jueves, 30 de agosto de 2012

Cañonazos neoclásicos contra un barroco irredento




…la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de las reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas ––siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiebre de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa...” 

Así describe La Habana de finales del XVIII Alejo Carpentier en “El siglo de las luces”, novela publicada en 1962, casualmente el año en que nací. Carpentier, en mi opinión, nunca entendió bien el barroco aunque haya pretendido explicarlo y cultivarlo con un afán de tintes fatalistas. Ya dijo Cortázar hablando de Lezama: “…su expresión es de un barroquismo original (de origen, por oposición a un barroquismo lúcidamente ‘mis en page’ como el de un Alejo Carpentier)”. Pero aunque Carpentier confundiera muchas veces al barroco con un mero estilo formal, un gusto por la complicación, el arabesco o el simple pintoresquismo, su descripción de La Habana en el postrero XVIII, entonces recientemente liberada de la ocupación inglesa, puede ser útil a mi propósito que, en este texto, es contestar, en el 250 aniversario de la toma de la ciudad por aquella potencia, algunos juicios de exaltados compatriotas, tan anglofascinados ellos, que se han lamentado “barrocamente” de que el final negociado de tal ocupación haya impedido a Cuba ser hoy (sí, tal lo leen) como Canadá, Nueva Zelandia, Australia, Hong Kong, Malasia… Hace unos días me tocó contestar semejantes desvaríos vertidos en comentarios a un texto de Vicente Echerri publicado en el blog “Penúltimos días”. Hoy pretendo extender, exponer aquella protesta a la consideración de todos mis amigos y lectores. 

Decía que la descripción de La Habana hecha por Carpentier me podía ser útil, pues en ella se solapan, expresa o tácitamente, las dos patas de su dúctil resistencia a la ocupación inglesa: la reverberación cultural y la pujanza civilizadora. Porque si bien es cierto que la pujanza civilizadora se desencadenó definitivamente con la ocupación y, sobre todo, después de ella, también lo es que tal impulso está presente en La Habana desde el temprano XVI, y que siempre estuvo encauzado en esa reverberación cultural que es tal vez su principal seña de identidad. La Habana que se encontraron los ingleses en 1762, era ya un lampadario barroco, sí, pero no en el sentido que le da Carpentier (La Habana jamás fue una ciudad formalmente barroca) sino en el sentido más hondo del término “barroco”; este es el que lúcidamente define Valleriani cuando dice: “La época barroca es una edad de crisis generadora de una profunda inquietud en la cual es central el sentido de la inestabilidad de lo real. Está caracterizada por un ‘metaforismo’ y un ‘metamorfismo’ universales como modos de advertir una realidad de perfil desconocido e insospechado, siempre diverso y mutable. La metáfora aquí quiere convertir en declive una verdad huidiza y en continua metamorfosis. El barroco es un universo cultural tan consciente del fondo trágico de lo real, como del mal y del dolor que lo atraviesan. Expresa tal realidad a través de la metáfora del ‘confuso laberinto’, pero sobre todo del mundo como teatro… 

El mundo como teatro, siempre puesto en escena, esa es la esencia del barroco. En ese sentido La Habana fue barroca desde su nacimiento, y será barroca mientras sea, aunque su urbanismo y su arquitectura nunca lo hayan sido, ni en lo estructural ni en lo formal, más que de pasada, tímidamente. La Habana fue siempre “un teatro” porque siempre fue mediterránea, porque desde su fundación fue un punto de fuga para el reverberante eco del mar eterno. 

¿Y qué podían ofrecer los ingleses en 1762 a tal emporio de la cultísima máscara? Inglaterra, en plena efervescencia industrial, en medio de su revolución, saliendo de su pobre medioevo, de su escaso y tardío renacimiento; liberándose al fin de la brumosa magia, de la brujería, en favor de un protestantismo que convirtió las cenizas del Purgatorio en ruedas dentadas para el imperio. Inglaterra, que en brazos de Newton, Bacon, Hume y Smith entre otros, abría una era positivista para laboratorios donde el barroco y lo barroco serían pura escoria en el fogón neoclásico. ¿Por qué no tuvo Inglaterra un seiscentto, un settecento vigorosamente barrocos? ¿Por qué su barroco es tímido, hasta cierto punto “clásico”, ecléctico, cuando no folclórico o pintoresco…? 

Ah, una ciudad barroca sabe aprovecharlo todo. La Habana supo hacerlo con lo poco que podían ofrecer entonces los ingleses. Dice Weiss: “La conquista de La Habana por los ingleses y su ocupación de la ciudad durante once meses causaron serios quebrantos económicos a la población, tanto en el orden oficial como en el privado; hubo confiscaciones, exacciones, e impuestos gravosos. Se produjo, en consecuencia, malestar y resentimiento contra los conquistadores y contra aquellos ciudadanos que se prestaron a colaborar con su gobierno (ya ven, siempre los hay “adelantados”). Pero estas cosas pasaron a un segundo plano con el regocijo de la reconquista, y hasta se empezó a considerar el valor de algunas iniciativas puestas en práctica durante el dominio inglés. La principal de éstas fue la libertad de comercio, que incrementó el tráfico marítimo en el período de referencia de un modo fabuloso, no sólo aportando artículos para el consumo de la población, sino llevando al exterior los productos de la isla. Con todo, lo importante no fueron precisamente los frutos inmediatos de este tráfico, sino el ejemplo que ofreció a la metrópoli de las ventajas del comercio libre sobre el sistema monopolista español, lo cual contribuyó a que se otorgara eventualmente a la Isla este derecho. Igualmente la Corona se dio cuenta de la importancia que revestía Cuba, por su posición geográfica, para el comercio entre España, de una parte, y Nueva España y Tierra Firme de la otra, y de la necesidad de redoblar sus esfuerzos por conservarla. En suma, junto con el ansia de la población insular de mejores condiciones de vida, se despertó en la metrópoli el deseo de dar a Cuba un nuevo trato”. 

La Habana, aquella barroquísima ciudad-estado, supo aprovechar de la bala inglesa sobre todo el eco. Y otra vez preparada para la esencial función, introdujo en el texto del coro una nueva monserga, le dio al corifeo una nueva máscara. Pero la obra siguió siendo la misma; esa en la que el barroco no es un portón abigarrado para la estancia franciscana, ni un vitral de tres colores para que la luz vibre descompuesta, sino un universo donde la vida misma es teatro, puro teatro para un mágico y útil bolero inmune al himno neoclásico… Lo demás lo escribí ya en aquellos comentarios. Aquí lo reproduzco para ustedes tal y como lo hice entonces. Debo pedir disculpas por mi tono, entonces un tanto exagerado (barroco) y encendido. Puedo parecer sectario, lo sé, pero en aquel contexto me lo pedía el cuerpo, parecía inevitable. En cualquier caso, así las cosas, el mío sería un sectarismo defensivo. Estén seguros.

Bueno, el Caribe nació a la historia con vocación mediterránea. El Mediterráneo se prolongó en él con todas sus resonancias. El Mediterráneo es un mar que resuena. Sí, más que un mar es un prodigio del eco. Claro, en el mar del norte los vikingos no se oían más que a sí mismos. Algo parecido pasó a los celtas (que nunca se asomaron al mar eterno) sobre todo, cuando hicieron isla al norte del mundo. La bahía de La Habana en 1762 era ya un fabuloso germen de Mediterráneo que construía mar hacia el golfo de México, hacia el Caribe todo; era un portento del eco. Es normal que todos quisieran participar aquella gracia, especialmente los vikingos y los celtas que no la tuvieron hasta entonces. Al fin podían hacer pie en el mundo sin haber nadado en su centro. Pero la gracia no se comercia, no se tasa en libras esterlinas, se intercambia en redomas de tiempo, en ánforas de humanidad. Puede que los habaneros hayan aprendido mucho de los ingleses en cuanto a contabilidad y cacharrería, pero ¿cuánto aprendieron los ingleses de los habaneros…? A ver, contables de la historia, ¿dónde está el interruptor que acciona la gracia, que hace audible el eco? Cuando lo descubran, cuéntenlo en La City. Y confiesen allí que, tanto el eco como la gracia, fugan en Main Street y vibran en La Plaza.

