(NORAYAGU
CONTRA LUCIO CORNELIO / ÑEÑECO MELEO CONTRA BILLY EL NIÑO)
En los
alrededores de la finca donde nació mi madre, allá en Cuba, en una esquina de la
linde norte de la Ciénaga de Zapata, Ñeñeco Meleo capitanea (espero que todavía
opere en la zona) la tropa de espectros nocturnos que agitó mis veranos
infantiles y guajiros. Se trata de un fantasma que arrastra varias cadenas, y
que aprovecha las ancas desocupadas de cualquier caballo montado, para, sin ser
visto, pero firmemente asido a la cintura de su jinete, viajar de un lado a
otro de su particular Calvario, a la vez que canturrea con un ritmo (aunque machacón)
dulce: ñeñeco meleo, ñeñeco meleo, ñeñeco
meleo… Varios amigos y familiares míos, mientras volvían a casa de noche,
después de ver a su novia, parrandear con los colegas o patrullar un campo
sembrado, sufrieron el referido abordaje. Todos sabían que debían mantenerse
tranquilos, que Ñeñeco era (¿seguirá siendo?) inofensivo si el jinete se mostraba
cómplice: Llegado el fin de su trayecto, soltaba la cintura de su benefactor, se
tiraba de la bestia sin más, y seguía con su canturreo a la espera de la
próxima cabalgadura nocturna cuya dirección le viniera bien… Nunca nadie dijo algo
que me hiciera suponer una posible reacción violenta del espectro encadenado,
cantor y viajero… Esta noche, sin embargo, me vino a la memoria de una manera rara:
mientras soñaba, (yo / soñaba, creo, pues no sé ahora mismo qué parte de la
memoria erguida debo adjudicar al sueño o a la vigilia espoleada) Ñeñeco Meleo
abordó las ancas de un caballo negro que montaba…
Me siento bien. Acabo de leer El arma secreta, de Fernández Pequeño. Nueve cuentos de diferente extensión, que obedecen sin embargo a una misma y única máxima: parva propia magna; magna aliena parva, que diría Lope; y que podemos traducir como: lo pequeño, siendo propio, es grande; lo grande, siendo ajeno, es pequeño. Y créanme: toda esta “pequeñez” redundante, y puede que alborotada, no responde aquí a un mero juego de palabras.
El arma secreta es un libro que recomiendo sin cautelas. Es un libro desigual, como lo es todo compendio de cuentos, poemas, ensayos, artículos, discursos… (Lo es El Decamerón. ¿No lo va a ser éste, en plena resaca postmoderna?). Pero es un libro desigual que parte de un nivel envidiable: tiene cuentos buenos, muy buenos y excelentes; y que a la postre resulta igualado por arriba, gracias a un agente importantísimo: el estilo del autor. Sí, el estilo. Sólo los no enterados (de primeras pude decir idiotas) pueden creerse eso de que en el arte el fondo importa tanto o más que la forma.
El poderoso estilo que lo amalgama, y la propia arquitectura del libro (no digo estructura con toda intención) lo salvan con creces de quedar en una sumatoria de historias contadas con simpatía y corrección. El estilo de Fernández Pequeño, su verdadera “arma secreta”, es completamente personal, y contiene dosis parecidas, si no iguales, de talento y oficio, intuición y experiencia, desparpajo y medida. Esto es raro de encontrar en un autor postmoderno. Y cuando se encuentra; cuando un escritor actual, gracias a su estilo propio y redondo, es capaz de arrumbar hacia una obra sólida, los ripios que, (re)vestidos de altos códigos, le ofrece la sociedad en que vive y trabaja; cuando esto ocurre, digo, debemos felicitarnos. Podemos ir del rigor al desatino (A. Piedra) y viceversa con suficiente garantía: garantía, sobre todo, de útil entretenimiento, de elevada diversión… vaya, me atrevo y digo más: de humana expansión, de hinchazón humanista.
El magnífico estilo de Pepe, (Pepe, te llamo Pepe, donde hay confianza da asco, dicen por aquí) merced a esa mezcla óptima de atributos contradictorios que mencioné en el párrafo anterior, y también a que se apoya en una sabia articulación de los contenidos (otra dimensión de la forma, claro, a la que antes llamé arquitectura) logra que un libro con historias tan disímiles, se convierta en un viaje cargado de sentido: el sentido que dan a cualquier obra literaria, por postmoderna que sea, la unidad, el equilibrio, la poesía y la gracia. Unidad y equilibrio, que no deben (¿porque no pueden lograrlo hoy día?) pretender lo esférico para funcionar. Poesía, que es algo consustancial a cualquier esfuerzo creador en la literatura y el arte, y que supone tener a esbirros, como el metafísico y el lógico, sometidos a su fértil rincón. Y gracia, no sólo como manifestación airosa del humor, que también, sino como aparición milagrosa de una dimensión divina: esa que nos coloca por debajo de lo leído para que, libres entonces de tentaciones teorizantes, y felizmente “derrotados”, podamos disfrutarlo en plenitud.
