martes, 17 de octubre de 2017

TODO DESHARRAPADO TIENE UN BLASÓN RECÓNDITO



                                                                                       Fotografía de WORLD PRESS PHOTO



Amigos, me retiro hasta el próximo enero. Como cada fin de año, me aparto para vérmelas cara a cara con la creación literaria, especialmente con la poesía. Esta vez me despido con un acto (el XV) de uno de mis poemas. No sé por qué fui a dar con este trozo del que escribí a finales de 2014, (hace tiempo que escribo uno extenso al año, no más) en el que recreo el período inicial de mi relación con Marisela, convivido con éxito en La Habana de los ochenta, a pesar de las circunstancias tan adversas que allí operaban. Las últimas semanas han sido muy duras también en España. Quizás por eso, no sé… Buen fin de año para todos. Espero que las cosas se recompongan. Espero que, pase lo que pase, pueda regresar al sitio donde, quizás, algunos de vosotros perseveréis con ganas de lectura. Os abrazo.               



 XV. Todo desharrapado tiene un blasón recóndito


… casi todo parece hermoso
si no empantana en el guion del noticiero,
ni participa la jerga de los tribunos.
La televisión, en cautelar pausa. Proyectamos
y esperamos el oportuno cambio de vía, incluso
ofrecemos un altanero segmento de horizonte
al pacato guardagujas, (que declina)
pero las mañanas arrancan a diario
con sus bujías nuevas. Chisporrotean.
Compramos al menudeo un tiempo rebajado
donde olvidar el precio de la chispa. Cómo abrasa. 
El sexo a los veinticinco no necesita antenas. 
Crea sus propias ondas, y en el inframundo
repara, también, los desmanes capitolinos.
En la isotrópica burbuja nos amamos.
Prescindimos encantados del champán.
Las pompas, indolentes, emergen de la cama,
rebotan en un domus-planetario, donde la familia,
los amigos y el arte, titilan. Rodamos.
Y además en círculos. Y además
absortos, cayendo al centro. Atletas.
Felizmente dopados nos preparamos
en un impasse travestido (qué pestañas)
con la espoleta nerviosa sin embargo, a punto
para la puesta en escena de todo lo que se enredó
(una vez más) a la pata coja de la historia.
Cojea la pronta, pero dará con nosotros.
Lo intuimos. Lo sabemos. Lo olvidamos.
Los amantes gozan la ingenuidad que merecen,
valen la desmemoria con que la protegen.
Merecimos apenas un lustro, pero
cómo resbalaron en él los avisos
para ovillarse en tus ingles… No me llegan.
O sí, pero no atiendo. El carnero
cabecea cada noche en su jaulón de hierro,
el caballo patea el cuenco donde beben los patos,
la perra (re) corre el perímetro de la parcela
con sospechosa disciplina, como hecha
a unos rieles de azufre que trazara un fauno
en los lindes de su lascivia. Te poseo.
Las deseadas luces de Bengala no iluminan, retumban.
Parecen señales para los rateros. Las masas
fumigan contra las pupas de mariposa lila,
(toda multitud es enajenada) y cosechan
otras, rojinegras, en comunales abrojos. Te amo.
Los libros nos sonrojan en los entreactos
de la danzada misa. Seguimos… Seguimos…
La madrugada extiende, entre cóctel y café,
una sordera inmune al puntual kikirikí. 
Es nuestro lustro áureo. Todo desharrapado
tiene un blasón recóndito, y con un cuchillo sordo
cortó la cabeza a un gallo. 


lunes, 18 de septiembre de 2017

¡DESPERTA FERRO, ARAGÓ, ARAGÓ!... AY, DIOS




                              Cabecita, cabecita,
                              tente en ti, no te resbales,
                              y apareja dos puntales
                              de la paciencia bendita.

                                             Cervantes

  
Amanecí jodido, muy sobresaltado. Tuve un sueño que terminó en pesadilla. Siempre me guardo lo que sueño, por temor a dos amigos argentinos que me acechan con su montón de teorías en ristre, pero esta vez me arriesgaré. Que digan lo que quieran. Soñé esto, y en una sola noche:

Participé diacrónicamente la fundación (o refundación, según el caso) de varias ciudades importantes. Estuve con Teseo inaugurando Atenas; con Rómulo en Roma; con el ermitaño Pelayo en el descubrimiento de los restos de Jacobo de Zebedeo, y en la consecuente invención de Santiago de Compostela; con Pánfilo de Narváez en la primera fundación de La Habana; y con aquellos cincuenta locos o matreros devenidos en señores, en la segunda, que es la que perdura (¿perdura?); con Pedro el Grande (versión rusa, no aragonesa) estuve levantando San Petersburgo. Y para terminar, fui testigo de un intento de refundación de la actual Barcelona. Cuántas experiencias, y qué final. Todavía tiemblo.

No recuerdo todos los detalles, ni falta que hace, pero sí los más relevantes. Resumo:

Con Teseo ayudé a convencer a los más ricos de cada una de las tribus del Ática, de lo conveniente que podía resultar su unión, y el asentamiento del cuerpo social resultante, alrededor de aquel pedrusco árido que difícilmente escalarían los terribles heraclidas que habían llegado del norte y todo lo devastaban. Viví la fundación de Atenas, y también de la democracia: su afán primero por el orden, la inteligente y eficaz división de la sociedad en patricios, labradores y artesanos… Cuando a las tribus del Ática se unieron (al menos en aquel momento) las de Mégara, vi a Teseo ordenar la construcción en el istmo de Corinto de la columna que menciona Plutarco. Es cierto: en su cara oriental decía: No es ya Peloponeso, sino Jonia, en su cara occidental: Esto es Peloponeso, ya no Jonia. Viví ese momento de amplia aceptación entre los semejantes, y celosa prudencia frente a los otros.

Con Rómulo, ayudé a surcar la primera frontera de Roma sobre la vieja Alba. A ratos lidiaba con el arado del que tiraban ayuntados una yegua y un buey, dicen que etruscos ambos. Estuve en la trifulca de los secuaces de Rómulo con Remo. Vi morir a este último. Vi organizarse a la ciudad con una vocación inclusiva, democrática, pero también con un amplio sentido defensivo y un gran celo por la disciplina y el orden. Vi cómo eran recibidos e integrados los latinos y hasta algunos tirrenos, por ejemplo, y cómo era organizada la primera legión. Participé en el rapto de las sabinas. Incluso me enamoré de una, guapísima, que (qué cosas pasan en los sueños, ¿verdad?) hablaba en perfecto castellano y atendía a todas mis insinuaciones libidinosas. Vi cómo influyeron estas mujeres para que se amistaran definitivamente romanos y sabinos. Dejé Roma cuando Rómulo, ya corrompido por el poder, desapareció en raras circunstancias; antes de que Numa (un sabino, dicen que alumno de Pitágoras) sin quererlo se hiciera con el mando de la ciudad. Me fui imbuido de la tremenda fuerza fundacional que tiene un grupo social en fase creciente: con una fe ciega y casi simétrica en sus dioses y sus héroes. Llegué a ver, incluso, como a Rómulo lo deificaron y lo nombraron Quirino.
  
Aparecí en Santiago de Compostela. Que no lo era todavía, sino que apenas era un viejo poblado celtíbero o godo, no sé bien, con ascendente romano. Allí vi cómo un ermitaño de nombre Pelayo (qué toque astur, por cierto) descubrió un enterramiento con tres cadáveres, uno de los cuales todos juraban que era el del apóstol Santiago. Pude ver el gran lío que se montó alrededor del suceso. Vi cómo los astures aprovecharon el lance para afianzar su posición al norte de la península ibérica, y también su proyecto expansivo frente a los invasores africanos. Supe que más allá de Los Pirineos resonó la noticia que parecía aliviar, por vía divina, el temor de italianos y franceses a que los musulmanes pudieran traspasarlos. Con una Roma en franca decadencia, y una Jerusalén inaccesible para los seguidores de Cristo, Santiago de Compostela se mostraba como el sitio ideal para colmar las peregrinaciones que debían medir, pesar y reestructurar a una Europa decididamente cristiana. Participé en el replanteo de la catedral, y puede intuir que sería el centro de una gran urbe, el vector inflamatorio de un gran reino. Y así fue. Ni la total destrucción provocada en la ciudad por Almanzor a fínales del primer milenio, pudo evitar que el sepulcro del santo irradiara futuro. Un futuro que estaba reservado para que los reinos cristianos, cada vez más unidos y potentes, desbancaran a los de Taifas, cada vez más débiles y desestructurados.     

