viernes, 8 de junio de 2012

No volveremos a vernos sobre la tierra
















1976. Tenía yo catorce años y vivía en La Habana, cuando Jean-Pierre Dutilleaux contactaba con la tribu Toulambi de Papúa, Nueva Guinea, cuyos integrantes supuestamente eran ajenos a la existencia de otros seres humanos. No lo supe entonces. Cuba (entiéndase su férrea dictadura) en ese año estaba enfrascada en la aprobación de una Constitución espuria “votada”, creo, por el 98% de la población, que comienza diciendo: “Nosotros, ciudadanos cubanos, herederos y continuadores del trabajo creador y de las tradiciones de combatividad, firmeza, heroísmo y sacrificio forjadas por nuestros antecesores: por los aborígenes que prefirieron el exterminio a la sumisión” (En fin, río por no llorar) y no tenía tiempo (Cuba, claro) para detenerse en encuentros ocurridos al margen del determinismo marxista-leninista que conduciría al “hombre nuevo” de regreso a la Comunidad Primitiva, pero razonada.

Aunque entonces no me enteré, lo cierto es que Jean-Pierre Dutilleaux filmó aquel año un primer encuentro entre los actores de la verdadera y perseverante Comunidad Primitiva prehistórica y el hombre moderno, casi postmoderno y “posthistórico” (¿qué edad tendría entonces Fukuyama?) con toda la tensión dramática que cabe esperar de ello.  Hoy vi ese documento y realmente me conmovió. Claro que sobre él planea la sospecha del montaje cinematográfico, pero… ¿y qué más da? Para mí, confeso devorador de imágenes, este documento tiene exactamente el mismo valor (ni más ni menos) que aquel pasaje de la novela “Los pasos perdidos” en que Carpentier nos pone, a través de su protagonista europeo de visita en una tribu amazónica, frente a lo que él llamó “el nacimiento de la música”. En ambos casos se trata de una imagen poderosísima, y poco importa cómo se gestó. En ambos casos se trata del hombre titánico enfrentado al hombre divino, o tal vez del hombre pánico enfrentado al hombre apolíneo, en cualquier caso del hombre sin tiempo enfrentado al hombre-tiempo, de la inmanencia enfrentada a la trascendencia… Es tan poderoso el agon en la imagen, y está tan atemperado a la vez por la curiosidad y el amor, que nos cautiva irremediablemente.

Quiero compartir con ustedes este magnífico vídeo. Tal vez sea un poco largo, pero creo que, sobre todo quienes no lo hayan visto, si comienzan a verlo llegarán al final. Quiero además proponerles una “vía de entrada” a la imagen que se nos ofrece en él. Comparemos el uso de los sentidos entre el hombre prehistórico (animista, inmanente) y el histórico (monoteísta, trascendente). Veamos cómo los toulambi se acercan ciertamente preocupados mientras sólo disponen de la vista para comprender lo que pasa. Este hombre todavía necesita oler, escuchar, degustar y sobre todo tocar para sentirse seguro, para resolver el enigma, para reinsertarse en un todo que ha sido violentado por un agente extraño. Todavía para él, cuerpo, alma, naturaleza y sobrenaturaleza son la misma cosa: sujeto conmocionado que debe regresar a su equilibrio mediante el uso de todos los recursos (sentidos) disponibles. Sin embargo, el aventurero europeo ha resuelto el problema rápidamente con su infalible razón y utilizando sólo la vista. Lo primero que hace es tomar una foto, detener el tiempo para que la imagen tome forma ante sus ojos. Lo que se ve se sabe. Lo que se oye, se degusta o se toca tendrá que validarse en la visión acotada. Lo que se ve es objeto y quien lo ve (lo sabe) es sujeto. Y este sujeto cognoscente ya separó alma, cuerpo, naturaleza y sobrenaturaleza manteniéndolos en cubículos estancos.

¿Tanto hemos tenido que entregar a cambio del devenir? Pues sí. ¿Nos hemos equivocado? No lo sé, pero así es… Decía Jung: “Nada perturba tanto el sentir como el pensar”. Por eso a nosotros, pensadores empedernidos, nos es tan útil rebelarnos contra el imperio de la vista razonante y razonada, para dejarnos llevar a los predios donde la imagen sutura en negro, con grapas suprasensibles, las perturbadoras vías de deslumbramiento.

No me extiendo más. Lo dicho: creo que el vídeo es magnífico y que los inquietará en varios sentidos. Véanlo, disfrútenlo y, si quieren, piénsenlo. Pero sobre todo siéntanlo como algo casi irrepetible, porque, montaje o no, estos dos hombres tan distintos bien pudieron decirse al encontrarse, o al despedirse mutuamente enriquecidos: “No volveremos a vernos sobre la tierra”. (Apollinaire) Ah, y gracias de nuevo a mi amigo Canteli por el vídeo. Aquí les dejo el enlace.



domingo, 27 de mayo de 2012

Esto sí




Cuentan que Fernando Ortiz, el gran sabio cubano, con grandísimo esfuerzo había terminado de levantar su casa en La Habana, cuando un periodista le preguntó: Don Fernando, ¿el estilo de estas columnas es jónico? A lo que el sabio respondió: No, no son jónicas, son cojónicas. No se imagina usted con qué cojónico afán, pasando qué trabajo las construí…

Con ese mismo tipo de esfuerzo, sobre la nada, o lo que es peor, bajo el pernicioso influjo de la manipulación política más grosera, Fernando Ortiz amasó sustancia histórico-cultural en pos de una imagen viable para la cubanía. En esta emergente imagen, lo negro dejaba de ser de una vez sonoro atrezo para convertirse en actor secundario, o incluso protagonista. Es cierto que a finales del XIX y principios del XX, lo negro se había puesto de moda en Estados Unidos y en Europa. Cuba, como es lógico, no podía permanecer ajena a este influjo, estaba en su centro, era uno de sus motores. En esa época destacan en la isla, por ejemplo, Juana Borrero con sus “Negritos”, y también numerosos poetas que rozan o tocan literaria negritud: Creto Gangá (siglo XIX), Poveda, Boti, Guirao, Pedroso y hasta Acosta (siglo XX). Todo ello antes de que Guillén (Nicolás) y Ballagas lograran subir un escalón formal en este empeño. Los esfuerzos de Ortiz eran sin embargo mucho más cojónicos (léase titánicos) porque muy lejos de intenciones formales más o menos románticas, más o menos originales, folclóricas, estaban impulsados por una necesidad casi infantil, no de verdad poética, sino de verdad científica.

Ortiz, totalmente imbuido del espíritu de Humboldt, y claro, de todo el positivismo decimonónico europeo, estaba decidido a conformar un cuerpo teórico sólido, casi doctrinal, que nos permitiera entender cómo operaba, en esa imagen de cubanía que entonces buscaban todos (políticos, mercaderes, artistas, poetas, y también científicos) lo que él llamó sincretismo cultural. El sabio dejó una obra enorme que siempre se acercó a lo cubano, y a lo negro como uno de sus ingredientes, con un rigor científico sin fisuras. Así construida, su obra es ya uno de los pilares fundamentales del saber patrio. Su influencia se ha notado en el hacer de investigadores y artistas tan distintos como Lydia Cabrera, Moreno Fraginals y Lezama, quien llega a decir: “En Cuba solamente ha sido alcanzada la sabiduría por el taita, el negro esclavo al llegar a su ancianidad…

Sin embargo, no corren siempre lo negro y su papel en lo cubano la misma suerte. Ni intelectuales ni artistas tienen siempre el mismo rigor o el mismo duende, según el caso. Figuras como Fernando Ortiz o Lydia Cabrera en la investigación y su consecuente literatura, Juana Borrero, Wifredo Lam o Manuel Mendive en la pintura, Ricardo Porro en la arquitectura, Bola de Nieve en la música o Eduardo Rivero en la danza (quienes saben integrar lo negro en la cultura cubana como la rama de un árbol con raíz universal y tronco europeo, especialmente mediterráneo, hispano) son excepción, no regla.