Francotirador, ante una diana tan movida y extensa como la tuya, pudieran inhibirse, incluso, Eros y Apolo… En fin, porque lo deseen algunos, la historia no doblará las piernas. La Habana del XVIII era ya un prodigio del eco y de la gracia. En su bahía habrían podido leer mundo todas las flotas posibles. Porque los españoles llevaban el morral mediado de inquisición y contrarreforma, sí, pero en la mitad que más importa llevaban la semilla mediterránea, ésa, tan volandera, que llegó hasta las tierras bárbaras para que ahora presuman de cánones, tratados, “pentateucos” y compendios jurídicos como si fueran de cosecha propia. Esa semilla, la mediterránea, que acarreaba el plancton del Egeo, el Jónico, el Adriático; que había probado sustrato desde Irán a Cartago, desde Egipto a Cádiz; que por obra de Alejandro había incorporado la capacidad ecléctica de fructificar en (para) Oriente y Occidente; esa semilla, digo, fue plantada en La Habana desde el mismo siglo XVI. Y fueron los españoles, sí, pero eso es lo que menos importa, porque ellos sólo eran agentes ocasionales. Las semillas pueden ser tan llevadas por el viento como protegidas en los excrementos vacunos, pero en cualquier caso, su carga germinal es innegable, imparable. Cuando ingleses, franceses, belgas, daneses y holandeses, vieron en América un regalo geográfico para activar libros de cuentas; cuando éstos llegaban, se apropiaban, estructuraban una plantación, nombraban capataz y se marchaban; los españoles completaban su similar avaricia con un esencial cargamento cultural. Los españoles llegaban y se apropiaban, pero después edificaban, urbanizaban, fortificaban, se mezclaban, se quedaban... Insisto, lo de menos es que lo hicieran los españoles, lo importante es que con ellos viajaban el eco y la gracia del mar eterno; ellos llevaban la redoma y el ánfora, y estaban dispuestos (obligados) a destaparlas. Entonces, ante una urbe tan refinada y promisoria como La Habana del postrero XVIII, ante una bahía tan esencial como aquélla, con tanto pasado y presente heredados, condensados, potenciados, la imagen de la flota inglesa con sus cañones disparando (sólo) un futuro de dudoso pedigrí, debió resultar penosa y grotesca. Claro que a todo se le puede (y se le debe) sacar provecho. La Habana lo hizo con aquellos once meses de apertura comercial. Pero el habanero nunca dio el beso definitivo al mago del futuro. Y no lo hizo tal vez, quién sabe, por la engañosa y aburrida asepsia de sus labios, por la falta de peso que traía su palabra. Lo que pasó después podemos cargarlo en cualquier cuenta. Pero si tenemos que llegar a los Castro, cosa que me produce una gran repugnancia y una mayor pereza, habría que hablar de un carácter hispano armado de un pragmatismo puramente anglosajón. Vaya mezcla. Puede que los ingleses se hayan quedado en La Habana más de lo que parece.

Mira, quien-seas, que los españoles llegaban a América y se quedaban en un porcentaje inmensamente mayor que cualquier otro pretendiente a colonizador en el Caribe, no es una opinión, es un dato. Claro, los datos se encuentran en los libros y pueden parecer opiniones para quien no los abre. Que los ingleses se establecían por más tiempo en el Caribe que los españoles, tampoco es una opinión, es una falacia, tan clara, que no merece más contestación. No me interesa en lo absoluto defender aquí a los españoles. España se defiende sola, pues, como nación contemporánea, tiene 543 años de historia; como realidad sociocultural (con su magnífica diversidad) tiene más de 3000 años de historia; como espacio habitado por el hombre, tiene una prehistoria que se pierde en los anales del tiempo… Pero lo que sí pongo en valor, frente a la excluyente fascinación por lo anglosajón que adorna a muchos compatriotas, es la feliz estirpe mediterránea de lo habanero. La Habana fue una suerte de ciudad-estado con ascendencia mediterránea. Una maravilla resultante del impulso civilizador del hombre culto, del hombre que condensa gracia y eco, no regalados, sino ganados en los avatares de la historia. Ese portento de cultura que fue La Habana, ese agraciado lugar donde el poso mediterráneo era más que evidente, habría quebrado si los ingleses hubieran puesto número y artilugio donde había mucho más que eso. La Habana fue un prodigio del eco humano, un sitio donde parecían convenirse y complacerse todos los dioses; un sitio con suficiente linaje para exigir al ábaco industrial la necesaria carta de ciudadanía. Duró hasta que el determinismo, el pragmatismo y el empirismo, que yacían y subyacían en el positivismo europeo decimonónico (nada mediterráneo, por cierto, y sí muy anglo y muy sajón), se mezclaron con el apasionado carácter mediterráneo para doblegarlo en dirección a la más estúpida utopía. Lo español puso su gusto por la hazaña quijotesca, pero el insulso y reducido horizonte lo trazó el pragmatismo integrista, y ése, quieran o no los anglofascinados, es más british que la reina… Entonces, celebremos cada uno lo que nos apetezca. De eso se trata. Yo celebro que aquella joya, aquel portento de civilización que ya era La Habana de finales del XVIII, haya sido canjeada (por cierto, no sin mucho pesar en buena parte de la inteligencia inglesa) por aquellos incultos pantanales del continente. Sí, una jugada maestra de la “torpe” diplomacia española. Celebro que su onda mediterránea se haya ensanchado hasta el siglo XX y me haya tocado, colmado como lo hizo. Eso sí, celebremos lo que celebremos, por favor, leamos. Por que si bien las lecturas enloquecieron a Alonso Quijano, la falta de ellas plantó en el kilómetro cero a Castro. Celebremos lo que nos dé la gana, pero escuchemos a San Agustín: “Toma y lee, toma y lee…

QUANTUMLEAP, con la lectura pasa como con la vida, somos los máximos responsables ante ella. Si le preguntaras eso al santo (Agustín) te remitiría a los textos bíblicos en primera instancia; pero yo, que de santo no tengo nada, sin saber cuánto hay de ironía en tu demanda, te pregunto a ti: ¿Has leído lo que el santo leyó antes de serlo? ¿Te has leído el teatro griego, por ejemplo? Creo que fue Heidegger quien dijo que había que leerlo todo, todo, pero ¡cuidado!, sólo hasta Platón. En fin, siendo cautelosamente pragmático, te digo que, si queremos hablar con propiedad del tema en cuestión, qué menos que, después de leerlo TODO en términos de Heidegger, y claro, sin detenernos donde él dice, leer todo Fernando Ortiz, por ejemplo, y todo Moreno Fraginals; y luego no vendría mal leer a Humboldt, sobre todo a ese Humboldt que llamaba a La Habana “colonia y metrópoli a la vez”, que veía en el Caribe la recreación del Mediterráneo. Hombre, debíamos leer a Irene Wright, claro, y a Weiss… A pesar de Heidegger, es muy importante, creo yo, que leamos todo lo que el TODO preplatónico hizo posible. Desde la filosofía helenística hasta el idealismo alemán. Y claro, haciendo escalas imprescindibles en Virgilio, Ovidio, Horacio, Séneca, Cicerón, Dante, Petrarca, Góngora, Quevedo, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Baudelaire, Dickinson, Lezama… Sí, Lezama… y Homero. No estaría mal empezar por el segundo y terminar por el primero. Ya ves, no pude ofrecerte un título, pero…

Tal vez puedan intuir lo que contestaba, pero si quieren leerlo todo pueden seguir el siguiente enlace:

http://www.penultimosdias.com/2012/08/14/los-ingleses-en-la-habana/




martes, 7 de agosto de 2012

Una milla cuadrada cualquiera de la tierra...





Mentalmente, ya hemos abandonado la tierra… La dejadez hacia nuestro entorno inmediato sólo se puede explicar porque haya una especie de instinto de supervivencia genética que nos permita pensar que podremos salir de la Tierra y colonizar otros planetas, o algo así, porque, si no, no se explica lo que está ocurriendo, no tiene sentido.” 

Hoy leí en la prensa estas declaraciones del fotógrafo Daniel Canogar. Después de haber visto (con el pulso abúlico) saltar de alegría a los miembros de la NASA por la llegada de su último artilugio a Marte, un artista vino a preocuparme seriamente. El exaltado brinco del científico actual, en muchos casos un especialista cuya ignorancia está celosamente cultivada y pagada por el contubernio entre dos artificiales polos del poder: el económico y el político, me deja un sabor de boca raro, incluso me enerva en ocasiones, pero todavía (¿debía hacerlo?) no me preocupa hasta la rebelión total. Sin embargo, cuando los artistas, aun a su pesar comienzan a emitir señales que avalan ese entusiasmo, cuando comienzan a entender y en alguna medida a buscar, a explicar el sentido del pueril júbilo del especialista y de la cómplice pasividad de su público, un sudor corrosivo invade a mi animal para devolverme a la militancia cavernícola; esa donde la mano sigue tocando al bisonte (ambos hechos imagen bermellón en la roca) como símbolo del sometimiento de la bestia al pintor; esa donde el sacerdote sigue interrogando a las volutas de humo de la hoguera con que espanta al oso, para averiguar el designio de los dioses. Entonces una incómoda gravedad, que nada tiene que ver con la física de Newton, me colma irremediablemente… 

Quede claro que Canogar no dijo aquello ni convencido ni vencido, sino con una comprensible amargura. Él no pretende promover nuestra huida, sólo la intuye. Sin embargo, la intuición del artista me inquieta mucho más que la tesis del científico, porque es esa intuición la que suele imantar en la estela de la imagen los fragmentos de una realidad en potencia. ¿No fue el semidiós Heracles quien, en una potente imagen, separó las puntas del mar eterno y plantó sus columnas para que Fernando e Isabel permitieran a Colón hacer el resto, para que Carlos V pusiera título a la demasía geográfica en aquel importante pliegue de la historia? ¿Estaremos ahora a las puertas del superhombre de Nietzsche, ante otras columnas imaginadas… o ante la línea trazada en el suelo que hipnotiza a la gallina? 