Me desperté. Dudé si dejar la cama y ponerme a escribir, pero mi mujer me dijo: ―Apaga, coño, y duerme, que mañana hay que madrugar. No pensé que pudiese recuperar el sueño, y mucho menos el relato que había interrumpido, pero sin saber cómo, me vi en La Habana. Bueno, en aquel pantanal insalubre donde la dicha ciudad se fundó por primera vez. Estaba con Pánfilo de Narváez, un aventurero a las órdenes de Diego Velázquez, un hombre de gatillo fácil y muy malas artes sociales, que de urbanismo sabía lo que sé yo de aviación. Aquella fundación fracasó por la poca hospitalidad de los mosquitos y la mala calidad del agua, pero los adelantados, herederos de aquellos Pelayos astures y gallegos, o, quién sabe si marranos y moriscos encubiertos que huían de la persecución de sus majestades católicas, no se rindieron. Caminaron hacia el norte a golpe de machete contra la manigua, hasta que encontraron la tina perfecta para que se bañara San Cristóbal: una magnífica bahía de bolsa relativamente cercana a un riachuelo. Iba con ellos. Vi cómo se adueñaron de aquel predio, cómo se las vieron con los indígenas que allí moraban, cómo prevalecieron y celebraron la primera misa. Eran unos cincuenta tíos. Qué tropa tan peligrosa. Pero qué determinación, qué ganas de sobrevivir y de fundar. No me extraña que su ciudad (la mía) haya sido lo que fue hasta que, cansada y podrida por tanto hedonismo barato, cayera en manos de la Casa Castro de Holguín.

Y entonces aparecí en lo que prometía ser San Petersburgo. Dios mío, qué licenciosos resultan algunos sueños. Estuve cerca de Pedro el Grande, que hablaba varios idiomas, pero que a mí llegaba siempre en castellano. De nuevo sobre un temible pantano. Esa vez sin mosquitos, creo recordar, pero con una temperatura inhumana. Vi cómo se proyectó la ciudad. Estuve presente en el replanteo de la Fortaleza de Pedro y Pablo. Fui testigo del reclutamiento forzado de obreros de todos los rincones de Rusia; obreros que morían en gran número por el frío, el hambre, la fatiga y las enfermedades. Pero nada importaba o hacía dudar al zar, si perjudicaba la concreción de su idea. Jamás participé un período de mayor empuje civil, técnico, socioeconómico y militar. (Acaso pasó algo parecido en la génesis de Brasilia, o en Manaos, a finales del XIX). En ninguna de las anteriores fundaciones de las que fui testigo, se pagó un precio tan alto en un período de tiempo tan corto. San Petersburgo se proyectó y se levantó a imagen y semejanza de las grandes ciudades europeas de su época, especialmente de Venecia y Ámsterdam, en un tiempo récord, con la intervención de grandes ingenieros y arquitectos extranjeros: alemanes, franceses, italianos… Pedro, que era tan despótico como sus antecesores, pero más refinado que todos ellos juntos, no escatimó nada en aras de su plan. Quería modernizar Rusia con su nueva capital a la cabeza, tanto, que llegó a imponer un impuesto a las barbas: a su juicio, una incómoda evidencia del pasado rústico de su nación. No logró modernizarla del todo; pero esto lo sé porque lo comprobé hace muchos años en pleno estado de vigilia. En mi sueño, Pedro mataba y edificaba con la misma pericia. Nada hacía sospechar que desde su nueva ciudad no pudiera llegar a dominar el mundo.          

No me pregunten cómo: de San Petersburgo aterricé en Barcelona. Pero en ese trance el sueño me jugó una mala pasada. No llegué a la fundación romana de Barcino, sino a la Barcelona actual. A veces, queridos Eduardo y Gabriel, (especulen cuanto quieran sobre ello) los sueños me llevan en volandas sobre un tiempo asimétrico y saltarín. Un sueño completamente loco, que me sitúa en un tiempo lejano, donde resulto anacrónico, puede mezclarse con otro donde la actualidad se muestra intratable. Este es el caso que cuento. Aparecí en Barcelona como caído del cielo, y me vi enrolado en un ambiente refundacional. Pero entonces las cosas sucedían de manera muy distinta a lo que había vivido en los casos que conté antes.

En Barcelona se pretendía una refundación, pero su onda no era expansiva, sino retrayente. La ciudad, coqueta, aunque con un rostro entre altivo y menguado, al parecer estaba terminada. Era permeable, transitable, abierta al mundo por aire, mar y tierra. Había poco que construir allí. La jugada era más formal que otra cosa. No se trataba de atraer hacia Barcelona a las tribus afines, para cerrarla después a cal y canto de cara a las tribus enemigas, como pasó en Atenas; tampoco de amurallarla y salir a robar mujeres para evitar la endogamia, como pasó en Roma. No se trataba de promover un hito radical en la fe (allí nadie creía en nada) que promoviera un recomienzo cultural y civilizador, como pasó en Santiago de Compostela; tampoco se sentía el eco de ningún proyecto imperial, como los que vibraban en los comienzos de La Habana y San Petersburgo. En Barcelona la algarabía aludía a una refundación, pero todos los gestos apuntaban a un cierre (¿de qué?); a la retracción ensimismada, no al esponjamiento.

Yo no sabía con quién juntarme, a quién seguir. Vagaba por la ciudad buscando simetrías con lo que llevaba soñado hasta entonces. Pero quienes estaban al mando de aquel influjo pretendidamente fundante, no eran los mejores: ni los más fuertes, ni los más virtuosos, ni los más inteligentes, ni siquiera los más elocuentes o hermosos. Meros parlanchines y cobardes, patanes, que en cualquier otro episodio fundacional, apenas habrían servido para peones de albañilería. ¿Qué pasaba? ¿Qué pasaba?... Debí comenzar a sudar. No en el sueño, sino físicamente, sobre la sábana…

Vagué por la ciudad hasta que vi a mis hijos en una de sus plazas. ―Pero si uno está en New York y el otro en Valladolid, me dije. No. No. Allí estaban. Y ellos también tenían hijos. Madre mía, tengo nietos, y están en esta ciudad enferma. Me acerqué, claro. ―¿Pero qué hacen aquí?, pregunté. ―¿Y tú?, preguntaron ellos. No pude responder. Echaron a correr: mis hijos con los suyos en brazos, y todos los demás. ―¿Qué pasa? ¿Qué pasa…? Por varias calles a la vez, se aproximaba una multitud enajenada y belígera. Madre mía, qué locura. La gente se dispersaba en todas direcciones, y aquellos… Dios, eran rarísimos. Qué ropajes. Qué pelos. ―¿Quiénes son?, pregunté a mis hijos, mientras corría a su lado. ―Almogávares y jenízaros, papá, ¿no los ves?, respondió el menor. ―¿Pero qué dices, Mario? ―Corre. Corre… Sí, nos perseguía una caterva de almogávares y jenízaros. Qué pesadilla. ¿Los almogávares? Bueno, esos tenían un pase identitario: eran aquellos catalanes y sicilianos mercenarios, delincuentes y matones, que aterrorizaron al sur de Europa, primero, a las órdenes de Pedro el Grande (el aragonés, claro) y después a las órdenes de cualquiera que les pagase, fuese cual fuese la causa; aquellos que al grito de ¡DESPERTA FERRO, ARAGÓ, ARAGÓ!, llegaron a invadir y ocupar Atenas. Pero, ¿y los jenízaros? ¿Cómo se habían aliado con los almogávares? ¿Qué papel jugaban en la “refundación” de Barcelona? Los jenízaros, aquellos esclavos de origen cristiano, conversos al islam por la fuerza, que constituyeron la guardia personal del sultán, la tropa de choque de los otomanos durante varios siglos, ¿cómo se habían avecindado en la ciudad traídos por los almogávares, de quienes fueron enemigos acérrimos durante tanto tiempo?           