Es su estilo lo que permite a Pepe imantar, redondear y resolver con éxito, historias que a ratos parecen entrelazarse caprichosamente, que culebrean y fingen fugar sin aparente destino común, sin avenirse a la estricta lógica formal, para terminar estallando o diluyéndose, según el caso, en una perspectiva que se construye a trozos, pero acaba resultando incontestable. El buen manejo del absurdo, diría él. Pero yo no soy tan rácano. El absurdo es algo común a toda obra de creación literaria. Donde no hay absurdo, florean (no necesariamente florecen o fructifican) la filosofía, la historia, la psicología, y demás disciplinas de esa estirpe. Quien no quiera lidiar con el absurdo que se meta a… ¿a qué? Ni siquiera los periodistas… Claro, cuando el absurdo es contrapesado con la cantidad exacta de sensatez que precisa, cuando la mentira está llena de verdad poética; cuando a esas sustancias tan huidizas se les sabe dar forma… Pepe.
Los cuentos que más me gustan son El cíclope, Pongamos por caso y El ombligo de María B. Pero debo mencionar también el primero: Los conquistadores; y el último: El arma secreta. Ambos funcionan bien separados, y sin embargo, son partes del mismo cuento: uno tal vez más “pretencioso”, que, desdoblándose, genera el paréntesis necesario para que el estilo-Pequeño aparezca en todo su esplendor. Estos “dos cuentos” son como la alfombra y la ovación de un acto donde cada pieza obedece a un guion también secreto, también muy eficaz. Los conquistadores genera el pórtico poético perfecto para el libro. El arma secreta, que le da título, baja el telón con cierta (sólo cierta) solemnidad. Es un cuento de trasfondo histórico, en el que Pepe se ríe de quienes leemos a Plutarco con disciplina doria. Aquí Pompeyo el Grande carga con un montón de hijos, y uno de ellos, llamado nada más y nada menos que Lucio Cornelio (debe haber más de diez Lucios Cornelios famosos en las postrimerías de la República; por ejemplo, Lucio Cornelio Sila, o sea, Sila, fue el primer gran avalista político-militar de Pompeyo) se enfrenta (dialécticamente) a Norayagu, un esclavo que vivía en Arkenia. ¿Arkenia…? En fin, el aparente rigor histórico, que por supuesto existe, desemboca en un falso realismo que inquieta, desconcierta y divierte. Ni cuando parece serio, depone Pepe su afinadísimo sentido del humor.
Lucio Cornelio supo frente a Norayagu, que haber emprendido la expedición de conquista, alejándose de todo cuanto en verdad amaba, suponía, ya, una derrota. Antes de morir lo susurró a Ainerka, la hija del esclavo; tal vez pensando, como el protagonista de Pongamos por caso, en el culo de su mujer:
“…dormía desnuda y bocabajo, inmune a la frialdad que tan
catastrófica ha resultado en los últimos tiempos para su migraña, mientras
ofrecía a la vida un culo levantadito y orondo. Me detuve un momento,
apreciándola desde atrás, tratando de seguir la quebrada de sus nalgas, que iba
a perderse abajo, rumbo a un destino que desde esa perspectiva se presentía
oscuro y misterioso. Era el mismo culo que estoy viendo desde hace quince años,
de caderas un poco estrechas y nalgas proyectadas, que el tiempo comienza a
puntear de celulitis por los lados. Pero a la vez había en su posición algo
distinto, una actitud de reto que obligaba a reparar en el brillo de la piel,
el delicado erizamiento de sus poros, los huequitos que flanquean la planicie
de su baja espalda. No sé por qué te describo un paisaje que conoces bien,
quizás solo para decir que esa mañana aquel culo me confrontaba con una
arrogancia nueva, capaz de desafiar hasta a la mismísima muerte.”
Por haberse reído de mí como lo hizo, y porque soy un pesado; aunque fui muy feliz leyendo este libro, riéndome con él de punta a cabo, no voy a dejar de apuntar a Pepe, que en algunos momentos me han molestado ciertas piruetas gramaticales. Pero qué puede importar eso, si no a quienes, como yo, leen a Plutarco sin la debida prudencia…
…El caballo
negro lo montaba Billy el Niño, que como buen cachorro irlandés crecido en el oeste
de los Estados Unidos, tenía sus dos pistolas prestas al asalto. ¿Qué haría por
allí…? Ñeñeco Meleo se montó a sus ancas, y cuando yo terminé de leer a Pepe,
(no sé si lo soñé, lo imaginé, o lo vi mientras comía un plato de arroz congrí,
vaca frita y frituras de malanga) el espectro sacó su arma secreta (nunca lo
había hecho, insisto) y derribó al pistolero. ¿Cómo? Y qué más da. Lo derribó. No
porque fuera a dispararle, qué va, Ñeñeco Meleo es infalible y lo sabe; sino
porque Billy el Niño se mostró grosero y arrogante cuando le pidió que dejara
de cantar: ñeñeco meleo, ñeñeco meleo, ñeñeco
meleo…
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