miércoles, 1 de septiembre de 2021

EL APARTADERO: FIRMA DE EJEMPLARES EN LA FERIA DEL LIBRO DE MADRID / CAPÍTULO IX

 



El sábado 11 de septiembre, entre las 11:00 y las 13:00 horas, estaré en la Feria del Libro de Madrid (Parque de El Retiro / Plaza de la Independencia, 7), en la caseta de la editorial Trifaldi, que es la número 149, para firmar ejemplares de El apartadero a quienes quieran acercarse para comprar un ejemplar. Llevaré puestas las mejores galas: ganas. Y para ir sonsacando a los lectores que puedan tener la intención de, aquí les dejo un capítulo (el IX) de la novela.

 

 Escuchaba La Patética de Chaikovski. Rosario conocía cuál era su estado de ánimo si ponía música romántica. No era la que más gustaba al Bruno científico. Con ella intentaba compensar sus repuntes nihilistas. No importaba que el tema fuera grave. La escuchaba cuando, consciente o no, sentía la necesidad de rodearse de un pathos excesivo para no hundirse demasiado. Bruno decía que en La Patética estaba recogido todo lo que importa. Prefería las versiones de los directores rusos, en espacial las de Svetlanov y Rostropóvich. Muchas veces no pasaba de su Primer Movimiento (Adagio / Allegro non troppo / Andante / Allegro / Andante come prima). Decía que en él se expresaban, de manera sucinta pero bastante, casi todos los estados psicológicos que podía experimentar el ser humano. Después de escucharlo, Bruno solía quedar agotado, un poco ido.

No sólo por las enormes tensiones emocionales que debía administrar en un corto período de tiempo quien escuchara esa obra maestra, sino además por las vicisitudes que la afectaron desde su nacimiento (fue estrenada por el autor pocos días antes de morir: cólera, dicen unos, suicidio, otros), a Rosario le asustaba ver a Bruno inmerso en ella. Sabía que no era la música pertinente para acompañar la toma de datos en los termómetros, ni su vertido al programa que los procesaba. La perspectiva de aplazar el trabajo científico era muy atractiva, pero no si provocada por desajustes en el estado anímico de Bruno. Rosario siempre temía que su maestro tuviera algún brote sicótico, o que cayera en un estado depresivo profundo. Ella no se veía capaz de conducirse con solvencia en tales escenarios. Lo era, claro, pero no lo sabía.

Si Bruno hubiera sido simple y previsible, Rosario se habría comportado en consecuencia. Lo habría colmado de placer. Y no de un placer cualquiera: lo habría sacado de sí activando a la vez sus resortes biológicos y psicológicos. Tenía armas que nunca tuvo Chaikovski para hacer tal cosa. Sin embargo, debía ser precavida, más aún cuando él experimentaba una deriva emocional tan severa que lo apartaba de su agenda. Bruno la esperaba, era obvio, pero ella no sabía exactamente para qué.

Él preguntó si le apetecía cambiar de planes. Rosario se mostró de acuerdo. Sabía que no tenía ante sí al científico reflexivo y extravertido que, pendiente de un mundo objetivo, mandaba en Bruno a esas horas. Se atrevió a sugerir el baile: ―¿Quieres que baile para ti? ―Había pensado otra cosa, pero si prometes que no intentarás involucrarme y que bailarás una sola pieza, me parece bien, respondió él. Rosario se acercó al ordenador y retiró la batuta a Svetlanov. Sabía que se la jugaba. Tenía que acertar para que su gesto fuera efectivo. Pensó en un vals, pero rectificó porque el ánimo de Bruno en ese momento podía ser de cualquier tipo menos trivial. Entonces recordó un vídeo que había visto y escuchado a sugerencia de un poeta por quien sentía aprecio. Entró en el cuaderno digital donde escribía aquel amigo y buscó una publicación titulada “Recuerden”, sobre la obra “In Memoriam”, de Sidi Larbi, bailada por el Ballet de Montecarlo con música de A Filetta. Puso su Acto Segundo y quitó la imagen del monitor para que sólo las voces invadieran el refugio. Subió un poco el volumen y se situó en el centro de la estancia. Bruno estaba sentado en la cama con la túnica de siempre y sus pies descalzos. Rosario se descalzó y comenzó a bailar.