Desde mi caverna preplatónica, temo por igual ambos escenarios. El superhombre podrá ser, podrá plantar y trascender sus columnas, pero jamás podrá existir, y esto lo iguala fatalmente a la gallina. Según Heidegger: “Sólo el hombre existe. La roca es pero no existe. El árbol es pero no existe. Dios es pero no existe.” Superhombre y gallina hipnotizada, peligrosamente concurrentes en la misma cosa y ante la misma línea, otean la inexistencia aguijados por sus notables: los científicos que buscan en ella nueva casa para quienes pagan. Entonces, donde Canogar dice “instinto de supervivencia genética”, cariñosamente digo yo todo lo contrario. Porque la pretensión de trascendernos en máquinas con inteligencia artificial que habiten, no sólo otros planetas, sino el Espacio (eso es lo que hay, no nos engañemos, esa es la tesis última del transhumanismo) poco tiene de instinto de supervivencia y mucho de pulsión de muerte, de instinto de autodestrucción, de regreso al polvo en pleno repliegue del tiempo, en pleno paroxismo estelar. Polvo, sí, pero no enamorado. Polvo sin más, sin merecimiento de gracia. De nuevo sustancia informe para tentar al gran alfarero, porque ay, “¡qué sería tu felicidad, radiante astro, si no tuvieses aquellos para los que brillas!

En fin, aunque no pensaba escribir nada en agosto, la imagen conjunta de los científicos eufóricos y del artista lúcido (no, no es el mundo al revés aunque lo parezca, la euforia y la lucidez son muy caprichosas) me acodó a la mesa con cierta desazón. ¿Es este tema adecuado para un agosto olímpico, con hombres que corren cien metros en nueve segundos y chicas que taconean en el agua? Posiblemente no. Discúlpenme. Me inhibiré de tales torpezas en lo que queda de mes, pero no sin antes compartir con ustedes esta feliz frase de Lewis Mumford: "... Una milla cuadrada cualquiera de la tierra tiene más importancia para el futuro del hombre que todos los planetas del sistema solar. No son las fronteras más lejanas del Espacio, sino los rincones más profundos del espíritu del hombre, los que demandan nuestra más intensa exploración y cultivo..." Y además, este poema inédito para cerrar con un tono, aunque enérgicamente crítico, optimista:



El mundo no cierra todavía


 (De tan libres que son,
al socaire de la ciencia quieren reducir la jaula.)


Esos iluminados que nos imaginan circuito y holograma,
ven en la inteligencia artificial un fatal desenlace
y en el Espacio un anchuroso campo
para que el hombre habite trascendido.
Piensan que no podemos, que no queremos
escapar a la máquina, que en su precisión atómica
enterraremos la sempiterna aporía.
Piensan que somos tan únicos, tan capaces,
que podremos pasear nuestro espíritu,
resuelto en puro número, sin riesgo alguno
por las bodegas del Hades.

¿Y quién financia a semejantes cretinos?

A ver, notables de la especie,
ingeniosos mequetrefes y sus mecenas;
la sola contracción de una madre
desdoblada en su chispazo óntico
basta para un jaque a vuestro juicio.

Pero además,
en la cuenca ocular vacía de Demócrito
caben todas las galaxias juntas,
y en la escueta pupila de su rodante ojo,
la razón, aparentemente extraviada,
en tenso duermevela os vigila.

Meteos los engendros humanoides por el culo.
La inteligencia artificial no es un destino.
El mundo no cierra todavía.

 
  Los hombres son aún preliminares.
                                          J. Guillén


domingo, 29 de julio de 2012

Urgente jabalina




Como una fangosa pelota lanzada en una pista de harina”, que diría Lezama, cayeron, Alejandro primero y Roma después, sobre la clásica Olimpia griega y sus Juegos. “Como una piedra caída en una ecuación”, resultó la posterior llegada del cristianismo a la Olimpia romana para resolver sus tímidas variantes y liquidar sus agónicos fulgores. Sí, la angustia del moribundo agon griego apenas expelía ya los lúmenes imprescindibles para un velorio, cuando Teodosio apagó las luces definitivamente y tasó sus haberes con el cero persa. El tiempo ya no transcurriría al asimétrico ritmo de la flauta dionisíaca, ni para regocijo de Zeus se mediría por sus desembarcos en el estadio, sobre los sudorosos pectorales de los atletas, sobre sus genitales expuestos, porque las eras demandan de sus avenidos una filiación sin fisuras, y el tiempo en la nuestra, aun dudado por Agustín (“...el tiempo no es otra cosa que una extensión, pero ¿de qué?”), ya había sido definido por Plotino como “imagen móvil de la eternidad”, por lo que no podía permitirse aquellos terrenos y embarazosos nudos… 

Nada sabía yo de esto cuando, con nueve años cumplidos, frente al televisor y viendo los Juegos de Múnich ’72, fui avisado por primera vez de que los cubanos nos habíamos convertido, bajo la tiranía de Castro, en los mejores deportistas del mundo. Nuestro Milón de Crotona: Teófilo Stevenson, un gigantón de Las Tunas, había obtenido un oro en boxeo, mientras que un grupo de ágiles y revolucionarios jóvenes había llegado al bronce en baloncesto. Y éste era sólo el comienzo, porque en los Juegos posteriores el deporte patrio creció ampliamente en obtención de medallas, aunque también (sonrío amargamente) en continuas cesiones al perverso mundo capitalista de "díscolos" frutos de su excelencia encarnados en "viles desertores". 

Poco a poco, y mientras los Juegos se erguían ante mí como un sucio pendón politiquero (recordemos lo ocurrido en Moscú ’80, Los Ángeles ’84 y Seúl ’88), me fui enterando de su prehistoria, su historia antigua y moderna. Ya más ilustrado, en los Juegos de Barcelona ’92 vibré sinceramente con la precisa y preciosa ceremonia mediterránea que les sirvió de pórtico. Entonces, cumplidos los veintinueve, tenía las maletas hechas para venir a España, y aquellos Juegos, junto con la Exposición Universal de Sevilla, ponían a este país en el mapa de los solventes. ¿Qué más podía pedir? Me encontraría con mi yo mediterráneo, ya no sólo intuido, sino claramente esbozado, en el país de mis abuelos, con unos deportistas modestos entonces (recordemos que los mejores del mundo eran los cubanos, claro) pero capaz ya de semejantes hazañas logísticas y con tan evidente poder de convocatoria… 

Han pasado otros veinte años, y después de haberme perdido la pekinesa, el pasado viernes vi la ceremonia londinense que inauguró los actuales Juegos. Bonito espectáculo. Pero ¿por qué no pude verlo con los ojos “limpios”? ¿Por qué cada gesto, cada símbolo me ponía a la defensiva, como si se estuviera urdiendo sobre mí, sobre nosotros, una nueva trampa? No me pasa eso en un tablao flamenco, ni en un club de jazz. ¿Cómo debo leer ahora, a las puertas de los cincuenta, tales muestras de buena voluntad y vocación mercantil? Ah, la decadencia, este mordaz estado que siente pavor ante las banderas, que se espanta frente al agujero repujado (hasta en la nada) por la palabrería. Si al menos desfilaran desnudos los atletas, especialmente ellas, para hacernos creer que algo cambió desde que Teodosio liquidara en Olimpia toda posibilidad de hecatombe que no fuera apocalíptica. Si al menos se pactara una verdadera tregua o paz olímpica para con-fundirnos en una imagen plenamente humana. Si al menos… 

No, orgías no, que no hay que sucumbir a tales reminiscencias de los olímpicos originales en este tiempo-imagen de la eternidad. Pero y si… Decía Maquiavelo que existen tres clases de cerebros: los primeros entienden las cosas por sí mismos; los segundos entienden solamente lo que otros han demostrado; los terceros no entienden absolutamente nada. Ah, decadencia, sabionda que nos atas, que paradójicamente nos condenas a esta incómoda y estéril terceridad, permítenos siquiera vibrar con los colores que, cuando menos, “son actos de la luz”; permítenos la emoción en el instante dichoso en el que los atletas, ya no cubanos ni españoles, ni rusos ni americanos, ni judíos ni árabes, felizmente desnudados por la imaginación, libres de sus perversos sobrenombres, en la única cúspide posible que es la de la imagen, lancen la jabalina contra el jabalí que, enmascarado, aplaude en la tribuna. Entonces el segundón maquiavélico, ese que sólo entiende lo que otros han demostrado, amenazado por la justiciera lanza, acaso comprenda que los atletas pueden reconducir los símbolos para que los poetas sigan creyendo e invitando al sueño. 

Quién sabe si la pista de harina y la ecuación, mancilladas latan todavía bajo la piedra y la pelota de fango… Ojalá podamos disfrutar los Juegos. Ojalá, ganemos o no, nos divirtamos todos, porque, según decía mi padre: “un juego tiene sentido si todos se divierten.” ¿Podremos dar sentido a estos Juegos? ¿Y si todos lanzamos la urgente jabalina? Intentémoslo. Aquí va la mía, directa al pálido jabalí que, camuflado tras la purpúrea túnica, cual ignorante segundón de jeta y risotada suidos, se regodea en la tribuna áurea. Aquí va la mía, propulsada por la oscura imagen, porque, como dijo el poeta: “sólo el jabalí negro tiene los ojos de oro.





sábado, 21 de julio de 2012

Y SIN EMBARGO EN ELLAS, LAS PALABRAS...




Y sin embargo en ellas, las palabras...


Soy un hombre afortunado. No sólo tengo amigos, grandes amigos, sino que entre ellos los hay que me prestan y regalan libros. Claro, saben que los leo, y eso debe animarlos a gestos de tamaña generosidad. También saben que los devuelvo en caso de préstamo, y que siempre agradezco sentidamente esas muestras de aprecio, pero aun así, soy muy dichoso cada vez que un amigo, de una forma u otra, me brinda la oportunidad de vibrar, de crecer con el impulso dador que comporta todo libro.