Todos corríamos al Tibidabo con la esperanza de… No sé, no sé para qué lo hacíamos. No parecía haber escapatoria. Jamás tuve un sueño tan desesperante. Mis hijos, mis nietos, corriendo delante de aquellos salvajes llegados de otros siglos con sus espadas y sables expeditos… Subíamos a la montaña, cuando de pronto vi en una noria, que por su altura destacaba sobre la silueta de un Parque de Atracciones, a un grupo de sabios y poetas que giraba, cada uno en su cabina, con su propio atuendo y un altavoz potente, lanzando frases cuyo significado no era capaz de comprender en medio de aquella carrera loca. Corríamos. Corríamos…

Mi mujer me despertó. Estaba sudoroso, taquicárdico. Apenas podía respirar y temblaba como si tuviera fiebre alta. Todavía tiemblo. Qué angustia. ―¿Dónde están los niños?, le pregunté. ―¿Qué niños, Jorge?, tranquilízate…  Eso hice cuando la abracé. Abrazado a ella me calmé, y no sé cómo… No sé si por la fatiga que me produjo la pesadilla, por el alivio que tuve al terminarla, o por ambas cosas incluidas, caí en un prolongado duermevela. Entonces regresaron los sabios y los poetas que giraban en la noria del Tibidabo, y pude entender algunas de sus frases. Cuando al final desperté del todo, corrí a apuntar las que recordaba:   

  
Todo se refiere a algo que es primero.
Aristóteles

El sol excede en tamaño al Peloponeso.
Anaxágoras

No hay ningún techo en la playa, ninguno en la isla desierta.
Catulo

¿Acaso hubo alguna vez un fuego que no / encendiera un niño, Oh Eróstrato?
Seferis

No lances coces contra el aguijón, no sea que te lastimes golpeándolo.
Esquilo

Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa.
                              Ortega

El amor puede matar y mata, pero no compone escenarios.
Jiménez Lozano

La historia / sobrevive al Niágara / y se ahoga en la bañera.
Benn

¡Guiñan Helesponto / y echan Asia por la boca!
Benn

No se puede contemplar la propia autopsia.
Claudio Rodríguez

Los estomatólogos del mundo están más unidos entre sí que los habitantes de una urbanización de adosados.
                               Daniel Innerarity

Dejó la venda, el arco y el aljaba
el lascivo rapaz, ¡donosa cosa!,
por coger una bella mariposa
que por el aire andaba.

                       B. del Alcázar


sábado, 19 de agosto de 2017

JUGUEMOS… HASTA DEBAJO DE LOS PUENTES






                                                                                                            Para Leonardo


Hombre, si no te vuelves niño, nunca entrarás a donde están los hijos de Dios: la puerta es demasiado pequeña.
                                                                           A. Silesio



No conocía la obra de este hombre. Cuando vi la imagen de su artefacto “habitacional” suspendido bajo las vigas de un puente, arrinconado contra la gravedad y a cubierto frente a la lluvia, emulando la estrategia de las golondrinas cuando anidan, quedé impactado: Primero reí con soltura, que ya es algo que debo agradecer; luego me demoré observando el invento; y por último me quedé razonándolo. Lo hice a ratos durante varios días. Sigo en ello… Busqué información sobre su trabajo en Internet, y di con un tipo muy especial. Fernando Abellanas es fontanero, diseñador, artesano, constructor, ¿arquitecto? Y todo lo que es, lo es sin haber pasado por escuelas convencionales. Nadie resulta del todo autodidacta en este mundo repleto de antecedentes y referencias, lo sé; nadie lo es en puridad, si como él aprende de su entorno cultural y natural con tanta disciplina; pero su nivel de autonomía en el aprendizaje me asombra dados los frutos que obtiene. Qué envidia: poder prescindir de tediosos planes de estudios y de profesores incapaces o pelmas, a base de intuición, esfuerzo y talento. Me vienen de nuevo a la mente aquellos dos versos de la Dickinson: El instinto recogió la llave / que la memoria se dejó en el suelo.              

Pero este artefacto, ¿qué es?; ¿una obra de arquitectura, acaso de ingeniería?; ¿una obra de arte inserta en ese género al que llaman Instalación?; ¿un prototipo (diseño industrial) para su posible producción en serie?; ¿un panfleto discursivo?; ¿una ocurrencia de tipo promocional?; ¿un simple divertimento…? ¿O es todo ello a la vez en alguna medida? No sé bien por qué tengo que hacerme estas preguntas, pero me las hago. Y quizás para respondérmelas con cierto orden, escribo esta nota. A ver si haciéndolo logro validar mi curiosidad, despertando la vuestra. No para dar con respuestas fiables, qué va, (creo que en este caso serían ociosas, cuando no dañinas) sino para poner en valor y concelebrar lo que este hombre hace, que en el fondo es, creo: invitarnos a jugar, desperezarnos; desperezarnos del somnoliento impasse que nos provoca tanto mediocre titulado, tanta academia escamada.     

Pudiera tratarse de una obra de arquitectura epífita, adosada a otra de ingeniería; una suerte de refugio vago, oportunista. Pero no, Abellanas no lo construyó para vivir o trabajar en él. Y no creo que lo ponga a la venta. Los mendigos constituyen el segmento nulo del mercado, no pudieran comprarlo. Él podría donarlo, por qué no, pero ningún mendigo sería capaz de usarlo sin exponerse a un riesgo considerable. El invento es casi inaccesible y cuelga a cinco metros de altura. No lo encuentro habitable del todo. Además, el ruido, ahí, en los bajos del tablero que constituye la calzada para el tráfico rodado, debe ser tremendo. Bueno, en los mausoleos, el frío debe serlo también, y en ellos tampoco vive nadie (¿no?), y sin embargo, muchos los consideran… ¿Será un ejemplo de arquitectura efímera? Sin un fin práctico a la vista, cuesta entenderlo como arquitectura, y menos aún como ingeniería. ¿Entonces? ¿Un prototipo? ¿Diseño industrial? Tampoco. No se pudieran poner a la venta refugios como éste. Por lo dicho: no hay mercado, y como ensayo de mero objeto utilitario, el ingenio presenta muchas carencias.

Pues una obra de arte, una instalación… No sé. Si bien tiene un déficit de valor de uso para ser considerado como un ejercicio pleno de arquitectura, de ingeniería o de diseño industrial, tiene un exceso de lo mismo para ser considerado como obra de arte. En última instancia, su discurso más evidente es funcional y técnico, está cargado de conceptos. ¿Arte…? Dudo. ¿Y puro discurso, es decir: retórica seudofilosófica, estoica o cínica, por ejemplo? Umm… Tampoco. No creo que un artesano le ponga tales bridas a su imaginación. Además, el hombre no tiene pintas, ni de monje, ni de hippie. Discurso hay, está claro, pero no creo que vaya al timón del asunto.

Ah, puede que Abellanas quiera, sencillamente, promocionarse como diseñador, demostrar de lo que es capaz en esa disciplina. Puede que se trate de un simple acto comercial. Pero me parece demasiado esfuerzo para un tipo que ya tiene un nombre en el diseño español, que tiene reconocimientos de relativa importancia. Además, ¿a cuántos potenciales clientes llegaría una acción de este tipo? Quienes se detienen ante algo así, ¿son los clientes idóneos para un diseñador que busque abrirse camino en el gran mercado? No lo sé. No lo creo. Este ejercicio, pensado sólo como punta de marketing, pudiera resultar, incluso, contraproducente; pudiera espantar a más de un Midas. ¿Y entonces?

Dejo de dar vueltas. En mi opinión, Abellanas se divierte. Divirtiéndose nos divierte, y de paso, nos emplaza. ¿A qué? Para empezar, nos emplaza a preguntarnos cosas estimulantes; después nos emplaza a aceptar que las segregaciones disciplinares son inútiles para entender la obra de quien no cabe en ellas; y finalmente nos emplaza a recordar que el hombre es el protagonista de un juego cuyo final no controla, pero de cuyas reglas es culpable en gran medida. Así, mientras se divierte jugando, Abellanas es capaz de activar en nosotros resortes humanísimos, resortes que movilizan apetencias muy disímiles: artísticas, metafísicas, psicológicas… ¿Jugamos un poco?            
  
