El sábado 11 de septiembre,
entre las 11:00 y las 13:00 horas, estaré en la Feria del Libro de Madrid (Parque de El Retiro / Plaza de la Independencia, 7), en
la caseta de la editorial Trifaldi, que es la número 149, para firmar
ejemplares de El apartadero a quienes quieran acercarse para comprar un
ejemplar. Llevaré puestas las mejores galas: ganas. Y para ir sonsacando a los
lectores que puedan tener la intención de, aquí les dejo un capítulo (el IX) de
la novela.
No sólo por las
enormes tensiones emocionales que debía administrar en un corto período de
tiempo quien escuchara esa obra maestra, sino además por las vicisitudes que la
afectaron desde su nacimiento (fue estrenada por el autor pocos días antes de morir:
cólera, dicen unos, suicidio, otros), a Rosario le asustaba ver a Bruno inmerso
en ella. Sabía que no era la música pertinente para acompañar la toma de datos
en los termómetros, ni su vertido al programa que los procesaba. La perspectiva
de aplazar el trabajo científico era muy atractiva, pero no si provocada por desajustes
en el estado anímico de Bruno. Rosario siempre temía que su maestro tuviera
algún brote sicótico, o que cayera en un estado depresivo profundo. Ella no se
veía capaz de conducirse con solvencia en tales escenarios. Lo era, claro, pero
no lo sabía.
Si Bruno hubiera
sido simple y previsible, Rosario se habría comportado en consecuencia. Lo habría
colmado de placer. Y no de un placer cualquiera: lo habría sacado de sí activando
a la vez sus resortes biológicos y psicológicos. Tenía armas que nunca tuvo Chaikovski
para hacer tal cosa. Sin embargo, debía ser precavida, más aún cuando él experimentaba
una deriva emocional tan severa que lo apartaba de su agenda. Bruno la
esperaba, era obvio, pero ella no sabía exactamente para qué.
Él preguntó si le
apetecía cambiar de planes. Rosario se mostró de acuerdo. Sabía que no tenía
ante sí al científico reflexivo y extravertido que, pendiente de un mundo
objetivo, mandaba en Bruno a esas horas. Se atrevió a sugerir el baile: ―¿Quieres
que baile para ti? ―Había pensado otra cosa, pero si prometes que no intentarás
involucrarme y que bailarás una sola pieza, me parece bien, respondió él.
Rosario se acercó al ordenador y retiró la batuta a Svetlanov. Sabía que se la
jugaba. Tenía que acertar para que su gesto fuera efectivo. Pensó en un vals,
pero rectificó porque el ánimo de Bruno en ese momento podía ser de cualquier
tipo menos trivial. Entonces recordó un vídeo que había visto y escuchado a
sugerencia de un poeta por quien sentía aprecio. Entró en el cuaderno digital donde
escribía aquel amigo y buscó una publicación titulada “Recuerden”, sobre la
obra “In Memoriam”, de Sidi Larbi, bailada por el Ballet de Montecarlo con
música de A Filetta. Puso su Acto Segundo y quitó la imagen del monitor para
que sólo las voces invadieran el refugio. Subió un poco el volumen y se situó
en el centro de la estancia. Bruno estaba sentado en la cama con la túnica de
siempre y sus pies descalzos. Rosario se descalzó y comenzó a bailar.
Yo escribía entonces
el quinto capítulo de esta novela. Laura trabajaba. Escuché aquellas voces
corsas y me detuve. Nunca Bruno había puesto la música con tanto volumen.