Hace algunos meses, mi amigo Hugo Busso me regaló un libro de Teodoro Elías Isaac, titulado “La palabra alterada (Narco)”. Hugo, filósofo y poeta, conoce algunas de mis inquietudes, sobre todo porque las participa, y, en alguna medida, las “padece”. Él sospechaba, acaso sabía que este libro me interesaría, porque es un libro diferente, novedoso y curioso, sobre un tema de inagotable extensión y especial trascendencia: la palabra; ese germen de humanidad, esa otrora vigorosa atleta de la imagen, del conocimiento y la comunicación, tan maltratada hoy por todos, tan desprovista de sus mejores armas en una época donde el lenguaje se mecaniza y empaca en dirección al agujero en que yacen los significados y las metáforas para que medre el más flácido sinsentido, el más integrista nominalismo.

La palabra necesita hoy más que nunca de amantes prestos (“Todo amante es soldado”, decía Ovidio) que, por cualquier vía a su alcance, llamen nuestra atención sobre lo que está pasando y sus posibles consecuencias… La verdad es que el libro citado es diferente, incluso raro. Su autor, médico, psicólogo, lingüista, en fin, humanista y maestro, para mí desconocido hasta ahora, va con total naturalidad de la ciencia a la ocurrencia, del rigor al entusiasmo, del dato a la iluminación, siempre que estos caminos lo ayuden a controlar el timón de su airosa nave. No sé si me gusta más cuando ejerce de científico o de iluminado. En ambos casos se muestra convincente. En el primero, utiliza su saber en los campos de la mitología, la filosofía, la psicología y la lingüística (griego, latín y lenguas semíticas) para, sobre todo apoyado en Grimal, Corominas y Freud, activar ante nosotros toda la potencialidad contenida en el étimo de las palabras como vía de conocimiento. En el segundo, y aunque su decir en lo formal nunca es poético, no duda en “tirar” de la imagen, aunque ésta nazca de intuiciones personales, propias o inducidas por todo tipo de fuente, para, a través de su capacidad de sorpresa y apertura sígnica, llevarnos al mismo terreno: la clave del conocimiento situada en la compresión de las palabras como unidades significantes de un único y mismo libro que él llama, con cartesiano impulso, Gran Enciclopedia o Libro del Universo… Sí, el libro es raro, también porque está compuesto por diez conferencias que han sido llevadas a texto escrito tal y como se dictaron oralmente. Esto “dinamiza” su estructura con un desenfado y una liberalidad que, si bien puede en ocasiones desorientarnos, nos mantiene alerta, siempre en tensión y dispuestos a transgredir la causalidad y la lógica del discurso en aras de una motivación más oblicua y sugerente. Pero lean algunos pasajes del libro:

 “La palabra alterada es una palabra que no tiene en cuenta al objeto que nombra, ni al otro a quien va dirigido el mensaje. Por eso es narco: el diálogo, que es habla de dos está bloqueado y deformado en un vacío monólogo. No dice nada.

Toda palabra guarda un centro, guarda un corazón, un corazón vivo, que únicamente palpita y se despierta si es respetuosamente atendido y tocado. Ese es el núcleo de la palabra, es lo que se llama ‘lo verdadero’, el etimós griego. Y llegar a lo verdadero, a la verdad de la palabra es despertar el sentido etimológico.

… hemos buscado el símbolo más antiguo de la humanidad, el símbolo más universal, que es el símbolo de la rueda, que guarda un centro, una periferia y los rayos que conectan el centro con la parte periférica. Este símbolo de la rueda, que marca y sella todo acontecimiento universal, desde lo más simple a lo más complejo, también sella la estructura de la palabra. Este es su signo.

En-kýklos-paideia. La clave del conocimiento está en la capacidad de la lectura de ese gran libro. Y todos los otros libros son libros en la medida en que se corresponden a este libro, en la medida en que facilitan y estimulan la lectura de ese gran libro, de esta gran enciclopedia.

Hasta aquí queda clara la vocación de unicidad y universalidad con que el autor se acerca a lo esencial de la palabra: significado, étimo, símbolo, centro, periferia… todo condensado en unidades de ese gran y único Libro del Universo. Pero no adelantemos el juicio. Sigamos. Noten el importante giro que da en esta agraciada y feliz definición:

La palabra ‘palabra’ es una abreviación de una palabra más larga, ‘parábola’. Las palabras se llaman palabras porque son parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa ‘al costado, al lado’; y ballo, es ‘arrojar, pegar o golpear’. Una parábola es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben el núcleo del silencio donde se manifiesta el etimós, la verdad que cada palabra conlleva. Quien no tenga oído para el silencio de la palabra queda atrapado en la cáscara del sonido. Por eso podemos afirmar y decir, sin equivocarnos, que todas las palabras son huecas, por eso tienen valor de palabras, porque en el hueco, en el silencio del hueco es donde se manifiesta la verdad. Pero tiene que ser circunscrito por la palabra. Las palabras, como los templos, circunscriben el espacio para con-templar.

Sólo por encontrar un pasaje como éste me habría leído el libro entero. Qué cara esta definición de palabra para los poetas, y qué guiño a los arquitectos, a los que construyen edificios en particular y a los que construyen discursos (estructurados) en general… Pero continuemos:

Porque la palabra es la comarca del deseo. Porque la palabra es la expresión del alma, de la psiquis. Toda la vida de la psiquis está dibujada, marcada, en la palabra. La palabra representa la vida psíquica.

…el deseo únicamente puede ser contemplado en signos que lo representan en el espacio de la tierra, en el espacio del hombre, en signos que lo representan pero que deben ser captados, leídos, releídos, entendidos, descifrados en su clave. Ese es el valor de la simbólica, es la esencia del símbolo, contemplar.

…la verdad que duerme en el corazón de la palabra, en el etimós, porque cuando se le hace vibrar abre interrogación, despierta interrogantes.

…¿qué es lo exotérico de la palabra? El sentido semántico, las definiciones que están en el diccionario. ¿Qué es lo esotérico de la palabra? El sentido que duerme en la raíz, la temática que duerme en el núcleo.

…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…

La palabra es válida como una campana cuando llama al silencio. Las palabras en ese sentido son campanas, llaman al silencio, no al mutismo. Por eso callamos.

Claro, todas estas ideas son muy útiles para comprender en la palabra su dual connotación. Por un lado la palabra es una (¿la única?) vía para llegar a la verdad siempre que se despierte, se haga vibrar su núcleo, su étimo. Pero por otro lado la palabra, en tanto que parábola (metáfora), ahueca su interior para que lo colme un silencio cardinal (lo contrario del “intrascendente” ruido) y entonces se pueda manifestar ahí esa verdad, que ahora, lógicamente, al no estar en lo que dice, se ha convertido en verdad poética. Porque ese hueco que genera la palabra (parábola) al pegar de costado sobre algo que no está allí, sólo puede ser colmado por la imagen. Es la imagen la que dará contenido y sentido a lo esotérico que habita el espacio determinado por la sonora cáscara. Es la imagen la yema de ese huevo, de ese germen de humanidad que es la palabra.

Pero la imagen no obra plena, eficazmente en las afueras del símbolo. Necesita de él, mantiene con él una relación simbiótica. El símbolo de la rueda (cerrada sobre sí y en continuo movimiento) con un núcleo y una periferia que giran titánicamente en un tiempo circular, se me hace un tanto estrecho para la potencialidad real de la palabra, sobre todo si el movimiento es centrípeto y no centrífugo. Así que propongo sustituir la rueda por las aspas de un molino que, también con centro y periferia, “soplen” espirales infinitas de un aire en movimiento centrífugo, donde la palabra-símbolo no se agote en un tiempo circular, cerrado sobre sí, simétrico, sino que resulte inagotable en otro tiempo abierto y asimétrico. Y sí, “…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…” Según Jung: “Un símbolo pierde su virtud mágica, por decirlo así, o si se quiere, su virtud redentora, tan pronto como su reductibilidad es reconocida. Por eso un símbolo activo ha de tener una hechura inasible.

O sea, que volvemos a necesitar a la imagen re-dimensionando, re-significando continuamente la palabra-símbolo (o el símbolo “apalabrado”), con tal de que aquélla (o éste) no dejen de ser. La palabra como medio activo de conocimiento, como ente vivo cargado de significado, como vía de verdad poética, como motor simbólico… La palabra como bien primero, acaso sumo de la humanidad. ¿No debíamos poner mayor empeño en protegerla de la banalización y el vacío por los que parece seriamente amenazada?