¿Un ejercicio de arquitectura? Pues claro, como lo fue la tinaja de Diógenes. Un ejercicio de arquitectura cínica, que mucho más que valor de uso o de cambio, tiene valor poético. Ya lo dijo Crates (el abrepuertas): La Alforja, la ciudad del cínico, se levanta entre las humaredas rojas del orgullo, inaccesible a todo parásito, y allí crecen liberalmente el tomillo, los higos y el pan, de suerte que los hombres no se los disputan por la violencia. Pero también un ejercicio de arquitectura carmelita y descalza. El refugio de Abellanas no tiene ni siquiera un cielo a la vista: Tenemos un cielo en el patio, mucha cosa, dijo Santa Teresa… Cuando vi el vídeo que les recomiendo al pie, en el que Abellanas acciona la manivela para deslizar su ingenio por las vigas de hormigón armado hasta hacerlo inaccesible para los extraños; yo, arquitectón viejo, recreé la imagen de un puente levadizo en un castillo-palacio; y, peor aún, la imagen del comedor giratorio que debió tener Nerón en su Domus Aurea palatina. Pero Abellanas juega con cosas más sencillas. Él sabe, o intuye, que las utopías de hoy no pasan por villas imperiales o islas perfectas. ¿Y por los bajos de un puente? Pudiera ser, quién sabe. No parece un sitio que apetezca a las máquinas. Hasta las catacumbas podrían funcionar como proyecto utópico, en un mundo postatómico, maquinal; ambas cosas a la vez.

¿Una obra de arte? Pues claro, como lo fueron los Jardines Colgantes de Babilonia, amén las diferencias de escala y costo: algo que no está sometido a la necesidad, desembarca necesariamente en la libertad, y de ahí, con un poco de suerte, talento y oficio, lo hace en la gracia. La necesidad es el reino de la naturaleza; la libertad es el reino de la gracia, dijo Schopenhauer. En este ejercicio, es cierto, hay conceptos ingenieros, ¿pero adónde van a parar? No a un refugio útil como refugio, desde luego, sino a otro útil como poema. No a un refugio que debe funcionar como tal, físicamente hablando, sino a otro que debe hacerlo como imagen. El artista Abellanas tuvo una divertida intuición, le dio curso y engendró una imagen: un refugio utópico para el siglo XXI. Su lugarteniente, el artesano Abellanas, produjo la imagen al servicio del jefe, de quien recibió una orden ciega, no calculada. El artista no cree ni deja de creer en su imagen; la produce sencillamente, dijo Croce. Pero aquí, la belleza… Ah, la belleza, esa casquivana… ¿Son bellos los nidos de las golondrinas? ¿Sí? ¿Por qué? Preguntemos a Bécquer. ¿No? ¿Por qué? Preguntemos a Bécquer.
     
¿Una muestra de retórica nihilista? Pues claro. También. Cómo no. Abellanas no puede colonizar su puente como lo hiciera un florentino del XV: apuntando a la luz. El marco normativo del hombre-casi máquina-ultra democrático se lo impediría, pero además, ¿qué interés utópico (o distópico) puede despertar hoy mismo la franca exposición al sol y al tráfico? El “ermitaño” contemporáneo está cargado de negatividad, de contradicciones rarísimas. Se divierte haciendo gala de ello: ¿Necesita aislamiento? Téngalo junto al ruido, justo debajo del ruido. ¿Quiere cambiar las reglas del juego? Eséncielas. Manoséelas. Juéguelas como un adicto.

Todo esto me dice el refugio creado por este hombre, que acaso sin proponérselo, jugando sin más, es capaz de revolver en nosotros (¿digo nosotros por engreído?) un montón de preguntas peregrinas, pero chispeantes. Un autodidacta que vive con dos perros, que diseña su mundo y lo construye con sus propias manos. Un fontanero que en sus horas libres juega, destupe las cañerías del perenne dejá vu en que se ha convertido el mundo postmoderno. ¿Dejá vu? Sí, seamos condescendientes con nosotros mismos. A fin de cuentas estamos jugando, ¿recuerdan?

Ahora entremos de nuevo por esa puerta pequeña: por la que salimos, la que sólo los niños pueden atravesar para llegar a Dios. Después, cerrémosla. Pongámonos serios, que están matando a los nuestros en Barcelona. Repudiemos a los asesinos. Combatámoslos. Pero antes, demos gracias a Abellanas por el breve paseo. No nos quejemos demasiado mientras jugamos: Vivimos sobre el puente, todavía. Tenemos cielo, a pesar de que pueda resultar excesivo. Alegrémonos. Y repitamos con Tagore: Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas.


Si pulsan el siguiente enlace, accederán a un artículo; y en él, a un vídeo que les recomiendo.                        


viernes, 11 de agosto de 2017

JOSÉ KOZER CANTA Y PONE: ANAGAMI



 


Todos sabemos que algunas gallinas no dan el curso debido al cacareo. Éstas resultan exasperantes. Tanto, que su timo pasó al refranero popular como paradigma del fraude. Mi abuelo paterno, por ejemplo, que nació en una aldea asturiana mientras amanecía el XX, jamás se cagó en Dios cuando se sentía frustrado o contrariado; en tales ocasiones  gritaba: ¡me cago en la que canta y no pone! La gallina, que es uno de los animales más viles y estúpidos de la tierra, si encima amaga y cacarea para confundir, en vez de hacerlo como noticia de puesta, merece nuestro total desprecio. Las hay, además, tan idiotas, que cacarean sin cesar: no ponen y cacarean, no ponen y cacarean, y cacarean… Ay, por Dios… Con perdón, me cago en ellas. Y después, siguiendo aquel aserto de Nietzsche, trazo una línea en el suelo para hipnotizarlas. Una línea que las anule, que me evite ociosos paseos al gallinero… Claro, cosa muy distinta es el canto de las gallinas que realmente ponen. Qué alivio. Yo tengo unas pocas que nunca mienten. Algunas cantan (cacarean) mucho, otras menos, pero jamás lo hacen en vano. Por eso, cuando mi amigo Keysi Montás me envió Anagami, dije: ¡huevo! Y claro, ni lo pensé…

De dos yemas… No diré que me sorprende, no, Kozer siempre colma las expectativas. Pero en mi opinión, este libro trae, al menos, dos novedades: el poeta escribe relatos en verso, y ensaya la forma kozeriana de lidiar con la muerte. Sí, ambas cosas aparecen en libros anteriores, lo sé, pero en éste la novedad radica en que van alcanzando su redondez, se van haciendo sistémicas.

Son cuentos, poemas-cuento la mayoría de ellos. El maestro no depone su filosa forma, pero necesita contar. No sólo cantar, también contar. Algunos de los poemas son, incluso, fábulas, aunque su moraleja no sea grosera; grosera por moralizante, obvia o explícita, quiero decir. Este libro es una suerte de diario-epílogo, (será sólo uno de sus primeros pliegues, seguro, conociendo la incontinencia creadora del autor) una suerte de “vertedero” donde la memoria precipita narrativamente. Kozer no escribe a Yosef (Maimónides), a Lucilio o Novato (Séneca), a Meneceo o Idomeneo (Epicuro); no tiene un concreto al otro lado, pero necesita sembrar su saber, o quizás su sabiondo no saber, quién sabe. No importa si para que sea recogido por un colegial / del basurero universal / de la literatura, o para que lo leamos cuatro acólitos incorregibles. El poeta hace inventario, y busca un sentido a su trecho (todas las circunstancias incluidas), un sentido que resuelva poéticamente el abismo que va de lo pintado a lo real: la vida misma… Y este saber no puede abstraerse de su experiencia, por mucho que el poeta desconfíe de la mera realidad perceptiva (lo mío / siempre ha sido / mental, confiesa), por mucho que quiera desgravarla en el diccionario (a fin de cuentas son / palabras, piensa y dice, las que definen cuanto le rodea). Así que la experiencia vital e intelectual, tejida, medida y cortada por las Moiras, va reclamando el relato de la hebra buena en la madeja; la hebra que la memoria sabiamente selecciona, incuba. Kozer lo intuye. Y esta hebra que no cesa (que no cese, por favor, mientras dé de sí como lo hace) es para el poeta la línea, que bosquejada en el aire, no dibujada en el suelo, puede hipnotizar, no a la gallina falsaria, sino a la vera y terrible Átropos. Mientras haya escritura (poesía / cuento / fábula) habrá vida. Y viceversa. Palabras mayores…

La vejez… La muerte… el miedo, la curiosidad, la rabia por no poder contarla desde la experiencia.

                      pena que mientras soy
                      roído por un gástrico
                      hervidero de lepismas
                      no pueda escribir en
                      un libro este paso
                      ulterior oír unas
                      chispas.