En poesía, Ballagas y Guillén crean escuela en lo referente a la negritud, pero (que me perdonen sus tantos incondicionales) sobre todo Guillén se queda en el color y en el ritmo (no es poco, ya lo sé, pero...) sin ahondar más allá de la anécdota localizada en la expresión graciosa de un habla que buscaba entonces un espacio fonético y musical en la lengua castellana. No obra el taita lezamiano en Guillén, como no obra en el teatro vernáculo cubano, ni en la “Esquina Caliente” del Parque Central habanero, por más que en todos estos eventos hablen, por turnos o a la vez, el negro y el blanco que cohabitan la isla. En poesía, creo yo, falta un acercamiento mucho más riguroso a lo negro como parte de la cultura cubana.

Pues bien, esta pequeña introducción pretende crear un fondo adecuado para que figure sobre él un proyecto poético, en mi opinión, completamente inédito en la poesía cubana. Tengo en mi ordenador el número 363 de la revista “Folklore” que edita en Valladolid la Fundación Joaquín Díaz. Leo en su página 52: “Leyendas yorubas” Luis Enrique Valdés Duarte. Sí, Luis Enrique, gran amigo, poeta y dramaturgo, publica, acompañado de un escueto texto-guía, el primer poema de una serie de diez con que pretende abarcar la teogonía yoruba cribada en la isla. Leo el texto, el poema y estallo en júbilo. 

Ya me había leído este poema antes mi amigo y maestro Antonio Piedra, pero ahora, no escuchado, sino leído y releído por mí mismo… Es esto, es precisamente esto lo que echaba de menos. Luis Enrique comienza su teogonía yoruba con una ambición que asusta. Este poema: “El gallo de Obatalá”, así, de un plumazo, sitúa la mitología yoruba, no en el mundo donde siempre estuvo, sino en sus registros literarios, en su vertiente escrita (negro sobre blanco) donde, creo yo, no alcanzó todavía su justa medida. Y claro que asusta, si yo fuera él me aterraría, porque este primer poema (qué razón tenía Antonio) lo obliga a otros nueve igualmente verticales. Pobre amigo, a qué delicioso abismo se acaba de asomar. 

Y es que este poema es magnífico. La génesis yoruba sometida al rigor del romance, a sus riendas musicales, (re)creando verdad poética a partir de un cuerpo mitológico que (¿quién lo duda?) comparte sustancia con el griego (el de Hesiodo y el órfico), el judaico, el celta, el nórdico, en fin, con casi todos; pero que a diferencia de estos otros no tiene todavía su Pentateuco. 

Y es que el proyecto que anuncia, de concretarse con esta calidad todo él, situaría la teogonía yoruba, tamizada por el sincretismo cultural cubano del que hablaba Ortiz, ya no sólo en el lugar que merece en Cuba, sino en un podio universal donde poder tutearse con sus iguales. Insisto, en qué lío se ha metido mi amigo Luis. Podemos darle todo el tiempo que necesite con tal de que se obligue a ofrecernos otros nueve poemas como éste. Ortiz, seguro, estaría igualmente expectante. Imagino que le escribiría a Unamuno: “Mi amigo benevolente y estimado: Lea este poema. En lo que le contó Bobadilla hay mucho de pavoneo insular, pero esto sí…” 

Aquí les dejo el poema. Léanlo, por favor, a ver si al final pueden decir como yo y con Ortiz: esto sí… Dice un  refrán cubano: “La gallina bebe agua y le da gracias a Dios.” Pues bien, el gallo de Obatalá, antes de beber y agradecer, antes de morir sacrificado, ha escarbado con sus patas para crearlo todo, para nombrarlo todo con su kikirikí. Esto sí, esto sí…
                 
              

EL GALLO DE OBATALÁ
(Génesis yoruba)


I

El Padre quiere dormir
celestialmente en su cama
y encarga a la bruma eterna
los detalles y las ganas.
Sus dieciséis querubines,
ebrios con vino de palma,
descienden muertos de risa
por una escalera abstracta.
Y cuando rozan las nubes
con el filo de sus alas,
ártico sol mutilado,
dieciséis perfiles razga,
acunando los ojillos
altos de la madrugada.
Pájaros peces y flores
bajo sus mantas se guardan,
continentes, montes, ríos,
cordilleras, valles, playas…
Desde la tierra se burla
el espíritu del agua:
los dieciséis querubines
han olvidado la gracia.
Lívida en el horizonte
está la luna doblada;
su rubor oculta un aire
de licores y de danzas
que va despeinando, mustia,
la tropa en su basta cábala.
Busca el Creador suplentes
por celestiales ventanas
y encuentra insomnio y agravio
de borrachera y trastada.
Le da a Obatalá el encargo
con tres condiciones raras:
que recaiga en fiel criatura,
que pique en tiniebla opaca,
que ignore que es el misterio
quien da a la esencia ganancia.


II

Escarba un gallo en la tierra
la cantidad hechizada;
los querubines se ríen
al ver resbalar su lágrima.
Pero el gallo mostrará
que de su tímida entraña
surgen nítidas las cosas
en una turba de tramas.
En seis días la belleza
contra la nada se embauca.
De la pata izquierda salen
todas las semillas granas:
trigo, arroz, maíz y avena,
centeno, bambú y cebada.
En el mismo día el polen
salta, coloreando el alba,
a lirios y marpacíficos,
sauces, mangos y guanábanas.
Y de la pata derecha,
en la segunda jornada,
inmensas filas de embriones
recónditos en su cáscara:
aves, reptiles y peces,
de huevos y cataplasma,
más la exhibición galante
de gacelas, leones, cabras,
elefantes y jutías,
almiquíes y jirafas.
Al tercer día en la cresta,
el gallo busca las casas:
océanos, serranías,
selvas, estepas, sabanas…
y enloquece de grandeza
por la arquitectura exacta.
Al cuarto día pretende
embellecer las moradas.
De sus plumas fulgurantes,
roto espejo en catarata,
los minerales se agrupan
en valencias arbitrarias:
basalto, níquel y plomo,
hierro, pirita, pizarra…
y junto a la consistencia
de pétrea razón en rama,
con fina espuela perfora
las preciosidades altas:
jade, zafiro, amatista,
lapislázuli, oro y plata.
De minería empolvado,
se enfrasca en la quinta obrada.
Para ornar el apetito,
el de la avidez con trampas,
roba del piélago eterno
la glosa de las miradas.
A las heridas del prisma
recorta excesivas gamas
y los más puros colores
de policromía santa:
azul, rojo, verde, añil,
amarillento y naranja…
Rasca el gallo su sesera
en la sexta laborada
y lúcido se pregunta
por la grandiosa antesala:
¿Habrá en el fichero eterno
lo igual a su semejanza?
Bate las fuerzas telúricas
con la pátina encrespada
y un hombre y una mujer,
manual de matrices sacras,
abren los ojos al mundo,
emergiendo de las aguas.
Brilla el sol por un paisaje
de formas reconciliadas
y el amor a borbotones
que en dulce verdor encalla
se refleja en la yagruma
al vaivén de su hoja falsa:
leve cara al mediodía
y un envés de noche larga.
En el varal de un bohío
y sin más labores claras
se limpia el gallo su airón
intuyendo que algo falla.