Jorge Larrosa, hablando del lenguaje utilizado actualmente en la enseñanza universitaria (ya ven, casi nada) dice: “Un lenguaje neutro y neutralizado, que no siente nada y que no hace sentir nada, es decir, anestésico y anestesiado, al que no le pasa nada, es decir apático, un lenguaje sin tono o con un solo tono, es decir, átono o monótono, un lenguaje despoblado, sin nadie dentro, una lengua de nadie que tampoco va dirigida a nadie, un lenguaje sin voz, literalmente afónico, una lengua sin sujeto que sólo puede ser la lengua de los que no tienen lengua” (…) “En las aulas se habla cada vez más, se opina cada vez más. Todo el mundo tiene derecho a la palabra, pero a una palabra cada vez más banal, más neutra, más irresponsable, más vacía.” ¿Es esto lo que queremos para nuestros hijos? Cuidemos la palabra, para que a pesar de las maniobras insistentes de la nada, podamos decir con Francisco Pino: “…y sin embargo en ellas, las palabras/ me dispuse inocente a ser eterno.” De él, de Pino, son las imágenes que acompañan este texto. Muchas gracias a todos los amigos que comparten sus libros conmigo. Muchas gracias de nuevo a Hugo por este libro en particular. Si pueden, léanlo. Se lo recomiendo. (Universidad Católica, Córdoba, Argentina, 2010)




Amarga coda:

Al margen del tema central de esta nota, contesto algo que considero una innecesaria excrecencia en el discurso del texto comentado. Mucho medité si sería o no conveniente hacerlo, si sería mejor obviar el “desliz” o tratarlo en otra entrada, pero, aunque no me resulta agradable, no supe evitarlo, pues el asunto me inquieta especialmente. Si, como es el caso, recomiendo un libro, no quedo tranquilo mirando a otro lado en estos espinosos detalles, por colaterales o subsidiarios que puedan parecer.

En la tercera conferencia, el profesor Elías Isaac “patina” regaladamente con tal, creo yo, de resultar confortable al auditorio. Tal vez, si en lugar de oral, el discurso hubiera sido escrito, el autor no habría desbarrado así, quién sabe. Dice en la página 184: “Cuando hablamos de lo ‘árabe’ no estamos hablando de la raza árabe. Cuando hablamos nosotros de la lengua castellana no estamos hablando de los españoles. Yo no tengo ningún motivo para odiar ni rendir homenaje a los españoles, pero sí a la lengua castellana, que si no fuera por ellos no hubiera llegado acá, no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles, pero sí me interesa la lengua castellana, que llegó gracias a ellos, se les cayó, como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros. Y cuando se habla de lo árabe con ustedes, me estoy refiriendo a la lengua árabe, no a la raza árabe. Quizás la raza árabe sea la que menos entienda y comprenda la lengua árabe. El profeta Mahoma decía ‘Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe’. Pone la referencia en una comunión de lenguas, no en una comunión genética o racial.

Vaya joya. Qué comentario tan infeliz... ¿Pero qué necesidad tenía usted, profesor, de soltar ese rosario de incoherencias en medio de un tema tan interesante? No, no lo paso por alto aunque me duela, porque este pasaje, además de provinciano, es peligroso. A ver, ¿qué cautelas ve usted necesarias frente a españoles y árabes? “…no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles…” Esto ¿qué quiere decir? “…se les cayó (la lengua), como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros…” ¿Y esto…?

Profesor, no sé si podrá leerme, pero ese “nosotros” incluye (o debía incluir) a españoles y árabes. Las lenguas no se caen, se siembran y fructifican, como usted bien sabe, en lo más profundo de una cultura. ¿O es que a los romanos se les cayó el latín en Hispania? ¡Por Dios! Una tontería, si dicha por Neruda, sigue siendo una tontería, e igualmente cubre con su torpe manto a todo el que la airea.

Ese “nosotros” está también (y necesariamente) integrado por españoles nacidos en los virreinatos del Perú y del Río de la Plata, o en sus intendencias (actual Argentina) según la época de que se trate. Ellos, nuestros ascendientes, fueron los que sembraron el castellano allí. Y ellos, afortunadamente, llevaban con su lengua, no sólo el germen de las lenguas semíticas, sino también la sangre árabe y bereber. Llevaban este germen junto al indoeuropeo, al grecolatino, al celta...

España es (y ya era entonces) un fabuloso crisol de culturas. ¿A qué le teme usted? Usted, cuando habla de lo árabe, lo español, la lengua castellana, ¿piensa en los chinos, en los maoríes, o sólo en los actuales latinoamericanos? ¿Cómo puede leer tanto, profesor, creer tanto en la palabra, en su capacidad de ceñir verdad, de signar realidad, y decir tales cosas tranquilamente? Si según Mahoma (citado por usted) “Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe”, ¿qué son aquellos que hablan castellano? ¿aymaras?

No sé qué público tuvo en estas conferencias, pero fuera el que fuera, semejante comentario era, cuando menos, ocioso. Según Mahoma (insisto, citado por usted) usted y yo, ambos, somos castellanos por obra y gracia de nuestra comunión lingüística, aunque hayamos nacido en Argentina y Cuba respectivamente. ¿A usted le incomoda? A mí no. Pero no lo creo así. No me siento castellano (sólo) por pensar y hablar en este idioma, porque realmente la única patria chica que no me parece excesivamente provinciana (más allá de la lengua) es la mediterránea. Usted y yo tal vez seamos todavía ciudadanos, incluso súbditos griegos. Todos los occidentales, todos, lo somos en buena medida.

Amplíe, por favor, ese “nosotros” y no haga de su discurso, tan necesario, esbelto y esponjado, merced a estos inoportunos deslices, un retraído bonsái para el acomplejado jardín anterior de una imberbe casita de provincia. Usted sabe (lo cito) que “la palabra es válida como una campana cuando llama al silencio.” Pues hay que tener cuidado no vayan a resultar las palabras, torpemente usadas, cornetas que llaman a rebato… Lo dicho en esta amarga coda no empaña para nada lo sugerente que me resultó el libro, pero a veces, y como bien dice el refrán, “donde se cae el mulo hay que darle los palos”. Lo siento, pero tenía que decirlo aquí y ahora. ¿Demasiado hispano? Puede ser…

     

sábado, 14 de julio de 2012

Pulsión de posesión y cópula canina




Finalmente ayer, gracias a la bondad y la pericia de mi amiga Mercedes, experta criadora de perros que nos ayudó en el lance, fuimos capaces mi hijo Leonardo y yo de “liar” a Sombra (nuestra perra) con Blues (el perro de nuestro vecino Roberto). Llevábamos varios días empujando a los animales a un cortejo infructuoso: Blues, inexperto, y Sombra, “estrecha”, parecían incapaces por sí mismos de conjurar su bestialidad en dirección a los añorados cachorros. Estábamos al borde de la renuncia y la consecuente frustración, cuando apareció la buena de Mercedes que, con mano de santa, puso las cosas en su sitio (nunca mejor dicho) de una vez por todas. No sabemos cuál será el resultado de la cópula y juro no hacerlo público, porque claro, como se podrán imaginar, no es la parte pornográfica, escatológica, anecdótica o sensiblera del asunto la que me inclina a este breve texto. 

En estos últimos días, en los que ejercí a la vez de madame y voyer durante varias horas, no pude evitar preguntarme cómo ha llegado el hombre a ejercer un control tan extremo sobre gran parte del medio que habita; cómo ha llegado a controlar de tal manera los reinos animal, vegetal y mineral de este benévolo planeta; y, especialmente, cómo es capaz de ejercer su dominio hasta la manipulación casi absoluta de la mayoría de los seres vivos que lo acompañan en esta aventura, hasta el punto de decidir, incluso, sobre su más elemental derecho a la supervivencia. 

Blues y Sombra se entregaban tan indefensos a nuestros deseos, al manejo que hacíamos de sus impulsos vitales que, hasta cierto punto, me avergonzaba de ello. ¿Seremos realmente los elegidos de alguna divinidad autocomplaciente? ¿Seremos nosotros mismos piezas en un tablero mayor, simples juguetes en manos de algún jugador igualmente déspota pero a otra escala? ¿O esta sensación de dominio no es más que una ilusión, una jugarreta de la conciencia para apuntalar nuestro yo? Como ven, son preguntas nada originales (ya en el siglo XIX, Herbert George Wells se hacía preguntas parecidas en su novela “La Isla del Doctor Moreau”) pero no por ello pierden filo y ganas de hacer brecha. 

Hace poco leí un ensayo de Ana Ornelas Huitrón, que entre otras cosas hablaba sobre la pulsión de posesión en el hombre. Ella la coloca entre las dos pulsiones freudianas (vida y muerte) y dice: “Esta pulsión se expresa en la tendencia permanente del ser humano de percibir todo lo que le rodea, materialidad, geografía, personas, etc, de su propiedad. No es que quiera apropiárselas e inicie un proceso consecuente con ello, como algunos pensarían, lo que ocurre es que percibe todo su entorno y contenido como algo suyo…” Sí, pero ¿por y para qué? La autora no nos dice demasiado al respecto, mas asegura que “el sentido de posesión antecede al sentido de dominio y poder, pero también antecede al Tánatos de Freud. Tánatos (muerte), poder, dominio y cualquier forma de destrucción de la naturaleza, del planeta, de otras especies y de la suya propia (matar a los de su propia especie) son meras consecuencias del sentido primario de la posesión. En la naturaleza humana esas pulsiones o sentidos quedarían en el siguiente orden: primero: vida; segundo: posesión; tercero: muerte”. 

Ya ven, si convenimos con esta autora en lo tratado, veremos como algo necesario, consustancial a nuestra especie, que nos sintamos dueños de cuanto nos rodea. Se trata de una pulsión básica y primaria contra la que no merece la pena luchar si se pretende eliminar del todo. Al parecer, y según el texto citado, hasta la esencia social del hombre, y también los mecanismos de orden y control que han fijado las distintas sociedades a lo largo de la prehistoria y la historia, surgen y se desarrollan atendiendo a la necesidad de atemperar esta pulsión para que no desemboque en la antropofagia más severa: el canibalismo (literal o metafórico) conducente al exterminio de la propia especie.