¿Y hay algo más útil para afrontar la muerte que el pensamiento estoico? ¿Hay algo más útil para aceptar la Suma Pérdida, que la certeza de que nada puede perderse porque nada se tiene en propiedad, de que todo se devuelve porque sólo es un préstamo? Kozer es un estoico en progresión última. Lo es además en estéreo, quiero decir, por tres vías que concurren: la cristiana, la judía, la budista; o sea (permítanme aquí el trazo grueso) la de Occidente, la del Medio Oriente, la de Oriente. Y quizás sea por su severo ateísmo, por lo que la opción budista (el budismo, como es sabido, no es una religión si se compara con las religiones que poseen su Dios y su Libro; Buda no es un dios, recuerden) le ofrece un camino más confortable hacia el total desasimiento. Un camino también más acorde, hay que decirlo, con su relativismo, su escepticismo, su existencialismo. Al fin y al cabo, y como dijo Seizo Ohe: en general la filosofía de la existencia en la Europa actual se encuentra, me parece, al borde del pensamiento oriental.  
        
                  En lugares cada vez más cercanos estoy
                                   más lejos

                  Aquí sólo corren vientos de Poniente,
                                   están envejecidos

                     Tengo a dos pasos unas lomas peladas llego
                                   y me encuentro
                                   en estribaciones
                                   impracticables
                                   picachos yak
                                   mongolias nepales
                                   intransitados, yurtas:
                                   cuándo alcanzaré
                                   el silencio.
        
La veta budista domina el estoicismo de nuestro poeta, pero, en mi opinión, no alcanza para definir la manera kozeriana de lidiar con la muerte. Porque, como dije antes con otras palabras, Kozer no puede abstraer a Kozer de la experiencia de Kozer. Y Kozer es un habanero de pura cepa. Y esto, ¿qué pinta aquí? Mucho. Muchísimo. Porque la carga judeocristiana que lleva a cuestas el poeta, la brisa zen que lo alivia de ella, el peso de las lenguas semitas, de las germánicas; las lecturas de cualquier tipo; en fin, todo lo que se le quiera imputar y más, está transido de Mediterráneo; y no de cualquier Mediterráneo, sino de ése, que en una lengua romance resuena en el Caribe, especialmente en Cuba, muy especialmente en La Habana; donde los últimos tres mil años de cultura occidental están pasados por agua, por distancia, por periferia… y hasta por el África negra. Un habanero difícilmente pueda morir como un nipón, porque jamás vivirá como él. Sobre todo, porque el habanero es poco pánico, medianamente apolíneo, y muy dionisíaco. El camino estoico puede modificarlo, de acuerdo, pero en el fondo, bien en el fondo…    

Sí, es en el Japón: en el sintoísmo y en el budismo zen o jodo, donde Kozer tal vez pueda encontrar mayor acomodo a sus necesidades estoicas. Y no en el Japón medieval, qué va, en el moderno. En ése, actualizado y más abierto, que a partir del período Meiji sostiene una pugna tremenda entre tradición y modernidad. Son Nishida, Miki, Tanabe y Watsuji, junto a otros de sus contemporáneos japoneses, quienes, por razones distintas, pueden aportar mejores asideros a nuestro poeta. Pero insisto, todo esto no alcanza para definir con precisión la manera kozeriana de lidiar con la muerte. ¿Y cuál es entonces esa manera? De ello trata Anagami. Éntrenle. Verán qué contrarios pugnan en la psicología de este gran poeta frente a las operantes tijeras de Átropos. Verán cómo Kozer parece restar importancia a la mirada gélida de la Moira, a la vez que intenta camelarla llenando su canasta de palabras. Y qué palabras. Ya se sabe: de todo tipo, de toda madre. Palabras que en manos de este maestro se arrumban hacia la imagen poética más inclusiva y potente con un éxito incontestable.

                                        …morir
                     nimbado quiero, de
                     luz crepuscular ceñido,
                     un estallido y ser alzado
                     por mantos vivos de
                     abejas a campos de
                     heno, reposar la
                     cabeza encima de
                     una dormida
                     muchedumbre de
                     cocuyos a punto de
                     despertar.

Lo demás lo ha dicho de manera brillante Michel Mendoza en el prólogo. Miren que no suelo recomendar los prólogos en libros de poesía. Pues éste sí. Estoy completamente de acuerdo con él. Michel también canta y pone. Ojalá lo haya hecho yo, aunque modestamente, en esta reseña. Ojalá sirvan su prólogo y mi reseña, para ayudar a que los posibles lectores busquen y obtengan su huevo: para que este Anagami alcance el Nirvana en sus manos. Entren sin miedo.


                 El miedo se ceba en las formas las deshago se
                                      deshace el miedo…


Para pedir el libro, pulsar el siguiente enlace:                           




lunes, 31 de julio de 2017

RAZA DE GANDULES, ¿ES ÉSTA TU POESÍA?





De pasada, sólo de pasada, porque no me permito emplear demasiado tiempo en estas cosas, dedico unas palabras a un poema de Manuel Vilas que me alcanzó mientras vagaba entretenido por los pliegues literarios de una red social. En realidad, no es al dicho poema que dirijo este aparte, sino a vosotros, quienes os asomáis aquí sin grandes expectativas, pero también sin complejos, para leer a alguien que escribe sin grandes expectativas, pero también sin complejos, sobre cosas que importan a muy pocos.

No me hubiera detenido medio minuto en intentar digerir este poema, si no me hubiese llegado con una insólita propina: sonantes elogios regalados por otros poetas en activo. Ah, no… Mi apatía ante este tipo de ejercicio poético, mi resistencia a darlo por válido, y mi pereza ante la idea de contrapesarlo, ya no sólo con poesía, sino también con un discurso “extrapoético” que lo sacuda, no pueden ser tan contundentes, digo, como para que me inhiban en un caso tan extremo. Extremo, sí, por lo malo que es el poema, y por las loas que ha merecido de algunos colegas. Si no reaccionamos en casos como éste, es que estamos entregados del todo. ¿Lo estamos? No sé… En la referida red social comenté: Si llamamos poema a ese párrafo infelizmente roto, mal vamos. Es tan malo, que merece un comentario más "generoso". Lo haré. Y aquí estoy…

Vaya por delante que no conozco a Vilas. Nunca me lo encontré en persona. Nunca lo leí. No tengo nada en su contra… ni a su favor. Carezco de referencias sobre este autor. No sé si realmente es un poeta genial, como reza en algunos de los comentarios que mencioné antes. Sólo hablaré del poema en cuestión, sólo de ese poema. Bien sé que un poema malo se le escapa a cualquiera. Incluso los más grandes poetas que han sido, escribieron poemas mediocres o malos. Claro, llegar a publicarlos… y a bendecirlos… En fin, todo lo que diré, lo diré de este poema, y no de su autor, al que no sería capaz de juzgar teniendo a la vista un segmento tan pequeño de su obra. Además, insisto: el poema en sí no me interesa. Me interesan los “cuatro descarriados” que pasen por aquí y se detengan a leerme. Para vosotros hago este pequeño esfuerzo. Al tajo:


                                                         España

                                                         En el mes de junio del año 2017
                                                         el gobierno español
                                                         hizo público un dato estadístico:
                                                         En España ya había más defunciones
                                                         que nacimientos.

                                                         Más cadáveres que niños.

                                                         Somos fin de raza.