III

Al séptimo día exacto,
cuando Dios en paz descansa
y la materia agoniza
por una espuela encantada,
lo perfecto se despierta,
exigiendo al gallo alas.
El ave triste prescinde
de sus plumas más doradas.
Por más que las hermosuras
le envenenan las entrañas,
por más que busca en el mundo,
no logra encontrar las ánimas
y el gallo se desespera:
¡Ay, el hombre pide un alma!
Ya nada puede alentar
con espuela tan escasa
ni sabe cómo ofrecer
espíritu a la sustancia.
Mira a Dios piadosamente
y atravesando galaxias
el soplo queda en el hombre
de celeste ala dorada.
En los collados solares
se queda el gallo sin habla.
Rompe el pergamino azul
donde iluso proclamaba:
“De todo soy creador,
dé la esencia mi ganancia.”
Obatalá lo conduce
a las estancias sagradas
y un vago kikirikí
trepa torpe la garganta:
último canto inmortal
de melodía profana
que retumba el terciopelo
de la Majestad intacta.
En el Jardín del Edén,
sobre carroza argentada,
las jerarquías yorubas
dan fe del gallo y su hazaña,
con el primer sacrificio
bajo una gran ceiba estática.

domingo, 13 de mayo de 2012

¿Sencillez o exactitud? ¿Complejidad o ambición?





El próximo veintidós de mayo cerraremos el Club de Lectura de poesía 2011-2012 que dirijo y modero en la Biblioteca de Castilla y León (Valladolid). En esta edición, al igual que en la pasada, leímos y estudiamos poemarios de autores tan distintos como Juan José Cuadros, Almudena Guzmán, Francisco Javier Baruque, Alexis Díaz Pimienta, Blanca Varela, Antonio Piedra, Emily Dickinson, Valdimir Holan, Antonio Gamoneda y Juan Ramón Jiménez entre otros. El Club no sólo tiene la ingenua intención de un leve acercamiento a la poesía, sino que tiene también (por qué negarlo) otra intención mucho menos cándida y más avara, esa que aspira al fértil hundimiento en la imagen poética, al estudio de sus potencias y concreciones hasta el punto en que asome cierta capacidad de lectura “útil”, crítica, con garantías para el justiprecio. Con tales miras, y siempre dentro de las limitaciones que nos imponen el tiempo y el diferente nivel de lectura poética que tienen sus miembros, hemos repasado (sólo hay que ver los nombres de los autores citados para darse cuenta) diferentes formas de entender y escribir poesía.

Finalizada la presente edición, después de haber leído y estudiado a poetas tan distintos; de haber observado en la imagen poética tantas y diferentes sustancias, formas y calidades, dudo (siempre me pasa) si ejercí, desde mi posición de moderador-director, una influencia demasiado personal sobre los miembros del Club a la hora de ponderar lo leído. Creo que todos los que asistieron regularmente aprovecharon muy bien las sesiones (lo mismo sucedió en la edición pasada), y ahora no sólo necesitan leer más poesía, sino que son más capaces de leerla en plenitud. Sin embargo, la duda expuesta me inclina a escribir esta nota compensatoria, con la doble intención de atemperar el efecto de mis posibles vicios, y de compartir ciertas ideas con los amigos que me acompañan en este cuaderno digital.

Para hacerlo, se me ha ocurrido acudir a dos poetas coetáneos pero bien distintos, casi opuestos: Baldomero Fernández y Juan Ramón Jiménez. Como este espacio aconseja una extensión limitada, para compararlos sólo citaré un soneto de cada autor; pero aun a partir de tan escasa muestra, pretendo explicar y demostrar que son varios y muy diversos los caminos de la poesía para, tensando a la vez imaginación e inteligencia, atravesar la realidad y su alumbrada manifestación, groseras ambas, con la imagen que pueda fertilizarlas, habilitarlas para el consumo humano. Por más que varíen su asunto y su forma, la imagen poética de calidad, alejada de la flacidez y la palabrería con que nos importuna tanta poesía sobrante, alcanza siempre la verdad poética; esa verdad cuyo río va por cauces de mentiras (Tagore), trátense de rabiones o dársenas. A las preguntas: ¿sencillez o exactitud?, ¿complejidad o ambición?, propongo contestar: ambiciosa exactitud. Entonces, tanto la sencillez como la complejidad quedarían en medios al servicio de ese fin. Y ahí, en ese fin, por vías diferentes calzarían, por ejemplo, lo mismo un iluminado y pulcro Juan Ramón, que un oscuro e inquietante Heráclito:

¡Intelijencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!  
                        Juan Ramón


Una sola cosa, la única verdaderamente sabia,
quiere y no quiere que se le denomine Zeus.
                                                          Heráclito

Los dos, Juan Ramón y Heráclito, escriben con ambiciosa exactitud. Sólo que el primero se mueve en los parámetros de la física de Newton, y el segundo (ay, cómo vuelve sobre sí el relato en los rápidos de la historia) se mueve en los parámetros de la física de Einstein, más aún, de la física cuántica. ¿Son menos exactas, por más complejas y codiciosas, las formulaciones de Einstein que las de Newton?... Aunque en este caso indagan en distintas regiones, tanto Juan Ramón como Heráclito, con similares ansias de precisión, tensan la imagen cual galvanizada garrocha para saltar sobre la barra metafísica y caer a salvo en la verdad poética. El uno es poeta y pensador (¿existe otro tipo de Poeta?), el otro es pensador y poeta, que fue más o menos lo mismo hasta la Grecia clásica.

Pero vayamos a los ejemplos con que quiero acercarme a poéticas todavía más dispares que las de Juan Ramón y Heráclito. Coloquemos en paralelo al propio Juan Ramón y a Baldomero Fernández.

Hace ya mucho tiempo, mi amigo Julio Guillén me envió un poema muy especial del poeta argentino: “Soneto de tus vísceras”. Entonces yo escribía un libro muy alejado en tema y tono de la poética de este autor. Ah, su poema me detuvo, me conmovió hasta el punto de estar una jornada sin escribir. Baldomero Fernández es un importante miembro de aquella corriente de principios del XX que se llamó Sencillismo, y que se oponía frontalmente a los temas y las formas modernistas. El grueso de su obra se ajusta a tal vocación, que a la sazón prosperaba, lenta pero decididamente, al calor de las vanguardias en América Latina. (Recordemos el célebre verso del mexicano Enrique González Martínez: Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje, incluido en un poema con el mismo nombre). Pues bien, el poema en cuestión (el de Baldomero) es, en mi opinión, una muestra clarísima de cómo la imagen poética puede entrar incluso en parcelas que rayan lo escatológico, y, con formas muy simples, alcanzar la cara verdad poética. Ved:    


Soneto de tus vísceras

Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.

Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.

Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos...
Yo
soy un sapo negro con dos alas.