Pero aun aceptando que la pulsión de posesión es algo inevitable, ¿no es cierto que la misma no obra con igual intensidad en los europeos y en los guaraníes? Los perros de los guaraníes (estoy seguro) no necesitan ayuda para copular, y sus dueños (imagino que los guaraníes también se sientan en alguna medida propietarios de los perros con los que conviven) seguramente estarán menos interesados que nosotros en controlar su natalidad. ¿No será que nos estamos pasando con la tal pulsión de posesión por muy primaria que sea? Confieso que no sólo me avergonzaba la indefensión de Blues y Sombra frente a nuestros deseos y lucubraciones, sino que hasta cierto punto me atemorizaba. Entonces no lo dije a Leonardo ni a Mercedes, pero realmente cuando los perros quedaron "anudados", las ideas que ahora comparto con ustedes me vinieron a la mente con especial fuerza. 

Qué lentamente bebe el caballo”, observó el poeta ante la inminencia de una gran tragedia. ¿Seremos capaces de controlar nuestra pulsión de posesión antes de que nos devore definitivamente? No preguntaré a los banqueros, ni a los políticos, ni a los grandes empresarios, ni a los científicos más infantiles, pero ustedes, mis amigos, mis lectores, ¿qué piensan al respecto?

A mí me queda el consuelo de que Sombra en casa vive como una reina. ¿Acaso a las reinas no se les exige igualmente descendencia? Más aún: ¿no se les exigía en algunos sitios, hasta hace bien poco, descendencia masculina bajo la amenaza de perder trono y cabeza? Al menos a Sombra no le exigimos nada en relación al sexo de sus cachorros, aunque muy bien nos vendría al menos una hembra. Sí, lo reconozco, aun pesaroso por lo contado, me gustaría quedarme con una de sus crías. Serían tan felices Mario, Leonardo y Marisela… 

¿Ven cómo la pulsión posesiva es irrefrenable? ¿Y qué podemos hacer? Pues, cuando menos, percibirlo, intentar atenuarlo… En fin, con la inquietante imagen de Marlon Brando en su excelente papel de Doctor Moreau (película de John Frankenheimer, 1996) dándome vueltas en la cabeza, insisto, me queda la tranquilidad compensadora de que Sombra en casa vive como una reina, y de que igual viviría cualquiera de sus cachorros. ¿Los tendremos?



 

domingo, 8 de julio de 2012

¿A quién interesa algo que ya se sabe?





Menudo corre-corre se traen las partículas en el interior de ese tubo franco-suizo con siglas casi psicodélicas (LHC). Vaya ingenio… Tienen que correr aceleradamente y chocar entre sí con cósmica intensidad para alcanzar un nombre. Sí, todas las partículas que por pequeñas quedaron al margen de las homeomerías de Anaxágoras y los átomos de Demócrito, llevan siglos penando por un título que les dé sentido. Algunas alcanzaron el suyo (electrón, protón, neutrón) a finales del XIX y principios del XX, pero otras, más canijas aún, siguieron sin él. 

A Dios debió parecerle esto una gran injusticia, porque recientemente puso en manos del hombre una pequeña réplica de su campo de acción (el mencionado tubo imantado) y una pequeña porción de su desencadenante más expedito (el movimiento acelerado) para que finalmente las partículas más radicales vieran satisfecho su afán nominal. Claro, una de ellas es aparentemente tan pequeña y pesada, tan elemental y primaria, que habiendo usado el nombre de Higgs mientras fue una corredora intuida e invisible, opta ahora, que casi se le ve correr y chocar, al mismísimo nombre del Creador. 

La “partícula (de) Dios”. Qué sonoro y merecido colofón para esta genitora atleta que tanto tiempo esperó un título capaz de reconocer su esencial ejecutoria. La “partícula (de) Dios”. ¿Y qué haremos ahora con esta partícula, con este nombre? Dicen que Higgs y Hawking tienen una apuesta al respecto. Bien, que la resuelvan. ¿Y qué más? Pues que los físicos y los metafísicos tendrán que actualizar sus manuales; los teólogos, la retórica que ancla y sustenta sus convicciones; los académicos, los diccionarios y las enciclopedias; los ingenieros, el alcance de sus artefactos (sean tubos imantados, satélites, microscopios electrónicos o proyectores holográficos); los banqueros, los objetivos de sus inversiones; los políticos, nunca se sabe; y los poetas… ¿qué harán los poetas? ¿Se dejarán arrastrar a tan escuetas misiones? ¿Alterarán las eternas variantes de las ecuaciones que manejan en su laboratorio palabrero para colocar en su lugar flamantes y púberes certezas? 

No lo sé, pero lo cierto es que cuando el hombre descubrió el bronce, el poeta dijo: “Noche, domadora de los dioses y los hombres”; cuando el filósofo definió el átomo, el poeta dijo: “El mar, sudor de la tierra”; cuando el científico razonó a Dios y dedujo que era el primer motor, el poeta dijo: “Una sola cosa, la única verdaderamente sabia, quiere y no quiere que se le denomine Zeus”; cuando el filósofo repensó a Dios y dijo que era el motor necesario; el poeta dijo: “Voy no sabiendo dónde”; cuando el teólogo pontificó sobre la ley natural, el poeta dijo: “¡Oh humano corazón!, ¿por qué te vuelcas en bienes que no admiten compañía?; cuando el científico descubrió la gravedad, el poeta dijo: “Huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura”; cuando el inventor logró generar la corriente alterna y conducirla hasta las bombillas, el poeta dijo: “Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas”; cuando el científico definió el Big Bang; el poeta dijo: “Salimos de la oscuridad como del sueño: torpemente vivos”. ¿Qué dirán ahora los poetas para celebrar el colmo nominal de la materia? 

No lo sé, pero ojalá sigan considerando que “nada es más real que la imaginación”. Porque en los eternos debates entre universalistas y nominalistas, entre creacionistas y evolucionistas (cuánto oxígeno aportará la excelsa partícula a este fuego), es la imagen la única que puede resolver en dirección al hombre. La imagen, sólo ella, porque como también dijo el poeta: “No creas que hay mucho más. Lo demás es todo”. Y digo yo: claro, lo demás es nada… 

Corran las partículas locamente por los túneles del hombre, choquen, háganse luz, alcancen su soñado nombre, emulen a Dios, dinamiten su exclusividad creadora... Da igual, porque sea o no Dios el Poeta, siempre será el Poema. A mí me basta. Y si es verdad lo que dijo Epicarmo: que “el hombre no es arte, es artista”, hagan lo que hagan las partículas: aunque corran encerradas en artilugios humanos, aunque resignadas exploten ante los ojos del científico que reducirá su esencia a fórmulas matemáticas, aunque se ofrezcan mansas a su arsenal de nociones (todo ello a cambio de ser pomposamente nombradas); el poeta les cobrará siempre el cardinal peaje: la obligada reverencia ante la imagen. Las partículas, al margen de la verdad poética, ¿a quién interesan? Vamos, pensémoslo, seamos sinceros, ¿a quién interesa algo que ya se sabe?






domingo, 1 de julio de 2012

Un pliegue para el recuento y un poema



Cuando hace seis meses inauguré este blog, no tenía la menor idea de cómo podría mantenerlo vivo. Entonces no sabía si dispondría de ganas y tiempo para hacerlo, si sería capaz de enfrentar el formato con la pasión y la tensión necesarias, si encontraría lectores cómplices en el camino. Además, aunque hace mucho tiempo escribía en prosa tanto o más que en verso, en los últimos veinte años escribí casi únicamente poesía, y dudaba que mi disposición a la prosa tuviera cierta continuidad. Bueno, esta es ya la entrada número trece. Me fui sintiendo cada vez más cómodo con el formato, tengo ganas de mantenerlo y voy sacando el tiempo para hacerlo. Para mí resulta un ejercicio fresco que, sobre todo entre un poemario y otro, me mantendrá más activo que de costumbre frente a la escritura. No sé cuántos lectores tengo porque no recibo muchos comentarios en “abierto”, pero a juzgar por las visitas al blog no son pocos, al menos para un poeta que siempre escribe, lo quiera o no, “para la inmensa minoría”. Muchos amigos me comentan por correo y me dan ánimos para seguir. A todos, a quienes comentan en el blog, a quienes me escriben vía e-mail, y a quienes simplemente me leen, les estoy muy agradecido. Claro que los invito a participar comentando, pero como yo mismo fui durante mucho tiempo reticente a esto, comprendo a quienes no lo hacen porque aún no se sienten cómodos en este medio.

Creo no haberme apartado temáticamente de lo que me propuse en un inicio. Se trata de un blog que pretende encomiar la imagen, la capacidad para producirla, emitirla, buscarla, recibirla y digerirla. Intentaré seguir ese camino porque realmente lo creo necesario... Hoy, en esta entrada un tanto diferente, quiero compartir con ustedes un poema inédito que escribí hace ya algunos años. Escribo “Poesía” en el doblez más luminoso de este pliegue. Ojalá lo abran y lo disfruten. Yo (espero que acompañado por todos ustedes) lo despliego, lo activo, sigo… Los abrazo a todos.      
La imagen de la cabecera la diseñé especialmente para esta entrada.