                                                         Raza de gandules, ya ni procreáis.

                                                         El último que queme Las Meninas,
                                                         para que se olvide todo.

                                                         El último que queme al rey de España,
                                                         y que con él ardan
                                                         estos quinientos años de soledad.





                                             PRIMERO, LA FORMA


Me parece increíble, a estas alturas y frente a colegas, tener que llamar la atención sobre esto, pero ya veis, al parecer, hace falta. En este poema corto (trece versos) “caben” cuatro bloques formales: el primero, de puro prosaísmo, con cinco versos en una única estrofa; el segundo, (¿inicio de una transición?) sentencioso, con dos versos cortos y rápidos; el tercero, (¿colmo de la supuesta transición?) de un único verso, ya más lento; y el cuarto, formado por otros cinco versos en dos estrofas; no tan prosaico como el primero, pero también diferente al segundo y al tercero.

El poema, aunque breve, para empezar nos obliga a una lectura sometida a varios registros muy diferentes en cuanto a intensidad musical: desde la prosa más vulgar posible, equiparable a la científica o la periodística, (los cinco primeros versos) hasta una versificación flácida (los cinco últimos), pasando por tres versos rápidos, sentenciosos, que parecen nacidos de consignas. Dos de ellos, muy parecidos entre sí. El tercero, pobre de él, sin claros homólogos dentro de este batiburrillo formal.

Y algunos se preguntarán: ¿Por qué no mezclar estos recursos en un mismo poemilla, si hoy en día todo está permitido, si los ejes de la creación contemporánea son precisamente el gusto por los ripios, y la aversión por los mecanismos que puedan imantarlos o coserlos hacia la estructuración equilibrada de una obra? Pues porque lo primero que debe saber todo creador, es que los recursos (positivos o negativos) de que dispone, no tienen que meterse necesariamente juntos, caiga quien caiga, en cualquier sitio por modesto y conciso que éste sea. A contenerse. A eso deben aprender los poetas desde tempranas edades. En un poema de cien versos tal vez se puedan trabajar con solvencia todos estos cambios de ritmo, de color, de registro… quién sabe. Pero hombre, ¿en un poemilla de trece? En mi tierra a esto se llama: intentar meter La Habana en Guanabacoa, o sea, la ciudad en uno de sus barrios… Este poema (seguiré llamándolo así con vuestro permiso) bien se pudo diagramar (formalizar) de la siguiente manera, entre otras varias posibles, y quizás más coherentes que la empleada:


                                  En el mes de junio del año 2017, el gobierno español hizo público un dato                                                 estadístico: en España ya había más defunciones que nacimientos.

                                                          Más cadáveres que niños. Somos fin de raza.

                                                          Raza de gandules, ya ni procreáis.

                                          El último que queme Las Meninas para que se olvide todo. 

                                          El último que queme al rey de España, 
                                          y que con él ardan estos quinientos años de soledad.


Pero en este ejercicio ecléctico, no sólo tenemos problemas de registro, tono y música. El poema se mete en líos sintácticos sin ninguna ganancia a cambio. Realmente la poesía es una suerte de laboratorio de la lengua; es la creación literaria por excelencia, el género donde, en mayor medida, la gramática se entiende como un recurso al servicio del creador, no como un fin en sí misma o una ley. En esto creo que estamos de acuerdo casi todos. Sin embargo, casi todos esperamos, o debíamos esperar, que la subversión de las reglas gramaticales suceda siempre en pos de que la imagen poética se ensanche al máximo. Porque en caso contrario; ¿para qué? A ver, qué ganamos aquí cuando leemos:

                                                           Raza de gandules, ya ni procreáis.

¿En qué mejora esto la correcta concordancia entre sujeto y verbo?, que sería, entiendo yo:

                                                           Raza de gandules, ya ni procreas.

Y en cuanto a la concordancia más lógica entre los tiempos verbales, ¿por qué huir de ella sin obtener contraprestación alguna?:

                                                           En el mes de junio del año 2017
                                                           el gobierno español
                                                           hizo público un dato estadístico:
                                                           En España ya había más defunciones
                                                           que nacimientos.


¿Qué aporta la conjugación del verbo haber en pretérito imperfecto (cuarto verso de la estrofa) cuando todos esperamos el presente?

                                                          En España ya hay más defunciones
                                                          que nacimientos.


¿O es que desde el mes de junio de 2017 hasta la fecha, (julio del mismo año) milagrosamente se arregló el problema de la baja natalidad española? No, Jorge, fíjate bien, no dice había, sino ya había. Vaya, ¿y qué más ofrece en este contexto el adverbio de tiempo ya, como no sea liarla fonéticamente? Hubiera sido bastante, y hasta mejor, escribir: 

                                                          En España hay más defunciones
                                                          que nacimientos.


¿O no…? Esos descuidos formales, ¿qué aportan en este poema, por otra parte nada vanguardista, nada pretencioso en lo que a la forma se refiere?



                                               AHORA, EL ASUNTO


¿Somos fin de raza? ¿De qué raza? Ya sé que a veces la pasión nos puede, y que en la poesía solemos dar curso a los sobresaltos patéticos que nos embargan en tales casos; pero coño, ¿raza? ¿Cuánto se diferencia el uso de semejante término en este poema, si obviamos el signo de su carga (positivo o negativo), del que hizo Darío en su famoso poema Salutación del optimista?: 

                                            Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda

Ambas pasiones, la positiva en Darío y la negativa en Vilas, se valen del término raza de forma torticera. El nicaragüense lo usa para ensanchar la autoestima de sus contemporáneos en Iberoamérica. El español, para pisotear la de sus cuatro lectores; como si hiciera falta añadir versos en esa dirección. Ambos hablan de la raza de manera tendenciosa, equívoca. Porque hablar de raza hispana o española es un enorme disparate. Y claro, si hacerlo sumara algo en términos poéticos… Muchas veces se ha hecho con un resultado aceptable, lo sé. Pero en el poema que nos ocupa, que por cierto, se llama España, y que resulta destructivo hasta la médula, la palabra raza busca soliviantar las emociones menos inteligentes de los lectores a quienes les vaya mal en algún sentido, y por ello, quieran echar balones fuera; esto es: culpar a España entera, y en especial a los otros, sus conciudadanos, de sus propios males.

Ah, y como hay que quemarlo todo, porque el poeta está frustrado, incluso cabreado, empecemos por Las Meninas. Por supuesto, no íbamos a empezar, qué se yo, por el Guernica, que ya está suficientemente deconstruido, que ya es suficientemente increpante. Al fin y al cabo, ese cuadro (Las Meninas) es un posible aliciente para nuestra “raza”, ¿no? Se pintó en una época en que todavía la idea España estaba cargada de sentido, y representó uno de sus momentos álgidos a nivel artístico. Ah, ¿un halo de esperanza, un ápice de autoestima? Fuera.

Y además, quememos al rey para terminar de una vez por todas con estos quinientos años de soledad. Dios mío, quinientos años de soledad, ni más ni menos. Casi nada. ¿Pero acaso un poema puede ser tan palabrero y merecer nuestros elogios? Dante dijo: 

                             …gran vergüenza sería para quien rimase con figuras y recursos retóricos que,                                         al pedirle que desnudase sus palabras de tal vestidura, para que fueran 
                              entendidas rectamente, no supiese hacerlo. 

Me gustaría escuchar a Vilas explicar eso de los quinientos años de soledad. Qué giro tan macondiano, ¿no? Perdón, tengo que sonreír... ¿Cien? No, qué va, quinientos. Y porque no hurgamos demasiado, porque si lo hiciéramos... Vaya, que ni los esquimales podrían lucir una soledad tan pura y prolongada como la nuestra... Pero vamos a ver, señores, ¿soledad de quién, frente a quién...? Palabrería patética que se escuda en la poesía para canalizar las frustraciones del autor, acaso para abordar sus más íntimos asuntillos. O, peor aún, palabrería de moda para atraer a un público tan exiguo como decadente. ¿Y esto merece nuestros elogios? No sigo.


viernes, 14 de julio de 2017

YA QUE EL EBRO PASA POR VALLADOLID: CARMEN PARÍS




                                  Foto de José Aguilar


  
Suponed que yo también me propusiese complacer a la posteridad: ¿quién se encargaría de hacer divertir a mis contemporáneos?