Yo escribía entonces el quinto capítulo de esta novela. Laura trabajaba. Escuché aquellas voces corsas y me detuve. Nunca Bruno había puesto la música con tanto volumen. Enseguida comprendí que algo raro pasaba en el apartadero. No sé por qué imaginé que Rosario estaría desnuda y bailando para él. Bajé al recibidor y pegué la oreja a la pared. Sólo se escuchaba el coro. Era precioso…

«Pocas expresiones artísticas, cultas o populares, pensaba Bruno, resultan tan mediterráneas como las canciones tradicionales corsas. En estas maravillosas salmodias parecen cantar a un tiempo todos los pueblos que tuvieron y tienen que ver con la gran alberca del mundo; esa que nos definió y caracterizó, donde cuajamos comerciando, guerreando, compartiendo deidades de muy diverso tipo durante miles de años. Claro, por Córcega pasaron etruscos, fenicios (tirios y cartagineses), griegos, romanos, vándalos, bizantinos, pisanos, aragoneses, genoveses, longobardos, francos… Esa isla obtuvo (y retuvo) de todos ellos (también de los más continentales) la verdadera esencia mediterránea, dada en la imagen que integra el fuego eterno y la divina olla dispuestos a compartir el espacio-tiempo ad infinitum; confabulados para cocer, con su justo punto de sal, el pródigo mejunje. En estas voces amalgamadas parecen resolverse de una vez las legendarias diferencias entre tirios y troyanos. Así podrían haber sonado David y Eneas si hubieran celebrado cantando a coro las intenciones que tuvo Dido de abolir los distingos entre ambas facciones. De un lado, la tradición semita y persa, del otro la grecolatina, tan contaminada en el tablero de Alejandro. De un lado, el judaísmo y el Islam (no me malentiendas, lector, no aludo a la simple mensajería divina, o a detalles litúrgicos, sino a la profunda impronta de la lengua). Del otro, el cristianismo católico. Eclecticismo fundante, precipitado a la postre en esos cantos polifónicos con sus timbres únicos, que a veces incluyen sutiles disonancias: sonidos que antes de herir el oído a quien escucha, justo en el instante previo, tuercen en pos de notas ecuménicas, que con-suenan por obra y gracia de los muchos dioses implicados en el acorde. Desde el pastor sumerio al zapatero cartaginés, desde comerciante nabateo al vinicultor jerezano, pasando por el sacerdote cananeo, la pitonisa délfica, la vestal capitolina, el guerrero cretense o el lacedemonio, todos hubieran podido sentir algo similar a lo que yo siento, si hubieran escuchado a A Filetta entonar sus letanías mediterráneas»… Mientras Bruno oía, sentía y pensaba la música, tal vez Rosario giraba como un derviche con aquel vestido blanco y suelto… ay, medio transparente. «No, no, estaría desnuda»…

Rosario giró con una cadencia perfecta. Él, que por mucho que especulara sobre aquellas voces prodigiosas, tuvo que sentir, al menos, todo lo que sintió su vecino al otro lado de la pared; tenía, además, a Rosario bailando ante sí. Cuando dejó de sonar el Acto Segundo de la obra y Rosario se detuvo, Bruno estaba embobado. ―¿Puedes repetirlo, por favor?, música y baile… Entonces Rosario creyó oportuno invitarlo. ―No, perdóname, bailo contigo desde aquí; hazlo, baila.

Desde el recibidor sentí que recomenzaban. Lo agradecí, claro, porque el coro lo envolvía todo de una manera indecible, pero también lo padecí porque la imagen de Rosario, desnuda, bailando como una maga para Bruno, me perturbaba. Nunca estuve tan celoso. Nunca sentí tanta necesidad de besar a alguien, de besarla. Esperé a que los cantos cesaran y volví a mi escritorio. Entonces pensé que había enfermado, que la obsesión por Rosario me estaba haciendo mucho daño. «Si al menos pudiera aprovecharlo para meter sustancia en mi novela»… pensaba para aliviarme. ¿Pero por qué imaginar que bailaba desnuda para él? Supe que describiría aquello en algún capítulo de mi obra. Esa mañana quedé tocado. No pude recomenzar la escritura hasta la tarde.