Mientras Baldomero Fernández escribía este soneto, Juan Ramón Jiménez escribía este otro donde, todavía de camino a su ansiada “totalidad”, se nos presenta hasta cierto punto heracliteano:


Nada

A tu abandono opongo la elevada
torre de mi divino pensamiento;
subido a ella, el corazón sangriento
verá la mar, por él empurpurada.

Fabricaré en mi sombra la alborada,
mi lira guardaré del vano viento,
buscaré en mis entrañas el sustento…
Mas ¡ay!, ¿y si esta paz no fuera nada?

¡Nada, sí, nada, nada!... ––O que cayera
mi corazón al agua, y de este modo
fuese el mundo un castillo hueco y frío…––

Que tú eres tú, la humana primavera,
la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo!,
… ¡y soy yo sólo el pensamiento mío!


Cuando Baldomero trascendía el modernismo con su cruda poética de raíz española (¿quién no intuye sobre ella el manto de Quevedo, incluso, aunque más oblicuo, el de Gracián?), Juan Ramón lo hacía con una poética excelsa en todos los sentidos, decantadísima, que a caballo entre sus fases sensitiva e intelectual, bebía en el simbolismo, el impresionismo y el orfismo franceses de una manera muy personal; que bastante poco tenía que ver ya con la poética de Darío, aunque compartiera con ésta sus relevantes fuentes.

Insisto, eran Baldomero y Juan Ramón poetas coetáneos. Estos sonetos están escritos más o menos en la misma época. Ambos poetas están en vías de trascender formal y temáticamente al entonces influyente modernismo, y, sin embargo, ¿pueden ser más diferentes sus poemas, sus poéticas?; ¿no tienen ambos, ambas, alta calidad? No pretendo comparar a estos dos poetas en general. (Confieso que para mí Juan Ramón es difícilmente comparable, puede que sea el más redondo poeta en castellano del siglo XX). Valga este ejemplo un tanto extremo en su disparidad, sólo para apuntalar lo que decía al comienzo: que la poesía, si es buena, tiene muchas y muy distintas vías para alcanzar la verdad poética. La verdad poética, sí, que no hay que confundir con la sentencia poética. La verdad poética que casi siempre ocurre al margen de la lógica formal y de la estricta causalidad.

Entonces, para los miembros del Club de Poesía, los de esta edición y los de la pasada, y claro, también para todos los amantes de la poesía que se acerquen a este espacio, hago un ejercicio incluyente que me descarga y digo: todo, si con ambiciosa exactitud… Sustancia poética en tensión, sean los que sean los asuntos y las formas que, como es lógico, deben ir de la mano. La sencillez o la complejidad son sólo medios. O sea, sin un fin nuclear, sin yema, mera clara de huevo clueco en ambos casos.

Por eso, de lo único que no me arrepiento por ahora, es de ser inmisericorde con esa poesía banal que recurre a formas (fórmulas) supuestamente elegantes, divorciadas de sus flojos asuntos para enmascarar su solemne vacuidad; o con esa otra que, huyendo de una palabrería de “alta cuna”, cae en la vulgaridad, en el estéril “colegueo”, para dar con su propia palabrería, si me permiten, aún más dañina que la contestada. Sepamos señalar (y hagámoslo sin complejos) la palabra flácida y vacía, el nominalismo vago, el prosaísmo sin causa, el verso espurio… la poesía encharcada o embadurnada… y trabajemos por su higiénica cesantía; porque recuerden, al decir de Ovidio: “El pájaro no puede volar con las alas viscosas”.

domingo, 6 de mayo de 2012

Les presento a Daphné




Dafne (o Daphné para ser preciso) es el nombre que tengo ahora registrado en la memoria para reconocer el luminoso rostro que ven en el encabezamiento de esta entrada. Ya no necesito recrear en mi mente la escultura de Bernini, ni los cuadros de Albini o Chassériau, ni los versos de Ovidio o Garcilaso, porque esta pequeña amiga que hoy les presento, puso sus grandes ojos y su especial capacidad para la imagen donde prosperaban tales apetencias. Sí, Daphné es una niña encantadora, muy inteligente y cariñosa, pero, sobre todo, es una niña-poeta. Tiene sólo ocho años, mas hace ya dos (cuando tenía seis) leí unos versos suyos y quedé felizmente tocado:  


Una niña llora

Una niña llora,
llora que te llora,
sobre la semilla que plantó.
Una anciana le pregunta:
-¿Qué te pasa?
-Es que mi semilla,
dorada, plateada
no crece,
y creo que no crecerá.
Una niña llora,
llora que te llora,
sobre la semilla que plantó.
De tanto llorar
al fin nació
el árbol dorado
que ella plantó.

En un comentario a mi anterior entrada (“Moáis agazapados”) mi amigo Rubén Aguiar me decía que aquel texto estaba firmado por un niño más que por un poeta. Claro que tenía razón, y su agudo comentario, como arte de Rocambole me trajo a Daphné a la mente. (Bueno, tampoco es tan raro, la verdad es que no conozco ahora mismo ningún caso más llamativo de niño-poeta) Entonces llamé a Thais y Jerónimo, sus padres, y les pedí permiso para escribir sobre ello. Sí, claro, me dijeron.

Daphné nunca leyó poesía. Sus padres son filólogos (¿tendrá esto algo que ver?) pero la niña todavía no tiene hábito de lectura. Vive, pues, en una familia normal (acéptenme el término) con padres sensibles a la cultura, pero dedicados a la empresa y la enseñanza (no de literatura) y con tres hermanos que tienen intereses muy disímiles. Daphné estudia violín y ama los gatos. Tiene un carácter fuerte y voluntarioso, pero es tímida para mostrar su poesía salvo si se sabe en un medio afín a sus intereses.

¿De dónde saca esta niña tal capacidad para generar y/o manejar imágenes? No lo sé. La imaginación es patrimonio de todos, pero el manejo no ingenuo de la imagen y el buen gusto para hacerlo, suelen suponerse a espíritus, como poco, medianamente cultivados en ello. Lo cierto es que una tarde, mientras estaba de visita en su casa y hablaba con sus padres de temas varios, la niña, entonces con seis años de edad, se apartó de nosotros, y en cinco minutos, no exagero, escribió esto:

El llanto

El llanto, tanta agua en el suelo.
La belleza del reflejo, luminoso y brillante.
Se reflejan las flores en el río de las lágrimas.
De la tristeza, en vez de piedras,
joyas que son lágrimas secas.

Tal capacidad para entendérselas con la imagen, en un niño de seis años que no ha tenido gran contacto con ella, se me hace algo difícil de explicar. Ahí están los niños especialmente dotados para la música, para el baile o para el dibujo, pero en la mayoría de los casos éstos se desarrollan en ámbitos donde la práctica de tales artes es algo frecuente. Además, también en la mayoría de los casos, se trata de niños con gran facilidad para la técnica, todavía no para la creación. Daphné no domina ninguna técnica. Claro, ni ha leído poesía, ni ha estudiado lengua. No compone poemas redondos. Aunque los titula, escribe una poesía que no pretende el poema, y que cuando llega a él, lo hace por vías propias, porque su letra, con faltas ortográficas y errores sintácticos incluidos, esta viva. Decía Lezama: “La letra mata (y muere, digo yo) cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente”. No hay verbo espurio posible en esta niña-poeta. Sus versos nacen en instantes de incontrolable necesidad, y están gobernados desde una rarísima intuición donde rebota el mal gusto como bala en oportuna carcajada. Vean el final de un poema que tituló “Las frutas saladas”:

En un manzano crece un pomelo,
amargo y ensaladero.