                                                Goethe. Fausto
                                  (El Gracioso. Prólogo en el teatro)



La semana pasada, mi amigo Jaime Lafuente nos dejó (a Marisela y a mí) en la taquilla de San Benito, Valladolid, dos invitaciones para ver y escuchar a Carmen París. Antes había tropezado con Carmen en la tele, la radio, las redes sociales; y algo me decía que esta mujer debía tener un directo apabullante. Es más, algo me decía que Carmen debía ser una de esas artistas que se agigantan en las distancias cortas; porque en el arte, cuando la verdad (ese perfecto compendio de buenas mentiras) es sinfónica, la cercanía resulta muy beneficiosa. La verdad artística, que siempre es verdad poética, no sólo se ve o se escucha, también se huele, se palpa, se degusta; entra como un torpedo poliédrico en los talleres del alma, establece en ella su desgobierno totalitario; y para todo esto, insisto, mientras más cerca, mejor. La gracia y el prodigio, cuando no son producto del marketing, cuando brotan naturales de su fuente, no temen al close-up de los más exigentes espíritus. Al revés. La gracia y el prodigio verdaderos agradecen el zoom cuanto lo evitan sus rimbombantes sucedáneos. Carmen en vivo debe ser un fenómeno, pensaba…

Carmen en vivo es un fenómeno. Gracias, Jaime. Apareció en el escenario con un atuendo que sólo pueden defender las grandes divas (sí, es una diva, aunque ejerza completamente liberada de los trajines del divismo). Un atuendo asimétrico y libertino, hecho de ripios (ripios de connotaciones culturales, históricas, quiero decir) que avisó al público: Cerrad los ventanucos a la grosera realidad, que la realidad, aquí y ahora, pasa por mí, y no admite escotillas vulgares. Soñad, que llegó la hora... Delgada, alta, y además de alta, posada en unas plataformas de vértigo que harían torpe a cualquier animal que no fuese de una estirpe tan aérea. Delgada y alta, moviéndose con una gracia que no puedo describir, y con una sonrisa impagable, pegajosa. (María Salgado, que estaba con nosotros, me dijo al salir: no pude dejar de sonreír durante todo el concierto). Atuendo, movimientos, sonrisa… y al fin, voz: Entonces plenitud. Entonces, esa máquina graciosísima, hecha sinfonía ya, ya torpedo poliédrico, como dije antes, comenzó a perforar en todas direcciones los sentidos de sus víctimas. Qué cantante. Qué bailadora. Qué cuentera. Qué artista. Qué descarada. Carmen es la vedette (sí, es una vedette, aunque hecha de pura calle, de pura vida) más descarada de España. Descarada en el mejor sentido posible, claro, el que permite atreverse con todo. Con todo lo que se controla, claro, porque Carmen, que parece improvisar cada entrega, no improvisa en lo absoluto. Todo medido, medidísimo. Hace lo que sólo los grandes pueden: improvisar siempre, jamás improvisando. Y es que Carmen en el escenario recuerda aquella idea de Proust que reza (no es literal): toda obra en que se vean las teorías es como un regalo al que se deja el precio. El regalo de Carmen es carísimo, pero su precio es invisible.

Descarada, macarra; y a la vez pulcra, fina; pero siempre divertida. ¿Cómo, si no, en un mundo donde la música popular se vulgariza cada vez más, iba esta mujer a levantar una obra tan redonda a partir de la jota? ¿Jotera? Río. Carmen es una artista total que, simplemente, y como aquel Gracioso del Fausto, ha decidido hacer felices a sus contemporáneos. Y ha decidido hacerlo sin concesiones a lo chabacano. Y ha decido hacerlo, también, atenida a la globalización cultural que padecemos, pero contestándola desde una vocación tan inclusiva como claramente mediterránea. Carmen es española hasta la médula, con todo lo que ello significa. Lo es cuando canta o baila, estén presentes o no, el vibrato jotero, el quejío flamenco, el tumbao sonero, el swing jazzístico, el canyengue tanguero… Carmen no le hace ascos a nada, pero todo lo lleva a su terreno. Y su terreno está marcado por la diagonal del Ebro: de la cordillera cantábrica hasta el Mediterráneo; y por la vertical plenipotenciaria de Los Pirineos: hace tiempo trascendida por los caminos de Occidente, pero como siempre tersa entre los veneros de su tierra y los vendavales de su cielo.

¿Folklórica? Río de nuevo. Carmen sólo es folklórica, en la medida en que lo puedan ser todos los artistas que divierten a la gente sin desarraigarla de su cultura, sin darle una bofetada teórica o pedante. Folklore, dijo André Varagnac, es el conjunto de creencias colectivas sin doctrina y de prácticas colectivas sin teoría. Desde ese punto de vista, Carmen podría ser folklórica con matices, pero sólo desde ése. Es tan buena, que puede usarlo todo sin dejar de ser Carmen. Siempre Carmen: Pura fusión (entiéndase muy impura), pero subordinada al núcleo. En esto, en lo de fusionarlo todo bajo el estricto control de sus raíces, me recuerda, por ejemplo, a Lila Downs, otra artistaza, a quien por cierto vi hace unos años en el mismo escenario. Sí, Carmen puede recordar a otras grandes, porque es una de ellas. Una. Ella.

El concierto fue magnífico. De los mejores que he disfrutado en los últimos años, en lo que a música popular se refiere. Dos horas con Carmen se hacen tan cortas, como largos e insoportables se harían dos minutos con cualquiera de esos superventas fabricados en las discográficas o en los concursos televisivos. Voy a ponerles debajo un enlace para que se acerquen a ella, si es que no lo han hecho ya. Pero les doy una mala noticia: es imposible dar con esta mujer, como afortunadamente di yo, si no es en directo. Les recomiendo que no la dejen pasar cuando la tengan cerca. A la verdad sólo se accede, cuando se trata de estos bichos raros, si dejándose embolicar por su zumbido, si dejándose infectar finalmente por la picadura que su zumbido anticipa.

Embolicar, Carmen. Lo busqué en el diccionario. ¡Bingo! Todavía río…    

https://www.youtube.com/watch?v=nZhTtIo8Mz8


domingo, 2 de julio de 2017

UNAS POCAS PALABRAS PARA CACOS Y POLICÍAS





  
Se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copia entera; que en tal caso tan ladrón es como Caco.

             Cervantes. Viaje del Parnaso.
        (Privilegios, ordenanzas y advertencias 
        que Apolo envía a los poetas españoles)


Magister dixit… ¿Magister dixit? Sonrío… Nunca fui criticado directa y abiertamente, (directa y abiertamente, subrayo) por citar a otros autores en mis textos. Como mucho, enfrenté acusaciones de erudito, hechas, creo, sin mala intención, por algunos amigos despistados. Erudito, no caco. Vaya error. No soy lo primero, y sí lo segundo. No soy erudito si comparado con quienes en verdad lo han sido, lo son. Soy lo segundo, irremediablemente, pues cacos somos todos los que lidiamos con este montón de memoria que nos avasalla.

Los cacos torpes roban las ovejas a Heracles y se esconden con ellas sin tener en cuenta que balan; o ni siquiera se esconden, porque no saben lo que han hecho; y entonces van por ahí tan orondos, con los animales robados como si fuesen propios, hasta que son cazados, lo que suele suceder muy pronto. Los cacos habilidosos no roban las ovejas al héroe; vigilan sus frutos, y cuando pueden, se aprovechan de su lana y de su leche. Los cacos finos, que son los menos entre los habilidosos, con la lana sustraída inventan un tejido nuevo, y de esa manera se la apropian; y con la leche producen queso, uno también nuevo que recuerda al de oveja y sabe a… En fin, hacen obras de arte… ¿Arte? Sí, arte, eso que todo el mundo sabe lo que es, y que por tanto huelga explicar. (Esta idea se la robé a un caco fino italiano, que a su vez se la robó a no recuerdo quién). Los cacos geniales, que son muy pocos entre los finos, no sólo se apropian (como todos, menos los torpes) la lana y la leche que han sabido sustraer a las ovejas buenas, sino que lo reconocen sin tapujos: Los malos artistas copian. Los buenos roban, dijo Picasso.