―¿Quieres que me desnude para bailarlo por segunda vez?, preguntó ella. ―No, dijo él, ese vestido acentúa tus giros y te da un aire sufí que me hace bien. ―¿Quieres que me recoja el pelo? ―No hace falta. Rosario repuso el vídeo (sin vídeo) y volvió a bailar. Hasta las ratas se habían detenido. Puede que la música tradicional corsa les llegara más que la barroca. Bruno se demoraba reeditando en su mente cada paso del baile. Él ya sabía que la amaba, pero aquel episodio imprevisto habría despejado cualquier duda residual. ―¿Bailo bien?, preguntó ella como a mitad de la pieza. Por educación y agradecimiento, Bruno no desoyó la pregunta: ―Shhh… no interrumpas a una mujer mientras baila para darle un consejo, dijo. Rosario sonrió (sabía que su maestro usaba una frase atribuida a Pitágoras; era incorregible) y siguió girando. Lo hacía despacio. Seguía el ritmo con las piernas, pero improvisaba con la cabeza y los brazos. Su cuerpo expresaba liberación, pero hacia dentro. Mantenía los ojos cerrados. Rosario bailaba como cantaba A Filetta: así de hondo.

Cuando se detuvo la música, todavía bailó unos segundos. Bruno se mantenía en silencio. Su estado de ánimo había cambiado. El éxtasis era pleno. Rosario ralentizó el movimiento poco a poco hasta detenerse. Tenía la respiración atemperada pero más profunda que de costumbre. Estaba excitada. ―¿Y ahora qué?, preguntó. ―Me sentí como en Arcadia, entre ritos pánicos y dionisíacos, pero sin sexo o vino, comentó Bruno. Y continuó: Jung decía que nosotros pensamos en los muertos, mientras que el primitivo los veía ante sus ojos, precisamente a causa de la sensualidad extraordinaria de sus imágenes mentales. Pues bien, mientras bailabas, fui un primitivo en alguna medida. Pensé un poco en la música, lo confieso, pero no te pensé a ti. Vi bailar a una diosa. Me sentí muy dichoso y honrado. ¿Qué se puede sumar a eso? ―Se me ocurre que pudieras añadir un poco de tensión sanguínea, respondió ella. ―Rosario, yo tenía una mañana terrible. Creo que la voy enderezando. La música y tu baile han sido un bálsamo. Hemos acertado al subvertir el orden de nuestras cosas. Si escogemos el tema adecuado para rematar la jornada… Fíjate lo que pudo el arte… Me gustaría hablar contigo de un artista contemporáneo que admiro mucho. ―Estoy excitada, Bruno. Ahora mismo prefiero un paréntesis más físico. Podría limpiar un poco todo esto. ―¿Te parece sucio? ―No. No quiero decir eso. Yo estoy sucia. Necesito moverme. Podría limpiar tu refugio, incluida la biblioteca, antes y mejor que Heracles los establos de Augías. ―Pequeña, una biblioteca demasiado limpia es como una iglesia con calefacción, que diría Holan. No hace falta que hagas nada. ¿Entregaste mi carta al novio de Laura?

Rosario se mantuvo callada un momento. Estaba frustrada ante la fría reacción de Bruno en el postbaile, pero luego recordó lo mal que lo había visto a su llegada, y consideró más que aceptable lo avanzado. ―Tu hija ya tiene la carta, dijo. El novio de Laura y yo se la llevamos. ―¿Te vio? ―No, me mantuve a distancia. ―¿Cómo la viste? ―Haciendo su vida, Bruno. Creo que tu carta la tranquilizará. ―¿Te arreglaste con tu madre?, preguntó él. ―Sí. No debes preocuparte por eso. No creo que Laura pueda seguir predisponiéndola contra nosotros. Bruno parecía aliviado. No todo le resultaba indiferente, era obvio. Lo estaba pasando mal con la embestida múltiple de Laura.