Enseguida comprendí que algo raro pasaba en el apartadero. No sé por qué imaginé
que Rosario estaría desnuda y bailando para él. Bajé al recibidor y pegué la
oreja a la pared. Sólo se escuchaba el coro. Era precioso…
«Pocas expresiones
artísticas, cultas o populares, pensaba Bruno, resultan tan mediterráneas como
las canciones tradicionales corsas. En estas maravillosas salmodias parecen
cantar a un tiempo todos los pueblos que tuvieron y tienen que ver con la gran
alberca del mundo; esa que nos definió y caracterizó, donde cuajamos
comerciando, guerreando, compartiendo deidades de muy diverso tipo durante
miles de años. Claro, por Córcega pasaron etruscos, fenicios (tirios y
cartagineses), griegos, romanos, vándalos, bizantinos, pisanos, aragoneses,
genoveses, longobardos, francos… Esa isla obtuvo (y retuvo) de todos ellos (también
de los más continentales) la verdadera esencia mediterránea, dada en la imagen
que integra el fuego eterno y la divina olla dispuestos a compartir el
espacio-tiempo ad infinitum;
confabulados para cocer, con su justo punto de sal, el pródigo mejunje. En
estas voces amalgamadas parecen resolverse de una vez las legendarias
diferencias entre tirios y troyanos. Así podrían haber sonado David y Eneas si
hubieran celebrado cantando a coro las intenciones que tuvo Dido de abolir los
distingos entre ambas facciones. De un lado, la tradición semita y persa, del
otro la grecolatina, tan contaminada en el tablero de
Rosario giró con una
cadencia perfecta. Él, que por mucho que especulara sobre aquellas voces
prodigiosas, tuvo que sentir, al menos, todo lo que sintió su vecino al otro
lado de la pared; tenía, además, a Rosario bailando ante sí. Cuando dejó de
sonar el Acto Segundo de la obra y Rosario se detuvo, Bruno estaba embobado. ―¿Puedes
repetirlo, por favor?, música y baile… Entonces Rosario creyó oportuno
invitarlo. ―No, perdóname, bailo contigo desde aquí; hazlo, baila.
Desde el recibidor sentí
que recomenzaban. Lo agradecí, claro, porque el coro lo envolvía todo de una
manera indecible, pero también lo padecí porque la imagen de Rosario, desnuda,
bailando como una maga para Bruno, me perturbaba. Nunca estuve tan celoso.
Nunca sentí tanta necesidad de besar a alguien, de besarla. Esperé a que los
cantos cesaran y volví a mi escritorio. Entonces pensé que había enfermado, que
la obsesión por Rosario me estaba haciendo mucho daño. «Si al menos pudiera
aprovecharlo para meter sustancia en mi novela»… pensaba para aliviarme. ¿Pero
por qué imaginar que bailaba desnuda para él? Supe que describiría aquello en
algún capítulo de mi obra. Esa mañana quedé tocado. No pude recomenzar la
escritura hasta la tarde.
―¿Quieres que me
desnude para bailarlo por segunda vez?, preguntó ella. ―No, dijo él, ese
vestido acentúa tus giros y te da un aire sufí que me hace bien. ―¿Quieres que
me recoja el pelo? ―No hace falta. Rosario repuso el vídeo (sin vídeo) y volvió
a bailar. Hasta las ratas se habían detenido. Puede que la música tradicional
corsa les llegara más que la barroca. Bruno se demoraba reeditando en su mente
cada paso del baile. Él ya sabía que la amaba, pero aquel episodio imprevisto
habría despejado cualquier duda residual. ―¿Bailo bien?, preguntó ella como a
mitad de la pieza. Por educación y agradecimiento, Bruno no desoyó la pregunta:
―Shhh… no interrumpas a una mujer mientras baila para darle un consejo, dijo.
Rosario sonrió (sabía que su maestro usaba una frase atribuida a Pitágoras; era
incorregible) y siguió girando. Lo hacía despacio. Seguía el ritmo con las
piernas, pero improvisaba con la cabeza y los brazos. Su cuerpo expresaba liberación,
pero hacia dentro. Mantenía los ojos cerrados. Rosario bailaba como cantaba A
Filetta: así de hondo.