Yo no creo ser un caco torpe, y mucho menos genial. Si algo delata mi medianía, es que cito a los autores cuyas ideas manoseo para que no parezca que lo hago descaradamente. (Sólo la genialidad ampara al descaro. Si volvemos a Picasso, por ejemplo, sólo la genialidad medio ampara a sus Meninas: una serie de cuadros, a ratos mediocre e innecesaria. Innecesaria, digo, porque la pintó cuando ya había acumulado tanto, que no necesitaba robarse más a sí mismo). Yo robo y doy fe de ello, como si haciéndolo quedara eximido de culpa. Qué cándido. Cuando conscientemente no puedo evitar el uso de una idea que no ha brotado en mí toda ella, o sea, casi siempre, tampoco puedo evitar certificar su origen. No haría falta, créanme, porque las ideas buenas, que en la historia de la humanidad son unas pocas, han sido requeterobadas, sin ninguna declaración atenuante, por los más grandes sabios y artistas. De hecho, la sustancia de esas “tres o cuatro” ideas que de verdad valen la pena, es más o menos la misma desde que el hombre pasó del estado natural al civil. Desde entonces, casi todo el margen está en la forma que se les puede dar, poco más. Así que la historia de nuestra vieja conversación (esto de la tertulia sin fin es también una idea saltarina, muchas veces robada) sería una interminable retahíla de certificaciones, si los creadores de otros tiempos hubieran tenido mis complejos, que hay que achacarlos, pienso, al terco postromanticismo que me (nos) embarga todavía hoy.

Hasta finales del siglo XVIII estuvo en vigor la licencia que por boca de Cervantes diera Apolo a los poetas españoles. La misma que en su día expidiera el dios olímpico a Safo o a Virgilio, a todos. ¿A quién se le hubiera ocurrido en Atenas, llamar ladrón a Sófocles por escribir Electra después de que Esquilo abordara ampliamente el drama de la casa de Atreo en la Orestíada? ¿Quién se hubiera atrevido en Ferrara a increpar a Ariosto, porque volviera sobre el tema de Orlando (Roldán) una vez más? ¿Quién, en Madrid, a Quevedo, por su parodia sobre el dicho héroe…? Esto, sobre los asuntos a tratar, pero incluso en la forma…

Hace un tiempo comentaba con mis amigos, los poetas Fernando del Val y Luís Enrique Valdés, aunque por separado, varias de las deudas que han contraído algunos grandes autores con otros que les antecedieron, sin que dieran los deudores ninguna explicación al respecto. El mismo Cervantes, por ejemplo, recreó en El Quijote un recurso presente en el Áyax de Sófocles, y se quedó tan ancho:

          
MINERVA.- Yo le aparté con falsas imágenes que le eché en los ojos, y lo lancé sobre los rebaños y demás bestias que, mezcladas y no repartidas todavía, estaban al cuidado de los pastores: cayó sobre ellas, [Áyax] haciendo horrible matanza en los cornudos carneros, que rajaba a diestra y siniestra. Ya creía que degollaba con su propia mano a los dos atridas, ya que hundía su espada en otros jefes del ejército. Y al hombre, que se revolvía en su morbosa locura, le incitaba yo, y lo lancé en las redes de la desgracia…

  Áyax. Sófocles
  
Cuántas ideas no he visto saltar, incluso perfectamente formadas (con-formadas, diríamos mejor, ahí puede estar la clave) de un autor a otro, con las más increíbles escalas intermedias. La lista sería interminable: de Safo a Séneca, de Séneca a Ortega, de Silesio a Marx, de san Juan a Silesio, de Esopo a Tagore, de Nietzsche a Guillén… (Ya me pidió Fernando del Val que hablara algún día específicamente de esto. Lo tengo a la cola.) ¿Y qué? ¿Qué importancia tiene? Ninguna, tal vez, y sin embargo mucha si para el hombre romántico o postromántico. Miren cómo lo explica Luis Landero al propio Fernando, en una entrevista que le hiciera en 2010 el poeta de Valladolid al novelista de Alburquerque, insertada en un estupendo libro de entrevistas editado por Difácil, y llamado Si te acercas más, disparo:

Siempre se ha escrito con libertad, fíjese en que Avellaneda escribe la segunda parte del Quijote. ¿Quién escribe hoy la segunda parte de Cien años de soledad? Pero, a partir del romanticismo nacen las palabras individuo y genio, [demos esto por válido aquí para no enredarnos, ¿de acuerdo?] el escritor se hace importante y comienza a valorarse la originalidad, consagrada definitivamente en el veinte. No podemos hacer nada ante esa herencia romántica: lo que recuerda a otra cosa ya no sirve. Sin embargo, en el siglo diecisiete, tú escribías un alcalde de Zalamea y yo otro.     

Pues claro. Hoy, no obstante, nos parece licencioso, cuando no excéntrico, encontrar en poemas de Gamoneda versos de Blanca Varela, y viceversa. Muchos autores, puestos a la defensiva, tienen que echar mano del término intertextualidad para justificar determinados “préstamos”. Los cacos torpes pululan por doquier creyendo que han inventado el agua tibia, y los demás (entre los que, con vuestro permiso, me autoincluyo) muchas veces dudamos si dar o no expresa fe de las fuentes. Yo, insisto, casi siempre opto por hacerlo. Y lo hago no sólo por lo ya explicado, sino también porque así voy tejiendo una trama en la que pretendo insertar mi pensamiento y mi obra; una trama, a través de la cual, intento explicarme a mí mismo.

Muchas veces leo críticas contra el hábito de citar. Las comprendo. En ocasiones las comparto. En ésas, por ejemplo, en que los comentaristas malos citan a otros tan malos como ellos; o en esas otras, en las que se advierte una clara vocación de utilizar el argumentum ad verecundiam para forzar la aprobación del lector. Otras veces, sin embargo, creo detectar detrás de tales críticas, la incomodidad de quien las hace al hallarse ante una lectura en estéreo que lo obliga a un esfuerzo que quizás no había previsto. Lo cierto es que por citar demasiado fue criticado hasta Montaigne. Ved cómo lo dice Constantino Román:

Los iracundos filósofos de Port-Royal le colgaron también ese mote odioso, á nadie peor aplicado sin duda, por el cúmulo de citas en que su obra abunda, sin tener en cuenta que era costumbre de la época el que todo autor apoyara sus dichos con sentencias antiguas. Además hay muchas maneras de citar, y la que más se aleja de lo pedantesco es la en Montaigne habitual, el cual corrobora y afianza sus personales experiencias con versos de Homero y de Virgilio, ó con frases de Tácito y Julio César, para realzarlas é imprimirlas en la mente del lector sin pretender aparecer erudito ni docto, sino penetrando todo el alcance de lo que siente y analiza.

Bueno, lo que Montaigne pretendió exactamente al citar a los grandes autores grecolatinos, no lo sabemos, pero ¿acaso pudo evitarlo, él, un caco genial y honesto? No lo creo. Hablamos de un autor con un estilo nada pretencioso, pero que vivió en una época preindustrial, donde todavía tenía sentido lo que nos dice hoy aquel verso de Clara Janés: vanos son los números excepto el uno.

Quien persiga lo uno, y para hacerlo hurgue en la historia de la cultura, cite o no cite expresamente, estará citando para los buenos lectores; quiera o no, estará robando… y con permiso de Apolo. Siempre, claro, que no obre como mero papagayo, siempre que in-forme el lance con algo de novedad, y así devuelva lo robado con una muesca más para sonsacar el interés de los futuros cacos. Cacos, sed felices, al menos cuando hagáis lo inevitable. Policías, hay cacos a los que no podréis prender si trabajáis treinta y cinco horas semanales. Tendréis que patrullar con más esmero, incluso los fines de semana. ¿Estáis dispuestos a tal esfuerzo? ¿O acaso preferís comprar testigos en la turbamulta para que avalen la denuncia fácil?

¿Cómo decía aquello de que a buen entendedor con pocas palabras…?