Vean cómo es capaz de catar oscuridad y salir airosa con sus ocho añitos de hoy:

Nieve para ti, ceniza para mí,
la esperanza negra con su bufón sucio y negro
se resguardan en mi pobre sonrisa, en mis negros ojos.
Sonrisas para ti, tragedia para mí.
No te rías de mí, que mi oscura tragedia acabará en tus fieles ojos,
tu adorable sonrisa, esa cara que engaña sin cesar.

Empieza a llorar, que si no tu destino… ya sabrás.

En este blog, donde se pretende encomiar la imagen, un caso como el de Daphné, si conocido, no puede obviarse. Me detengo en ella porque admiro sinceramente su gran precocidad y porque quiero alentarla a seguir escribiendo; pero además, porque me resulta muy gratificante poder compartir con quienes lean esta entrada la capacidad que tiene la imagen de prosperar en almas tan jóvenes. ¿O será que su alma viene ya de otros avatares a lucir esta vez en un rostro niño? Ah, como decía la Dickinson: “el instinto recogió la llave que la memoria se dejó en el suelo”.

Cuando Daphné alcance la madurez (ojalá lo haga escribiendo versos) seguramente atravesará, como todos, períodos de rácana sequía; seguramente enfrentará, también como todos, extensiones donde la imagen se inhiba o se muestre rechoncha y cansina. Quién sabe si ya mujer, deba alguna vez taparse los oídos ante los cantos que ahora la colman; pero entonces, en los períodos de reparación sanadora, podrá decir con Juan Ramón y como pocos: ¡Qué bien le viene al corazón su primer nido! Porque el primer nido de esta niña-poeta-laurel acuna huevos de oro.

Les incluyo un manuscrito de Daphné para que vean cómo escribe y cómo acompaña sus versos con dibujos. También les incluyo un poemilla que le escribí a la niña hace ya algún tiempo.
  

 

Inquietísimo laurel


          Para Daphné


¿Quién puso ojos a tu pequeña copa
cual ventanales abiertos hacia la imagen?
Ah, niña-ninfa de fluvial sonrisa, ¿quién,
quién te llevará ante Apolo, tan tuyo,
para que pulses su lira más preciada?

No conocemos los cabestros ni el camino,
pero sabemos que en lo alto del Parnaso
el dios cavó hace eras un abismo
donde sólo encepará su bienquerida.

No te detengas. Abísmate.
Colma el hoyo que en suerte te ha tocado.
Pulsa la lira y no cierres las ventanas.
No cierres las ventanas. No.
No cierres las ventanas…

                                          Mil lugares comienzan bajo tu pie.
                                                                                     Lao-Tse



   

domingo, 29 de abril de 2012

Moáis agazapados


 





















De nuevo mi amigo José María Canteli me envió un archivo muy sugerente. Esta vez sobre el desentierro de algunas de las cabezas de la isla de Pascua. Aunque creo que no se trata de algo tan novedoso como lo pretende el texto que acompaña al referido archivo, lo cierto es que las imágenes de estos monolitos antropomórficos (antes sólo cabezas) en su nueva e impúdica desnudez, me han inquietado lo bastante como para querer compartir algunas ideas al respecto.

“Lo que no es piedra es luz”, decía Paz. “Desenmascarar la ilusión es arruinar el drama”, decía Erasmo. A pesar de que ya conocíamos de cuerpo entero a muchos moáis (incluso formados en inquietantes falanges) y aun íntegros nos parecían tremendamente misteriosos, las cabezas dispersas por las colinas de Rapa Nui, algunas de ellas alejadas de la tiránica verticalidad, dramáticamente inclinadas, giradas, tenían una inigualable capacidad para acompañar al enigma de la desaparecida cultura que talló las enormes moles pétreas. Salvando las distancias que en todos los sentidos hay, tales desplomes y giros pudieran recordar las estelas funerarias del cementerio judío de Praga, que contrarias a cualquier voluntad de aplomo, se retuercen acentuando la tragedia. ¿Dioses decapitados o inacabados? ¿Cabezas que no dieron con cuerpos suficientemente delirantes? ¿Almas que lograron evadir parte de su carnal cárcel? ¿Semidioses que prescindieron de su mitad humana? ¿Gestos de dolor que anuncian una huida inesperada? ¿Rostros que tratan de explicar el terrible hundimiento de Mu en un nada pacífico océano?

Aquellas cabezas oblicuas eran un infinito surtidor de imágenes. Ahora (“todo conocimiento profundo es una corriente fría”, decía Nietzsche) resulta que tales cabezas no sólo tienen cuerpo, sino que lo protegieron celosamente de la erosión como si en él pudieran guardar lo que realmente importa. Y comienzan a verse flácidos pectorales, distendidos ombligos, dóciles extremidades, espaldas cuidadosamente tatuadas… En fin, muy compuestas estampas, síntomas de acomodada y pedregosa carnalidad donde la imagen había tejido un vacío repleto de insinuaciones. La geometría de estos soterrados monolitos debió operar de manera insólita y desconcertante en la memoria del barro que los rodeaba. Éste habrá descartado raíz, habrá descartado tesoro, cadáver, fósil, cimiento… Y aunque según Voltaire, “la geometría deja el espíritu como lo encuentra”, el barro que ahora retiran debió hacerse muchísimas preguntas sobre la naturaleza de los cuerpos que abrigaba.

Pues bien, mientras el barro intentaba resolver la pétrea intromisión, nosotros buscábamos solución a su ausencia. Ambas memorias fueron traicionadas: la nuestra y la del barro. Donde hubo enigma informe, ahora relamida lava; donde hubo oscura piedra, geología iluminada. ¿Estamos a punto de escribir “Lemuria” en el GPS de la historia?

Señores arqueólogos, geólogos que sonríen satisfechos en los fosos que legan junto a los embarrados cuerpos de nuestras amadas cabezas, si alcanzan a leer un nombre en esas espaldas tatuadas, qué sé yo: Juanito o Miguelón, por ejemplo, regístrenlo en sus tabletas táctiles, pero, por favor, ante nosotros cállenlo.


               

sábado, 24 de marzo de 2012

La imagen, entre la fuga y la estancia.


















Ayer por la tarde, mi amigo José María Canteli, quien me manda por correo electrónico sólo archivos ya muy decantados por él, (cosa que agradezco mucho) me envió un enlace con un vídeo de Muti. No se trata esta vez de una obra musical, sino de un discurso pronunciado por el gran director en un acto en el que recibía un premio.

Hace unos días hablaba con Leonardo, mi hijo mayor, sobre la capacidad y/o la necesidad que tiene o no la imagen de alcanzar y cerrar una forma sobre sí misma en las diferentes artes. Comparaba lo inaprensible que, en términos figurativos, puede llegar a ser la imagen poética o musical, con la mayor tendencia a la figuración que, aun en obras pretendidamente abstractas, suele haber en la imagen ligada a la obra de arte visual. (No hablo aquí de forma sólo como figura externa, sino también y especialmente como figura interna, esa que es captada sólo con la mente, es decir, como idea) Ponía en un extremo la imagen poética y en el otro la imagen arquitectónica. La imagen poética de alta calidad, que aun siendo decididamente metafísica, se resiste a ser apresada en una forma definitiva, burlando una y otra vez las cadenas causales que la pretenden, huyendo de todo intento de concreción reduccionista; frente a la imagen arquitectónica, tan necesitada ella de ese estadio de concreción que, aunque con un germen más o menos imaginativo, termina siendo fruto de una causalidad severa que la obliga a su forma en un espacio que no podrá trascender, y en un tiempo que sólo trascenderá como memoria figurada, como proyección de una idea alcanzada.