Poesía
 
...y el hombre pensó:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío.
Y puso un nombre a cada cosa, fuera tangible o no,
siempre que se pudiera tocar con el deseo,
se pudiera acotar entre los sueños.
Pero ciertas entidades resultaban inasibles
aun bajo el corsé de las definiciones.


Y pensó el hombre: 
–– a todo eso que no puedo asir ni siquiera con un nombre
     lo llamaré Dios. No me importa pertenecerle,
     ofrecerle incluso lo que pude reducir a palabra,
     si me apropio el centro de todo lo corpóreo,
     si soy finalmente aceptado en el seno
     de todo lo incorpóreo que me excluye.


Pensaba el hombre, por ejemplo,
que bien vendría formar parte de la mirada del tigre,
que sería excitante asimismo
catar el desamparo de la hoja que cae.
Y nombró a Dios.
Y puso a su nombre todo lo nombrado.
Y lo tentó con grandes sacrificios.
Y se declaró su hijo.


Pero Dios, que sabe dónde radica su poder,
se mostró esquivo,
nunca quiso negociar con lo intangible.


Entonces pensó el hombre:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío, incluso Dios,
     si aprendo a levitar sobre los nombres.


Y apareciste tú.




sábado, 23 de junio de 2012

Está de fiesta la imaginación...




Hace algún tiempo que mis amigos Paco y Conchita me regalaron un disco de Silvia Pérez cantando temas clásicos cubanos (Pér-ez, vaya, hija de Pedro, que se diría en la Castilla medieval). Aquella noche escuchamos el disco en casa de Jesús mientras cenábamos. Y aunque la música “condenada” a fondo en distendidas reuniones de amigos, apenas tiene oportunidad para dejar un tibio y lejano regusto, la buena, incluso en condiciones adversas, suele activar en el paladar ese oscuro recoveco que, a través del inconsciente, nos hace pulsar siempre el sonoro aldabón de la memoria. 

Aquel disco, sin embargo, tuvo que esperar a que se casara otro amigo en Zaragoza para que Marisela (mi mujer) y yo, de camino al evento lo escucháramos varias veces mientras nos dejábamos llevar en coche atravesando las provincias de Valladolid, Burgos y Soria… Sí, resulta que recorriendo parte de la Castilla profunda, La Habana más incorpórea, la que suele penetrarme a través de persistentes sonidos, se hacía presente esta vez en la voz de una joven catalana a la que todavía no había puesto rostro (ya ven, es bellísima), acompañada de unos músicos excelentes, cuyas notas, como juvenil y habanero cosquilleo, me agitaban sin contemplaciones. 

La Habana, sí, pero ¿qué Habana? Pues aquella que viví, y aquella también ensoñada, aprehendida en los cuentos de mis padres, en los libros de mis maestros, en su gran arquitectura, en la música de todos sus tiempos… y ésta, su álter ego, la que siempre va conmigo dilatada y detenida, la que para mí no cabe ni en su era ni en su hemisferio, multiplicada una y otra vez por sí misma en el recuerdo. Y es que Silvia Pérez y Javier Colina al frente de su trío, cantando y tocando aquellos temas habaneros de esa manera tan especial, vinieron a darme la más confortante palmadita en la espalda: Bueno, chico, emigraste a ti mismo, siempre emigrarás a ti mismo, parecían decirme, mientras sepas hacerte acompañar, mientras sepas esperarte en cualquier sitio, mientras lleves contigo en la imaginación la llave de todas las posadas. 

“En la imaginación”, así se llama el disco que refiero. Con él regresaron a mí, entre otros compositores, Marta Valdés, José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Ángel Díaz y Frank Domínguez; entre otras voces, por diferentes que fueran o sean, la de Freddy, Elena Burque y Gema Corredera; entre otros músicos, Bebo Valdés, Bola de Nieve, Frank Emilio, Isolina Carrillo… Pero también de su mano me tocaron la imaginación gente como Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Nina Simone, Cassandra Wilson, Diana Krall, Eliane Elías… y como Mariza, Dulce Pontes, Eva López, Martirio, Tal Ben Ari (Tula), Yasmín Levy, Mayte Martín y María Salgado (ese elegante y poderoso puente tendido entre todas las castillas y yo) 

¿Y cómo pueden un disco, una joven cantante y cuatro músicos también jóvenes, cortar y apilar tanta leña para la memoria? Pues no lo sé muy bien, pero quienes pretendemos resolver la emigración en un crisol de infinitas oportunidades, necesitamos ayuda de todos los frentes y flancos; y la música, popular o culta, al menos en mi caso es un eficaz apoyo; como lo son la gente, las ciudades, los libros, los viajes, los museos, el teatro… Entonces, si Silvia, descendiente en última instancia de algún Pedro castellano, nacida por ventura en Cataluña hace muy poco, acompañada por Javier, que nació en Navarra, y por otros músicos nacidos en el mundo, canta temas habaneros con ese acento universal y atemporal; yo, que nací en La Habana, o sea, en el Egeo prolongado al Jónico, al Adriático, al Mediterráneo, al Caribe, y que resido hace veinte años en la meseta ibérica, al pie de las vencidas columnas de Heracles, me estremezco en la oscura claridad que propicia la imaginación fecundada y digo GRACIAS.  

Porque cuando un bolero se nos da regresado de todos sus orígenes posibles, cuando un contrabajo recrea el laúd árabe, o incluso el salterio con timbre bereber, sufí, sefardí, flamenco, llegando después al filin por los caminos del jazz; cuando una voz recorre en un disco, qué digo en un disco, en una sola canción todos esos caminos como si hubiera acompañado durante siglos a los dioses griegos en sus orgías, a la pitia de Delfos en sus oráculos, a las sirenas homéricas en las costas de Capri, a las vestales en su templo romano; pero también (y aunque tenga un timbre en apariencia modosito) a los beduinos en las hogueras de Arabia, a las abuelas nabateas en Petra, a los pastores de la Capadocia, a las brujas en Salem, a los gitanos del Sacromonte en Granada, a Camaron en su isla de Cádiz, a Louis Armstrong en las tabernas más cutres de Louisiana, al Chori en las playas de Marianao, a Freddy en el bar Celeste, a Elena en el Pico Blanco del Hotel Saint John’s, a Bola en el Monseñor, a Marta en las mundanas esquinas de La Rampa… decía yo: cuando sucede esto, no podemos dejar de agradecerlo, porque voces y músicos que condensen de tal forma espacio y tiempo (mundo) nos hacen creer que acertamos al escoger el camino de lo Uno (diverso pero uno). 

Ese camino donde centro y periferia son, como mucho, chispeantes anécdotas que alivian de solemnidad y monotonía al todopoderoso acorde. Dice Carlo Rosa en un ensayo que leí hace poco: “Acordar significa así (sea en el ámbito musical o en el cotidiano) ligar los opuestos en una dimensión eurítmica, conjuntarlos y ponerlos en sintonía entre sí...”  Definitivamente prefiero acordar a fusionar. Levitando en el imperio del más complejo acorde: la imaginación humana, podemos (re) encontrarnos y (re) conocernos en la fértil diferencia, alejados de la peligrosa uniformidad, felizmente integrados en lo Uno diverso. 

Silvia Pérez cantando estas canciones encarna la diversidad. Y al mismo tiempo, avara, generosa pretende abarcar la diversidad encarnada para colmar el esfuerzo sirviéndola en un mismo y único plato. Una aberración… dirían los puristas de todos los géneros; esos que viven de ponerle maquilladas (y en el fondo enclenques) puertas al campo. Pero Marisela y yo, aquella tarde, atravesando Castilla camino a Zaragoza, mientras La Habana, recreada en las notas y los timbres de medio mundo, entraba por las troneras de lo inefable para percutir una vez más en la memoria, sin dudas habríamos contestado: chsss, hoy no, no guarden hoy sus absurdos lindes, callen, callen, por favor, que está de fiesta la imaginación

Aquí les dejo el enlace para que escuchen precisamente “En la imaginación” de Marta Valdés. Ojalá la disfruten. Y a los que no tengan bien escuchados a Silvia Pérez y Javier Colina, ojalá les sirva de pórtico para hacerlo.
   


domingo, 17 de junio de 2012

Utópica trinidad y secreto leviatán.




En los días que corren, gana enteros para mí aquella frase de Lezama: “La imagen es la causa secreta de la historia”. ¿Y qué imagen nos está historiando secretamente en Occidente, ahora que muchos de los rumbos conocidos se tornan extraños, peligrosos, inviables? Tal vez sea ocioso tratar de desvelar el disimulo con que opera la imagen transformadora. Muchas ideas se agolpan con tal fin: que si murió Dios, que si murió la historia, que si Dios castiga a sus asesinos y enterradores, que si la historia sonríe socarronamente ante los notarios de su defunción haciendo valer su causal determinismo, que si vamos ya camino de trascendernos como especie, que si debemos regresar a la inmanencia en un mundo donde todo sea sujeto… En fin, seguramente necesitemos que el tiempo ceda en su rampante y urgente discurrir para que, superado el trecho enloquecido, podamos desentrañar con ciertas garantías lo que está pasando. Pero es muy difícil permanecer impasible en un recodo atemporal, buscando que el instante artificiosamente dilatado nos dé las claves sin correr el riesgo de la equivocación. Incluso en este blog, donde con toda intención evito chapotear en lo que, sucio sólo de voraz actualidad, nos coloca orejeras para que nos centremos en lo contingente, siento la necesidad de errar, aunque sólo sea por el reconfortante placer de reconocerme “humano, demasiado humano”.   

