en Dresde, donde vivía con su mujer, y se fijan en que las patronas no hablaban con él de dineros, sino con ella. Parece ser que se liaba con el cambio o no le interesaba el tema. Yo creo que no le interesaba. Estaría a otras cosas. Lógico. Sería un hombre normal, con sus despistes. Vale. No pasa nada. Pues ya le han sacado un perfil. Hay cosas que no deben suponerse. Ajústese a la realidad y déjeme de interpretaciones.

-O sea, que la interpretación es algo extendido.

-Con algunos no. Fíjese en todo lo bicho que era Valle-Inclán, y de él nadie supone nada. Era un hombre que vivió a nuestra costa un par años en Roma. Y como un rey. Lo que inventa… Le pedí a Ignacio Peyró que investigara sobre Isabel II de España. Salvo uno francés, los historiadores vienen repitiendo los cuentos de Valle-Inclán. El tío hace de una mujer honrada yo qué sé qué.

-Ya que pasamos por Roma, ¿qué le parece el Papa [Francisco]?

-Ha ido a Colombia, verá cómo la semana que viene reconoce a la guerrilla. Mi opinión de él es mejorable. Dice cosas que no tienen que ver con la realidad, lo mismo que los que hablan de Isabel II, que es asunto de más enjundia. No hay más que acercarse un poco para alertarse: ¿cómo permitimos que la Historia diga eso? Bueno, pues parece que Peyró solicitó documentación y le dieron cosas con las que era imposible trabajar. “Literatura para hacer Historia no leo”. Hace bien.

-¿Qué le parece la sicología humanista?

-Como el cristianismo humanista, un cuento. Se pregunta Erasmo: “¿De qué sabemos nosotros? Podemos saber el idioma, pero no digamos bobadas. ¿Sabemos más que los griegos y los latinos?”. Es la manía de negar la individualidad.

-Se supone que la individualidad se defiende grupalmente por medio de la diversidad.

-Le dejan a cada uno hacer lo que le dé la gana, que es distinto. Se preocupan por el hombre ¿o por hacer dinero? Cada hombre vale por ser hombre. No debe tener ideología, o la menos posible. Recuerde aquella homilía de 1511 de Montesino, cuarto domingo de adviento -ahí los dominicos fueron todos geniales-: “Los indios que están al fondo, no sé por qué no se ponen entre los demás”. Es decir: un hombre es un hombre, da igual el espacio que ocupe y la raza que tenga… da igual incluso si es listo o tonto. Formidable. En el hombre no hay doblez.

-Del trato que recibieron los indios informó De las Casas.

-Ése sí propuso integración. De las Casas era un hombre irritable, había sido encomendero… y se comportó como el rojo que deja de serlo y, de repente, no deja a los rojos respirar. Hombre, hay que ser un poco relajado. Digo con la gente, no con los bandidos. Lo que tiene que haber son leyes. “La predicación, para qué, si todos somos hijos de dios”. Según vuelva usted a Valladolid, entre Boecillo y Laguna, verá esa cosa amurallada que llaman estúpidamente Bosque Real. ¡Pero si en España no se ha dicho bosque nunca! Un conjunto de álamos se llama alameda; de encinas, encinar; de higueras, higueral. Boscoso sí se dice de algo, ¿pero bosque? Bueno, pues allí pasó Carlos V el luto de doña Isabel, que eran tres meses. Y tres meses concentrado dan para mucho.

-¿Carlos V o I?

-Carlos I, no vamos a hacer lo de Ortega: “Filósofo propio de España y quinto de Alemania”. Bueno, pues Carlos I. Otro hecho que contradice lo de Bosque Real. Él es un emperador, no un rey. O podíamos haber conservado el nombre del sitio, que es bien bonito: El Abrojo. Pues no. El caso es que ahí estuvo Carlos I con Zumárraga, prior de los franciscanos, y sacaron adelante la Ley de Indias, mano a mano, con Cisneros y dos letrados. Los cinco. Eso indica una cosa: donde hay un asiento no es una bobada.

-¿Qué población tenía España?

-Ocho millones, no llegábamos a ocho. La cuenta es bastante exacta porque disponemos de censos y, como no pagaban por hinchar el padrón, debemos pensar que se ajustaban a lo que había. Éramos los amos del mundo. Algo haríamos, ¿no? Y, ojo: los jornales de un truhán -aquel que no tenía más que las manos- era de trescientas sardinas diarias.

-¿Trescientas sardinas?