Y aunque no estaba mi hijo completamente de acuerdo conmigo en estas cosas (algo muy recomendable, porque yo mismo dudo mucho al respecto) hablaba yo entonces de la música como otra de las artes donde la imagen se resiste a la figuración, para saltar sobre cualquier intento de reducción formal y volar hacia una región de máxima pero dúctil abstracción, donde lo sensible deviene necesariamente sustancia informe, indomable; idea en constante consolidación y ruptura, en constante fuga hacia lo otro... La sustancia poética y la musical, escapando del afán reductor de la palabra y de la nota que, aun articuladas en vocabularios y lenguajes de gran rigor, vanamente intentan llevarlas a cosa formada, mesurable, ponderable; frente a la sustancia arquitectónica que sólo es si reducida a forma, que sólo puede ocurrir y ocurre en un espacio y un tiempo concretos, hacia una idea que tiende a cerrar sobre sí misma... El poema y la pieza musical que escapan a la causal forma-idea, frente al edificio que la concreta. El poema y la pieza musical que, aun “terminados”, se abren en múltiples potencias, frente el edificio que, concluido, se cierra en acto.

Claro que todo esto es relativo. La comparación sólo tiene sentido como parte de un acercamiento tendencioso y muy específico al asunto. A fin de cuentas, el poema y la pieza musical “se cierran” y el edificio “se abre”, en cuanto a forma-idea se refiere, cuando y como lo decidan, o mejor dicho, no lo puedan evitar, quienes disfrutan de ellos… Pero además, en ambas disciplinas hay momentos muy particulares: ¿Cuánto no logra aplomar, acercar la imagen a forma decantada en acto, un poema de Guillén en Cántico? ¿Cuánto no logra la imagen trascender su forma en infinitas potencias, en la necrópolis de Saqqara?    

Bueno, como sobre estas cosas tengo más dudas que certezas, persigo todo indicio que pueda ayudar a orientarme, que pueda invitarme a seguir indagando en ello. El aludido discurso de Muti, lleno de un humor inteligentísimo, es una delicia todo él; pero al final explica, breve y claramente, cómo el lenguaje musical hecho notas en un pentagrama, no puede abarcar, reducir la música a cosa formada, a idea cerrada, penetrable.

Allí, en el infinito extrarradio de la figuración, donde la forma-idea apenas se consolida en un instante expiatorio para seguir fugando, donde para mí opera la imagen suprema, Muti coloca la Suprema Imagen. Magnífica coda donde el músico se sitúa, desbordado, ante la inmensidad genitora de lo irreducible... Que Dios lo siga tentando a alcanzar la otra orilla. Aunque se la niegue al final, que siga dándole fuerzas para nadar pretendiéndola.

Vean el vídeo hasta el final. Se lo recomiendo. Aquí les dejo el enlace.

martes, 13 de marzo de 2012

¿Dionisos contra Apolo?



Aun con cierto recelo ante la posible tentación de abundar demasiado en temas de raíz cubana (ya son dos entradas seguidas) comparto con ustedes una nota que escribí en el blog “Penúltimos días” (http://www.penultimosdias.com/2012/03/12/cual-es-la-importancia-de-virgilio-pinera-en-la-historia-de-la-poesia-cubana/) con relación a un texto de Ernesto Hernández Busto sobre la obra de Virgilio Piñera. Creo que el centenario, cumplido o por cumplir próximamente, de varios de los grandes autores de la generación de “Orígenes”, justifica suficientemente que muchos poetas, críticos y lectores de poesía estemos releyendo sus obras. Este blog, cuya vocación no es la de abordar temas propiamente cubanos, sino la de encomiar la imagen donde quiera que ésta haya prosperado, prospere o intente hacerlo, en estos días se detiene en La Habana porque siente la necesidad de sumarse, muy modestamente, al estudio útil y gozoso de lo que fue el más relevante momento literario de la isla y uno de los más relevantes del siglo XX en Hispanoamérica. Aquí les dejo este pequeño apunte, junto con la invitación a leer el texto de Ernesto y a participar en aquel y/o este blog con sus comentarios.

Ernesto, aun compartiendo gran parte de lo que dices, ¿por qué me siento inducido por tu texto a apreciar a Virgilio sobre las bases del menosprecio o el desprecio a Orígenes y especialmente a Vitier? En cualquier caso, ¿pudo Virgilio indagar, avanzar en su "protoantipoesía" sin su cuestionamiento a Orígenes? Sin ese contrario de enormes resonancias, ¿se hubiera Virgilio interesado en componer su fragmentaria pero contundente diatriba antiorigenista? 

Yo creo que la isla, con una imago poética tal vez desproporcionada teniendo en cuenta su edad y su tamaño, tuvo en esa generación (todos incluidos) un momento de concreción muy importante. Pero la concreción en poesía no pasa de ser la alineación de numerosas puertas que, sólo entreabiertas, jamás describirán una línea recta. La línea lezamiana: “el punto que vuela”, tenía un magnetismo enorme porque su vuelo, afinadísimo, perseguía la “definición mejor” de una poesía para la isla entroncada (y no “apófitamente” al modo de una exótica orquídea, sino raigalmente) en lo más esencial de la cultura universal. Mas el trazo serpenteante de ese punto en vuelo, por fuerza dejaría los lóbulos necesarios, higiénicos, para representaciones menos afinadas, tal vez más divertidas: Virgilio con un olifante en la orquesta de Stravinsky o Guillén con la tumbadora acompañando a Lorca… 

Virgilio fue un gran poeta. Captó perfectamente los excesos de un país que, según sus propias palabras: tan joven, no sabía definir; y tal vez por ello, debía inhibirse de máscaras apolíneas y aceptar el sino dionisíaco que lo reconciliaría consigo mismo en el teatro de la vida, del absurdo. Lezama y los demás origenistas creyeron estar en el umbral de aquella definición mejor: la lira de Apolo (re) afinada en la revelación cristiana, capaz de entonar su propia música con las notas de siempre pero regodeadas en lo atípico de una isla irreverente. 

Sí, hay fértil irreverencia tanto en Orígenes como en Virgilio, sólo que con diferentes intensidades, y, sobre todo, con un muy diferente nivel de afinación. Lo que no entiendo es la necesidad que parecemos tener de mantear a uno con la túnica ensangrentada del otro. Debería haber, creo yo, ocasión para todo lo que atesore una calidad inquietante. Virgilio la tiene y los demás origenistas también. Para que Virgilio sea un gran poeta ¿es necesario que no lo sea Vitier? Para que Virgilio haya dado con una vía en la poesía cubana ¿hace falta que no lo haya hecho Lezama? Hay sitio para todo. ¿O no?

   

domingo, 4 de marzo de 2012

Momento barroco


Gracias a la generosidad de mi amigo, gran poeta y dramaturgo (el orden no es baladí) Luis Enrique Valdés, que me regaló recientemente las Obras Completas de Lezama editadas en Cuba para celebrar su centenario, me embarqué de nuevo en la lectura y/o relectura (según el caso) del gran escritor habanero. 