Hace unos días leí en la prensa que en la pasada Feria del Libro de Madrid se vendió como churros el Manifiesto Comunista. No me pareció raro. Tampoco me preocupó especialmente. Si unos cuantos no-lectores o lectores de insulsos best-seller se asustan hasta el punto de buscar cobijo en el regazo de Marx, querrá decir, cuando menos, que algo se mueve. Claro, yo les aconsejaría que acompañaran esa lectura con otros textos de importancia y utilidad (en mi opinión) muy mayores, porque leer tal Manifiesto desprovisto de otras letras, es como ver cine mudo con gafas oscuras y confiárselo todo a las reacciones apasionadas y con-sentidas del resto de espectadores: reír cuando otros ríen, chillar cuando otros chillan, aplaudir cuando otros aplauden…

Yo, que tengo bastante leídos a Marx y Engels, no he releído, lo confieso, su célebre Manifiesto. Es más, sería lo último que releyera en estos tiempos donde ya su escueto y encendido discurso resulta ridículo si no arqueológico, tanto por lo obvio de su diagnóstico, como por lo pueril del tratamiento dictado. Hay en la historia del pensamiento universal otros momentos de utópico impulso que ahora me interesan más. Hay entre Platón y Marx varios intentos de diseñar, crear o re-crear “sociedades razonadas y perfectas” que ahora merecen, creo yo, nuestra especial atención. ¿Por qué? Pues porque sus obras explican muy bien, a través de la imagen, el camino que nos ha traído hasta aquí a caballo de un humanismo dinamitero que lleva ya varios siglos afanándose contra el propio hombre.

Quiero invitar a los lectores de mi blog, amigos, conocidos, curiosos y afines en general, con todo el cariño, la modestia y la complicidad de que soy capaz, a leer o releer ahora tres libros:
“Utopía” de Tomás Moro
“La nueva Atlántida” de Francis Bacon y
“Una república poética” de Robert Burton. Este último extraído del prólogo de una obra mucho mayor que es “Anatomía de la Melancolía” del propio autor.

Los invito a ello porque se trata de tres autores ingleses, que buscando la sociedad ideal, y desde presupuestos utópicos, nos explican bien cómo pasa Inglaterra de ser uno de los países más atrasados y pobres de Europa a resultar la principal impulsora de la EPISTEME actual, que en mi opinión está situada en el par tecnología-crecimiento económico. En este caso les recomiendo una lectura diacrónica, ordenada: comenzando por Moro, humanista renacentista por excelencia, y terminando por Burton, puramente barroco y preindustrial. Y como creo que no los convenceré si no abundo un poco sobre el tema, autolimitándome dado el medio en que escribo, les explico someramente lo que supongo que, como yo, podrán sacar de tales lecturas o relecturas en un momento como éste.

En “Utopía" de Moro, ve Pedro Rodríguez Santidrián, quien introduce la edición que tengo, “un eslabón entre el comunismo aristocrático de Platón y el socialismo científico marxiano”. Claro que estoy de acuerdo, pero me gustaría apuntar además cómo el humanista inglés (que propone entonces una sociedad sin clases donde no exista la propiedad privada, eminentemente agrícola, con una economía perfectamente planificada, basada en un riguroso humanismo cristiano, donde se viva según las leyes de la naturaleza y se trabaje seis horas al día dedicando el resto del tiempo al cultivo del espíritu; donde son normales, entre otras cosas, la eutanasia y el divorcio) está todavía muy lejos de acudir al mercado o a la plenipotenciaria ciencia experimental para solucionar las enormes lacras sociales que padece la Inglaterra que le tocó vivir. Moro vive en un país católico (siglo XVI) donde la burguesía todavía no se ha apoyado en el giro protestante gestado en las ingles de Ana Bolena para elevar su “catequesis mercantil” a sumo credo.

Muy diferente ya es la obra de Bacon (alcanza el siglo XVII) quien es considerado por muchos el padre del empirismo, el pragmatismo y el positivismo. En su isla Bensalem, ya la felicidad estaba garantizada por el cultivo de la ciencia experimental y de las artes aplicadas. Bacon no se ocupa especialmente de la organización de la economía y de la sociedad, pues esto lo considera secundario y lo deja en manos de una institución minoritaria y selecta. Bacon, preocupado sobre todo por la ciencia y sus posibilidades redentoras, orienta su interés hacia la conquista de la naturaleza por el hombre. Ya se está conformando entonces la IDEA que, aparecida en escena en el siglo XIII, hoy parece “guiarnos” definitivamente hacia la vida interplanetaria y la inteligencia artificial. (Francis Bacon es un continuador de la obra de otro Bacon, Roger, también inglés, que ya propuso el método experimental para conocer el mundo en el siglo XIII, cuando empieza a ser cuestionada por los primeros humanistas la EPISTEME medieval aristocrática con base en la religión).  

Finalmente Burton (prácticamente siglo XVII) es ya un humanista barroco. Tremendamente erudito y preocupado por las causas de la depresión individual y social que aprecia en su Inglaterra natal (es también médico), “sueña” una isla que él sabe imposible, en la que se resuelvan los problemas sociales que de manera muy pormenorizada recoge en su obra. Burton, en su lista de desgracias inglesas incluye alguna tan llamativa como ésta: “Enviamos nuestros mejores productos allende los mares, de los que otros hacen buen uso para sus necesidades, trabajan con ellos y los mejoran drásticamente, y nos los devuelven a precios muy caros…” Qué bien aprendieron a corregir esto. Pero vean esta otra: “En la mayoría de nuestras ciudades, a excepción de unas pocas, vivimos como haraganes españoles, entre tabernas y cervecerías…” O ésta: “Los trabajos manuales, que son más minuciosos y engorrosos los llevan a cabo los extranjeros…” En fin, que no tiene desperdicio. En su ensoñada isla las ciudades estarán construidas junto a ríos, lagos navegables, puertos o ensenadas (es un confeso admirador de los Países Bajos, entonces boyantes bajo el influjo de la Compañía de las Indias Occidentales); tendrán calles limpias, anchas y uniformes. En su isla no habrá un acre de tierra calmo, ni siquiera en las montañas. Claro, según dice después de criticar la la "República" de Platón y la “Utopía” de Moro: “Su forma de gobierno será la monarquía”. Tampoco hay sitio aquí para los económicamente fracasados, pues éstos son azotados en el anfiteatro, encarcelados y hasta colgados. Sin embargo, se consentirá la usura. Lo dicho: una obra a leer. Aquí ya opera el culto al tesón y al esfuerzo en todos los órdenes, y muy especialmente en lo referente al trabajo, bajo una religión que se deshizo del benévolo Purgatorio; pero también opera, aunque algo más oblicuamente, el culto al mercado.  

Más allá de su vocación utópica, hay varias cosas comunes a las obras citadas que llaman la atención. Por ejemplo, el uso de la ficción en los casos de Moro y Bacon (el primero emplea el diálogo, el segundo la novela) o sea, el uso de la imagen literaria como vía eficaz para explicar sus islas razonadas y perfectas. Es curioso también que todos necesiten la isla (ingleses al fin) como entidad geográfica "autónoma" para mejor evitar posibles "contaminaciones". Asimismo cabe destacar que tanto Moro como Burton son durísimos con los abogados (agentes de la judicialización extrema de la sociedad, ¿les suena?) y en algún sentido menosprecian a los médicos. También en el siglo XII, un sabio zaragozano: Avempace, en una obra bastante utópica, pero de muy distinto tono (“El régimen del solitario”) decía:

La ciudad perfecta se caracteriza porque en ella está ausente el arte de la medicina y de la jurisprudencia, y eso porque el amor une mutuamente a sus habitantes, los cuales no discuten entre sí en absoluto… Es la razón por la que sus habitantes no se nutren de alimentos nocivos (habla ahora de la medicina), ni precisan conocer los medicamentos para curar el ahogo que produce la ingestión de setas venenosas o cosas parecidas a éstas, ni necesitan saber cómo se cura el abuso del vino, puesto que allí no hay nada desordenado. De este modo, si abandonan el ejercicio, (se entiende que físico y/o ascético) se producen, en consecuencia, multitud de enfermedades que, evidentemente, no son propias de la ciudad perfecta…

Ya ven, la utopía ha sido una constante en el pensamiento humano. Pero los utópicos ingleses aquí recomendados son especialmente importantes para entender de forma amena y eficaz, sin tener que “desbrozar” extensos volúmenes filosóficos, las causas profundas de lo que está sucediendo ahora en nuestras sociedades. Siempre verá con más claridad el águila que el topo, y como decía Aristóteles: "Todo se refiere a algo que es primero". Pongamos la luz larga a ver si atinamos mejor el camino en medio de la maleza que parece negárnoslo.                   

En fin, ya me extendí demasiado. Acabo: Fernando R. de la Flor, que prologa la obra de Burton en la edición que tengo, con gran acierto relaciona el frontispicio de “Leviatán”, de Hobbes, con la isla ensoñada de nuestro autor utópico. ¿Será ésta la imagen que secretamente nos esta historiando hace ya tres largos siglos? La añado a continuación. Ustedes dirán… Insisto, si pueden lean o relean esos tres libros. Se la pasarán muy bien porque están magníficamente escritos y tienen la pertinaz y útil actualidad de las obras de siempre.