-O dos langostas. Le hablo antes de la segunda devaluación. Aunque la devaluación al pueblo no le afectó: afectó a los millonarios. Entonces, yo me pregunto: ¿cómo es posible que estemos como estamos? ¡Si somos los mismos! Yo sólo lo puedo achacar a la liquidación de la educación.

-De la instrucción.

-Qué palabra más bonita. Aquí el ministerio siempre se llamó De Instrucción Pública. Está muy bien. Instrucción Pública: o sea, de la iglesia, de la masonería, de donde cada cual quiera, pero el Estado a un lado. Lo malo es que ahora nuestros jóvenes no comprenden un Estado que no sea marxista. Yo le decía a un chico el otro día: “Mira, te conviene leer, pero, sobre todo, cuestionarte quién ha hecho las calles bonitas de Madrid y Valladolid”. Que se lo pregunte. ¿Las hizo uno de FASA [Renault] o un burgués? Pero, bueno, ¿tanto molesta lo burgués? No lo comprendo. Tampoco la maldad que oculta su desprecio. Pero ¡si todo es burgués!, hasta la medicina, sin la que habríamos muerto.

-Sándor Márai reivindica esa figura.

-Hombre, claro, y tiene toda la razón del mundo. Piense cuando le dice a uno, no recuerdo en qué libro: “Ya, ya… y cuando vengan las masas… a las masas no les interesa la literatura”. Y es verdad.

-En eso sí estamos: nadie lee.

-Pero nadie. En mis tiempos todavía la gente leía, primero, por la existencia de una burguesía -no hay otra-; y, luego, porque parte de la clase baja imitaba y le cogía gusto a la cuestión. Ahora no hay ni una cosa ni otra. Dice que nadie lee y es así. Esos experimentos de tratar de llevar el libro a la gente siempre han fracasado. A quien no le interesa, déjele. ¡Pero déjele! No se lo prohíba. Tampoco se lo aleje.

-¿Y es exclusivamente por la liquidación a que alude? ¿No pesa internet, un ocio tan barato, en términos intelectuales?

-También es verdad. Pero la tecnología no sé si está hipervalorada. Yo lo veo en mis nietos: tienen su ordenador y sus chismes, pero no les he visto en todas las vacaciones con los chismes. “¿Quieres ver la televisión?”. “No, para qué”. Tan a gusto. Y no porque se les haya predicado, ¿eh? Qué va. Lo peor predicar.

-Hablemos de premios. Usted me dijo en una ocasión que le pareció bien el Nobel a Dylan. Llegué a casa y dudé si había sido irónico.

-No, no. ¡Por lo menos es poesía! Comparado con las cosas que hacemos por aquí… Y me habría gustado más el otro, el que murió el año pasado…

-Cohen.

-Ese. Ojalá se cantara en la iglesia a Bob Dylan y no la mierda que cantan. No tiene duda ninguna. ¿Que no es lo normal? Tampoco se acaba el mundo…  Y es un poeta, ¿eh?, qué duda cabe. También se cantaba la poesía en la Edad Media, de modo que no pasa nada, la mejor poesía española es esa… o cosas del siglo XIX, como: “Si a tu ventana llega / una paloma”… que es una cosa judía muy bonita.

-¿Qué le parece Svetlana Aleksiévich?

-El mejor premio en muchos años. Formidable.

-El fin del ‘homo sovieticus’ destila cierta nostalgia. La autora es antisoviética -entre otras cosas, por bielorrusa-, pero transmite una imagen dulce de la URSS.

-Eso es verdad. Y es que los rusos echan de menos algo que es normal: el orden.

-Y creer en algo.

-Claro. Creer es otra posibilidad de ordenar la vida. ¡Si es que ahora no hay nada seguro! Y cada vez menos. Ese libro es estupendo. Y los demás: Voces de Chernóbil, Últimos testigos… Ya era hora de algo así. Hacía muchísimo, si le digo treinta años exagero, que no se lo daban a alguien de su porte narrativo. Y eso que es un libro de testimonios: ella cuenta las cosas que le cuentan. Admirable.

-Herta Müller también es brillante.

-Me gusta. Pero el premio llevaba unos años mezclando cosas buenas con bobadas. Esa mujer [Aleksiévich] y Bob Dylan lo han enderezado.

-Se postuló a Miguel Delibes.