Una vez más, en la cercanía de su pensamiento y estilo depongo todas las armas, me hago cachear, desnudar, y entro, sucinto y limpio, a ese pabellón oscuro donde la luz sólo vibra en las alas de la imagen que huye de la figura mansa y asible como del diablo. Un eco incesante valida mi intuición: “Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”, dice el maestro. La forma reducida a una medida de tiempo que nos permite a su vez reducir el movimiento a sucesivas y digeribles instantáneas, a eficaces fotogramas de una película que ¿ni comienza ni acaba? La imagen atemporal señoreando definitivamente sobre toda figuración. 

Lezama pretende liberarnos de la tendencia a resolver imágenes dentro de los márgenes espacio-temporales de la lógica aristotélica. Sólo así podremos entrar en su complejo universo sin padecer una súbita embolia cerebral. Y una vez dentro, la sustancia poética, que trasciende una y otra vez cualquier intento de fácil formalización, nos rodea por todos los flancos en pos de una unicidad que tiende a un Todo, ya no esférico, sino informe. Así, cuando creemos apresar alguna de sus imágenes e intentamos fijarla, registrarla en nuestro rudimentario archivo de contenidos como si de una sentencia poética se tratara, la imagen brinca espoleada, trasciende el ámbito del malogrado impasse e, integrada en un continuo irreducible de cerriles potencias, sigue su camino al margen de nosotros para (sin pretenderlo, claro) prepararnos la próxima emboscada… ¿Y qué estilo puede abarcar semejantes vastedades? 

En las antípodas de lo aristotélico-cartesiano, desde un atípico humanismo cristiano con raíces en lo órfico-pitagórico, Lezama es tal vez el más barroco de cuantos escritores han sido. Pero el barroco del vate de Centro Habana está muy alejado de regaladas urgencias formales. El barroco lezamiano tiene la raíz en la gran complejidad de su pensar, en el acarreo útil de una erudición infinita para el apuntalamiento de una torre sustentada, ésta sí, en una fuerza única: la imaginación, capaz de imantar todas las lenguas posibles en pos de un neuma universal: la poesía. Es éste un barroco que no se imposta, que no se impone cual penacho de plumas mesoamericano a un orco indoeuropeo. Es éste un barroco constituido desde adentro. Es la menos formalista de todas las formas capaces de hilar, en un “discurso” coherente, “los momentos más eficaces” del continuo fluir de un pensamiento tan polifacético y ambicioso a la vez que sistémico. Dijo Lezama a Bianchi, que en una entrevista “metía el dedo” en lo referente a su estilo: “Quiero aclarar nuevamente que no es que yo quiera escribir así. La cosa es más sencilla: yo escribo así”. Puede que la cosa no fuera tan sencilla, pero, creo yo, era sencillamente inevitable.

Bueno, si no los he espantado todavía con esta pequeña introducción, quiero hacerles una propuesta. Realmente lo que pretendo en esta entrada es ofrecerles un delicioso texto de Lezama: “Balada del turrón”. Es corto, pero es también un claro exponente del barroco lezamiano. Aquí lo “cuelgo”. Me tomé el trabajo de escanearlo y pasarlo a formato word para que ustedes pudieran leerlo o releerlo. Lo hago con la esperanza de que, sobre todo aquellos que no se han decidido aún a entrar en la obra del maestro, no dejen de hacerlo por no tener algún texto a mano. 

Mientras hoy leía esta “balada” me reí muchísimo. Primero con cierta socarronería, después ancha y llanamente. Y lo hice por dos razones: por el humor que contiene (en la obra de Lezama hay casi siempre “una gravedad alegre”) y porque volví a darme cuenta de lo irreducible que resulta su imagen pensante. Este hombre siempre se me escapa en el último instante; en ése en el que “casi había alcanzado su definición mejor”