Cuando se detuvo la
música, todavía bailó unos segundos. Bruno se mantenía en silencio. Su estado
de ánimo había cambiado. El éxtasis era pleno. Rosario ralentizó el movimiento poco
a poco hasta detenerse. Tenía la respiración atemperada pero más profunda que
de costumbre. Estaba excitada. ―¿Y ahora qué?, preguntó. ―Me sentí como en
Arcadia, entre ritos pánicos y dionisíacos, pero sin sexo o vino, comentó
Bruno. Y continuó: Jung decía que nosotros pensamos en los muertos, mientras que
el primitivo los veía ante sus ojos, precisamente a causa de la sensualidad
extraordinaria de sus imágenes mentales. Pues bien, mientras bailabas, fui un primitivo
en alguna medida. Pensé un poco en la música, lo confieso, pero no te pensé a
ti. Vi bailar a una diosa. Me sentí muy dichoso y honrado. ¿Qué se puede sumar
a eso? ―Se me ocurre que pudieras añadir un poco de tensión sanguínea,
respondió ella. ―Rosario, yo tenía una mañana terrible. Creo que la voy
enderezando. La música y tu baile han sido un bálsamo. Hemos acertado al
subvertir el orden de nuestras cosas. Si escogemos el tema adecuado para
rematar la jornada… Fíjate lo que pudo el arte… Me gustaría hablar contigo de
un artista contemporáneo que admiro mucho. ―Estoy excitada, Bruno. Ahora mismo
prefiero un paréntesis más físico. Podría limpiar un poco todo esto. ―¿Te
parece sucio? ―No. No quiero decir eso. Yo estoy sucia. Necesito moverme.
Podría limpiar tu refugio, incluida la biblioteca, antes y mejor que Heracles
los establos de Augías. ―Pequeña, una biblioteca demasiado limpia es como una
iglesia con calefacción, que diría Holan. No hace falta que hagas nada.
¿Entregaste mi carta al novio de Laura?
Rosario se mantuvo
callada un momento. Estaba frustrada ante la fría reacción de Bruno en el
postbaile, pero luego recordó lo mal que lo había visto a su llegada, y
consideró más que aceptable lo avanzado. ―Tu hija ya tiene la carta, dijo. El
novio de Laura y yo se la llevamos. ―¿Te vio? ―No, me mantuve a distancia.
―¿Cómo la viste? ―Haciendo su vida, Bruno. Creo que tu carta la tranquilizará.
―¿Te arreglaste con tu madre?, preguntó él. ―Sí. No debes preocuparte por eso.
No creo que Laura pueda seguir predisponiéndola contra nosotros. Bruno parecía
aliviado. No todo le resultaba indiferente, era obvio. Lo estaba pasando mal
con la embestida múltiple de Laura.
Entonces fue al
ordenador y buscó unos vídeos de las esculturas cinéticas de Theo Jansen. Le
pidió a Rosario que se acercara. ―Mira, este es el
mejor entre los artistas contemporáneos. No es de este tiempo, de ninguno.
Fíjate, estos organismos se mueven a través de complejos sistemas hidráulicos y
neumáticos. El viento es el combustible, pero el motor es muy complejo. Jansen es
un científico de los pies a la cabeza, pero también un gran artista. Sus
invenciones aplican principios científicos de diferente complejidad, ¿para
lograr qué? Nada… Y Todo. El tipo se ha montado un rollo evolutivo para templar
a su artista, pero trabaja para nada, quiero decir, para nada que pueda tener
un fin exclusivamente práctico, o sea, para todo lo que debía importar al
hombre en primera instancia. Es un científico y un artista: un humanista.
Rosario se fue feliz. Se había encontrado a Bruno hundido, agarrado a Chaikovski como a un madero que flotara en la nada, y lo había dejado dispuesto a pensar si debía o no bailar con ella. Estas cosas no debían ser pensadas, cierto, pero se trataba de Bruno. Teniéndolo en cuenta, lo logrado era mucho. Lo sabía.
Quienes no tengan el libro, y no
puedan acompañarme el sábado 11 de septiembre en la Feria de Madrid, si quieren
comprar la novela podrían hacerlo por las siguientes vías:
ESPAÑA / TRIFALDI:
http://www.trifaldi.com/home/69-el-apartadero-9788494978357.html
LIBRERÍAS:
https://www.todostuslibros.com/libros/el-apartadero_978-84-949783-5-7
AMAZON:
Un placer Jorge, felicitaciones, solo leí por encima… un rosario de imágenes sugerentes, ya me enteraré de más!
ResponderEliminarAbrazo fuerte!
Lorenzo
Gracias, Lorenzo. Abrazote.
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