lunes, 11 de noviembre de 2019

VOLAPIÉ







Como ya sabréis quienes estáis atentos a este espacio (ah, cuánto supongo, ¿habrá alguien que realmente…?, ¿no será suponer ―pedir― demasiado?) hace unos meses que vengo anticipando la próxima edición de Los argumentos del tránsito, libro que cuenta con tres poemas largos: Río, Rueda y Casa.

En las dos ocasiones anteriores que os hablé de esto, lo hice añadiendo un acto de Río y otro de Rueda. Ahora cierro este anticipo sonsacador con el primer acto de Casa. Los espacios del ser, se subtitula. Como en los casos anteriores, se trata de un décimo del poema. 

La próxima noticia que os daré, será la definitiva aparición del libro. (Lo edita Difácil, una editorial a la que tengo especiales cariño y respeto, por su demostrado compromiso con la creación literaria, y por la gran solvencia de su editor: César Sanz). Ojalá que para entonces, estas noticias con carga de prueba hayan cumplido su deseo: ir inclinando a favor del libro, a algunos de los que resulten finalmente sus destinatarios. 

Aprovecho además para despedirme por este año. A partir de ahora, y salvo que una urgencia me obligue a lo contrario (urgencia, por Dios, hoy estoy sobreexcitado) dejaré de aparecer por aquí. Si vosotros podéis y queréis, nos reencontraremos en enero del 2020. 

Feliz salida y entrada de año para todos.          

  


I


Un puñado
de luz y otro de arroz, ensavian
las paredes de la casa. Casa. Teatro
que enmaroma la cuerna al demonio, anuda
su cola, para que Dios, ofrendado
en el rostro de tus padres, bendecido
en el grosor de sus afanes,
cada mañana toque su Stradivarius
sin trompeteo enemigo. Luz y arroz. Y
un rimero de pasiones limpias
que alebresta el violín: Puntual agitación
donde das con tu nombre, eres. Pronto a,
te (re)conoces. Tú, en una casa sin
sótano o desván (todo planta baja
ella) diáfana hasta la inocencia, hasta
la soberbia incluso, que sublima
el espacio entre las playas del cielo
y el patio de la escuela. Tú, nombrado, con
la mollera presta al hisopo, la frente
a la calentura… Niño y casa. Catasueños
en la platea de un mundo en ciernes,
donde las nuevas de puré y cuartana
son traídas por un mismo ángel: el tuyo. Revuela
la biblioteca, la cocina. Sale / entra / sale /
cae / asciende / cae… en súbitos
picados. Goza. Hace cabriolas en torno
a la chimenea. Cabriolas aéreas
                                               (cuando la casa es feliz,
                                   el humo juega suavemente
                                                           sobre el tejado)
que circundan o atraviesan la encina exhalada
por el bofe hestio. Fuelle / casa / niño /
ángel juguetón que respira madera… Sí,
pero también padres. Padres… No te
desnortan la embriaguez del nuncio, su bureo.
(Casa de arroz y luz. Sueños de arroz y luz).
El mercurio apenas halla margen para el
delirio, si éste acarrea miedo. Juegas. No temes.
Todo lo ajeno, expandido en el colegio, se
retrae en el jardín, donde la casita de los abuelos
espalda, lo que la perra flanquea
persiguiendo la pelota. ―Espacio inagotable,
piensas. No piensas. Experimentas
la extensión que dura sin límites que
amenacen, sin pautas o muescas que avisen
de larvadas mutaciones. Extensión
embarazada de ti. Tú al centro. Lo demás
te orbita... Las estaciones peroran
en vano. Cíclicamente tosen paisaje
alrededor de la casa, sin que su tos te
incumba: Luz y arroz. Y padres. Y abuelos. Y
ángel. Y el violinista que cada mañana
interpreta el solo (el mismo solo) que
retiene para ti las cuatro notas (las mismas
cuatro notas) que te harán por siempre
sinfónico. Eso crees. Lo asumes. Compruebas
que la casa no tiene dobleces. Todo es tuyo
o para ti. Cuánto aseo. Apenas
puedes ocultar las liendres que auguran
escozor y desconcierto. Juegas. Eres
tu propio ariete. No lo sabes. Juegas
en un universo pulcro, redondo,
que deberás medir y batir. No lo sabes.
Tu casa no tiene puertas. O sí, pero
apenas separan lo que ya te pertenece
de lo que no te atañe. Tampoco
tiene rincones. Está sobreiluminada. Tiene
lámparas-ojo (todo lo que brilla ve)
que sorben y derraman luz a la carta.
Casa-teatro. Exordio. Escaleta donde
el diablo, inhábiles cuerna y cola,
carece de texto y voz... Tu casa
no tiene bodegas, no tiene torres,
pero sí aras: Ah, la mesa, orquesta
para el himno triple de cada día; y el hogar,
donde arden la leña, el sarmiento,
con igual y sospechosa mansedumbre,
para que el ángel perfore las volutas de humo
y pite ebrio el prólogo al violín. Aras: Bajo
la cama, el cajón. Cobijo para las ansias
que no sabe el coro. Ni luz ni arroz ahí. …No
todo es diáfano en el primo espacio, una vez
que conquistas un cajón. No todo
es lustre al abrigo del somier, donde
la sombra ensancha la duda, la duda
ensancha la gracia, la gracia
ensancha el deseo, la casa… Los bajos
de la cama, ¿el sótano? La copa del castaño,
¿la buhardilla? Entre el cajón y el árbol… Entre
las playas del cielo y el patio la escuela…
Una asonada de preguntas cuece
en lo oscuro, a ras de suelo. Los muñecos
te interpelan en una lengua secreta. Y
donde reina el violín, la per-
cusión dimana sediciosa. Dice tiempo. Grita
¡Tiempo!, cuando la casa, con sus muros
ensaviados de arroz y luz, apenas susurra
e s p a c i o… Llaman a comer. Un pájaro que
canta las cabañuelas, desde el castaño se
lanza al fondo de tu cajón. Volapié.

 

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