BALADA DEL TURRÓN
 
Bajo el signo del que añade la quinta cuerda, el que perfecciona
el sumo artizado. El que vuelve sobre lo perfecto y
le añade una sonrisa, un golpe ligero, una brisa. Una
quinta cuerda sobre el cuadrado de la guitarra árabe. El que
prolonga el ser perfeccionable hasta la delicia y le vuelve el rostro
a la delicia para la brisa. Un ligamento al compás que se ahogaba,
un diente al peine para tratar el remolino y la sucesión de
la cabellera, una sirena americana con sus hijos cruzados en los
pectorales. Alalá de la quinta cuerda, peine para la brisa perfeccionado
por la onda de la respiración, culto de la miel y la almendra
entrecruzando sus potencias unitivas en el juramentado
trono del turrón.
Salva de platino para el óleo canoso de la almendra. Espejeante
aceite almendrino, transparente como las ondas del Crisorroa,
suave como los brazos de los domadores del Eurotas. Aceite blanco
para las entrañas del árbol sacerdotal, espesura del fluyente oro
blanco que despierta el muequeo de la Nictimine y conserva entre
las luminosidades el recuerdo de la selenita, de espeso vaho.
Almendra de un septenario menguante en la cuarta estación.
Almendra nacida en la hipertrofia de la ruptura de las otras almendras.
Hilozoísta almendra que viene para el extinguirse de
la rueda en los tormentos que cantan. En los campos de almendros,
unos islotes en el Paraíso del Bosco; otros, con los almendros
pisonados en el turrón. Antológico paladeo, oh venerable, que
guardas en la castidad, el sello de la gracia. En el cuerno gigante,
el aliento de los bueyes. Perfección del compás que gotea una
melodía. Desdén para la almendra, porque hay otras almendras
que reciben la temperatura del cabrito menguante. Blanca entre
la escarcha, las hojas de tu castidad son llevadas en la boca del
conejo blanco. Oh venerable, casta en el aliento que mueve el manto
de las vírgenes.
Enemiga caudal de la flor de Saturno, buscas la multiplicación
de las espigas y el rendido halago del peregrino. No estás en
acecho, sino como la espalda de una bestia de líquenes y rocas,
saboreas los diálogos de Júpiter y Juno, el rayo y el pavorreal,
sobre la tierra que se abre y el panal que se cierra, sobre los garzones
que tripulan búfalos para escoger entre la flor del almendro y el
limón maduro.
Te divides hasta la arenilla para fijar tu magnitud en el cielo
del paladar. Y tanto te subdivides que tu gloria se hace fija y
comienzas a implorar. Ya tus molidos dientes parecen que van a
buscar su helor, el apacible miedo de su blancura. Antólogo japonés
de las flores, la miel, viene con su olifante para el sueño, con
el estremecimiento que convida a fundir las dos enemistades.
Con la acumulación de esencias en la miel y la partición de la
sustancia en la almendra, creas la joya de la segunda naturaleza;
la primavera líquida y el otoño sólido, la miel y la almendra, la
alanceada energía solar y la oblicua energía de la hija de Hiperión.
Oh subterfugio, oh resguardo último, la probanza en las grutas
en donde chisporrotea el número áureo de las incorporaciones
y los rechazos, con sus arenadas sierpes y sus retiramientos
palmerales.
Pregón de lo subdividido en la almendrada sustancia, que de
pronto recibe la tenaz impulsión de la miel para la cipriota diosa.
Un jarro de miel para la embriaguez de Junio y otro y muchos
más. Hasta que el pelícano comienza a roer en nuestro pecho.
Entonces saltamos del sueño y ya con una gran rama que nos
sirva para alejarnos por encima de la espesura de la miel. Aquí la
energía se ha vúelto muy lenta, pero la sabiduría la ha transparentado
como el fuego de aceite penetrando en los amurallados
reinos del alcanfor. Espeso que se vuelve transparente, milagro
del fuego soterrado, escamas regaladas por el dragón al  Ángel.
La griega nuez blanca, distribuida por los griegos para esconder
el río de carbón donde los términos estrujan a los universales,
el cabrito de lana negra en el umbral de los infiernos. Pero
en las alabanzas del turrón, el tapiz de Bagdad se transparentó
en el polvillo dórico, las partituras algebraicas reemplazaron a la
brisa en las partenopeas. En el turrón, lo árabe que va hasta lo
griego; el Bairán, con las tres locuras en los tres días frenéticos,
que van hasta Dionisos, el que retuerce las flautas. Canosa o
escultórica serenidad de la almendra que recibe la embriaguez
de la miel, hecha escarcha de ambrosía cuando la rueda de
chisporroteos en el gusto se va entrelazando a la infinitud de la
espiral paradisíaca. Sucesión y ruptura en el gusto, que se detienen
en esferitas de aljófares, recostando su espuma en la escollera
coralina que se ablanda y se algodona para el sueño de
Tritogenia, nacida de la cabeza y nacida de las aguas.
Deslízase la lámina, pues aquí el asombro nace de que lo macizo
del dulzor hundió los asomos del fugaz subrayado, en las encrucijadas
del gusto. En su extensión finge la lámina al paredón del
éxtasis, de donde cuélganse de un súbito los arracimados, alones
y brochazos piscatorios. Ondula la lámina para alejar las incorporaciones
clásicas de las rótulas de los cabritos, arrojadas a la
crepitación del aceite. Al final de la ondulación la extensión comienza
a resbalar, a murmurar resbalando por los espongiarios
que prorrumpen en delicadas salmodias, soportando el vertiginoso
peso recobrado por el dulzor. Si rueda la arenilla, laminaciones
caedizas van empujando el destierro de los faraones y los címbalos.
Pero su último prodigio es que vuelve a reconstruirse, si ya le
juramos el asombro al saltar de lámina para arenilla, ahora el
mismo resbalante arenal vuelve a consagrar su monarquía para
las conchas espejos, los balcones volantes.
En un descanso por andamios y cartabones, Juan de Herrera
traza el capitel corintio de una catedral, mientras saborea una
turronada enviada por la berlina palaciana. Qué delicia en esa
imagen posible. La pétrea flora corintia dibujada por el pulso de
la mayor firmeza que hemos tenido para el tratado de lo resistente,
y de pronto, enlazado en brevísima placa, la magia árabe
de las avellanas, la flor del almendro, las disciplinantes abejas
penetrando por un embudo terminando en punta platinada, la
punta donde comienza a sonar el organillo del sabor.
Asómase el califa Billah, en las cercanías de un Bairán para el
fuego, a los azulejos de sus azoteas. Los paños de la pobreza desfallecen
en las azoteas que van rodando con las nubes fijas. Y la
pobreza lo embriaga y comienza a lanzar, rodeado del más docto
silabeo de la cortesanía, con sus ballestas de huesos de jabalí,
poliedros de oro retorcido. Ahora, en la juramentada secularidad,
avanza el pequeño califa en medio de las sombras húmedas de la
bóveda palatina. Y comienza a lanzar corpúsculos de dulzor contra
el cielo del paladar. Caen astros blandos en la estera escarlata,
levántanse de nuevo con exquisito desperezo, y estallan en el
instante plenario en que el sabor agita badajillos del tímpano.
Pequeño califa, ordena que muy pronto la visión dibuje la mancha
de ese sabor y que los albogones, de cinco cuerdas, propaguen
con la justeza de su proclamación, el oro inquietante de las sucesiones.


sábado, 11 de febrero de 2012

Libro sobre la amistad

















Desde que el pasado diciembre inauguré el blog, no había podido regresar a él. Algunos amigos me han sugerido mayor continuidad en este sentido, pero varios acontecimientos (visitas, trabajo, gripe) no me lo permitieron hasta ahora. Hoy salgo al reencuentro de quienes se interesan en la poesía, y lo hago con un tema muy especial: la amistad.

A finales del año pasado terminé un poemario dedicado por completo a este universal. Se trata en realidad de un poemario que vengo (re) escribiendo desde hace más de tres años, y que, sólo de momento, doy por terminado. Aun con las dudas de siempre sobre el resultado “final”, disfruté mucho todo este tiempo especulando sobre un sentimiento tan complejo. Leí ampliamente sobre ello, trabajé amistades muy célebres, pero sobre todo reviví magníficos momentos, que, desde todos los bucles del tiempo, vinieron a recordarme, en nombre de mis amigos, dónde y por qué puedo resultar realmente invulnerable. Mis amigos, que siempre me acompañan, lo han hecho especialmente durante todo el tiempo que estuve trabajando en este libro, por ahora titulado “Un no rompido sueño”. Especialmente para ellos escribo esta pequeña nota, pero la hago extensiva a todos los que crean necesitar un espacio para el culto a una imagen tan especial como la amistad.

De momento no puedo compartir abiertamente en la red el contenido del libro. Las razones son obvias: se trata de material rigurosamente inédito y precariamente cerrado (jamás termino un libro hasta que no lo publico) Pero quiero festejar la ilusión de un final para el libro, y la ayuda que, sin saberlo, me han prestado todos mis amigos para escribirlo, obsequiándoles uno de sus 38 poemas. Aquí les dejo este “Invulnerable talón”. Ojalá les guste. Gracias a todos. 

Invulnerable talón

Al nacer, también a mí
me sumergieron mis padres en un río
suspendido únicamente del talón.
El río, que era un continuo fluir de nociones,
llevaba en sus aguas la gravedad de un Ganges.
Los más ilustres cadáveres, desde Sócrates a Marx,
que formaban fondo y plancton,
en su caudal sermoneaban a la vez que fornicaban
con las ninfas milicianas, engañosas
celadoras de las tablillas, aún albas,
de un anacrónico, periférico y grosero
plagio de Thot.

En los rabiones de aquel habanero río,
ocurrida la bautismal inmersión,
creé costra aristotélica, cartesiana,
marxista ––aunque también orwelliana––
y jansenista y calvinista y jacobina…
Sólo el talón quedó libre del iluminado baño,
sólo el sucio talón se mantuvo
opaco para el amor.

Desde entonces,
la luz que inflama mi costra cae diaria,
meridiana sobre la mente y el cuerpo
con la única excepción de su talón.
En el lúcido jolgorio, mis enzimas y neuronas
se agitan sobreexcitadas en un trance razonable.
Toda mi geografía, con la salvedad indicada,
se va reduciendo a mapa.
Mi ánima fulgurante pretende nombrarlo todo,
especula finamente, pero no puede explicarse
por qué el calcañar negrusco
con aparente gangrena
se mantiene soberano.

En el pardo talón llevo las señales más amables.
––Entre ellas la amistad;
esa variación sabrosa sobre el tema del amor
que como éste se ensancha
y carga sonoridades alejada de lo diáfano––
Ahí, donde parezco más débil,
donde los fotones sobrios reculan desorientados,
donde la imagen cual flecha inocula su veneno
tengo mi mejor escudo.

Soy especialmente débil enfundado en la razón.
Ungido para el equívoco en el primigenio baño,
gracias a la humana sustentación de mis padres
sólo soy invulnerable en el talón.