Entonces fue al ordenador y buscó unos vídeos de las esculturas cinéticas de Theo Jansen. Le pidió a Rosario que se acercara. Mira, este es el mejor entre los artistas contemporáneos. No es de este tiempo, de ninguno. Fíjate, estos organismos se mueven a través de complejos sistemas hidráulicos y neumáticos. El viento es el combustible, pero el motor es muy complejo. Jansen es un científico de los pies a la cabeza, pero también un gran artista. Sus invenciones aplican principios científicos de diferente complejidad, ¿para lograr qué? Nada… Y Todo. El tipo se ha montado un rollo evolutivo para templar a su artista, pero trabaja para nada, quiero decir, para nada que pueda tener un fin exclusivamente práctico, o sea, para todo lo que debía importar al hombre en primera instancia. Es un científico y un artista: un humanista. Leonardo diseñaba sus estupendas máquinas con una vocación ingeniera. Sólo cuando dibujaba o pintaba era un verdadero artista. Su genio y su ingenio no estaban arrumbados a la perfección. Este tipo sí que mantiene sincronizados al genio y al ingenio. Pero el segundo está al servicio del primero aunque lo disimule. Además es quijotesco. ―¿Quijotesco?, interrumpió ella. ―Sí. Quijano ejecutaba muchas de sus hazañas por el mero placer de saber que era capaz de hacerlo. La hazaña por la hazaña, sin que tuviera un fin más allá de ella misma. Esto es muy español, lo dijo Ortega, pero no es privativo de los españoles. Qué locos están algunos holandeses. Theo Jansen hace el mejor arte del momento con premisas quijotescas. Sus criaturas nacen para demostrar que pueden hacerlo, nada más; se mueven para demostrar que pueden hacerlo, nada más. Nada más, si nos detenemos antes de llegar a lo que de verdad importa: la creación de piezas bellas, gráciles y sugerentes que nadie antes creó, y que sorprenden por inútiles. Cuánto saber científico para esto. Encima les endosa un relato que pretende justificarlas más allá del arte. Es genial. Está loco, pero en la medida y de la forma en que lo estaba Quijano. ―¿Y por qué me cuentas esto hoy, ahora?, preguntó ella que se había quedado pasmada con aquellos vídeos. ―Sé que mis experimentos están a punto de varar, Rosario, porque su objetivo es meramente científico y los resultados no llegan. No tengo un fin más allá de, como lo tiene Jansen, y tampoco conservo las fuerzas de un Quijano. Estuve pensando que sigo con ellos porque tú los participas, que eres quien encarna ese fin no científico que me sostiene. No sé si abuso de ti. No puedo evitar del todo la sensación de fracaso. No tengo un plan B, pequeña. La dedicación exclusiva a la lectura es una perspectiva que me asusta, por más que fueras tú mi testigo y heredero. Vaya, estás en todas partes, Rosario. No sé si podré… ―¿Y no has pensado, Bruno, que no está mal una iglesia calefactada si se es feliz rezando en ella? ¿No has pensado que una biblioteca limpia, o sea, sucia hasta la limpieza (por compartida), no está mal si quienes la comparten rezan al mismo dios creador de las palabras? Hoy bailé para ti. Sé que lo pasaste bien. Debías bailar conmigo, Bruno. No me importa ser la coartada para que sigas adelante con tu investigación; ni serlo para que la biblioteca no se te caiga encima; ¿pero por qué no bailar si podemos? Podemos bailar, Bruno, nada lo impide. ―Pensaré en lo que dices, pequeña, dijo él.

Rosario se fue feliz. Se había encontrado a Bruno hundido, agarrado a Chaikovski como a un madero que flotara en la nada, y lo había dejado dispuesto a pensar si debía o no bailar con ella. Estas cosas no debían ser pensadas, cierto, pero se trataba de Bruno. Teniéndolo en cuenta, lo logrado era mucho. Lo sabía.

 

Quienes no tengan el libro, y no puedan acompañarme el sábado 11 de septiembre en la Feria de Madrid, si quieren comprar la novela podrían hacerlo por las siguientes vías:

 

ESPAÑA / TRIFALDI:

http://www.trifaldi.com/home/69-el-apartadero-9788494978357.html

 

LIBRERÍAS:

https://www.todostuslibros.com/libros/el-apartadero_978-84-949783-5-7

 

AMAZON:

https://www.amazon.es/El-Apartadero-narrativa-Jorge-Tamargo/dp/8494978357/ref=sr_1_1?__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&dchild=1&keywords=el+apartadero&qid=1616915065&sr=8-1


2 comentarios:

  1. Un placer Jorge, felicitaciones, solo leí por encima… un rosario de imágenes sugerentes, ya me enteraré de más!
    Abrazo fuerte!
    Lorenzo

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