-Me habría gustado. Aunque, si alguna vez hubieran pensado verdaderamente en hacerlo, en los tiempos que corren le habría perjudicado ser cazador. Las bobadas que hicieron en Valladolid, en el periódico, en el ayuntamiento, que si recogida de firmas… ¿pero no se dan cuenta de que en cuanto se enteren de que es cazador se acabó? El premio Nobel no es un milagro ni cosa de otro mundo, es cosa de éste. Pero me habría gustado, sí, porque él lo quería. Han tratado de enfrentarme a él, invitando a pensar que sentía envidia de su relevancia. Ninguna. Me cuesta abrirme al mundo, y cuando lo hago es para no fomentar mi fama de raro. Delibes ha escrito mejor que la mitad de premiados en las últimas dos décadas, ésa es la verdad. Aunque son sueños absurdos porque se debe saber cómo se manejan esas cosas. Hay un estadounidense [Irving Wallace] que trató de hacer una novela con documentación sobre el premio -una cosa que yo no entiendo, se supone que uno debe saber previamente de aquello de lo que va a hablar…- y se le ocurrió ir a Estocolmo. Le recibió un juez muy amable que era nazi. Año cincuenta o así. Le dijo que no había nadie como Hitler y que los estadounidenses y los ingleses eran una mierda. “A Rusia nunca hay que darle un premio, quiso apropiarse de Suecia”.

-Pues le salió el tiro por la culata con Pasternak.

-Quién sabe por qué se lo concedieron. Había salido ya quince años en las deliberaciones. Igual porque sabían que las autoridades le obligarían a renunciar. ¿En qué año fue Pasternak? ¿Cincuenta y ocho? Igual ya había muerto el juez, era viejo. Pero esas cosas decía, y son importantes para saber cómo funciona la realidad.

-¿Está publicado?

-Sí. Lo tengo por ahí. Fue conocido por una novela titulada El premio, pero él cuenta esas cosas en otro libro, en un ensayo [La creación de una novela]. Si es que la gente aquí no lee. Y si eres crítico de libros, menos.

-Cabría pensar que de los años cincuenta aquí la cosa ha cambiado.

-A peor.

-[risas] Eso pensé que diría.

-Claro, porque se les hace muy difícil la situación. ¿Quién conoce África? ¿A quiénes van a premiar de allí? Pues a quienes les digan. Y así salió aquella mujer espantosa, la Gordimer.

-Pero Coetzee es bueno. Aunque tiene poco de africano.

-Usted lo ha dicho. Se ha pasado toda la vida de aquí para allá. Lo importante es que no hay injusticias porque nadie te debe un premio. Es todo un montaje. En el que no participas. ¿Te cogen?, pues te cogen. Pero a ti nadie te debe un premio.

-Lo dice por experiencia…

-Si es que no puede ser de otra manera. En los premios ocurre de todo. Del Cervantes sé poco. Había un amigo en el jurado, Gabriel Albiac, y otro, que yo creo que fue el que montó la cosa: el director honorario de la Residencia de Estudiantes José García-Velasco. Y no me contaron nada, salvo que se opuso Rafael Conte, del que era amigo. Eso es así, no pasa nada. El caso es que discuten y en vísperas, o el mismo día, con el jurado reunido, El País anuncia que dos universidades estadounidenses se opondrían a que me dieran el premio. Entonces, Goytisolo, a quien apenas conozco, dijo: “Y a las universidades estadounidenses ¿qué les importa?”. Yo se lo agradezco.

-Y Víctor García de la Concha, que era presidente, ¿qué postura adoptó?

-Por lo que conocí años después, lo encajó mal. Pero el señor De la Concha está muy equivocado. En primer lugar, porque piensa que uno puede o quiere pisarle. Y yo no lucho nada. De entrada, él sobresale entre los demás académicos: sabe latín. Una vez se jubiló Adrados -porque dejó de asistir a las reuniones- ahí no queda nadie que sepa griego y latín, una cosa penosa, tratándose de la Española. Pero como no hay dinero por medio ni prestigio -hace cien años, sí-, pues da igual. ¿Por qué hemos llegado a este punto? Por abusar con gente que no tenía que ver con la literatura. Una Academia para la lengua es una bobada. Los franceses nombran a gente con una cierta obra y rasgos de eminencia. Les va bien. Hay veterinarios, médicos... ¿Qué adelantas con filólogos y escritores?: ¿hacer un diccionario cada vez peor? Un diccionario tan grande… y sin información. Te da un significado y, cuando no saben qué decir, ponen que es un regionalismo. Antes, entre profesores de instituto, algunos de facultad, y otros de familia -sin oposición- había una pléyade extraordinaria. Se la llevó por delante la guerra. Las guerras tienen eso. La cantidad de jóvenes que muere en ellas es alta y muchos, herederos de una cultura extraordinaria. Después hay una o dos generaciones en las que no se hila. Hasta en Weimar, que era una maravilla, pasó. Así que en este país no le digo: dos guerras mundiales y una guerra civil… bastante que estamos como estamos.